El mejor huésped de «La Veleña». Comunión diaria. El padre de los pobres

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Don Isidoro jamás protesta por las comidas. Todo lo más, dirá que no tiene apetito. Incluso se le nota disgustado cuando los demás se quejan. Nunca retrasa el pago. Doña Victoria, la dueña, recuerda el día que pasó a Isidoro una cuenta cobrándole de menos: Zorzano devolvió la nota para que la corrigiese.

Trata bien a todo el mundo. A doña Victoria le trae de Madrid, según su deseo, una estampa de Jesús de Medinaceli. Coloca en los Ferrocarriles al camarero José. Mariquita, la muchacha de la pensión, dirá rotundamente: «Fue el mejor huésped que tuvo la casa». Nunca lo vio enfadado. Un día Zorzano tiene que esperar un cuarto de hora largo para la cena, porque la chica se entretuvo en la calle. Cuando llega, el huésped sólo mueve la cabeza y dice sonriente: «¡Mariquita, Mariquita!». Alguna vez ella está de mal humor y riñe a sus compañeras; entonces Isidoro la mira divertido: «Mariquita, no te pongas así». En otra ocasión, la mala cara de la sirvienta obedece a un dolor de muelas: en cuanto el ingeniero se entera, sale a buscarle un calmante.

Aunque Isidoro no habla de asuntos privados, al personal de «La Veleña» no se le oculta su piedad. Sobre todo, les edifica la fidelidad de Zorzano a la Santa Misa todas las mañanas, a las 6 o 6.30. Al colega recién incorporado a la pensión le sorprenden los madrugones de su amigo. Porque Isidoro ha organizado su horario y, por fin, ya comulga todos los días: «¡Qué tranquilidad y alegría recibo diariamente en la Comunión!». Son la alegría y la paz que siembra en sus relaciones sociales.

Los domingos en verano, sin giras de la Excursionista, suelen pasear por la costa. Aunque a Isidoro no le gusta disparar, jalea a sus amigos cuando, en las Chapas de Marbella, cazan conejos para la Casa del Niño Jesús. Porque Zorzano sigue frecuentando la Casa, donde algunas veces lava los pies y corta las uñas de los niños.

En ocasiones repite con los golfillos lo que hace don Josemaría en Madrid con los universitarios: llevarlos a visitar enfermos y familias pobres en barriadas periféricas. Uno de los niños recordará que Isidoro «curó», en el Barrio del Arroyo, a un anciano que llevaba treinta años «enfermo» de tiña y a un niño con la cabeza llena de costras. Al parecer, el milagro consistió, sobre todo, en lavarlos bien lavados. En aquellos suburbios llegaron a conocer a Zorzano como «el padre de los pobres». Algunos vecinos del arrabal son subordinados de Isidoro en los ferrocarriles. Aquí no tienen que fingir hostilidad clasista respecto al jefe, a quien saludan cariñosamente: «¡Vaya usted con Dios!».

De todos modos, la dedicación básica de Isidoro es su trabajo. En los talleres va ganando un notable prestigio. Siempre llega puntual. Y, a diferencia de otros ingenieros, no tiene inconveniente alguno en ponerse un mono y trepar por las locomotoras para comprobar, personalmente, la reparación que se está efectuando. Esto corre como la pólvora entre los obreros. Con el nuevo ingeniero no caben chapuzas. Lo que no saben es que Zorzano busca la unión con Dios precisamente a través de su trabajo bien cumplido y hecho en presencia del Señor.

Por su competencia debe, a menudo, realizar «peritaciones» fuera de Málaga. Así, en mayo de este año (1932) viajó a Barcelona. Otras veces el dictamen es dentro de la provincia: en Alora, concretamente, hubo de revisar un puente nuevo. La estancia se prolongó varios días y alguna joven del lugar se ilusionó con el brillante soltero. Isidoro disipó enseguida sus infundadas esperanzas.

En la segunda mitad de 1932 recibe dos tristes noticias: los primeros fallecimientos de miembros de la Obra. El 16 de julio muere, en extrañas circunstancias que hacen sospechar un envenamiento criminal, don José María Somoano, capellán del Hospital del Rey. El 5 de noviembre fallece Luis Gordon, ingeniero industrial como Zorzano y uno de los jóvenes a quienes el Fundador enseñara, en el Hospital General, a servir al prójimo. En ambos casos ofrecerá Isidoro, como sufragio, varias comuniones y rosarios completos.

Zorzano pasa en Madrid parte de las navidades. Don Josemaría le da a leer unas consideraciones espirituales, «editadas» modestamente a ciclostil. Le ayudarán a empaparse, poco a poco, en el espíritu propio de un fiel que ha de vivir su vocación en medio del mundo. Hasta ahora Isidoro, aparte de algunos libros ascéticos —lógicamente, nada específicos del Opus Dei—, sólo disponía de las cartas del Fundador, cuyo valor apreciaba: «Llevo tus cartas siempre en el bolsillo para leerlas de vez en cuando, pues son verdaderas meditaciones; bajo la impresión de ellas escribí a mi madre y la pobre me dice que le han servido de gran consuelo».

Estas mismas navidades están a punto de pedir su admisión en la Obra el químico José María González Barredo, profesor en el Instituto de Linares, y un estudiante de medicina llamado Juan Jiménez Vargas.