Problemas en los Ferrocarriles y en la Escuela

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Este curso de 1929-1930 resultará para Isidoro pródigo en acontecimientos: agradables algunos, amargos quizá los más.

En octubre tuvo lugar el crack en la Bolsa de Nueva York, que desencadena una crisis económica en todo el mundo. Se retiran de España los capitales extranjeros que consolidaban la euforia financiera, elemento capital para la estabilidad de la Dictadura. El desfondamiento de la peseta cataliza la concentración de los núcleos opuestos al régimen. Desprovisto incluso del respaldo militar, Primo de Rivera presenta su renuncia el 28 de enero de 1930. Alfonso XIII nombra Presidente del gobierno al General Dámaso Berenguer.

Por estas fechas, se realiza el traslado de los restos del hermano mayor de Isidoro, Fernando, desde el cementerio de la Almudena, en Madrid, hasta el panteón familiar de Logroño.

Más alegre dentro del capítulo familiar es la boda, en Málaga, de Marita Mendoza, la hija de don Adolfo. Isidoro le regala, por la ocasión, un crucifijo: la prima lo apreció y lo irá trasladando a los domicilios que ocupe a lo largo de su vida. La elección del obsequio es quizás indicio de un renacimiento espiritual en Zorzano. En estos meses comienza a plantearse la relatividad de los éxitos profesionales, que venían constituyendo su meta vital. A ello contribuyen algunos fracasos.

«Donde no hay harina, todo es mohína» reza el dicho popular. Y en España, incluidos los Ferrocarriles Andaluces, se insinúan las vacas flacas. Sin subvenciones, la electrificación de los tramos previstos habrá de esperar a mejores tiempos. Ya sólo queda el aliciente de que el apellido Zorzano rubrique los proyectos elaborados, que habrán de reposar en el archivo.

Pero incluso esta esperanza se desvanece. La exultación de hace unos meses ha desaparecido y, con ella, también algunas amistades superficiales. Por otra parte, un proyecto no realizado es plataforma demasiado estrecha para el lucimiento de muchos. El resultado es que Isidoro no firmará ese proyecto, del que ha sido coautor destacado y que se atribuye en exclusiva uno de sus jefes.

Aunque se limitara a comentar —y sólo a los más allegados— «yo creo que no se ha portado bien», el episodio hizo sufrir a Isidoro en su sentido de la justicia. No faltará quien considere que la calidad de su proyecto será el trampolín para los ascensos ulteriores de ese jefe.

También la Escuela proporciona desencantos a Isidoro. Uno de sus colegas de claustro tiene un hijo alumno del Centro. El muchacho va flojo en matemáticas y su padre —quizá para forzarle a que lo apruebe— pide a Isidoro clases particulares para el chico. Zorzano accede, sin cobrar por las lecciones. Pero el discípulo conoce la justicia del profesor y teme con fundamento que, a pesar de las clases, don Isidoro lo puede suspender. El padre decide conjurar el peligro mediante una vileza: denunciar a Zorzano ante la Dirección de la Escuela por dar clases particulares a sus propios alumnos. Todo parece indicar que sólo ese muchacho se encontraba en tal situación. La Dirección, que desconoce el juego sucio, determina que los exámenes se realicen ante un tribunal del que no forma parte Isidoro.

Los otros alumnos se indignaron por la insidia y se admiraron al comprobar que Zorzano «seguía considerando al profesor como un compañero y al hijo como un alumno más, sin que nunca se le notara la menor animosidad, ni contra uno ni contra otro». La única medida que adoptó Isidoro, con motivo del suceso, fue admitir a título gratuito nuevos alumnos particulares de entre sus discípulos.

La procesión, como de costumbre, va por dentro. Sufrir injusticias zarandea el alma de las personas delicadas, especialmente si —como es el caso— no practican la catarsis de un desahogo confidencial. Refiriéndose a esta época, Zorzano escribirá, con términos un poco literarios, que se le puso «de manifiesto el vacío que reinaba en todo mi ser. ¿Cómo llenarlo? ¿Dónde encontrar el lenitivo a esa lucha del espíritu?» Conviene señalar que no le faltan amigos con quienes sincerarse.

Al margen de los ya citados, su profesión le depara otros contactos de tipo social. En Málaga los ingenieros industriales, muy pocos, no constituyen todavía un Colegio en sentido estricto. De modo informal, se reúnen cada mes, en los Baños del Carmen, para almorzar juntos y charlar de sus intereses comunes. El más joven —por el momento, Zorzano— cumple las funciones de secretario y levanta el acta de los encuentros.

Pronto es relevado en este cometido. En junio de 1930 llega, para trabajar en la nueva Azucarera de Málaga, un conocido de la Escuela de Ingenieros. Andrés Félez, aragonés, había terminado la carrera un año después que Isidoro y estaba todavía soltero. De familia católica, no frecuentaba, por entonces, mucho la iglesia: el último año de sus estudios había pertenecido a la FUE. Se declaraba republicano. De todas maneras, Isidoro —que no discrimina a las personas por sus ideas— lo incorpora a su círculo malagueño. Andrés acompañará en las excursiones al grupo de Salvador Vicente y asiste a las tertulias vespertinas en la tienda de Ángel Herrero. Algunos domingos Isidoro y Andrés pasan el día en la casa del óptico en Frigiliana, donde residen bastantes parientes de Ángel, propietarios de una fábrica de harinas y miel.

El ambiente resulta distendido y se habla de todo. Entre otros asuntos, del problema planteado por la Eléctrica del Litoral, proveedora de energía para la zona, que acaba de anunciar una descomunal subida en las tarifas. Alguien sugiere una feliz ocurrencia:

—¿Y por qué no montamos nuestra propia central?

En terrenos de la familia, existían los restos de un viejo salto de agua, que había movido la primitiva fábrica de miel. Zorzano confirma la viabilidad de la idea: con algunas adaptaciones y un equipo adecuado, el salto proporcionaría electricidad barata para la fábrica y para el pueblo entero. Isidoro queda encargado de proyectar y dirigir la obra.