3. El tiempo es gloria

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

El Fundador del Opus Dei escribió en Camino, 947: Te pasmaba que aprobara la falta de "uniformidad" en ese apostolado donde tú trabajas. Y te dije: / Unidad y variedad. -Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. -Y, también, tan conformes unos con los otros como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo.

Dentro de esa común y radical igualdad, algunas virtudes de Mons. Escrivá de Balaguer presentan una honda originalidad, pues así lo exigía -me parece- el cumplimiento de la misión recibida de Dios: "abrir a los fieles de todas las condiciones sociales un camino ancho y seguro de santificación en medio del mundo, a través del cumplimiento, con perfección y por amor a Dios, del trabajo profesional y de los deberes de la vida ordinaria, sin cambiar de estado" (Decreto de 9 de abril de 1990). Después de hablar sobre la unidad de vida, me planteo el sentido específico de la laboriosidad, que está, lógicamente, en la raíz del empeño por santificar los quehaceres humanos, y constituye una parte muy importante de la novedad del carisma recibido por el Fundador.

Deseo precisar que jamás buscó la novedad por la novedad. Únicamente le interesaba el cumplimiento fiel de la Voluntad de Dios: hasta el final de su vida trabajó con todas sus energías para hacer el Opus Dei tal y como el Señor se lo hizo ver.

Para mí -y pienso que para muchos-, fue un descubrimiento inesperado la enseñanza del Fundador del Opus Dei sobre la vida oculta y escondida de Jesús, sobre su trabajo corriente en medio de los hombres. Esta doctrina, lógicamente, aporta un realce extraordinario a la virtud de la laboriosidad.

He oído a personas muy relevantes de la Curia Romana que habían comprendido en gran parte la santificación del trabajo ordinario, como finalidad del Opus Dei, al ver cómo presentaba el Fundador la documentación necesaria a los Dicasterios de la Santa Sede.

Nunca puso límites a su tiempo: estaba plenamente disponible, en cualquier momento del día, para su tarea de gobierno. Sin embargo, fijó un horario de oficina, suficientemente elástico para que -en circunstancias de mayor urgencia- se pudiera atender un volumen superior de trabajo, si se presentaba.

Cada día, al acabar la Liturgia de las Horas, afrontaba los asuntos de despacho. Su característica más importante era la presencia de Dios con que lo realizaba, viendo -detrás de cada línea y de cada cuestión- almas a las que ayudar. Por eso, nunca leía en diagonal los papeles que le llegaban. Los seguía con atención y diligencia sabiéndose responsable ante Dios de las decisiones.

Al finalizar el despacho, atendía el correo. Recibía muchas cartas personales y otras con documentos de gobierno, procedentes de las distintas naciones. Le ayudábamos habitualmente Mons. Álvaro del Portillo y yo.

En algunas de las consultas, escribía la mente de la respuesta. No lo hacía de modo habitual, precisamente porque tenía mucha confianza en sus colaboradores, y porque pensaba que ocupaban esos cargos por Voluntad de Dios, para ayudarle en la dirección del Opus Dei. Fomentaba de este modo la responsabilidad de cada uno, en la más absoluta libertad, para enfocar y resolver los pequeños y grandes problemas que pudieran presentarse.

Terminadas estas ocupaciones, atendía a las visitas, muy numerosas, que buscaban su consejo, o sencillamente palabras de aliento, de cariño y de orientación. Como solicitaban ser recibidas muchas personas, había establecido una duración. Por eso, al cabo de diez minutos, entrábamos a avisarle de que había transcurrido el tiempo, y se sujetaba fielmente a ese horario.

Cuando consideraba que era necesario más espacio, para tratar los temas que le habían expuesto, nos rogaba que -si no suponía un desorden para otros- le dejásemos un poco más, o bien organizaba otra cita para más adelante, si era posible. Si no, cortaba a la hora fijada, dando la bendición y despidiéndose amablemente.

Subrayaba, como he apuntado antes, la necesidad de amar al Señor en todas las circunstancias: llenar el tiempo, hijos míos, no es aprovechar el tiempo. Muchas veces nos pueden decir: ¡cuánto has trabajado hoy! Y, sin embargo, tenemos conciencia plena de que aquel día sólo hemos llenado el tiempo, sin aprovecharlo para Dios, porque nos ha faltado la finura de amor con que debíamos haberle ofrecido toda esa jornada. Exhortaba a realizar el trabajo acabadamente por amor a Dios y pensando en Él. En 1966 nos aconsejaba: a Dios no se le puede dar una cosa mal hecha. Dentro de nuestras debilidades personales, hemos de procurar hacer lo mejor posible todo lo que esté en nuestras manos. Este es el gran secreto divino para dar sentido sobrenatural y eficacia a nuestra vida corriente.

Ese compromiso de amor le llevaba a dedicarle celosamente la jornada entera, sin buscarse ratos de ocio. En 1956, nos aclaraba: cuando a alguno en el Opus Dei -aunque lleve sólo pocos meses en la Obra- le queda tiempo libre, ya puede tener la seguridad de que no cumple su deber. Ésta es precisamente la tortura gozosa de todos mis hijos: llegar al examen de la noche con la pena de no haber podido atender todo el trabajo que tenían pendiente.

Predicó desde su juventud que es necesario aprovechar el tiempo, porque es de Dios y para Dios. Añadía que le causaban tristeza las personas que "matan el tiempo", descuidando tareas de las que podrían obtener una utilidad para el servicio del Señor y de las almas; también le apenaban los que pasaban horas en la ventana, mirando lo que ocurría en el exterior. Batalló siempre contra los que llamaba ventaneros, y proclamaba que en el Opus Dei no puede haber ninguna persona ventanera.

Ya en sus años de seminarista, fue intransigente consigo mismo sobre los juegos de azar y las partidas de naipes. No era aficionado a los deportes, que tampoco eran muy normales en aquella época; de otra parte, se daba cuenta de que ganar o perder tenía poca importancia: lo que interesa es ayudar a los demás a distraerse. Solamente sabía jugar al tresillo, porque lo había aprendido en casa de sus padres. Sin embargo, cuando emprendió su camino sacerdotal -manifestaba años después-, declaró la guerra a los naipes.

Las calificaciones que obtuvo en el Bachillerato y luego, en Zaragoza, muestran que destacó como estudiante.

Ya entonces, procuraba ampliar las explicaciones de las clases, frecuentando las bibliotecas. Y formuló el propósito de no cerrar los libros, sino de actualizar siempre el estudio personal de la doctrina de la Iglesia. Evocaba así aquellos tiempos: me interesaban todas las materias, para conocer mejor a Dios y para poder tratarle más. No realizaba mis estudios sólo como una obligación, sino especialmente como una necesidad de mi alma, para llegar a un trato intelectual y afectivo más intenso con la Trinidad y con las verdades de la Santa Madre Iglesia.

Nunca abandonó la ciencia eclesiástica. Todos los días dedicaba al menos un cuarto de hora o veinte minutos al repaso de textos de dogmática, de moral o de patrística, que incorporaba a su piedad y su predicación. Recurría a los Padres, al Magisterio, a libros clásicos y modernos de espiritualidad. También de estos escritos tomó notas y apuntes, hasta el final de su vida. Muchas veces su descanso consistía en leer esos textos, para refrescar sus conocimientos y profundizar en esas materias.

Dedicaba tiempo, además, a la lectura de la literatura clásica italiana y española. Aludiendo a esta necesidad de no abandonar el estudio de las ciencias eclesiásticas, comentaba: no podemos hacer como Fray Gerundio de Campazas, que cerró los libros y se dedicó a predicar: hemos de formarnos siempre, también desde el punto de vista intelectual.

Releía periódicamente tratados sobre la Trinidad. He recibido en distintas ocasiones el siguiente encargo: por favor, que me pasen, poco a poco, los distintos tratados De Trinitate que haya en la biblioteca de la casa, para poder leerlos y para meditarlos. Me impresionaba, especialmente en relación con esos tratados, verle completamente absorbido por la lectura: reflejaba su oración, pues concebía las ciencias sagradas como medio para fortalecer el trato con Dios.

Por otra parte, el descanso es uno de los elementos de la virtud de la laboriosidad.

El Fundador del Opus Dei comprendía que para la vida espiritual hacen falta momentos de distracción. Por eso, preveía esta necesidad, urgiéndonos a no entender el descanso como un no hacer nada, sino un cambio de ocupación que distrajese la mente y relajase el cuerpo de la tensión a que les somete la ocupación habitual. Quería que esos tiempos estuviesen gobernados por la sobriedad, para no aflojar en la lucha interior. Enseñaba también que, cuando fuera ineludible, habría que recortar ese espacio de descanso con alegría y sin victimismos.

No tuvo vacaciones, en el sentido tradicional de la palabra. Durante muchísimos años, pasó los veranos en Madrid y en Roma, aguantando el calor y las incomodidades de la ciudad. En cambio, se ocupaba de que sus hijos y sus hijas tuvieran el oportuno cambio de ocupación, y se trasladasen a otros lugares, para recomenzar con más vigor la labor apostólica en el curso siguiente. Sólo a partir de 1958, conseguimos que saliera de Roma durante una parte del estío. Lo aceptó por el razonamiento que le hicimos: evitar una excepción a lo dispuesto para los demás, y prepararse para trabajar con mayor eficacia en el nuevo año.

Aquel verano de 1958, estuvo en Inglaterra, para conocer más de cerca el ambiente de esa área cultural, y para impulsar el apostolado que realizaban los miembros del Opus Dei en el Reino Unido y en Irlanda.

Durante esas semanas, no prescindió del trabajo ni de una ocupación fija. Además de atender a la formación espiritual de sus hijos, siguió de modo inmediato su labor, les orientó para que extendiesen el apostolado, y les recordó constantemente la realidad de que ese país constituye una encrucijada para el mundo entero, pues acuden allí personas de todas las naciones a formarse: fomentaba su responsabilidad, a fin de que trabajasen apostólicamente con gente británica y de otras culturas.

Volvió a Inglaterra en los cuatro años siguientes. Le interesaba impulsar esa labor de almas en aquel país y, desde allí, extenderla a la Commonwealth. En años sucesivos permanecería en Italia: dos veces, cerca de Firenze; otras, en el norte de la Península, y, otra más, junto a L'Aquila. Como siempre, se llevaba material para escribir y trabajar.

¿No dedicaba entonces tiempo a distraerse?

En algunas ocasiones, salía con el coche a dar un pequeño paseo, mientras hablaba de los asuntos de la Obra con quienes le acompañaban. Se ocupaba así de la formación de los demás, y trataba de cuestiones de gobierno o de trabajo apostólico. Cuando en los años cincuenta, y ante la virulencia de algunas contradicciones, le aconsejaron desde la Santa Sede que no convenía que recibiera a nadie, limitó esas salidas a ir a alguna iglesia o Santuario; se hacía acompañar por quienes colaboraban en su labor de gobierno, o por alguno que estaba cansado, para distraerle. Durante muchas temporadas, se quedaba encerrado en casa, y rubricaba con buen humor: ¡en la guerra, como en la guerra!

También daba algún paseo durante los períodos de verano; le acompañábamos los Custodes y la persona que llevaba el coche. Su vida, como siempre, estaba a la vista: conocíamos el tiempo que dedicaba al sueño, y el que empleaba en la oración y en el trabajo. Leía, preparaba la extensión apostólica o escribía documentos para la formación de sus hijos; repasaba la doctrina del Magisterio, para aplicarla a la actividad apostólica de los miembros de la Obra.

De esas épocas, vienen a mi memoria las largas temporadas en Inglaterra estudiando la organización y puesta en marcha de la Universidad de Navarra, como deseaba la Santa Sede; consultó y consideró -también de visu- el sistema universitario anglosajón, con objeto de consolidar ese Centro con más eficacia. También planeó la labor en África y en Oriente.

Aprovechaba para hacer romerías marianas y visitas a Santuarios e iglesias, donde rezaba por la Iglesia, el Concilio, la Jerarquía y, como es lógico, por la labor del Opus Dei en el mundo.

No se dedicaba al turismo, ni acudía a los templos para apreciar el arte. Sin embargo, cuando iba a estos lugares, por su gran capacidad de observación, advertía detalles aprovechables para la construcción o la decoración. Rezaba, y tomaba luego nota de lo que había descubierto.

De ordinario tampoco iba a los museos. Era apasionado del arte y le hubiera gustado entrar; no lo hacía porque pensaba que no le quedaba tiempo para eso y porque supondría gastar dinero en sus aficiones personales. Cedió a veces cuando acompañó a algún hijo suyo que hacía esa visita por motivos profesionales o de salud. Sólo recuerdo una excepción: cuando estuvo en Londres, acudió al Museo Victoria y Albert, buscando detalles para la decoración de oratorios y la confección de ornamentos.

Pero los Custodes se ocuparían de su descanso, al menos, de que reposase suficientemente por las noches.

Durante la mayor parte de su vida durmió menos de lo necesario. Tenía como costumbre levantarse en cuanto se despertaba, sin esperar a la hora prevista. De este modo, reducía el tiempo de sueño, y aumentaba su trabajo, y también su oración ante el Sagrario.

A partir de 1960, no le dejamos ya permanecer menos de siete horas y media en la cama, según la prescripción médica; como con frecuencia dormía poco, aprovechaba para hacer oración, considerar la actividad realizada durante el día y dar mayor eficacia a las resoluciones adoptadas, y para repasar ante el Señor las tareas pendientes. Tenía un bloc en la mesilla de noche, para tomar notas.

En 1968, los médicos le indicaron que permaneciese unas horas determinadas en la cama e insistieron en que, si una noche no dormía, retrasase la hora de levantarse. Un día, don Álvaro del Portillo me llamó para comunicarme un deseo del Fundador del Opus Dei: quería que, por las mañanas, cuando fuera a llamarle, no le preguntara cómo había descansado, para poder levantarse a la hora prevista, aunque no hubiese dormido. Don Álvaro me transmitió ese encargo, y después de pensarlo ambos delante de Dios, decidimos continuar con la norma indicada por los médicos, comunicándoselo así. Sólo entonces aceptó la decisión.

Nos preocupábamos, como es lógico, de su descanso. Viendo ese interés, que agradecía paternalmente, procuraba quitar importancia a su falta de sueño, que consideraba lógica por los años y por sus preocupaciones por la Iglesia y por las almas. En muchos casos, cuando le veíamos por la mañana, después de la meditación, y le preguntábamos si había descansado, para evitar responder que no había dormido, bromeaba: gracias, igualmente. Sólo si le insistíamos, para poder informar a los médicos, cuando su insuficiencia renal era más alarmante, nos comunicaba el dato exacto.

Únicamente recuerdo que transigiese con estar más tiempo de lo normal en la cama, durante su último viaje de catequesis en Venezuela y en América Central: acosado por el cansancio y la enfermedad, difícilmente se mantenía en pie. Le obligábamos a estar reposando, excepto en las horas fijadas para las reuniones. Hubiésemos preferido que no asistiese a tertulias con tanta gente, pero se negó, con el convencimiento de que era la última vez que se encontraría con sus hijas e hijos en aquellas tierras.

¿Y en otros viajes anteriores, por ejemplo, dentro de Europa?

A partir de 1956, año en el que le comencé a acompañar, comprobé que el régimen de los viajes era francamente agotador, tanto que yo, con treinta años menos, solía quedar exhausto, y harto del coche. En cambio, Mons. Escrivá de Balaguer comenzaba a trabajar inmediatamente, aun después de ocho o diez horas de trayecto. Atendía a todos, buscaba la manera de servirles, se planteaba los horarios para el día siguiente, no retrasaba las normas de piedad y era quien mantenía el ambiente de alegría sobrenatural y humana.

Viajaba exclusivamente por necesidades del apostolado. En 1966, tuve ocasión de acompañarle a Grecia. Se proponía estudiar el posible comienzo de la labor apostólica de la Obra en aquel país. Durante los días que permanecimos allí, no hizo ningún tipo de turismo. Nos acompañaba, llevando el coche, el arquitecto Javier Cotelo. Se encargó el Fundador de que viera las obras artísticas de Atenas, pero personalmente no acudió a aquellos lugares. Solamente transigió en dar un breve paseo alrededor del Partenón, sin entrar en ninguno de los monumentos. Durante aquellos días, estuvo constantemente pensando y hablando del futuro trabajo apostólico en aquel país, y del gobierno de la Obra en el mundo, para servir mejor a la Iglesia.

En 1974, no le apetecía nada marchar a América, a pesar de su afán por las almas, pues su agotamiento físico resultaba patente. Le bastó nuestra sugerencia, para aceptar el plan fijado. Nos abría su alma con sencillez: no tengo ninguna gana de hacer estos viajes; pero entiendo que son convenientes, también porque nunca he hecho lo que he querido, como me sucede ahora.

En definitiva, con esa laboriosidad incansable no buscaba la eficacia humana -lejos de toda moral del éxito-, sino la gloria de Dios.

En las tareas ordinarias de la dirección del Opus Dei, nos enseñaba a trabajar materialmente bien en cuanto a la presentación y a la claridad de la redacción; pero, sobre todo, nos exigía el esfuerzo por unirnos a Dios: si no luchamos para identificarnos con el Señor en las tareas que nos ocupan, estamos perdiendo el tiempo lamentablemente.

Alguna vez, evocó su estado de ánimo ante los exámenes, en su época de estudiante; trataba de infundir confianza a quienes se encontraban en aprietos parecidos: mira, yo me he examinado muchas más veces que tú, y te digo que ¡tranquilo!, lo que se dice tranquilo, no iba nunca. Iba en cambio muy sereno, porque había rectificado la intención. Con eso basta.

Su anhelo de la vida eterna dominaba sus acciones y aspiraciones, y resultaba evidente en sus conversaciones, en sus trabajos, en su predicación y en sus consejos. Muchas de las jornadas terminaban con la consideración de que debíamos estar muy unidos a Dios, para gozarle aquí en la tierra y poseerle íntimamente en la vida eterna. Al concluir un día de 1956, nos insistía: non habemus hinc manentem civitatem!... ["no tenemos aquí ciudad permanente": cfr. Hebreos 13,14] Por eso, hemos de tener urgencia en santificarnos cada día, porque el tiempo se nos escapa, y estamos llamados a habitar en la Ciudad celestial.