1. Unidad de vida

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Casi al comienzo de este libro, aludía a la gran novedad que vio el Fundador del Opus Dei el 2 de octubre de 1928. Aquel día -según palabras del Decreto sobre las virtudes heroicas de Josemaría Escrivá de Balaguer-, "comprendió claramente la misión, vieja como el Evangelio y como el Evangelio nueva, a la que era llamado". Su lucha por la santidad, orientada a la realización de ese fin, se forja desde esa fecha a través de una espiritualidad con características evidentemente originales.

Como elemento central de ese espíritu, destaca la unidad de vida, que forma parte ya del patrimonio común de los cristianos (al menos, desde el Concilio Vaticano II: cfr. Const. Past. Gaudium et spes, n. 43; DecretoApostolicam Actuositatem, n. 4; Decreto Ad gentes, n. 21; y Juan Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 59). No es fácil describir la unidad, que, en sí, se resiste a divisiones. En el fondo, vendría a ser la más intensa participación posible en la vida de Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, especialmente durante sus años en Nazaret. La unidad de vida -modo de exprimir la existencia a la altura de la dignidad de los hijos de Dios- integra armónicamente la lucha ascética y el apostolado con los compromisos seculares. No separa contemplación y acción. Llega a no distinguir entre oración y trabajo...

He gastado muchas horas de mi vida a su lado, en la misma mesa, y me impulsaba a ofrecer cada tarea antes de comenzarla, mientras la estaba realizando, y después de acabada. En muchas ocasiones, nos decía a Mons. Álvaro del Portillo y a mí: poned en este trabajo los cinco sentidos y todas las potencias de vuestra alma, para ofrecérselo como incienso que sube al Cielo, en honor del Señor. Si no lo hiciéramos así, estaríamos perdiendo miserablemente el tiempo.

Mons. Escrivá de Balaguer se refería continuamente a la necesidad de buscar ese quid divinum escondido en las circunstancias de la existencia, para convertirlas en una conversación con el Señor y darle toda la gloria. Lo remachaba en 1970, con estas palabras: yo querría que no os olvidarais jamás de que Dios os espera en cada instante, en cada ocupación.

El 3 de agosto de 1971, nos glosaba un texto de la Escritura que había leído esa misma mañana: Dominus vobiscum, quia fuistis cum eo (II Paralipómenos XV, 2): Dios está con nosotros. Si le buscamos, le encontraremos siempre. Si no le buscamos, no le tendremos con nosotros. Por tanto, hijos míos, si nosotros queremos, no hay ninguna dificultad que no se pueda superar: Él está con nosotros, siempre dispuesto a darnos la gracia para que seamos capaces de vencer. Mirad lo que sigue escribiendo el autor sagrado: in tempore illo non erit pax egredienti et ingredienti sed terrores undique... El profeta regaña a Asán, porque ha quitado a Dios y ha puesto a los ídolos en su lugar: como consecuencia, no habrá paz para nadie y, en cambio, reinará el terror, la desconfianza y el miedo en todos los ambientes. Cuando Asán destruye los ídolos y vuelve sus ojos a Dios, cuenta la Escritura que siguieron treinta y cinco años de paz: ¡Dios es buen pagador!, es decir, sabe pagar con creces los esfuerzos de los hombres. Llevad esto a vuestra vida, y aplicadlo a todas las circunstancias. Si las cosas van mal, es porque las criaturas -muchas veces los que mandan- no buscamos a Dios y, naturalmente, no le encontramos ni gobernamos en su nombre.

La unidad de vida puede y debe vivirse con sencillez y naturalidad, en las situaciones más ordinarias.

El 18 de mayo de 1972, al final de la jornada, estábamos viendo las noticias del telediario. Hicieron una entrevista a una famosa bailarina, de ballet clásico, muy conocida por su arte y su honestidad. Aquella mujer hablaba de que, después de un gran éxito, a la mañana siguiente volvía a la barra de entrenamiento y, al empezar, los músculos estaban como agarrotados, incapaces de conseguir la figura y el ritmo logrados el día anterior. Mons. Escrivá de Balaguer comentó inmediatamente: nada se consigue en este mundo sin esfuerzo; sólo con un comenzar y recomenzar continuo se llega a saborear el trato con Dios, que se pierde, si no se mejora, si falta en el alma la preocupación de vivir atentamente para el Señor. Para amar a Dios de verdad, hay que esforzarse constantemente en amarle.

El Fundador del Opus Dei rechazaba la actitud que reserva la vida cristiana solamente para determinados momentos del día, o para determinados días de la semana: la fe ha de informar toda la actuación del creyente. A propósito de esta coherencia, recuerdo que, en 1954, la televisión habló de una persona fallecida en un accidente. Mons. Escrivá de Balaguer se entristeció, al comprobar que los comentarios carecían por completo de sentido cristiano. Al terminar el programa, nos confió: con mucha frecuencia vemos, y no me parece mal, que personas de otras religiones las profesan externamente, delante de todos los demás: unos se arrodillan en dirección a la Meca; otros llevan unas vestiduras y asumen unas costumbres que incluso pretenden imponer a los demás... En cambio, nosotros, los católicos, tantas veces nos quedamos conformes sin hacer nada. ¿Dónde se ha ido la fe de Cristo? ¿Dónde se ha ido la fe que decimos que profesamos? Y con una voz más terminante, concluyó: ¡No, no!: hemos de ser siempre valientemente consecuentes; hemos de dar la cara por Dios, porque de toda actividad y de toda palabra el Señor, en justicia, nos pedirá estrecha cuenta, ya que tiene derecho a que nos comportemos como hijos suyos y a que la gente sepa que somos y queremos ser hijos de Dios.

La fuerza apostólica de Mons. Escrivá de Balaguer se fundamentaba en la oración. Efectivamente, su trato con Dios no se reducía a consideraciones ascéticas o místicas, sino que se aplicaba a su tarea diaria e influía en su modo de trabajar y de convivir. Además, procuraba transformar todo su día en oración, presentando al Señor los distintos quehaceres: antes de comenzar cualquier tarea -intelectual o material-, alzaba su corazón a Dios para ofrecerle esa labor y pedirle luces, para llevarla a cabo en su presencia, aprovechando las gracias actuales.

No se cansó de enseñar que hemos de contar siempre con el factor más importante: la Providencia divina. Por eso, indicó que se pusiera un azulejo en su cuarto de trabajo, junto a un crucifijo, con estas palabras: sanctis omnia sancta, mundana mundanis ["todas las cosas son santas para los santos; mundanas, para los mundanos"]. Y comentaba que, cuando se busca al Señor, es muy fácil descubrir el quid divinum en todo, para no apartarse de la ley de Dios y conducirse como un buen hijo.

La unidad de vida significa, pues, buscar la presencia y el diálogo continuo del alma con Dios.

Sin entrar en reflexiones propias de los tratados de Teología espiritual, sí puedo aducir que el comportamiento de Mons. Escrivá de Balaguer estaba transido por una unión continua con el Señor: refería todo a Él, le invocaba al empezar cualquier tarea, continuaba su trabajo en conversación con Dios, le daba gracias por lo que había realizado, renovaba constantemente el ofrecimiento de obras hecho al inicio de la jornada.

Aseguraba que, en la vida de un cristiano, no existen situaciones indiferentes, ya que todas han de ser punto de diálogo y de encuentro con el Creador. En una charla con Directores del Opus Dei, en 1962, insistía: somos muy poca cosa, hijos míos. Si tratáis a Dios, bien pronto os convenceréis de esta realidad. Por eso, necesitamos -¡todos!- rezar, cumplir piadosamente las normas de nuestro plan de vida, para que haya una continua oración, un conjunto de corazones que se elevan al Cielo, ofreciendo también nuestras miserias personales, y dejando al Señor que actúe sin que se interpongan como obstáculos esas miserias. Hablo para los Directores especialmente: hay que vivir y trabajar; fastidiarse y humillarse; levantarse siempre, y ser muy fieles y sinceros abriendo bien el corazón a Dios y a quien dirige nuestra alma para que sepamos estar pendientes continuamente del Señor.

Nos hablaba de practicar y propagar la fe a través de las circunstancias ordinarias de cada día. Y nos concretaba en 1956: la vida nuestra no contiene milagrerías. Contiene, en cambio, nuestras pequeñeces diarias, nuestro trabajo bien cumplido, nuestra vida de piedad y, sobre todo, el complemento inefable de la fortaleza y de la Omnipotencia de Dios. Pero no podemos conformarnos con la ambición personal de llegar al Cielo solos: si de veras estamos unidos a Dios y confiamos en Dios, nos ocuparemos de que todas las almas conozcan al Señor y le sigan, amando sus mandatos.

Recuerdo que, en 1959, recibió a una persona de sangre real, no católica. A ella se refirió alguna vez en la predicación -con extrema caridad, sin mencionar los temas de la conversación ni el nombre del interesado-, como un personaje altivo, tremendamente seguro en su posición humana, que se olvidaba de Dios, a Quien nunca mencionaba: ¡no se percataba de que es Dios lo único que importa! Después de aquella visita, nos dijo a Mons. Álvaro del Portillo y a mí que encomendaba la conversión de esa alma a la fe católica. Y nos comentó que le había hablado de que, por encima de su situación terrena, lo que verdaderamente contaba era su condición de hijo de Dios: toda la historia que corre en sus venas -añadía- es nada y menos que nada al lado de este tesoro que el Señor nos tiene preparado, por su infinita Bondad y por su infinita Misericordia.

Hemos tenido ocasión de verlo desde otros puntos de vista. Pero me gustaría volver a la connaturalidad con que Mons. Escrivá de Balaguer pasaba del amor divino al amor humano, y al revés. Pienso que forma parte del modo de entender la unidad de vida, sin dicotomías ni rarezas.

Insistía en que hemos de mostrar nuestro amor a Dios a través de las cosas corrientes: como sucede entre los que se quieren, esos detalles pequeños ofrecen un sabor, una luz, un contenido diversos, porque la vida contemplativa nunca cansa, ni se repite, es siempre nueva. En 1954, nos advertía: cuando se ama a Dios con sinceridad no se regatea la entrega, el amor, que va apareciendo en miles de detalles diarios. Y cuando se ama de verdad, se da con alegría, sin llevar la cuenta y sin buscar agradecimiento: ¡es suficiente, entonces, para el alma, la oportunidad de gastarse gustosamente! No se piensa si ya se ha hecho mucho o si cuesta.

El 3 de junio de 1974, nos alentaba una vez más a estar en lo pequeño de cada día: me detengo, entre otras muchas posibilidades, en dos puntos concretos: la sonrisa constante, que tantas veces cuesta, y cuesta mucho, sirviendo al Señor con alegría y sirviendo, también con alegría, a los demás, por Él. Es el ramo de flores que coge el pequeñín, que corre, va y vuelve: mientras los demás han andado sólo medio kilómetro, el pequeñín ha recorrido varios kilómetros, y los demás no se han dado ni cuenta. Empeñaos, aunque lleguéis a ocupar un alto cargo en la vida, en haceros muy pequeños delante de Dios y servidores de todas las almas. El otro punto en el que también deseo insistiros hoy es el hodie et nunc, porque es eficaz para el alma y es eficaz para que las cosas salgan, buscando solamente la gloria de Dios y pisoteando nuestro yo de modo que Él reciba toda la gloria.

En otra ocasión, aconsejaba a las alumnas del Colegio Romano de Santa María: a mí me da mucha alegría comprobar que, en toda nuestra vida, no hay nada que no se pueda convertir en servicio a Dios, en bien de las almas, en primer término en bien de las nuestras. Y es que Dios lleva al alma fiel por los caminos que más le convienen. No lo olvidéis: cuando hay de nuestra parte buena voluntad para corresponder, la gracia de Dios llega a todos los ambientes, a través de los servicios de nuestras pobres personas.

Entonces, una mujer del Opus Dei, argentina, que había trabajado antes en una tienda de modas, le refirió el apostolado que hacía desde ese lugar. Llevaba puestos unos collares de cadena, de bisutería. Cuando terminó su relato, Mons. Escrivá de Balaguer bromeó: hija mía, ¿quién te ha echado esas cadenas encima? Y añadió: no, hija mía, hablando ya en serio, yo te digo que tienes encima las benditas cadenas del amor de Dios, más amables, más grandes, más bellas que todas las joyas que pueda haber en el mundo; además, no son nada pesadas aunque a veces nos pesen porque Dios pide mucho. El Señor quiere mucho amor, quiere mucha fe, quiere mucha esperanza, quiere mucha correspondencia a su gracia.

Evidentemente, el núcleo de la unidad de vida se refleja en la actitud ante el trabajo profesional y las actividades ordinarias del cristiano, que han de ser santificadas con mentalidad laical.

A este propósito, repetía las palabras del Profeta discite benefacere! ["¡aprended a hacer el bien!": Isaías 1,17]: sacaba jugo abundante a esta exhortación, recordándonos que el Señor quiere que aprendamos a vivir todas las virtudes, con rectitud de intención, buscando su gloria, y desprendiéndonos del propio yo. En 1966, nos aseguraba: el trabajo es fundamental en la vida de los miembros del Opus Dei. Cuando se trabaja con afán cada día, cada día aumentan las ansias de trabajar más, para tener nuevas ocasiones de encontrarse con Dios, y así resulta que oración y trabajo se unen en un solo modo de vivir, en unidad de vida.

Todo el día del cristiano tiene que ser una manifestación de amor al Señor. En 1956, nos encarecía: esto es lo único extraordinario que se nos permite: vivir con amor y perfección las cosas ordinarias. Coronar, terminar, acabar bien lo que hacen también los demás, nuestros colegas, nuestros conciudadanos: de aquí la eficacia, porque el apostolado de mis hijos es el trabajo profesional, realizado con amor de Dios y para Él.

Estaba persuadido de que, en medio de cualquier ocupación, intelectual o manual, existe esa posibilidad de acercarse al Señor, de tratarle, de amarle, de identificarse con Él; en 1956, recapitulaba: nadie me puede quitar el convencimiento -confirmado de continuo por este Opus Dei que el Señor ha abierto en todo el mundo- de que quien quiere, aunque su trabajo parezca sin importancia o excesivamente monótono, puede hacer un trabajo de Dios.

Le consumía el celo por amar más a Dios. Cuando se encontraba una puerta mal cerrada, una ventana mal entornada, o cualquier detalle material descuidado, venían a sus labios, con espontaneidad, palabras como: este detalle -esta ventana, esta puerta- está acabado -está cerrada- con poco amor de Dios. En 1962, nos decía en una reunión de familia: ¡Dios pasa constantemente a tu lado! No se te escapa: sencillamente no le ves, porque no le buscas. Abre bien los ojos para mirar al Señor.

Me ha sorprendido siempre la facilidad con que Mons. Escrivá de Balaguer sacaba punta sobrenatural a los quehaceres humanos. Basta leer, en aquella homilía de 1960 -incluida en el libro Amigos de Dios-, las anotaciones sobre la crestería de la catedral de Burgos, toda una lección práctica de trabajo bien acabado y de rectitud de intención.

El 17 de mayo de 1972, recibió a un militar, hombre duro y recio, noble y sincero, pero apenado ante la situación de la Iglesia y de la sociedad. Se lo comentó al Fundador del Opus Dei, que repuso: cuádrate delante del Sagrario, como un quinto, y dile: aquí estoy. Entrégate del todo, ¡es la hora de la lealtad!

No permitía que el exceso de trabajo fuera excusa para dejar en un segundo plano la lucha interior. A veces, algunos le manifestaban sus dificultades para cumplir ordenadamente el plan de vida, por los muchos compromisos profesionales que llenaban su jornada: "Padre, es que tengo varios encargos profesionales: debo dar clases; atender a los alumnos; hacer tantas visitas por distintos motivos; y he de dedicarme a mi mujer y a mis hijos. ¡Me faltan horas en el día!". Mons. Escrivá de Balaguer les escuchaba, y respondía: me has dicho... -y repetía esa enumeración de ocupaciones-, y te falta un dato: que además y principalmente has de dedicar un tiempo expreso para el Señor. Aquí está la raíz: cuida más tu vida de piedad, métete más en el Señor, y tu día se hará de cuarenta y ocho horas. Llegarás a eso que atiendes ahora, y a muchas cosas más, porque contarás con la fuerza de Dios.

El 22 de enero de 1968, le visitó un Supernumerario del Opus Dei, investigador de fama internacional, con muchos doctorados honoris causa. Le recordó Mons. Escrivá de Balaguer que lo más importante para él eran las normas de piedad: son el clavo donde se apoya toda tu vida, y allí encontrarás el descanso y la fortaleza, para esa tarea profesional que has de convertir en oración. Nos explicaba, después, que le daba alegría ver que hombres de esta categoría supieran anteponer el trato con Dios, que también -insistía- supone un descanso -aunque requiera esfuerzo- porque de ahí se sacan fuerzas de la gracia que Dios nos entrega.

Cuando se acumulaban los asuntos o preveía que las circunstancias podrían llevarle a descuidar las normas de piedad, las adelantaba. Así lo aconsejaba particularmente a los miembros del Opus Dei con cargos públicos o profesionales de responsabilidad, para que no se dejasen arrastrar por la barahúnda del trabajo cotidiano, y tuviesen presente que el fundamento de la eficacia de su profesión estaba en la vida interior.

A este propósito, nos decía en 1956: hemos de considerar si en el trabajo, si en todas las circunstancias, encontramos oración, presencia de Dios, diálogo con Él; si sacamos materia de oración, si damos espacio a la mortificación, por la puntualidad y la constancia en el cumplimiento del deber concreto; si lo cumplimos con responsabilidad, para que sea punto de apoyo y sostenimiento de la familia que formamos... No podemos perder nunca de vista que nuestro trabajo es corredención.

Esta idea de corredención es también capital para ahondar en la unidad de vida, contemplándola desde el ángulo apostólico.

El Fundador del Opus Dei ardía en deseos de llevar a Dios las iniciativas y trabajos de los hombres. Nos enseñaba, con encendido convencimiento: te aconsejo, hijo mío, que en cada una de las almas, en cada uno de tus hermanos, veas a Cristo. No me pierdas este punto de mira sobrenatural, y verás que en tu trabajo tus reacciones serán muy distintas, porque querrás actuar -dentro de tu debilidad- para servir a Dios como espera ser servido en esas almas.

Me parece que unas palabras de 1973 resumen claramente su preocupación por los demás: el apostolado, el interés por la vida de los demás, es una consecuencia necesaria de la vida del cristiano. No es una prenda externa, no es algo superpuesto, ¡es vida! Por eso, el trabajo es apostolado, el descanso es apostolado, la vida corriente es apostolado, el estar pendiente de los demás es apostolado... Como el latir del corazón en el cuerpo, el apostolado, el servicio a las almas, denota si hay verdadera vida en el cristiano.

Examinaba, a diario, cómo se había esforzado en llevar a Dios a cada una de las personas con que había tratado en la jornada, y nos animaba a preguntarnos qué habíamos hecho para acercar las almas al Señor, en nuestro ambiente de trabajo, en la convivencia social, o con ocasión de encuentros esporádicos. En 1953, nos avisaba: si no procuras que el Señor gobierne, reine en tu alma y en la de los demás, estás pasando el tiempo vanamente. No me olvidéis que Él es lo permanente y nosotros lo transeúnte: por eso, en cada alma hemos de procurar que viva el Señor.

Sus conversaciones, sin ningún aire de "predicación", estaban impregnadas de contenido espiritual. Aunque su interlocutor careciese de la preparación suficiente, llevaba su charla al terreno sobrenatural, hablando con espontaneidad de lo que vivía en su corazón. Le escuché en 1969: nosotros somos cristianos corrientes. Por eso trabajamos donde está la gente de la calle, que es lo nuestro. Ahí, en una cervecería, empecé una de las muchas labores apostólicas con muchachos que conocía. Aprovechamos, por tanto, los medios ordinarios, refiriéndolos a Dios; y luego actúa la gracia del Señor, convirtiendo esos medios en instrumentos eficacísimos, porque sale un traje cortado a la medida de cada persona.

Por supuesto, la eficacia apostólica se hace depender de la unión personal con Dios.

En 1970 precisaba: no olvidéis que la caridad es fruto de la presencia de Dios: tiene mucha caridad el que se empeña en hablar continuamente con el Señor, porque el Señor le pondrá las palabras en la boca y le guiará para ayudar a sus hermanos, y a todos los que se le acerquen.

Muchas veces, en sus conversaciones confidenciales, nos descubría: cuando me quedo pensativo, no estoy sin hacer nada: por la gracia de Dios, me encuentro con la cabeza metida en tantas ocupaciones, para ver cómo podemos rendir más en el servicio del Señor, cómo podemos hacer que las almas le conozcan y le traten más.

Y nos recordaba que debíamos ofrecer nuestra oración y mortificación, el trabajo y los encargos, para que hubiese más vocaciones en la Iglesia, y en el Opus Dei. Por eso, como un estribillo de toda su vida, proclamaba:¿queremos ser más?, ¡seamos mejores!

Su sola presencia era una llamada a la santidad, a la necesidad de ser fiel al Señor. Los éxitos, las labores apostólicas, las vocaciones, las conversiones de las almas, el trabajo cotidiano, la vida corriente, las contradicciones, el dolor físico y moral, la enfermedad..., es decir, todo lo que compone la existencia de una persona, adquiría, a su lado, el sentido y relieve verdaderos: el convencimiento de que el Señor está junto a nosotros, y cada uno ha de luchar -dejando la vida si es preciso- para caminar al lado de Dios.

Desde el fundamento de su filiación divina, practicó y enseñó a millares de almas la unidad de vida, que resumía como la necesidad y como el instinto sobrenatural de purificar todas las acciones elevándolas al orden de la gracia, de santificarlas y de convertirlas en instrumento de apostolado.