2. Tu burrito sarnoso

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Está claro que el Opus Dei es un camino de santidad en las circunstancias ordinarias. Lo ha expresado el Fundador en infinidad de lugares: uno, particularmente bello, se encuentra en Forja, 741: El oro bueno y los diamantes están en las entrañas de la tierra, no en la palma de la mano. / Tu labor de santidad -propia y con los demás- depende de ese fervor, de esa alegría, de ese trabajo tuyo, oscuro y cotidiano, normal y corriente.

A la vez, resulta ostensible que, en la vida de Mons. Escrivá de Balaguer hubo muchos sucesos extraordinarios: algunos, paradójicamente, vendrían a confirmar y subrayar el valor de lo ordinario, como las escenas protagonizadas por el borrico.

Al comienzo de los años treinta, el Fundador del Opus Dei saludó un día al Señor en la iglesia del Patronato de Santa Isabel con estas palabras: -Aquí tienes a tu burrito sarnoso, y oyó como respuesta esta delicadeza divina: "un borrico fue mi trono en Jerusalén". Pronto le asaltó la duda de que Jesús había entrado en la Ciudad Santa montado sobre una burra -no en un jumento- y, entonces, las palabras que había oído dentro de su alma serían un engaño del diablo. Su inquietud fue muy grande, hasta que, ya en casa de su madre -se le hizo larguísimo el trayecto desde la iglesia ese día-, confrontó los textos paralelos de los Evangelios y se tranquilizó. Me comentaba que, a pesar de haber obtenido las máximas calificaciones en Exégesis, el Señor permitió ese titubeo para que se confirmase en su nada, en que todo era de Dios, y su pobre persona, un mal instrumento. Al comprobar el texto evangélico, se disipó la incertidumbre, y se hizo más intensa su paz interior, que nunca había perdido. En esas ocasiones, como todo lo sobrenatural le dejaba tan asombrado, el Señor le tranquilizaba: "ne timeas! ["no temas"], soy Yo". En este caso, lo advirtió con claridad mientras leía el Evangelio.

Se entiende que Mons. Escrivá de Balaguer -siempre ha solido suceder así en la historia de la santidad- no desease cosas extraordinarias.

En una carta de 1963 recordaba su modo de actuar ante estas gracias especiales. Tras una primera reacción de sorpresa -por naturaleza ponía la proa a todo lo extraordinario-, abría el alma con su confesor: a él acudía yo, especialmente cuando el Señor o su Madre Santísima hacían con este pecador alguna de las suyas, y yo, después de asustarme, porque no quería aquello, sentía claro y fuerte y sin palabras, en el fondo del alma: "ne timeas!, que soy Yo".

Y se comprende también que hablase muy raramente de esos hechos.

Con la prudencia de quien busca la santidad en las circunstancias habituales de la vida, no negó que en la historia de la Obra había gracias divinas que se salían de lo común. Sin embargo, para que nadie se dejase arrastrar por la tendencia a apoyarse en estos argumentos, descuidando la fidelidad en el quehacer diario, prohibió que se hablara de esos temas: por prudencia sobrenatural, pongo un espolón de acero a todo lo que se presenta como manifestación que está fuera del orden ordinario de la Providencia del Señor. No es que me falte fe en estas realidades -que se renuevan en la vida de la Iglesia-, pero quiero no dejarme guiar por esta atracción hacia lo extraordinario, que para muchas almas, desgraciadamente, puede ser motivo de considerarse no obligadas a tantos deberes cotidianos, en los que el Señor espera una respuesta heroica y fiel.

Estando ya en Roma, recibió indicación expresa de la Santa Sede de abrir su alma, de cuando en cuando, a los miembros del Opus Dei, para relatarles ese tipo de sucesos que tan estrechamente unidos estaban a su vida y a la historia de la Obra. En las pocas veces en que nos confió algún acontecimiento de este estilo, su resistencia interior -consecuencia de un pudor natural y sobrenatural-, era tan evidente que alejaba todo riesgo de lucimiento personal: io non c'entro per niente ["en absoluto es mérito mío"]. En estas conversaciones se podía observar la humildad con que se expresaba y su gratitud inconmensurable a la Bondad de Dios, pues se imponía, con una sinceridad palpable, el convencimiento de que nunca había merecido ni siquiera la mirada del Señor. Así se nos quedó bien grabado que habíamos de estimar más la fidelidad heroica y continuada en el cumplimiento del deber de cada instante.

Recibió de Dios muchos dones, que le conducían al cumplimiento de la misión que le había confiado: fundar el Opus Dei, atraer a las almas a este camino de santificación en medio del mundo. El Señor le concedió, de un modo extraordinario, las luces que alumbraban y definían ese camino, los medios sobrenaturales necesarios para abrirlo, y el espíritu que había de animar a quienes lo recorrerían. Y le llenó de gracias especialísimas, a las que correspondió de modo eximio, para llevar a cabo esta tarea, venciendo innumerables obstáculos y dificultades.

En el centro de estos dones se encuentran las manifestaciones explícitas de la Voluntad de Dios: la definitiva, cuando el 2 de octubre de 1928 vio el Opus Dei, y luego, las posteriores iluminaciones sobre la incorporación de mujeres a la Obra y la solución para los sacerdotes, el 14 de febrero de 1930 y 1943, respectivamente. Solamente añadiría aquí el hondo agradecimiento que brotaba de su alma, al considerar las maravillas divinas de que había sido depositario.

Hay otras intervenciones sobrenaturales de 1931 particularmente importantes, en la medida en que reafirman con luces nuevas aspectos fundamentales del espíritu del Opus Dei: el redescubrimiento de la filiación -abba, Pater!- y del divino resello de la Cruz en las encrucijadas del mundo -si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum ["cuando fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí: Juan 12,32]-. Han sido explicadas a fondo en diversos lugares. Tal vez podría repasar aquí otras locuciones.

Una de aquellas loquelas divinas la incluyó en Camino, 933, redactada en tercera persona. Le había sucedido, al comienzo de los años treinta, dando la Sagrada Comunión a una de las comunidades de religiosas que dependían del Patronato de Santa Isabel. Mientras distribuía las Sagradas Formas, repitiendo la fórmula prescrita por la liturgia -Corpus Domini nostri Iesu Christi custodiat te in vitam aeternam. Amen ["el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna. Amén"]-, iba diciendo con el corazón, completamente prendado del Dios que tenía en sus manos: Señor, te amo más que éstas. En un momento, de un modo claro, sintió en su alma unas palabras que se le grabaron como un zarpazo divino inolvidable: "Obras son amores, y no buenas razones".

En octubre de 1972, pude acompañarle a la iglesia del Real Patronato de Santa Isabel, donde había escuchado esa locución. Recuerdo su embargo de amor: se dibujaba en su rostro y en la piedad con que se arrodilló ante el Sagrario. Con emoción indescriptible me dijo, mientras señalaba la reja del lado izquierdo del presbiterio: allí fue -y paladeó cada palabra- lo de "obras son amores y no buenas razones". No sé cómo sería el afecto con que se dirigió al Señor cuando distribuía la Comunión a las religiosas, pero sí puedo testimoniar que, en 1972, era incomparable, como si estuviese -¡estaba!- en esa misma afectuosa conversación.

En su predicación, intercalaba a veces referencias veladas a estas locuciones, para enriquecer sus enseñanzas; por ejemplo, en 1962, en una meditación dirigida a sus hijos del Colegio Romano de la Santa Cruz: yo recuerdo el consuelo de un alma que tenía que hacer algo que estaba por encima de las fuerzas del hombre y oyó decir allá en la intimidad de su corazón: Inter medium montium pertransibunt aquae(Salmo CIII, 10); no te preocupes, las aguas pasarán a través de los montes. Desde antiguo tenía grabadas en su alma estas palabras de la Escritura. Con el ardor del contenido del Salmo se creció y animó a sus hijos, ante las dificultades que le obligaron a abandonar, en el curso 1934-35, una parte de la Academia Residencia DYA, en Ferraz 50. Consignaría su reacción poco después, en Camino, 12.

En los primeros años setenta, arreciaron algunas dificultades contra el camino jurídico del Opus Dei en la Iglesia, que fueron el marco de nuevas locuciones de Nuestro Señor. A una de éstas se refirió en público en marzo de 1974: Había un alma que estaba pasando una temporada de mucho sufrimiento -no es ninguna alma santa, es un alma como la vuestra, que tiene altos y bajos, que ha de ponerse lañas, lañas grandes-, y cuando no lo esperaba, mientras rezaba mucho por una cosa que todavía no ha sucedido, oyó en lo íntimo del corazón: clama, ne cesses! A esa alma no le gusta oír nada: sufre. Pero escuchó: sigue rezando, con clamor, con fortaleza; no dejes de rezar, que te escucho. Clama, ne cesses! (Isaías LVIII, 1).

Sucedió el 6 de agosto de 1970. Nos hallábamos en Premeno, cerca del lago Maggiore, en Italia. Como todos los días, le ayudé a Misa. Al terminar -se hallaba presente también Mons. Álvaro del Portillo-, nos contó que esa mañana, mientras insistía con su petición tozuda, llena de fe, escuchó esas palabras de consuelo y confirmación.

El 19 de enero de 1975, dirigiendo la meditación a los miembros del Consejo General del Opus Dei, habló de este suceso, intercalándolo con otras palabras escuchadas del Señor, en circunstancias análogas: Hace unos años, hijos... ¡con qué congoja estaba yo celebrando la Santa Misa en un pueblecito del norte de Italia!, ¡con qué congoja! Porque el Señor nos ha zarandeado como el trigo que se zarandea para quitar la paja, y las piedras y los granos que no son sanos y fuertes... Un oratorio pobre, improvisado, pero Dios estaba allí, en mis manos, Jesús Señor Nuestro, Amigo nuestro, Hermano nuestro, Amor y Dios nuestro. Y mencionó entonces un cáliz, que mandó hacer después, en el que se grabaron unas palabras inspiradas en San Pablo: "Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?" (cfr Romanos. VIII, 31).

El 23 de agosto de 1971, también mientras estábamos en el norte de Italia, sintió en su alma, con una fuerza irresistible que le llenó de paz: Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae, ut misericordiam consequamur!["Lleguémonos confiadamente al trono de la gloria, para alcanzar misericordia": cfr. Hebreos 4,16] Como hacía siempre, abrió su alma inmediatamente con Mons. Álvaro del Portillo y conmigo: esta mañana, mientras desayunaba, el Señor me ha puesto en la cabeza estas palabras. Son como una respuesta a ese clamor colectivo que ayer, fiesta del Corazón Inmaculado de María, habrá subido al Cielo, porque todos habrán rezado mucho. Hemos de pedir, acogiéndonos a la Misericordia del Señor, ¡no podemos pedir por justicia! Si pudiéramos vislumbrar la Justicia de Dios, nos quedaríamos aplanados, sin poder levantar la cabeza: ¡tal es su infinita perfección! Debemos acudir a su Misericordia, a su Amor. El pobre corazón del hombre enseguida pide como si tuviese un derecho, ¡y no tenemos derecho a nada!, pero podemos llenarnos de su confianza con la intercesión de María, porque la Misericordia suya es tan infinita, que no puede dejar de escuchar a sus hijos, si acuden además a través de su Madre.

Llevaba una larga temporada recurriendo a la intercesión de Nuestra Señora, y recibió esta gracia extraordinaria, que le confirmó en la necesidad de dirigirse siempre a Ella.

Aparte de estas y otras locuelas divinas, en la vida de Mons. Escrivá de Balaguer ocurrieron suceso que denotarían una especial providencia de Dios, aparte de la curación en 1954 de su propia diabetes.

En los primeros años de la Obra, cuando recorría las calles de Madrid, casi siempre a pie, tenía por costumbre saludar con el corazón a las imágenes de la Santísima Virgen que descubría a lo largo de sus itinerarios. Una vez -era una imagen colocada sobre la fachada de una casa-, la Virgen le sonrió: es lo que necesitaba entonces, comentaría con sencillez y humildad impresionantes.

De su Ángel Custodio recibía innumerables pequeños servicios, que eran respuesta a su trato frecuente y confiado. Le encomendaba, por ejemplo, que le despertase por las mañanas a una hora determinada, a falta de reloj o porque lo tenía averiado. Su pobreza le impedía repararlo o cambiarlo por otro. Un día, estaba con Mons. Álvaro del Portillo y conmigo después de celebrar la Santa Misa -se había leído el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que narra el encarcelamiento de S. Pedro y su liberación por un Ángel-, y nos contó que, al pronunciar las palabras percussoque latere Petri (XII, 7), se había acordado de que así le despertaba su Ángel Custodio: con un golpe en el costado, a la hora precisa, porque así se lo suplicaba.

También por especial providencia divina -que esta vez atendía a sus ruegos, necesitado de aquella confirmación- encontró una rosa de madera, durante el paso de los Pirineos en los tiempos de la guerra civil. Fue la insólita señal que había solicitado para discernir, en medio de los montes, si la Voluntad del Señor era seguir adelante en aquella aventurada empresa, o regresar a Madrid, para ocuparse de los hijos suyos en la zona donde se perseguía a la Iglesia. Su intensísimo sufrimiento ante ese dilema le condujo a tan desusada petición, aceptando en todo, como siempre, el Querer de Dios.

Esa rosa de madera estofada se conserva como una reliquia en la Sede Central del Opus Dei. Cuando le preguntábamos por su significado, se limitaba a decir -lleno de gozo y de agradecimiento- que le gustaba mucho porque le traía a la memoria la invocación Rosa mystica dirigida a nuestra Madre del Cielo; y agregaba que se ponía bajo su protección, pues Ella se había ocupado de cuidar la Obra.

Conocí la intimidad que tuvo con las almas del Purgatorio, por una confidencia que nos hizo en 1967 a Mons. Álvaro del Portillo y a mí. Aludía a que en esa temporada el Señor no le daba cosas extraordinarias, que no deseaba ni quería, y comentó: al principio sentía muy fuerte la compañía de las almas del Purgatorio. Las sentía como si me tiraran de la sotana, para que rezara por ellas y para que me encomendara a su intercesión. Desde entonces, por los servicios enormes que me prestaban, me ha gustado decir, predicar y meter en las almas esta realidad: mis buenas amigas las ánimas del Purgatorio.

En 1971 se refirió a otro suceso acaecido en abril de 1941, mientras celebraba el Santo Sacrificio en una Residencia de Valencia. Eran ya muy intensas las contradicciones externas, apenas terminada la guerra de España. El Fundador celebró la Misa en Samaniego -el Centro del Opus Dei en esa ciudad, un palacete valenciano clásico, que ya no existe-, y recordaba que se distrajo un poco, porque le vinieron a la mente las insidias que sufría y, muy en concreto, la información de que el Nuncio Apostólico estaba en contra de la Obra: Y en aquella congoja -¡congoja!, que seguramente no me quitaba la paz, porque el Señor es tan bueno, pero era untolle, tolle, por todos los lados, un crucifige!-, presenté al Señor todo aquello; y oí claro, sin voz externa: "para que las cosas se arreglen, se tienen primero que desarreglar: entraréis en la Nunciatura con más facilidad que en el palacio episcopal". Y fueron una realidad al cabo de poco tiempo.

Otro don sobrenatural -que irá creciendo después del 26 de junio de 1975, hasta ser declarado oficialmente por el Santo Padre en 1991-, es su poder de intercesión. Recuerdo también tertulias en que preguntaban a Mons. Escrivá de Balaguer cómo veía determinados asuntos, normalmente de la vida de la Iglesia. Solía comenzar la respuesta con una sonrisa: no soy profeta, ni hijo de profeta. Pero lo cierto es que previó con claridad acontecimientos futuros.

Muchísimas personas, arrastradas por la fama de santidad de que gozaba ya en vida, confiaron a su oración sus necesidades espirituales y materiales, con la seguridad de que serían resueltas. A veces lo hacían por carta. O simplemente, el encontrarse físicamente próximos a él o el hecho de poseer algún objeto que hubiese bendecido, les infundían la certeza de que el Cielo se apiadaría de ellas, por los méritos del Fundador.

Por ejemplo, me llamó poderosamente la atención el caso de un matrimonio paraguayo que conocí en Perú en julio de 1974. Se habían desplazado desde Asunción, con el único objeto de ver y oír a Mons. Escrivá de Balaguer. Cuando fueron a Lima, llevaban siete años casados deseando tener hijos, y sin conseguirlo, a pesar de los tratamientos médicos a que se sometieron. Al acabar la reunión a la que habían asistido, el marido consiguió saludarle y, mientras se agachaba a besarle la mano, le dio la bendición, al tiempo que le decía: Que se cumplan tus deseos, hijo mío. Todo esto ocurría el 29 de julio, y, ya de vuelta en Paraguay, el 10 de agosto, la mujer se sometió a un examen médico de embarazo. El diagnóstico fue positivo, y el 4 de abril de 1975 nació una niña, a la que bautizaron con el nombre de María José. Ellos atribuyen su nacimiento a la petición de Mons. Escrivá de Balaguer. He sabido después que el Señor les había bendecido con más hijos.

Ocurrió en Roma que un obrero perdió una mano mientras trabajaba con una hormigonera. Le llevaron al hospital, para recomponerle el brazo: la mano había permanecido cierto tiempo mezclada con el cemento. Se lo comunicaron a Mons. Escrivá de Balaguer, y comenzó inmediatamente a encomendar la pronta y total recuperación de esa persona; así sucedió -contra lo que preveían los médicos-, a pesar del estado que presentaba la mano cuando le atendieron.

En 1962, conoció que se avecinaba la muerte de un Cardenal. Nos encontrábamos en la tribuna del cuarto de trabajo, que da al oratorio del Padre. Estábamos haciendo el examen de la noche y, en un momento dado, exclamó: ¡Señor, déjale todavía! Nos refirió después a Mons. Álvaro del Portillo y a mí que había sabido que fallecería en pocos días. Además de hacer ese ruego, rezó por él, para que se preparara bien al encuentro con Dios. El día siguiente, el Fundador del Opus Dei y don Álvaro tenían cita con un hermano de ese Cardenal, también eclesiástico, que no pudo recibirles puntualmente. Se excusó a través del servicio, diciendo que tuviesen la bondad de esperar, pues había ido a visitar a su hermano, que estaba en cama, con una enfermedad inesperada. Pocas horas más tarde, falleció.

En cambio, Mons. Escrivá de Balaguer no previó nada en relación con su propia muerte.

En su fallecimiento no sucedió ningún hecho de tipo extraordinario: murió con la naturalidad con que había vivido. Durante sus últimos meses en la tierra, había experimentado un ansia creciente de ver a Dios cara a cara, aunque -como he señalado- no deseaba la muerte. En la mañana del 26 de junio de 1975, se comportó con la serenidad y la paz propias de quien tiene el alma completamente metida en Dios. Quitó importancia al percance que sufrió en Castelgandolfo, y hasta bromeó sobre su poquedad: no hago más que molestar; nos rogó varias veces que perdonásemos los contratiempos que ocasionaba.

No sé decir si previó que se avecinaba su hora. Sí puedo asegurar que reaccionó como en otros momentos en los que, evidentemente, se hallaba en peligro inmediato: con su abandono en las manos de Dios, persuadido de que -como el Padre más Amoroso y Omnipotente- concede siempre lo que más nos conviene.