1. Contemplativo en medio del mundo

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Después de leer las páginas anteriores, en las que se intenta reflejar el temple humano de Mons. Escrivá de Balaguer, parece ineludible citar unas densas frases del Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos sobre sus virtudes heroicas, promulgado en 1990: "Los rasgos más característicos de su personalidad no hay que buscarlos tanto en sus egregias cualidades para la acción como en su vida de oración, y en la asidua experiencia unitiva que hizo de él verdaderamente un contemplativo itinerante. Fiel al carisma recibido, fue ejemplo de heroicidad en las circunstancias corrientes de la vida: en la oración continua; en la mortificación ininterrumpida -como el latir del corazón-; en la asidua presencia de Dios, que alcanzaba las cumbres de la unión con Dios incluso en medio del fragor del mundo y de una dedicación incansable al trabajo. Continuamente inmerso en la contemplación del misterio de la Trinidad, vivió la filiación divina en Cristo como fundamento de toda la vida espiritual, en la que la fortaleza de la fe y la audacia apostólica de la caridad se conjugaban armónicamente con el abandono filial en las manos de Dios Padre". Sería el momento de conversar sobre esas cumbres de santidad a las que llegó el Fundador del Opus Dei: persuadido de la primacía de la piedad personal y de la unión con Dios como cimiento de toda su acción apostólica, encarnó aquel verso de San Juan de la Cruz que le era muy familiar: "volé tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance". Podríamos empezar con la presencia de Dios en las circunstancias ordinarias, manifestación práctica de su contemplación en medio del mundo.

Me dijo centenares de veces: yo no me he aburrido nunca. Daba a entender con esta afirmación categórica que, en la vida de un hombre de Dios, no hay espacios vacíos, ni momentos de ocio, ni soledad, pues el día y la noche se gastan en un coloquio de amor, en una conversación constante con el Señor, llena de ventura.

Ya en 1953 le oí: los que se aburren en esta vida es que no entienden de amor, del Amor con mayúscula. Y, en 1954, volvía sobre este tema: nosotros no estamos nunca solos. No tenemos derecho a aburrirnos, ni a sentirnos tristes. Se aburren, o se llenan de tristeza, los que viven de vaguedades, encerrados en su pequeño mundo personal, sin más horizontes que su egoísmo o sus razonamientos humanos. Viven solos, aburridos, los que no quieren tener a Dios como Padre, los que se olvidan de que Dios sabe más, y no acaban de conformarse con amar la Voluntad del Señor.

Se sentía observado amorosamente por la Providencia, y se esforzaba para comportarse como hijo de Dios sin interrupción, hasta el punto de que su primo primi era dirigirse a Él, con la fe segura de que el Señor no abandona a los que sinceramente le invocan, aunque sean tan pobres hombres como yo, y no merezcamos siquiera una mirada suya.

Se advertía de modo tangible que estaba en la presencia de Dios: comentaba que los católicos no tenemos más remedio que hacer todo -trabajar, estudiar, vivir- con mucha fe, sin miedo al ridículo o al qué dirán, porque hemos de comportarnos exclusivamente de cara a Dios, y, a través de Él, servir a las almas.

Por la reverencia que sentía hacia la Majestad divina, nos remachaba que debíamos preocuparnos de reconocer a Dios como Rey, como Redentor, como Todopoderoso, como Bondad infinita que se nos entrega y como la suma felicidad de todas las personas. Esos títulos le corresponden a Dios por justicia, y los hombres estamos obligados a dárselos con toda nuestra actividad, con nuestra confesión de fe, con nuestra oración y nuestro comportamiento.

En 1966, nos alentaba a querer a Dios con plenitud: somos gente comprometida por el amor. Por eso, hemos de vivir una fidelidad continua y siempre más exigente, también cuando debemos caminar a contrapelo. Nos movemos en la presencia del Señor: Él nos mira constantemente y ve nuestros deseos más íntimos, scrutans corda ["penetrando los corazones"]: nada de nuestra vida -así de grande es su predilección- le resulta desconocido. Por eso os digo en tantas ocasiones que le deis el corazón entero, como justa correspondencia a sus desvelos.

Y en toda su vida se sintió siempre acompañado por la seguridad en la fortaleza de nuestra Madre. Así, el día 8 de septiembre de 1973, después de la comida, nos recomendaba: esta mañana consideraba en mi meditación que la Iglesia ha dispuesto, desde hace siglos, que se celebren la mayoría de las advocaciones de la Virgen. Y yo le decía a mi Madre que quería -y quiero- contemplarla en todas las ermitas y Santuarios del mundo. Estas cosas son cosas de amor, y como nosotros somos almas de amor, mantenemos una conversación constante con María y José y, después, con ellos, pasamos a tratar a Jesús y, con los tres, al Padre y al Espíritu Santo. Hijos míos, ¡vida de fe!, pidiendo diariamente adauge nobis fidem! ["¡auméntanos la fe!": Lucas 17,5] Acostumbraos a dirigiros constantemente al Señor, cada uno a su modo, con sus piropos, con sus jaculatorias. Buscaos modos de hablar con Él, que son medios para ayudarnos a que esa conversación no decaiga: sirven como cuando éramos niños y nos cogían la mano para escribir.

De algún modo, estas frases recrean el clima de amor de Dios que se palpaba en torno a Mons. Escrivá de Balaguer, y que expresaba con palabras de enamorado.

Desde que le conocí, me aconsejó siempre buscar al Señor, mirar al Señor, tratar al Señor, amar al Señor. Y añadía: si nos esforzamos en seguir estas etapas, Él se hace el encontradizo: no os desaniméis jamás en la lucha, porque Dios está a nuestro lado.

En mi larga convivencia con el Fundador del Opus Dei, he podido apreciar que, movido por la virtud de la esperanza, buscaba al Señor en sus normas de piedad, en su trabajo, en su apostolado y en todas las circunstancias en que la providencia le colocaba. Exclamaba con seguridad: ¡nosotros, si no estamos con Dios, no estamos bien!

Muchos días, hacia las ocho o nueve de la mañana, me preguntaba: ¿cuántos actos de amor has hecho hoy? Me instaba así a crecer hacia adentro, para que la vida interior gobernase toda actividad. Solía explicarlo con diversas palabras, pero con idéntica exigencia: si decís que estáis enamorados de Dios, tengo derecho a preguntaros: ¿cuántos actos de amor has hecho hoy?, ¿cuántos actos de desagravio?, ¿cuántos actos de fe?, ¿cuántos actos de esperanza y de caridad?, ¿cuántas jaculatorias haces?...; porque debemos vivir continuamente en su presencia y convertir todo nuestro día en una oración.

No nos escondía que buscar al Señor con perseverancia cuesta al principio; pero nos aseguraba que, después de afanarse con actos de fe, de esperanza y de amor, con jaculatorias y con miradas, muchas veces me encuentro con esa presencia de Dios pasiva, porque Él se me acerca y me hace notar que está a mi lado.

En 1973, nos alentaba a los Directores centrales: esforzaos por ser almas contemplativas. Ya sabéis cuáles son los milagros grandes en el Opus Dei: la fidelidad, la perseverancia en nuestra vida ordinaria, ofreciéndosela continuamente al Señor. Dios está siempre con nosotros, si no le echamos por el pecado; está aquí, ahora, en vuestros corazones y en el mío. Hijos míos, ¿qué haremos vosotros y yo para estar con el Señor en el Opus Dei? ¡Buscarlo!: buscarlo, para tratarlo, para meternos en su intimidad. ¿No os da alegría esa costumbre -que es una muestra del trato que debemos tener con el Señor- de saludar al Amo de la casa en cuanto llegamos a un Centro nuestro, o cuando salimos?

Me ha impresionado siempre su espontaneidad en el trato con el Señor. Las comunidades de religiosas del Real Patronato de Santa Isabel han contado los encuentros y delirios de amor del Fundador del Opus Dei con la imagen del Niño Jesús que conservan en uno de los dos Conventos. Y yo he visto también su actitud ardiente y apasionada cuando llegaban las Navidades: al entrar o salir del oratorio, besaba con ternura al Niño recién nacido. En otros momentos le cogía en sus brazos, acariciándole dulcemente, mientras le miraba agradecido y con hambre de aprender. En una ocasión, después de besarle, puso sus ojos en esa imagen y, con la delicada ilusión de un padre de familia, requebró al Niño Jesús: ¡chato!

Realmente, junto al Fundador del Opus Dei, se respiraba una atmósfera espiritual.

Meditaba y predicaba con frecuencia las palabras que el padre de familia dirige al hermano mayor del hijo pródigo: omnia mea tua sunt ["todo lo mío es tuyo": Lucas 15,31]. Este es el tesoro nuestro, el fin de nuestra vida, la esperanza de toda nuestra actividad, el único anhelo que debe movernos: estar con Dios y vivir de Dios. Por eso, no dejaba de recordarnos que no podemos robarle ni un ápice de su gloria. En las múltiples ocasiones en que le abrí mi alma, me repetía que buscara esa honra divina, rechazando cualquier compensación humana, porque de otro modo erraría el camino.

Paraba muchas veces cada día para ofrecer lo que ya había realizado y lo que le quedaba por hacer. Mientras trabajábamos, era recurrente su incitación a rendir el culto debido al Señor: no perdamos el punto de mira sobrenatural en cada una de las acciones que estamos haciendo, en lo que realizamos ahora. Vamos a rectificar la intención, para que sea todo para Él. Deo omnis gloria! Dios nos espera ahora.

Ponderaba cuanto ocurría a su alrededor a la luz de la fe. Enfocaba los problemas doctrinales, de gobierno, de apostolado, de convivencia social, desde el punto de vista sobrenatural, con la certeza de que sólo en ese plano se encuentran las verdaderas soluciones. Quedó muy grabado en su mente el comentario de una monja piadosa, ante una situación dura: "Don Josemaría, ¡el Señor es muy agudo!"; y sacaba gran partido de esta anécdota, que le ayudaba a sentirse seguro y sereno con las disposiciones del Señor.

Aplicaba a su existencia las palabras del Apóstol: vivo autem, iam non ego, vivit vero in me Christus ["ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí": Gálatas 2,20]. Y se examinaba para ver si le dejaba realmente empapar todas sus actividades, a la vez que nos insistía a los demás en la necesidad de empeñarnos en la lucha por la presencia de Dios.

Repetía, con urgencia sobrenatural, que hemos de dar a cada segundo de nuestra vida vibración de eternidad. En un Círculo de formación, al leer en voz alta semper, praesentia Dei, consideratio nostrae filiationis divinae... ["siempre, presencia de Dios, considerar nuestra filiación divina..."], se detuvo un instante y nos explicó: cuando yo escribía esto, me parecía una ingenuidad, como una cosa innecesaria ponerlo, algo así como si dijese: el corazón, para vivir, tiene que latir siempre. Semper: que lleva consigo estas manifestaciones de desasimiento de nuestro yo, porque es vivir de Dios, por Dios y para Dios.

En otro Círculo, de 1957, nos hacía considerar: es interesante que os deis cuenta del significado del semper. Si no hay lucha por adquirir una presencia de Dios que sea constante, tampoco hay trato con Dios. Hemos de dirigirnos a Él en todo momento, y enseguida surge la consideración de que somos hijos de Dios, que se manifiesta en un vivir continuo cara al Señor, con jaculatorias, con actos de desagravio, con acciones de gracias, todo el día para Él.

El 22 de noviembre de 1973, abría su corazón a Mons. Álvaro del Portillo y a mí: ayer, mientras hablaba con el Señor, escribí algo que nos puede servir de jaculatoria: tenui eum, nec dimittam, ¡lo tengo cogido, y no lo soltaré! Llevaba yo dos días con esta comezón. No son locuciones de Dios. Son inquietudes que pone en el alma, que no descansa hasta que las descubre. Nunca me he preocupado de encasillar la vida interior con las distinciones que señalan los tratados de mística, pero entiendo que Dios se mete en el corazón de la criatura, y ésta sólo encuentra la paz cuando responde y se abandona en Él.

No tenía la menor duda de que la oración consigue los prodigios que narra el Evangelio, y resuelve situaciones que parecen barreras insuperables: yo no soy milagrero. He escrito desde hace años, y he dicho tantas veces de palabra, que me sobran y me bastan los milagros del Evangelio. Pero si afirmara que no toco a Dios, que no siento toda la fuerza de su Omnipotencia, ¡mentiría!

Esa presencia de Dios se reflejaba externamente en su intenso recogimiento, que vivía con naturalidad, sin cosas ni gestos raros.

En 1968, aprovechando el intervalo de un cambio de ocupación, me confió: continuamente, cada pocos segundos, le estoy diciendo al Señor que le quiero. Necesito decírselo y repetírselo. Díselo tú también, y díselo de mi parte.

En muchas circunstancias, le notaba recogido a lo largo de la jornada, hablando con el Señor. Luego reconocía que estaba tratando con Él de los distintos temas. Lo he presenciado día a día, especialmente antes de retirarse a descansar, cuando -terminado el trabajo- contemplaba cómo se recogía para dar gracias por todo lo que había ocurrido, para pedir perdón contrito por sus faltas -también por las de omisión-, para unirse a la plegaria de la Iglesia, para apoyarse en las súplicas de sus hijas y de sus hijos en el mundo.

En más de una ocasión, considerando el peso y la fatiga de su esfuerzo, Mons. del Portillo o yo le preguntábamos si estaba "impensierito" [absorto en sus pensamientos]. Contestaba inmediatamente, con naturalidad, que estaba hablando con el Señor. Respetábamos esos silencios y nos uníamos a su oración, que interrumpía -sin cortar el diálogo contemplativo- para preguntar por asuntos del trabajo, encargos apostólicos, o noticias de la labor en distintos países.

No significa cuanto acabo de decir que viviera al margen de las situaciones del mundo y de la sociedad, o de las tareas que afectan a los hombres; y mucho menos que permaneciese ajeno a los problemas de la Iglesia. Al contrario, le interesaban profundamente, porque sentía la preocupación de difundir el instaurare omnia in Christo: devolverle todas las cosas, porque a Él pertenecen, y sólo con esa dirección adquieren su auténtico sentido, tantas veces desvirtuado por los hombres. Le apasionaban los asuntos de esta tierra, porque estaba empeñado en santificarlos.

Consideraba diariamente la situación de la Iglesia, de la Obra y de la sociedad. Concluía con actos de amor a Dios por todo lo bueno que sucedía en el mundo, y de desagravio por la falta de correspondencia de la humanidad, y también mía -agregaba-: antes de comenzar cualquier ocupación, procurad recogeros en la presencia de Dios, para que no perdamos nunca el sentido sobrenatural, aunque luego sintamos el zarpazo de nuestra miseria personal o el zarpazo que ataca ahora a la Iglesia y al mundo.

Se palpaba la veracidad de su afirmación: no sé dónde termina el trabajo y dónde comienza la oración, y al revés; pues, con diligencia activa, disponía alma y cuerpo, sentidos y potencias, al cumplimiento de la Voluntad divina.

Nos confiaba a Mons. Álvaro del Portillo y a mí que se daba cuenta de que había recibido la gracia de seguir haciendo oración durante la noche, y agradecía constantemente a Dios poder dedicarle las veinticuatro horas de la jornada. Aconsejó siempre ofrecer el sueño, procurando que el último pensamiento de cada día fuese para Él. Recomendaba igualmente que nos esforzásemos para que el primero, cada mañana, fuera también para el Señor. Por eso, nos sugería que besásemos el crucifijo si por cualquier circunstancia nos despertábamos. Repetía este propósito: quiero que mi día y mi noche sean enteramente para Dios.

Recurría frecuentemente a jaculatorias que aprendió cuando era niño, de labios de sus padres: desde hace unas semanas estoy rezando dos que me han conmovido siempre: ¡dulce Corazón de Jesús, sed mi amor!, ¡dulce Corazón de María, sed mi salvación! Y hago esfuerzos para no perder esa presencia de Dios. Quiero estar en conversación con Él, ser completamente contemplativo de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Me despierto por la noche, y enseguida me sale un clamor del alma: quiero vivir como un niño pequeño, que busca a su madre como la cosa más natural; no se preocupa de las formas, llama, grita, insiste y, cuando no sabe hacer otra cosa, llora.

Repetía que, como sacerdote, sólo sabía hablar de Dios y sólo quería hablar de Dios. De hecho, su conversación era sobrenatural, aunque versase sobre los temas más corrientes, porque de todo sabía sacar contenido y sentido espiritual para referirlo al Señor y para ofrecérselo como continuación del Santo Sacrificio de la Misa.

Encomendaba siempre al Señor a quien hablaba, a quien veía y, en general, a las personas del lugar donde se encontraba. Nos sugería con viveza: en cada persona, ved a Cristo que os espera; a Cristo que sufre en aquel enfermo; a Cristo que está necesitado en aquel indigente; a Cristo que quiere entrar en el alma de ese ignorante; a Cristo en el trabajador, que cumple su tarea cotidiana. No olvidéis que así nos lo ha dicho el Señor, para la realidad cotidiana en que nos encontremos: el que sirve a su prójimo -en cualquier necesidad- me está sirviendo a Mí.

En los viajes, alimentaba la vida de piedad de los que le acompañábamos sacando fruto espiritual del paisaje, las iglesias, los conventos, los cementerios, las personas... A partir de esos detalles derivaba la conversación a la necesidad de acompañar a Jesús Sacramentado, ocuparse de las almas, pensar qué servicios o qué tareas apostólicas se podían desarrollar en aquel país o ciudad, dar gracias al Señor por la belleza de lo creado, tratar a las almas del Purgatorio, etc. En fin, un conjunto de consideraciones que ayudaban a mantenerse en presencia de Dios, a pedir perdón, a amar más.

Le entusiasmaba contemplar a Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, que sirve a quienes le siguen y, de modo especial, a los suyos. Nos animaba a vivir una caridad llena de cariño, siendo muy humanos y estando muy atentos a las necesidades de los demás. En 1956 le oí: un hombre de oración que se preocupa de que los demás sean dichosos, felices -con una felicidad de Dios-, tiene en su vida una mira sobrenatural y, además, es humano: anima, comprende, ayuda, corrige, disculpa. Y él mismo es feliz, porque no piensa nunca en su yo.

En momentos muy diversos nos hacía considerar: Os miro, hijos míos, y os veo como a otros cristos: Cristo joven; Cristo adolescente; Cristo alegre; Cristo que trabaja... y, cuando pasen los años, seguiréis siendo alegres, porque llevaréis dentro la juventud eterna del Maestro y su amor a todas las almas, aunque de ellas no hayamos recibido el bien.