5. Amó la justicia

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

La última vez que estuve junto a Mons. Escrivá de Balaguer fue el 26 de mayo de 1975, y presencié su espíritu de agradecimiento. Sucedió en el aeropuerto de Barajas, al regreso desde Torreciudad, Barbastro y Zaragoza. Yo estaba en uno de los aparcamientos exteriores, y allí llegó en un coche de la compañía aérea. No me dio tiempo a abrirle la puerta, pues se adelantó con viveza. Antes de seguir su camino, buscó rápidamente al conductor de ese vehículo, para despedirse de él y darle las gracias por el servicio que acababa de prestarle. Pienso que esta gratitud, habitual en la vida del Fundador del Opus Dei, reflejaba bien lo que dejó escrito: Si se hace justicia a secas, es posible que la gente se quede herida (Forja, 502).

No me cabe la menor duda de que, por el comportamiento de sus padres y por su modo de tratar a los demás, fue calando en él un hondo sentido de la justicia, que le llevaba en primer término a ser muy agradecido. Relataba, por ejemplo, que una vez, en el Colegio de los Escolapios (Barbastro), el profesor de Matemáticas le sacó a la pizarra y le planteó algo que no había salido en sus lecciones. El muchacho reaccionó de modo fuerte: eso que me pregunta, no lo ha explicado usted; y tiró el borrador contra la pizarra. Días después -así lo evocaba-, iba yo con mi padre, por la calle, y vino a nuestro encuentro ese mismo fraile. Pensé: ¡adiós!, ahora se lo cuenta a mi padre... Efectivamente, se detuvo, le comentó una cosa amable... y se despidió sin decir nada. Le quedé tan agradecido por su silencio, que todos los días rezo por él. Después murió mártir.

Daba las gracias de corazón a cuantos le atendían. Me ha contado el doctor Rudi Schunk que, cuando el 26 de junio de 1975 le abrió la puerta del coche, se lo agradeció con tal cariño, que notó que estaba rezando por él. Venía de Castelgandolfo con las molestias que poco después le produjeron el paro cardíaco definitivo.

De la misma manera, daba gracias a Dios por todos los beneficios recibidos, presentes, pasados y futuros, y también por los desconocidos, etiam ignotis. A propósito de esto, aludía al cuidado de los padres y madres de la tierra, en la espera de sus hijos aún no nacidos: hablan de ellos, preparan lo necesario, hacen renuncias sin cuento, y así continúan a lo largo de su vida, sin que lo adviertan. Si esto hacen los hombres, concluía, ¿qué no hará el mejor de los padres, que es Nuestro Padre Dios?

A raíz del fallecimiento de Mons. Escrivá de Balaguer, me asombró comprobar el testimonio unánime de cuantos le habían conocido: fue un gran amigo, y tuvo muchos amigos. Pero algunos recuerdos evocan también su justicia y veracidad, aun a riesgo de enfriar los aprecios humanos.

En los primeros años de su sacerdocio, perdió a uno de sus más grandes amigos. Un compañero del Seminario abandonó su vocación y atentó matrimonio civil a pesar de las súplicas con que le rogó que no diera ese paso. Transcurrido el tiempo, para arreglar su situación canónica, le pidió que declarase que había llegado a la ordenación con falta de libertad, presionado por coacciones familiares. El Fundador del Opus Dei, con claridad y caridad, se negó rotundamente; y le explicó que no podía dar ese testimonio, puesto que conocía la libertad con que había accedido a las órdenes sagradas. La familia de aquel hombre le estuvo siempre muy agradecida, aunque el interesado le retiró la palabra. No quiso jamás la verdad a medias, por entender que -en muchas ocasiones- una verdad a medias puede ser una gran mentira.

Recuerdo -lo contaba el mismo protagonista- que un amigo del Fundador del Opus Dei le pidió que le atendiera en confesión. Notaba la paciencia paternal con que le oía y le aconsejaba. "La situación -refería el interesado- mudó drásticamente cuando me acusé de que me había batido en duelo con otra persona; con mucha fortaleza y cambiando el tono de voz, me hizo ver la gravedad y la imprudencia de ese gesto, y el modo de arreglar mi situación; comprendí lo horrible que era mi pecado".

Fue extremadamente sincero. No había nada de postizo en su conducta, y huyó siempre de la mentira y de la doblez. No adoptó jamás la restricción mental. Aconsejó a todas las almas que -sin mala educación- fuesen siempre muy claras en el trato con Dios, en la dirección espiritual, y con los demás. Puntualizaba que una persona sincera vive con la paz de los hijos de Dios, que nada tienen que ocultar, porque se esfuerzan en comportarse de acuerdo con esa filiación divina en cualquier circunstancia.

Precisamente porque era muy franco, nunca tuvo el menor inconveniente en rectificar, cuando se había equivocado, o recibía nuevos datos sobre un problema. Si era necesario, pedía perdón y aclaraba su postura empleando un proverbio: no soy un río que no puede volverse atrás.

He visto cómo trataba el Fundador de la Obra con Cardenales, Obispos, dirigentes de distintos Estados, diplomáticos, industriales, empresarios, obreros, campesinos, sacerdotes, compañeros de Universidad, gente joven y gente mayor; y he comprobado su absoluta sinceridad con todos. Expresaba a sus interlocutores lo que llevaba dentro del alma, guardando siempre los límites establecidos por la caridad. No se rendía a los potentes, aunque les trataba con la delicadeza necesaria, pensando en el bien de sus almas. También en estos casos le buscaban, porque conocían que no se quedaba en componendas o compromisos, sino que les hablaba con criterio sacerdotal.

Predicaba de continuo las palabras del Apóstol Juan: veritas liberabit vos ["la verdad os hará libres": Juan 8,32]. Iba siempre con la verdad por delante, y así lo aconsejaba a todo el mundo, con un comportamiento lleno de caridad, de acuerdo también con San Pablo: veritatem facientes in caritate ["afirmando la verdad con caridad": Efesios 4,15]. Si actuamos de esta manera, nos explicaba, además de ayudar a las almas, tendremos la paz de Dios en nuestras vidas, y la transmitiremos a los demás.

Quería que la gente, movida por la gracia y por el trato con el Señor, actuase con sencillez, y tuviera espíritu de servicio, sin tapaderas ni adornos. Refiriéndose a quienes alardean de una sabiduría postiza, bromeaba -con un dicho popular- que muestran el talento de don Estupendo, que por la mañana dice lo que de noche estuvo leyendo. Nos prevenía constantemente contra la vanidad, que se manifiesta de manera subrepticia y sin que nos demos cuenta. En marzo de 1973, ponderaba: la vanidad, eso que parece tan femenino, ¡es muy masculino! Tan masculino, que, a veces, se insinúa enmascarándose, como si no se tuviera vanidad.

Desde luego, la justicia tiene infinidad de facetas. Por lo que conozco de Mons. Escrivá de Balaguer, me atrevería a destacar que dio radical importancia a no juzgar sin escuchar, en el caso de que resultase necesario ese juicio.

En ocasiones evocaba que, cuando tenía tres o cuatro años, siendo alumno del Colegio de las Hijas de la Caridad en Barbastro, le achacaron que había pegado a una niña: así se lo dijeron a la que iba a recogerle a la salida de las clases. La muchacha le reprendió, haciéndole notar que no era cristiano, ni humano, pegar a otro y, mucho menos, a una niña. Como la acusación carecía de todo fundamento, Mons. Escrivá de Balaguer recordaba que sintió una pena muy grande. Le dolió la imputación injusta: no la regañina, sino la injusticia de que le atribuyeran lo que no había cometido. Comenzó así a dar importancia a la verdad, y a considerar que no se debe inculpar a nadie de lo que no se sabe, ni formular juicios sobre las personas sin conocimiento de causa. Este recuerdo le llevaba a fomentar el más fuerte rechazo de la murmuración o difamación, y a abstenerse de juzgar a nadie, sin oír al interesado.

En 1972, apareció en un diario italiano un artículo, firmado por un teólogo, que denunciaba como erróneas unas declaraciones de una persona constituida en autoridad. Nos pidió oraciones para que no causara daño entre el mucho público que podía leer el periódico. Más tarde, se enteró de que aquellas declaraciones no eran auténticas. Inmediatamente, nos llamó a las personas con las que había hablado, para informarnos, quitarnos la preocupación, y rogarnos que rezásemos por quien había escrito con ligereza. Me dejó muy impresionado, tanto la fortaleza con que respondió al mal que hubieran podido provocar esas manifestaciones, como la rapidez con que reaccionó para rehabilitar la fama de la persona calumniada, y para rogar que le ayudásemos en las oraciones por el difamador.

Señaló a todos -y con más fundamento a los que tenían una función de gobierno-, que es necesario oír siempre las dos campanas, para no juzgar precipitadamente, no tomar decisiones injustas, y no causar perjuicios a terceros. En 1968, tomé estas notas de una de las muchas charlas que nos dirigía sobre este punto: el que gobierna debe tratar de hacer el bien espiritualmente a todas las almas que gobierna. Por lo tanto, es muy interesante y muy importante escuchar la campana del interesado, cuando se ha recibido cualquier información; y escucharle con respeto, aunque se tenga la sensación de que engaña. Antes de advertir algo o de corregir, hemos de saber ponernos en las condiciones de esa persona que nos va a escuchar la advertencia: ¿cómo querría yo que me trataran, si me encontrara en esa situación?

Animado por la justicia, reconcilió a muchas personas, que habían roto la amistad, o se mostraban mutua antipatía. Con sentido sobrenatural y paciencia humana, les hacía razonar separadamente. Si venían a quejarse del que consideraban adversario, les preguntaba: ¿le has escuchado?; ¿has tenido en cuenta su situación personal?; ¿has hablado con claridad, y sin ofenderle? Además, no dejaba de avisar con sencillez: te advierto con completa sinceridad que también oiré a la otra parte, tanto para ayudarle -con el mismo afán que lo hago contigo-, como para ponderar lo que me estás tú diciendo ahora.

Se esforzaba en fomentar la unión y en encontrar motivos para disculpar o perdonar la actuación de los que habían provocado molestias. Muchas veces, aducía: aunque no te falta razón, no dejes de pensar que también esa persona tiene derecho a estar cansada, porque le has cogido en un momento del final de la jornada, con todo el peso del trabajo; porque estamos en una época del año en que se nota la carga de estos meses de ocupación; por su situación, etc. De esta manera, les hacía ponderar las decisiones, sin perder de vista que estamos para servir, para unir, para amar a los demás.

Es tal vez menos conocido cómo abordó Mons. Escrivá de Balaguer el cumplimiento de los deberes, la fidelidad y lealtad a la palabra, la justicia con quienes le prestaban servicios.

Se dejaba llevar con más fuerza por la necesidad de corresponder al amor de Dios que por la obligación proveniente de los compromisos adquiridos: no por despreciarlos, sino porque no se contentaba con el cumplimiento estricto del deber. Por eso, nos alentaba incesantemente a no limitarnos a acatar lo que está dispuesto: hemos de excedernos gustosamente, con el convencimiento de que nunca podremos satisfacer en justicia a la Misericordia y al Amor de Dios.

Pensaba que los cristianos han de atender las obligaciones y exigir los derechos, para enseñar a todos a santificarse con el ejercicio de esos deberes y facultades, que les colocan, dentro de la sociedad, en la misma situación de los demás ciudadanos, nuestros iguales.

Muchas veces, hablando con estudiantes, seminaristas, aprendices, hacía referencia a la obligación de justicia que tenían con Dios, con sus familias y con la sociedad, de aprovechar esos tiempos de preparación, con un cumplimiento exacto de su deber. Si no, puntualizaba, estáis cometiendo una estafa.

Inculcó siempre el agradecimiento hacia quienes trabajan en servicio de los demás. Eran preguntas frecuentes en sus labios: ¿tratas con cariño a los que de ti dependen?, ¿ayudas a tus colaboradores?, ¿procuras que no sean extraños para ti?, ¿les encomiendas?, ¿haces apostolado con ellos? Por ejemplo, respecto a los proveedores y obreros que trabajaban en las casas de la Sede Central del Opus Dei, quería que se les tratase con delicadeza y con caridad, que se les conociese, que se les preguntase por la familia, y que, en la medida de lo posible, se les ayudase a mejorar sus condiciones materiales. Solía comentar a personas que tenían muchos empleados: tú no puedes ser una máquina sin alma, sin corazón: en la medida de lo posible, debes pensar que estás tratando con personas que tienen necesidades concretas, y debes procurar conocer cuáles son esas necesidades.

Respetaba, hasta en los detalles más pequeños, los derechos al descanso y a la tranquilidad de la gente. Durante las obras de la Sede Central del Opus Dei, vigilaba cómo se cumplían los plazos indicados por la empresa, pero jamás acudió en la hora de interrupción del trabajo que tenían los obreros, y que aprovechaban para comer. Quería que aquellos hombres, durante ese espacio de tiempo, pudiesen almorzar tranquilos, y reposar, sin sujetarse a ninguna deferencia si le veían pasar.

Dispuso que se evitasen peligros innecesarios al hacer los trabajos materiales: las limpiezas de las ventanas en las casas altas, los arreglos de electricidad, etc. Indicó expresamente que se viviesen esas normas de prudencia con los que vinieran a trabajar a los Centros. He presenciado su interés por la seguridad de los obreros en la Sede Central. No se olvidaba de encomendar a diario que no hubiese desgracias materiales y -gracias a Dios- no ocurrió ningún accidente.

Del mismo modo, vivió y enseñó la necesidad de pagar los impuestos, o de recurrir a los seguros sociales establecidos, sin buscar excepciones. Al hablar con empresarios o con gente de la que dependían otras personas, les recordaba ese deber hacia sus empleados. Le dolía que no se practicase esta obligación de justicia y procuraba poner remedio en la medida en que estaba a su alcance. Y sufría cuando, en algunos lugares, se trataba con discriminación a los sacerdotes o a los religiosos, al no concederles los mismos seguros o prestaciones que a los demás.

Cuando se instalaron las primeras residencias, aunque había una carencia enorme de medios, se encargó de que se retribuyera justa y puntualmente a los que trabajaban allí. Me lo ha referido, cuando he tenido que pagar a personas que prestaban servicios en las casas donde vivíamos: es preferible que lo pasemos mal nosotros, a que otros sufran por nuestra negligencia o por nuestra falta del cumplimiento del deber.

Aconsejaba que se dieran propinas generosas, como exigencia de la justicia: tanto porque en algunos lugares están consideradas parte del salario, como por la necesidad de contribuir al bienestar de quienes prestan esos servicios. Soy testigo de que daba esas propinas sin humillar, con un trato cordial, de igual a igual, sin conceder importancia a lo que hacía.

Por otra parte, alentó a muchas personas a promover en todo el mundo obras e iniciativas dirigidas a la formación de los más indigentes, a la educación de los que no contaban con medios, a la formación permanente de técnicos, obreros o campesinos. Le preocupaba la situación de quienes se encontraban en condiciones de privación, porque se sentía obligado a transmitir la experiencia y los conocimientos que, por la Bondad de Dios, había tenido la posibilidad de adquirir; y así lo razonaba también a los promotores o colaboradores de esas iniciativas de hondo contenido social.

También impulsó que se constituyeran cooperativas para fomentar la vivienda, el trabajo, la explotación de tierras por parte de los campesinos, de modo que se viesen beneficiadas muchas personas que estaban privadas del alojamiento, o se hallaban sin ocupación y sin medios para alimentarse.

Se comprende su oposición a las recomendaciones.

Por la expansión de la Obra, ha habido en muchos sitios miembros del Opus Dei con cargos de importancia en la sociedad, y en la vida pública. Mons. Escrivá de Balaguer, por justicia con esos hombres y con quienes pudieran tener otros derechos, jamás hizo la más mínima recomendación a un hijo suyo. Así se lo propuso desde el primer momento, cuando no había aún ninguno en esos puestos de responsabilidad.

Tampoco hizo ninguna recomendación en favor de los de su familia. Recuerdo que se cruzó casualmente con un profesor de la Universidad española poco después de haber examinado a su hermano Santiago. Le dijo que le había dado una calificación que no era la más alta, pero que, teniendo en cuenta el buen aprovechamiento con que había seguido el curso podía aumentársela. "¿Qué le parece a Vd.?", preguntó. Y le respondió inmediatamente: por mí dale la nota que se ha merecido en el examen; no quiero que tú te quedes con la sombra de una injusticia en tu alma.

He presenciado también conversaciones con autoridades, civiles y eclesiásticas, para defender los derechos de terceros. No he olvidado que, en 1960, querían excluir a una persona de un trabajo al que tenía derecho, y Mons. Escrivá de Balaguer no dudó en acudir a un eclesiástico, que desempeñaba un cargo de importancia, para hacerle recapacitar sobre su modo de proceder, sin miedo a caer en desgracia. Después de la conversación, aquel eclesiástico respetó los derechos del interesado.

Otra característica de Mons. Escrivá de Balaguer era su sentido de ciudadanía, de normalidad, que le llevaba al rechazo de cualquier privilegio o exención, o de un trato favorable.

Expresión de su lealtad como ciudadano es el hecho de que, en todos los países donde trabajaba el Opus Dei, quiso que -cuando se pudiera- se obtuviese la personalidad jurídica civil, o el reconocimiento de la autoridad pública. Igualmente dispuso que las obras impulsadas por el espíritu del Opus Dei, se atuviesen a las leyes civiles vigentes en cada territorio.

Una muestra evidente es que pagó durante mucho tiempo, en España, el gravamen establecido para los mayores de edad que no habían contraído matrimonio, y que era conocido popularmente como "impuesto de soltería". Al ser sacerdote, podía eximirse de esa carga fiscal, pero prefirió no buscar ni siquiera en esto una excepción.

En tiempos de la II República española, se opuso a que las religiosas de las comunidades que dependían del Patronato de Santa Isabel se llevaran los cuadros y objetos pertenecientes a la Dirección General de Bellas Artes, para custodiarlos en un lugar más seguro. Ante la desaprobación de algunas de ellas, les explicó los motivos para actuar así: de una parte, era necesario respetar las disposiciones de la autoridad civil, sin cuyo permiso previo no se podían trasladar aquellas obras; en segundo término, no podían considerarse autorizadas a disponer de los bienes que pertenecían al patrimonio artístico nacional y no a la comunidad religiosa; también debían considerar que, si actuaban como habían pensado, podrían dar motivo a la autoridad -ya en aquellos tiempos poco respetuosa de los derechos de la Iglesia- para endurecer su actitud; y, finalmente, era necesario evitar que los enemigos de Dios pudiesen apoyarse en ese pretexto para montar -desde luego, sin ningún fundamento- una campaña de escándalo y de calumnia contra la Iglesia.

En el cumplimiento de sus deberes, no renunciaba imprudentemente a ningún derecho, para no perjudicar a la persona que pudiera sucederle. Cuando era Rector del Patronato de Santa Isabel, presentaba puntualmente las relaciones y las cuentas al Gobierno de la República, aun conociendo que esas personas podían poner trabas o dificultar el ejercicio de las facultades que le correspondían. Además de defender las competencias propias de la Iglesia, quería también que, cuando hubiera cesado en ese cargo, su sucesor se encontrase con todo en orden, y pudiese invocar los derechos adquiridos ante posibles dificultades.

Le he acompañado en muchas gestiones en lugares públicos. No se valía de su condición de sacerdote, para conseguir privilegios. Respetaba gustosamente las colas, cuando había de hacerlas; esperaba en los comercios el turno para que le atendiesen los dependientes; y, cuando alguna persona pretendía favorecerle, se negaba amablemente, pensando que también los demás tendrían otros trabajos y estaban allí con anticipación.No permitía un trato de favor que pudiese ir en detrimento de terceros. Pagó siempre lo que era justo, al médico, al sastre, en las tiendas. Para frenar a los que querían favorecerle, explicaba: si no me permiten pagar lo que es justo y debido, me quitan la libertad de poder volver aquí cuando tenga necesidad, porque no quiero ocasionarles el más mínimo perjuicio o la pérdida de sus derechos.

Y este rasgo de la personalidad de Mons. Escrivá de Balaguer se reflejaría también en la historia del Opus Dei, como un criterio básico para el reconocimiento canónico del carisma fundacional: la necesidad de seguir un camino de acuerdo con el Derecho común, sin excepciones ni privilegios.