4. Comprensivo y exigente

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Jesús Urteaga cuenta una anécdota menuda de Mons. Escrivá de Balaguer, sucedida en Roma hacia 1957. Por aquella época, fumaba demasiado. Y el Fundador del Opus Dei se lo advirtió un día: -Jesús, fumas mucho. A la vez, como el que no quiere la cosa, le pasó un paquete de tabaco, de la marca que más gustaba a Jesús. El protagonista lo recuerda como una manifestación del cariñoso desvelo de un Padre para sus hijos, que no deja de corregirlos. Por mi parte, he utilizado esta escena para significar cómo quería que se sirviera a Dios con libertad. Es un ejemplo sencillo de la unidad que resalta en tantos actos de su vida, con el riesgo de romperla al distinguir facetas... inseparables. Podemos verlo ahora en la conjunción de comprensión e intransigencia, cariño y reciedumbre, caridad y fortaleza, que comenzó también a forjarse en el hogar familiar.

Mons. Escrivá de Balaguer sólo recordaba un castigo, cuando era muy pequeño, por haber puesto dificultades para sentarse en una silla alta en el comedor, llevado por caprichos de niño. Su padre, quizá cansado por la actitud del hijo, le dio un pequeño azote, y le sentó en la silla. Fuera de esta ocasión, sus padres no le dieron ni un cachete. Y aconsejó luego este modo de proceder a los matrimonios cristianos: tratar a sus hijos con energía, pero sin violencia, porque se gana más con esa comprensión que poniéndoles obstáculos o tratándoles con dureza.

Aprendió muy pronto a pasar por encima de los errores de los demás, siempre que no supusieran una ofensa al Señor. Quería evitar que se sintiera la amargura de la indiferencia. Y nos insistía en el deber de amar a las personas tal y como son, con sus limitaciones. Estaba convencido de que la gente le apreciaba a pesar de sus defectos. Refiriéndose a sí mismo, empleaba un dicho de España: yo tengo más faltas que las de un juego de pelota.

Desde el inicio de su sacerdocio, meditó las palabras del Apóstol: caritas omnia suffert, caritas omnia sustinet... ["la caridad lo excusa todo, sobrelleva todo": cfr. 1 Corintios, 13,7] Al comentarlas, precisaba que el amor de Dios da la fortaleza necesaria para llevar las posibles cargas: amad, sufrid amando; vivificad, enreciad vuestra entrega con la caridad; amad siempre, y con esto vendrá la eficacia de Dios.

Su acusada personalidad, con una inteligencia clara, le llevaba a decisiones rápidas y bien maduradas. Esto no era obstáculo para que, en las cuestiones corrientes, cediera con prontitud a los puntos de vista o a los planes de los demás. Con mucha paz, terminaba con un como quieras.

Nos aconsejaba respetar las opiniones, aunque a veces suponga ceder en legítimos derechos personales. Por caridad, expresaba, debéis actuar con prudencia sobrenatural. Y nos ponía ejemplos: yo estoy en una habitación, y me gusta tener la ventana abierta; llega otro que prefiere estar con la ventana cerrada, y la cierra: ¿por qué debo imponerle yo mi preferencia? Con esta cesión de mi parte, yo no renuncio al derecho de abrir la ventana en cualquier momento, pero hago la vida agradable al prójimo, y evito roces, incomprensiones o motivos que puedan servir de excusa a los demás para aflojar en el cumplimiento de sus obligaciones. Señalaba que, en los asuntos dejados a la libre disputa de los hombres, pueden darse visiones muy distintas e igualmente razonables: un objeto cóncavo, para quien lo ve desde otro ángulo, es convexo, y cuando afirman que es cóncavo o convexo, los dos tienen razón. Por eso, nos insistía en que supiésemos admitir, e incluso amar, las opiniones de los otros, aunque no coincidieran con las nuestras, siempre que no se tratase de una ofensa al Señor o un inconveniente serio para la labor apostólica o la propia lucha espiritual.

La caridad exige corregir cuando es necesario, pero Mons. Escrivá de Balaguer eludía la crítica, en el sentido peyorativo de este término.

La comprensión que vivía con las personas le llevaba a no tolerar la más mínima murmuración y a cortar cualquier frase que pudiese sonar a censura de los demás. De una parte, porque no enjuiciaba nunca la actitud de nadie, si no contaba con un conocimiento completo, y, menos aún, si no le competía juzgar. Y de otra, porque siempre practicó la corrección fraterna, a todos los niveles -con los de encima, con los iguales y con los inferiores-, de modo respetuoso y claro.

Cortaba tajantemente cuando se deslizaban comentarios negativos sobre otras personas. Me sorprendía su firmeza y caridad, aunque se tratase de alguien relevante en la vida eclesiástica o civil. Además de no tolerar esas críticas, preguntaba siempre a quienes jugaban con la fama de los demás: ¿no se lo ha dicho, directamente y con nobleza, al interesado? Era santamente intransigente en estas ocasiones, porque se consideraba en la obligación de ayudar al equivocado, evitando así las disensiones, los grupos o las camarillas.

Le alegraba que sus hijos no admitieran la murmuración contra nadie: yo sé, tengo la certeza -nos aseguraba-, de que no hablarán mal de mí; si hay algo en lo que me debo corregir, me lo advertirán noblemente. En el Opus Dei no se ha dado ni se dará eso que cuentan que sucede cuando se reúnen varias amigas o varios amigos: que ninguno quiere marcharse el primero, por miedo a las habladurías de los que se quedan.

Hacía las correcciones necesarias. No se excusaba con ningún motivo. Si, delante de Dios, veía indispensable advertir a alguien, no lo dudaba. No se dejaba llevar de falsos razonamientos. En 1959, subrayaba: si no se hace la corrección fraterna, es un índice claro de que no hay preocupación por ser santos. Todos tenemos defectos, y resulta evidente que, cuando no nos ayudamos, con cariño y visión sobrenatural, a corregirlos, vivimos en un diálogo con nuestras faltas y con las de los demás.

Porque amaba mucho a Dios, y porque deseaba que todos viviéramos para Él, hablaba valientemente, con sinceridad y con caridad. Tenía muy metido en el alma lo que le escuché en 1954: nosotros, los hijos de Dios, trabajamos siempre bajo la mirada de Nuestro Padre, contamos con el cariño de los demás, que nos ayudan, entre otros modos con la corrección fraterna, si algo no va. No lo olvidéis: la corrección fraterna es parte de la mirada de Dios, de su Providencia amorosa.

Interiormente sufría antes, mientras y después de corregir: bien por ese defecto que estorbaba la unión con Dios, bien por el lógico disgusto que podía provocar en la persona corregida. Por eso, nos enseñaba a encomendar al interesado, para que junto al dolor de no haber hecho una cosa bien, sintiera la necesidad de amar más. Por su parte, hablaba siempre con agradecimiento de quienes le habían hecho correcciones. También en 1954, anoté: cuando te hacen la corrección fraterna, el Señor te recuerda que quiere reinar enteramente en tu alma.

No se cansó nunca de ayudar y corregir a las almas, in nomine Domini ["en el nombre del Señor"]. En 1968, nos encarecía: no hemos de tener miedo a decir la verdad con la corrección fraterna; porque si nos callamos, por comodidad o por cobardía, con ese silencio estamos cooperando al mal y robando gloria a Dios. Convéncete: cuando haces la corrección fraterna, estás ayudando, con Jesucristo, a llevar la Cruz a tu hermano; una ayuda enteramente sobrenatural, pues la corrección fraterna va precedida, acompañada y seguida por tu oración.

¿Cómo eran sus correcciones?

Se ponía en la presencia de Dios, le pedía perdón -porque se sentía un pecador con más defectos que aquel a quien había de corregir-, y pensaba que el Señor le estaba amonestando con su infinita misericordia: ¡pecador, cuánto te he perdonado a ti! A continuación, después de haber invocado la ayuda del Espíritu Santo, del Ángel Custodio suyo y del interesado, procedía con fortaleza. Cuando era necesario, se expresaba con dureza; pero no hería a nadie; con una consideración, con una mirada, con un pequeño servicio, o con un encargo, demostraba que no había perdido la confianza en ese hijo al que había advertido con firmeza.

Habitualmente se incluía entre quienes debían superar el defecto: tú y yo, por nuestra debilidad tenemos que cuidar..., y hacía la corrección oportuna. Actuaba así, no sólo para no humillarle innecesariamente, sino porque sentía la necesidad de esforzarse en aquello, luchando más por desarraigar lo que de esa limitación quedara en su propia vida.

Procuraba corregir en privado, a cada uno personalmente, pero, si era necesario cortar una actitud que podía producir desorientación, lo hacía inmediatamente, dando criterio claro a todos. En estas circunstancias, actuaba con tal garbo, que el corregido comprendía que no buscaba humillarle; y las personas que presenciaban esa reprensión eran testigos de su cariño y delicadeza.

Si recibía un nuevo dato, y veía que no era oportuna una indicación hecha con anterioridad, rectificaba también delante de los demás: me he equivocado, tenías razón, perdóname. Y añadía: sigue trabajando con la misma ilusión sobrenatural y humana, porque tienes toda mi confianza, como la tenías antes, cuando te hice esa advertencia; aunque esto es lo de menos, ya que has de trabajar por Dios.

No se cansó de insistir, descendiendo a los detalles más pequeños -y no por perfeccionismo humano-, en la necesidad de acabar bien las diversas tareas. A menudo -ante un trabajo ejecutado con mediocridad-, reaccionaba de modo tajante, y provocaba una lógica sacudida en el ánimo de quienes habían intervenido. Pero, poco tiempo después, a veces unos minutos, unas horas o al día siguiente, recogía a los responsables y, con elegancia humana, sacaba punta sobrenatural a lo sucedido.

De otra parte, hay una nobleza de fondo, en el carácter del Fundador del Opus Dei, que le llevaba a prescindir por completo de usos que envenenan la convivencia, como prejuicios, recelos, juicios temerarios...

Sabía disculpar y acoger. En su tarea de dirección y de gobierno concedía a todo el mundo la oportunidad y el estímulo de enderezarse; no guardaba ningún prejuicio por actuaciones equivocadas anteriores, como si constituyesen una marca indeleble.

Llegó muy pronto a la conclusión -que constituyó un principio rector de su existencia- de que no había que juzgar a nadie. Repetía con frecuencia las palabras del Apóstol: qui iudicat Dominus est! ["quien juzga es el Señor": cfr. 1 Corintios 4,4] Por tanto, no leía, estudiaba o recibía ningún asunto con prevención o prejuicio; afirmaba: yo no pongo etiquetas a ninguno. Quería que se tratasen las cuestiones referentes a las personas con la máxima delicadeza, con la prudencia más atenta y la más delicada caridad. Nos insistía continuamente en que, cuando hubiésemos de informar sobre alguien, porque lo requiriera el asunto, deberíamos escribir en la presencia de Dios, con caridad, y siguiendo esta norma: si aquello lo leyera el interesado, se quedaría contento y agradecido por el cariño, la objetividad y la sinceridad con que se le trataba.

Le desagradaba el dicho: "piensa mal y acertarás". Quería romper esa tendencia popular: me molesta profundamente, porque esa actitud entorpece el diálogo, quita la paz a las almas, siembra la desconfianza. Y todavía me molesta más esa otra corrección que algunos desaprensivos han añadido a ese refrán: piensa mal y te quedarás corto. Os aseguro que jamás admitiré ese modo de proceder.

Si le presentábamos un trabajo mal hecho, por no aplicar bien su mente, o por no expresarnos con claridad, nos empujaba a meditarlo de nuevo en la presencia del Señor. Jamás reaccionó con palabras de desconfianza. Al contrario, nos animaba: no te preocupes, encomiéndate a Dios; vuelve a considerarlo, y trabaja pensando que estás escribiendo para personas que tienen que entender lo que tú les escribas o comuniques desde aquí. Y hemos de darles además la seguridad de que van a estar apoyados por unas directrices claras. A pesar de la posible falta de preparación de algunos de los que colaborábamos con el Fundador del Opus Dei, especialmente al comienzo, jamás prescindió de nosotros; nos formaba y ayudaba, con sosiego y con alegría, hasta que íbamos adquiriendo práctica. Insisto: nos enseñaba a trabajar con paciencia y con optimismo; no se perdía el tiempo, ni ante Dios ni ante los hombres, porque las cosas no salieran a la primera, a la segunda o a la tercera, si ofrecíamos el esfuerzo al Señor y, por Él, buscábamos servir a las almas.

He presenciado sus advertencias a algunos miembros del Opus Dei por trabajos apostólicos mal acabados o mal orientados. Les daba las razones de su desaprobación, y les hacía notar cómo corregirse. Después, cuando se habían marchado, solía decirme: tú no puedes formarte una idea peyorativa de este hermano tuyo. He hablado así delante de ti para que adquieras criterio sobre los hechos, pero deseo que -a la vez- nunca pierdas de vista que ese hermano tuyo está luchando para ser muy santo, y que tú debes imitarle en ese empeño.

Simultáneamente fue intransigente en materia de fe, tal vez, de modo más acusado en los últimos años.

Una constante de su catequesis era la afirmación de que no podemos ceder en lo que se refiere a Dios. Utilizaba la comparación de la persona que recibe de un amigo, en depósito, una gran suma de dinero. Llega otro y le pide prestada una cantidad: si se procede con honradez -explicaba-, habrá que contestar a esa tercera persona: de lo mío puedo darte todo, pero de lo que me han dejado en depósito no puedo disponer ni siquiera de un céntimo, porque es algo que no me pertenece, algo que me han confiado para que lo custodie íntegramente, y también íntegramente lo devuelva. Esta es la postura que hemos de vivir cada uno de los católicos con nuestra fe santa, que el Señor nos ha entregado para que la custodiemos con nuestra vida personal, sin ceder, sin malgastarla y sin tolerar que la maltraten.

En 1968, nos exigía que nos mantuviéramos muy firmes en lo que es la verdad o forma parte de la verdad: os aseguro que si cedierais en la doctrina, arrastraríais ineludiblemente las almas al mal: ¡no atraeríais a nadie! La fortaleza en la fe es un punto de apoyo y un punto de partida necesario.

Estaba persuadido de que, si se cedía en lo que era de Dios, no se realizaría ninguna tarea apostólica que dejase poso en las almas. En 1970 nos urgía: hemos de ser santamente intransigentes en la doctrina de la Iglesia y, a la vez, comprensivos con las personas. Un procedimiento para comprender, y para saber perdonar, es pensar con seriedad en nuestras almas, en nuestras miserias personales. De este modo, además de enfocar rectamente los hechos externos, con un criterio seguro, procuraremos ayudar, corregir y acoger a los otros con una caridad llena de delicadeza divina.

Fue muy perseverante en su defensa de la fe. En agosto del año 1972, nos preguntaba con claridad: ¿qué diríais vosotros de una persona que, en tiempo de guerra -y todos estamos en una lucha continua-, entregase al enemigo todas las armas que tiene? Hay que defender siempre la verdad, vivir y hacer el bien, no ceder en las cosas de Dios y, con este criterio, ocuparse de todas las personas que están a nuestro alrededor.

Se pasmaba ante esos millones de personas que sufrían persecución por sus convicciones católicas y eran objeto de discriminación, de malos tratos, de ofensas de todo género. Hablaba con admiración y agradecimiento de los mártires contemporáneos de la Iglesia. Encomiaba, concretamente, al Cardenal Stepinac, al Cardenal Mindszenty, al Cardenal Beran, y otros muchos que, en un ambiente de persecución, han sido confesores de la fe. Al mismo tiempo, no se olvidó jamás de esos millones de fieles desconocidos que, sin estar en el candelero, ni recibir el aplauso del resto del mundo, eran coherentes, aun a riesgo de su vida. Y nos empujaba a rezar para perseverar en el camino, prefiriendo la muerte a renegar de la fe.

Y, con semejante fortaleza y comprensión, defendió tenazmente las exigencias del espíritu del Opus Dei.

Un arzobispo, que le había tratado durante muchos años, y que se decía muy amigo, hizo públicamente unas afirmaciones que causaban grave daño al Opus Dei y a la fama de algunos de sus miembros. Cuando llegó a conocimiento del Fundador, nos dijo que, en la primera oportunidad, le hablaría claramente: lo hago, comentó, pensando en el bien de su alma, porque es necesario que borre esa actuación con la que ha difamado. Cuando vino por Roma, le invitó a comer; y, con amabilidad, le explicó lo desacertado de su actuación. Pasaron los días, y recibió una carta del Prelado que, agradecidísimo por esa corrección fraterna, y pidiendo perdón al Señor, le aseguraba que se sentía confirmado en la amistad. Cuando llegó esa carta, nos llamó a Mons. Álvaro del Portillo y a mí, y nos la hizo leer, mientras encarecía: ya veis que es una persona muy buena, que ha procedido así porque estaba mal informado, y se ha arrepentido de su modo de actuar.

Se preocupó de transmitir, con total fidelidad, el espíritu que había recibido. Recuerdo que en 1963 nos avisaba: no cedáis nunca en cuestiones de espíritu, pensad que todo deja rastro; y, por lo menos, el alma pasa una temporada acongojada y llena de apuros, cuando se pretende hacer fácil -mejor dicho, difícil- el camino de nuestro trato con Dios, poniendo obstáculos por falta de cuidado en el cumplimiento de lo que de Él hemos recibido.

Sabía insistir, sin cansarse, en los puntos que aseguraban nuestra entrega. En 1953, nos confiaba: para el que manda algo, supone una gran preocupación y un sacrificio ver que no lo hacen mal, pero que pronto se olvidan, o que al cabo del tiempo se encogen de hombros. En otra ocasión, en los años cincuenta, al exigirnos que acabáramos bien las tareas, aseveraba: no es manía, hijos míos; querría exagerar para que no os quedéis cortos nunca en vuestra vida.

En 1960, el Fundador del Opus Dei argumentaba: la primera caridad es no dejar que nuestros hermanos se enfríen en la piedad; es también no dejarles que se pongan en el despeñadero; es hablar claro y corregir con cariño. Unos años antes, por un comportamiento equivocado, y pensando en el bien de su alma, quitó las licencias de predicar y recibir confesiones a un sacerdote del Opus Dei. Durante esa temporada, le trató con mucha confianza y cariño, mostrándole que -a pesar de la pena que le había impuesto- tenía seguridad en que se reharía, si luchaba fielmente para comportarse de acuerdo con el querer de Dios.

Recuerdo su reacción cuando le informaba de alguien con paliativos, excusas o justificaciones: le defiendo yo, con más fuerza que vosotros, como padre y como madre. Pero como padre y como madre tengo obligación de corregir, de ayudar, y os aseguro que no me falta la más plena comprensión con la persona equivocada. Pero si no me preocupara de que rectificasen, no les querría bien. En estos casos el cariño verdadero coincide con la fortaleza en la exigencia.

En circunstancias difíciles o extraordinarias, en las que había de enfrentarse con el deber o hacer que otras personas cargasen con su responsabilidad, utilizaba un dicho de su tierra: para las subidicas, quiero mi burro; que las bajadicas, yo me las subo.