5. Omnia in bonum!

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Con la fundación del Opus Dei -acabamos de verlo-, la vida de Mons. Escrivá de Balaguer recibe una luz definitiva. En cierto modo, ese foco esclarece tribulaciones sufridas en años precedentes. Otros obstáculos están ligados al itinerario teológico y jurídico de la fundación, que desearía tratar en otro momento. Ahora, me centraría en contrariedades humanas, queridas o permitidas por la providencia divina, tal vez para cimentar su entereza, de acuerdo con aquello de Forja, 245: Si no hay dificultades, las tareas no tienen gracia humana..., ni sobrenatural. -Si, al clavar un clavo en la pared, no encuentras oposición, ¿qué podrás colgar ahí? Algunas de esas situaciones son conocidas, como la muerte de sus tres hermanas: esas desgracias familiares, con el ejemplo de los padres, fueron acrisolando su alma.

Mons. Escrivá de Balaguer me contó alguna vez que, al fallecer su hermana Chon, vio la muerte de cerca por primera vez. Aprovechando una breve ausencia de sus padres, entró donde estaba amortajada, a pesar de que ellos querían evitarle ese dolor, como cuando fallecieron las pequeñas Rosario y Lolita.

Recordaba que, ante el cuerpo inanimado de Chon, sintió una tristeza muy grande, y se le grabó la imagen de una niña inocente, con el rostro muy sereno: le inundó el convencimiento de que estaba con Dios, aunque a esa edad no entendió por qué el Señor se había llevado, una tras otra, a sus tres hermanas.

Y en cuanto a la quiebra de la empresa familiar...

El Fundador del Opus Dei refería que este suceso influyó en su ánimo de adolescente de diversos modos. De una parte, aumentó la admiración hacia sus padres al contemplar su actitud cristiana, que les permitió conservar la alegría y la serenidad; por otro lado, no acababa de entender la tranquilidad y la aparente pasividad paterna; la generosidad de renunciar a su patrimonio, y quedar en auténtica necesidad económica, que le obligaría a cambiar de ciudad.

Hacia 1967 ó 1968, un miembro del Opus Dei, con ocasión de sus trabajos de investigación en materias jurídicas, se encontró con la sentencia judicial por la que se había decretado la quiebra del negocio familiar de Barbastro. La estudió a fondo, a la luz de las leyes y de la jurisprudencia del momento, y llegó a la conclusión de que dejaba bastante que desear desde el punto de vista técnico y, además, admitía el recurso de apelación inmediata, que podía haber supuesto para don José Escrivá verse descargado de los graves deberes que asumió para no perjudicar económicamente a los acreedores.

Con motivo de un viaje a Roma, contó su hallazgo a Mons. Escrivá de Balaguer. Recuerdo que, no solamente no quiso extenderse en la conversación, sino que, además, sin dar mayor importancia, rogó que se destruyesen las copias de documentos -referentes al asunto- que ese hijo suyo había llevado.

Así me dio ejemplo de saber aceptar la Voluntad de Dios, aunque se haga cuesta arriba o se nos muestre a través de contradicciones. Me enseñó también a rehuir la curiosidad vana y a rechazar la autocomplacencia ante los sufrimientos injustos. No hizo posteriormente ningún otro comentario sobre esos sucesos.

Tampoco en esta ocasión salió de sus labios el más pequeño reproche hacia quienes provocaron la ruina familiar, ni hacia los juristas que intervinieron en la quiebra, ni contra las personas que les habían hecho el vacío cuando se encontraron en la más absoluta necesidad.

Sigue resultando necesario explicar algunas contrariedades que sufrió en el Seminario de Zaragoza, extremando la comprensión hacia sus protagonistas. Han sido ya descritas en libros publicados después de 1975. Pero siempre es posible añadir recuerdos personales.

Se hizo cargo, desde el primer momento, de los ambientes de donde procedían los seminaristas y entendió perfectamente que algunos, por la formación recibida, no estaban preparados para aceptar determinados comportamientos.

Es evidente que, de ordinario, todos tendemos hacia un cierto abandono; y, si no nos ayudan otras personas, los defectos se van agudizando. Entre los jóvenes es mayor la inclinación a la dejadez en la ropa, o en el orden de las habitaciones. En este aspecto, Josemaría aplicó criterios muy claros: se ocupaba, sin exageración, de su limpieza y aseo; del cuidado de la ropa y del vestido; del orden en su cuarto; de las buenas maneras en la conversación, en la comida y en las bromas; de la buena educación en la convivencia; de escuchar sin interrumpir; de exponer las opiniones sin herir, y de tener en cuenta las preferencias y el carácter de los demás.

Alguna vez, en conversaciones con Mons. del Portillo y conmigo, aludió a conflictos con dos compañeros, aunque quizá se tratase de una sola persona, porque Mons. Escrivá de Balaguer pasó sobre estos incidentes con rapidez, sin dejar mal a quien le había maltratado.

Un suceso fue provocado por un seminarista que, según los otros condiscípulos, se distinguía por su trato brusco, e incluso grosero. En la convivencia cotidiana, de una manera o de otra, procuraba zaherirle con su ironía. A tal punto debió de llegar la enervación de aquel hombre que, estando en La Seo, hizo unos comentarios gravemente ofensivos. Al intentar cortarle, respondió con golpes, acompañados de más insultos, y Josemaría tuvo que defenderse del ataque.

Por este motivo, fue llamado al orden y sufrió un castigo. Al evocar este sucedido, jamás echó la culpa al otro, ni juzgó nunca su comportamiento; aludía al incidente y puntualizaba que había aceptado el castigo, porque lo habían dispuesto así los Superiores. Ni entonces, ni luego, entró a considerar si se habían ponderado bien las razones de su reacción ante el trato de aquel seminarista.

El otro incidente lo protagonizó un condiscípulo que cuidaba poco su porte externo y su higiene: olía tremendamente a sudor y hacía ostentación de sus efluvios. En ocasiones se acercaba a Josemaría, repitiendo fanfarronamente y con tono de burla: "¡hay que oler a hombre!" No se conformó con esto, pues una vez, alzando el brazo y pasándole la axila por delante de la cara, repitió con más fuerza la consabida frase. Le contestó con reciedumbre -con dureza, precisaba- que nada tenía que ver la hombría con la suciedad. Todo debió quedarse en esa desairada postura, sin más trascendencia, porque los Superiores no aluden al suceso en ningún documento. Mons. Escrivá de Balaguer comentaba que estas manifestaciones bruscas y violentas de mala educación -nunca mencionó el nombre del compañero-, pueden encerrar un fondo de soberbia o de encubrimiento de los propios defectos.

Me da alegría referir algo que he sabido después de que el Fundador del Opus Dei fuese llamado a la presencia de Dios. Encontré una tarjeta de visita del seminarista que provocó el incidente en La Seo, en la que constaba también el lugar de trabajo, la capellanía de un hospital de la Cruz Roja en España. Aquel hombre había escrito pocas palabras debajo de su nombre: "Arrepentido y de la manera más sumisa e incondicional. Mea culpa". Mons. Escrivá de Balaguer me entregó aquella tarjeta cuando la recibió, sin añadir ningún comentario, para que se guardara con otros documentos. Después, con un gesto suyo muy habitual, apoyó la cabeza entre sus manos y se detuvo unos instantes con el rostro pensativo, manifestación externa de que se estaba dirigiendo al Señor. No me queda la menor duda de que, en aquel instante, rezó por esa persona. Pasados los años, pude confirmar que coincide con la que figuraba en el informe hecho por el Rector del Seminario, cuando procedió al castigo por la pelea en La Seo. El Fundador del Opus Dei jamás citó su nombre.

Debió de trascender aquel incidente más allá del ambiente de los Superiores y de los compañeros del Seminario, porque Mons. Escrivá de Balaguer, cuando aludía a este suceso, solía completarlo con otro episodio: tiempo después, en la Universidad Pontificia, en clase de Instituciones de Derecho Canónico, el profesor de la asignatura, don Elías Ger, aprovechó para contar una historieta.

Se refería a un campesino, que compraba canela en rama, y la elaboraba en un molino de su propiedad. Las piedras del molino provenían de Alemania. Cuando se gastaron, pidió otras a la fábrica, pero no le llegaba el recambio. Ante esa emergencia, pensó en una solución apropiada: se dirigió al río, tomó unos cantos rodados de pedernal, y los acopló, en sustitución de las piezas averiadas. Al poco tiempo, los cantos se ensamblaron debidamente y el molino volvió a funcionar. El profesor sacó un corolario de la historia: así conduce el Señor a las almas, cuando quiere quitarles algunas aristas, o acelerar su entrega y abandono a la Voluntad divina. Luego se dirigió a él, para decirle: "¿me entiendes, Josemaría?"

No tomó a mal esta alusión. Al contrario, la guardó como un tesoro, pues caló en su alma lo que predicaría tiempo después, con frase muy gráfica: ¿a mí, quién me va a santificar, el preste Juan de las Indias, con quien no convivo, con quien nunca estaré? Me tienen que santificar las personas que están a mi alrededor, porque he de esforzarme para acomodarme a su modo de ser, y he de procurar servirles, y atenderles, también con la corrección fraterna.

Ya en Madrid, y tras la fundación del Opus Dei, sufrió serios agobios económicos. Pero, cuando Mons. Escrivá de Balaguer evocaba esa época, más bien subrayaba la falta de perseverancia de las personas que se acercaban a la Obra en los comienzos.

No le asustó jamás la falta de medios para realizar la tarea que el Señor le había encomendado. Repetía que, para los que esperamos en Él, no existe el "no", porque Él lo puede todo y, por lo tanto, su Voluntad se cumplirá, a pesar de los obstáculos y a pesar de nuestra propia personal fragilidad y de nuestras propias personales limitaciones.

Aludiendo a aquellos años, cuando tantos que se le acercaban parecían dispuestos a seguir el nuevo camino, comentaba que hubo de sufrir no poco, pues una buena parte desaparecía sin dar señales de vida: se me escapaban de las manos como se escapan las anguilas, que no hay manera de retenerlas. No por esto se desanimó. Continuó su trabajo con fe, con esperanza y con verdadero amor, bien convencido de que la Obra tenía que salir adelante porque era Voluntad de Dios. Golpeaba en su alma la certeza de que el Cielo estaba empeñado en realizarla.

Aquellos primeros momentos no fueron fáciles. Efectivamente, muchos de los que se le acercaban se sentían atraídos por el panorama que les abría, pero, al cabo del tiempo, se marchaban o dejaban de frecuentar los medios de formación. Nos ha confiado muchísimas veces que buscaba en su propia persona la causa de las deserciones, como si no se hubiese dedicado con todas las energías a la atención de esas almas. Por eso, hacía grandes mortificaciones y penitencias corporales, en desagravio por el desamor que hubiera podido haber en aquellas personas y por lo que de su parte -como pastor- no hubiera puesto para atenderles.

Todo esto sucedía, además, en circunstancias históricas muy difíciles, que desembocarían en la guerra civil de 1936.

No pocas humillaciones y malos tratos sufrió el Fundador del Opus Dei -pedradas, insultos, groserías-, que soportaba con humildad. Si era preciso, reaccionaba con fortaleza para defender la doctrina y los derechos de la Iglesia. En aquellos años en los que ser católico era un riesgo, especialmente entre personas sin apenas formación, no dejó de organizar las catequesis en los barrios pobres, y de asistir a los internados en los hospitales de Madrid. Como consecuencia, germinaban vocaciones entre los que le acompañaban, y también entre los propios enfermos.

Le dolían los odios que iban creciendo en la sociedad, pero no dejaba de repetir a los que le rodeaban que no podían quedarse en lamentos, ni tener miedo a demostrarse católicos: es la hora de trabajar, subrayaba también entonces, como ante otras dificultades.

Cuando se radicalizaron las posturas y estalló la guerra civil, se opuso, como es lógico, a las violaciones de los derechos de la Iglesia y de los ciudadanos. Aunque en uno y otro bando se mezclasen posiciones sectarias, y se cometiesen arbitrariedades, era evidente que, en lo que se llamaba la España republicana, se había asumido una postura de fobia visceral contra todo lo que significaba el catolicismo, hasta el punto de que bastaba que una persona fuese conocida como sacerdote, o simplemente como católico, para que procediesen a su arresto y, tras un juicio sumario -o sin juicio de ningún tipo-, a su fusilamiento.

Me han referido don Álvaro del Portillo y otros miembros del Opus Dei, que jamás le escucharon una palabra de rencor, ni de resentimiento hacia los perseguidores o las autoridades que, al menos con su connivencia, habían permitido esa auténtica persecución. Por mi parte, le he oído en más de una ocasión aludir a esa época, pero sin juzgar nunca a los responsables de aquellas injusticias.

Sufría en el fondo del alma por el flagelo de la guerra y rezaba constantemente por la paz del país. Para el Opus Dei y sus miembros, con el Fundador a la cabeza, supuso un auténtico quebranto en cuanto a la organización externa del trabajo. De todos modos, se ocupaba de que sus hijos recibieran la necesaria atención espiritual. Fueron tiempos de crecer para adentro, en los que alcanzaron una honda madurez, que les preparó para la extensión de la labor apostólica.

Aunque acaba de mencionarlo, vale la pena reiterar la actitud de fondo de Mons. Escrivá de Balaguer, pues se siguen repitiendo periódicamente interpretaciones gratuitas del punto 311 de Camino.

Con ocasión de las distintas injusticias y violencias infligidas al Opus Dei, al clero, a Institutos religiosos y a la población en general, manifestó su espíritu de desagravio por la ofensa que se hacía al Señor, y perdonó a los que cometían esos atropellos.

Ya en 1939, contribuyó a la pacificación entre los distintos sectores que había en España, y cuyas diferencias se agudizaron más con el estallido de la guerra mundial. Luchó con fortaleza para deshacer rencores mutuos, desconfianzas y animosidades. Resultaba evidente a todo el mundo su sentido católico universal, y su trato siempre caritativo y lleno de idéntico afecto humano hacia personas con posiciones o enfoques opuestos en su modo de trabajar o de pensar.

Enseñó a practicar a sus hijos, dejándoles entera libertad en las cuestiones temporales, el empeño en no discriminar y en no marginar a nadie. Predicó -con la palabra y con las obras- que los católicos tenemos que ser elementos de unidad: intransigentes en la doctrina de la fe, pero santamente transigentes con las personas. Repetía que solamente a través de una profunda amistad, sabiendo escuchar y hablar sin herir, se puede llegar a que la gente se acerque a Dios.

Recordaba el Fundador de la Obra un suceso, que muestra su actitud sacerdotal abierta y su respeto incondicionado de la libertad de los demás. Hacia el año 1941, acudía al Seminario de Madrid, para confesarse con don José María García Lahiguera. Para no perder tiempo, a veces hacía el trayecto en taxi, pues quedaba lejos y no estaba bien comunicado por transportes públicos. Ese día, hablando con el taxista, le dijo que lamentaba mucho la guerra que había padecido España, porque se podía vivir como hermanos y respetarse, aunque se defendiesen opiniones distintas. Le explicaba que era innecesario recurrir a esos procedimientos tan atroces, que reflejan un odio satánico entre hermanos. Además, continuaba, lo razonable es dar cada uno su parecer: -Por ejemplo, si usted en una materia concreta piensa distinto de lo que yo considero que es la verdad, hablamos; y, si usted me convence, yo me paso a su opinión; si yo le convenzo, usted se pasa a mi opinión. Si no nos convencemos, seguimos pensando cada uno lo que queremos, pero vivimos en santa paz, respetándonos como hermanos y queriéndonos. El taxista escuchó en silencio y, al llegar al destino, le preguntó: -"Padre, ¿usted se encontraba en Madrid durante la guerra, cuando estaba ocupado por las fuerzas republicanas?". Sorprendido, contestó: -Sí. Y aquel hombre, repuso: "-¡Lástima que no le hayan matado!". El Fundador del Opus Dei le perdonó y, para que viese que no le guardaba ningún rencor, sacó el dinero que llevaba en el bolsillo, se lo entregó, y le dijo: -¿Tiene usted hijos? Ante la contestación afirmativa del taxista, añadió: -Quédese con el resto, para comprarles unos dulces.

En los círculos en los que podía actuar, el Fundador insistía en que era necesario amar la paz y poner los medios para que se viviese la concordia entre los pueblos. Rogaba a los miembros del Opus Dei y a sus amigos, que encomendasen a Dios, a través de la Virgen, la llegada de la paz y que dejasen de tener influencia las ideologías nazi y comunista.

Como había un cierto riesgo de que España entrase también en el conflicto, rezó e hizo rezar muchísimo a todos para que se evitase ese mal paso. Viendo el peligro de una nueva dispersión de los miembros del Opus Dei, tras la causada por la guerra española, se encaraba a diario con Dios para que no permitiera otro retraso en la marcha apostólica de la Obra, y le dejase consolidar los fundamentos que el Señor mismo había puesto trayendo las primeras personas al Opus Dei y otras numerosas que iban llegando.

Por eso, ante las amenazas de una nueva dispersión, quiso que todos sus hijos e hijas rezasen en las Preces de la Obra, llenos de fe, la oración: Dominus illuminatio mea et salus mea, quem timebo? Si consistant adversum me castra, non timebit cor meum; si exsurgat adversum me proelium, in hoc ego sperabo ["El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién puedo temer? Si acampan contra mí ejércitos, no temerá mi corazón; si se alzan duros combates contra mí, en Él pondré mi esperanza": Salmo 26,1.3].

Ha comentado más arriba que el Fundador del Opus Dei veía la mano de Dios en todo y que, ante los sucesos externamente negativos, solía repetir Dios sabe más, o bien: Omnia in bonum! Así era también cuando las dificultades se referían a su persona.

He visto momentos en los que padeció auténticas incomprensiones, y jamás perdió la paz o el buen humor, no alteró su plan de vida o sus trabajos, ni disminuyó su vibración apostólica en servicio de la Iglesia. En 1970, sufrió una gran contradicción por parte de gente buena. Nos comentaba a Mons. Álvaro del Portillo y a mí cuál era su reacción: en esta última temporada estoy recibiendo una purificación muy dura, que el Señor permite. Pero no me importa lo que digan de mí aquí, en Roma, y en ningún otro sitio. Me importa sacar adelante las almas que tengo confiadas. Hay que saber llevar todo con paciencia, ¡con paciencia y sin hacer tragedias!

Hacia los años setenta, comenzó a circular en Roma el bulo de que se estaba muriendo, internado en una clínica psiquiátrica. Vi su reacción cargada de amor a Dios y a las personas que habían lanzado ese vulgar y penoso infundio. Nos comentaba: ¿morir?, ¡qué comodidad! Todavía, con la gracia de Dios y mientras Él me deje en la tierra, tengo que dar mucha guerra para extender esta bendita semilla del Opus Dei, en servicio de la Iglesia y de las almas. Dicen que estoy internado en una clínica psiquiátrica, para locos. Desde luego, tienen razón, estoy loco de amor de Dios, y le pido al Señor que me aumente esta locura. Para Mons. Escrivá de Balaguer, esa insidia, que circuló abundantemente en distintos ambientes eclesiásticos y civiles romanos hasta traspasar las fronteras y llegar a otros países, no pasó de ser una anécdota, en la que vio también la permisión de la Providencia para que estuviese más desprendido de su yo.

Con buen humor, expresó en diversos momentos que se veía delante de Dios como un pobre pirulero, o como cuatro huesos ya sin fuerza física, lleno de costras y miserias, como un personaje bien feíllo. Pero, al mismo tiempo, ¡qué me importa todo esto si sé que Dios me quiere, si sé que Dios me espera, si sé que Dios se sirve de mí tal y como soy, y no desea darme nada más aquí en la tierra. ¡Soy feliz, porque así me quiere Él!

Cuando me lamentaba de algo en su presencia, solía hacerme esta consideración: ¿cuánto hemos rezado por esta tarea concreta?; ¿cómo ha sido nuestra oración?; ¿ha estado llena de fe?; ¿ha sido perseverante?; ¿ha sido para buscar única y exclusivamente la gloria de Dios? Si impulsaba a todos a ser hombres de oración, su acento era más incisivo cuando hablaba con quienes tenían gobierno de almas. Nos pedía que pusiéramos ante el Señor los temas que nos ocupaban, porque así nos daríamos cuenta de que muchas dificultades se disipan, ya que -situándonos en la realidad de la medida sobrenatural- vemos lo más conveniente con la luz de Dios. Nos ponía la comparación de una persona pegada a un muro de un metro setenta: aquella barrera le parece insuperable; pero, si se aleja un poco, comprueba que con el impulso de una carrerilla se salta fácilmente: así, sucede con las actividades llevadas a la oración y vistas con la dimensión de Dios. Se comprende que todas las dificultades se pueden saltar y se pueden superar con el impulso y la fortaleza del Señor, que es el dueño de todo.

Y, en este contexto, se entiende el optimismo que infundía a su alrededor, por duros que fueran los obstáculos.

Compendiaba su vida en el Opus Dei como la historia de las misericordias del Señor. En una ocasión, lo sintetizaba con palabras llenas de agradecimiento a Dios: en la Obra ha habido, en todo momento, trabajo, amor, lágrimas, esfuerzo, y, siempre, alegría.

Por esto, exigía que le informáramos de los problemas, aunque fuesen muy graves. Remachaba con firmeza el deber de conocerlos, aunque tenga que sufrir. Y reprendía con fuerza si alguno, por un falso cariño, pretendía ahorrarle un dolor: nos explicaba que no debía escurrir el hombro, sino, a pesar de su debilidad personal, esforzarse en atender esas cargas con alegría; y que Dios no deja de iluminar con su luz a través de los que ha escogido como pastores.

Comentaba que no hay rosas sin espinas y que, para llevárselas, muchas veces es inevitable pincharse. En 1956, nos había aconsejado: los caminos de Dios no están llenos exclusivamente de rosas; también hay espinas, que se convierten en rosas cuando nos ponemos en la presencia de Dios. Nos puede costar aquello que nos pide, pero basta decir: Señor, Tú lo quieres, yo también lo quiero. ¡Y el dolor se convierte siempre en gozo, porque es el modo con que en ese momento quiere tratarnos Nuestro Señor! En agosto de 1961, en momentos de dolor y de contradicción, nos resumía: hay que sacar de todas las vicisitudes del camino, también de las espinas, el buen sabor de Dios, que nos hace percibir el olor y la fragancia de lo sobrenatural a través de esos sucesos que quizá no entendemos.

En agosto de 1972, sintetizaba así la razón de su esperanza: hemos de vivir con entrega, del todo, amando al Señor con todas nuestras fuerzas y sabiendo que no faltarán sacrificios y dificultades en nuestra tarea. Pero os aseguro que si vivimos así, seremos muy felices: felices de vivir de Dios y para Dios. Nunca perdamos de vista, por tanto, las razones sobrenaturales; porque las razones sobrenaturales son las más tangibles, y las verdaderamente válidas.