3. Viaje a Sudamérica (1974)

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

El avión que había tomado el Padre en Madrid la mañana del miércoles, 22 de mayo de 1974, aterrizó en Río de Janeiro por la tarde. Parados los motores subieron al aparato varios miembros de la Obra. ¡Pax, baturro!, ¡te has salido con la tuya! Éste fue el primer saludo del Padre a Javier de Ayala, el Consiliario, que era aragonés.

Cumplidas las formalidades de desembarco, subieron a otro avión. Anochecía bruscamente. Después de una hora larga de vuelo llegaron a São Paulo. En el aeropuerto le esperaba un buen grupo de hijos suyos. Eran las nueve de la noche cuando el Padre entró en el oratorio de Sumaré, sede de la Comisión Regional, a saludar al Señor y depositar junto al Sagrario una camelia roja que una hija suya le había dado en el aeropuerto.

El día siguiente era la fiesta de la Ascensión. Por la mañana tuvo el Padre sus dos primeras tertulias con las de la Asesoría y con las de la Administración. De entrada propuso a sus hijas que el fruto que sacasen del mes de mayo fuese éste: A Jesús, por María con José |# 92|.

Al mediodía el Padre había estado ya con tres grupos diversos de personas. Y a quienes trataban de protegerle de la fatiga del largo viaje del día anterior, medio en broma medio en serio les replicaba que no había ido al Brasil a descansar sino a trabajar. Si no me dais trabajo, me marcho |# 93|, les decía. Se organizó enseguida otra tertulia, a las seis de la tarde, con los del Centro de Estudios, que vivían en una casa al lado de la Comisión. Empezó diciéndoles que su presencia allí era providencial, aunque también el Consiliario se había salido con la suya, después de varios años de rogar que el Padre se pasase por el Brasil:

¡Me ha traído! ¡Me ha traído! Y yo le estoy tan agradecido... Pero no has sido tú —le advertía—. Dios se ha servido de ti. Ha sido Dios el que me ha traído para que os vea, porque es una alegría inmensa ver vuestra mirada, vuestras caras, el afán de portaros bien, de luchar |# 94|.

El Padre, que, como queda dicho, se había mostrado de ánimo desganado antes del viaje, en pocas horas dio un cambiazo. Primero reflexionó sobre la fascinante aventura en que se había metido. (Nada más salir del avión y pisar tierra brasileña se decía en voz baja: Necesito toda la fe humana para creer que estoy en el Brasil |# 95|). Después, a los primeros encuentros con sus hijas a la mañana siguiente de su llegada, el Padre era muy otro. Estaba totalmente repuesto y su corazón desbordaba de afecto y atenciones a sus hijas.

Y por la tarde, con sus hijos del Centro de Estudios, se le notaba plenamente rejuvenecido, en gustosa actividad, dispuesto a contarles sus primeras impresiones del Brasil:

Cuando veo todo lo que me rodea, cuando os veo a vosotros, me siento muy contento y doy muchas gracias a Dios. ¡Estoy descansando tanto entre vosotros!... Hace sólo unas horas que estoy en el Brasil, y ya estoy enamorado de este país |# 96|.

El Padre les hablaba de vocación cristiana, de lucha ascética, de sinceridad. Y ellos le preguntaban como si le conocieran de toda la vida. Hasta de lo que iba a cenar se enteraron: verdura sin sal y sin aceite, una tortillita de un huevo, y después media fruta de postre.

Les dio la bendición. Les animó a que se multiplicasen por muchos. Y les confesó que el cuerpo le estaba pidiendo pelea. Tan era así que el viernes, 24 de mayo, reunido en tertulia con sus hijas en Casa Nova, sede de la Asesoría Regional, comenzó también hablándoles del Brasil, que es una maravilla, un continente. Efectivamente, las que allí estaban representaban muchas razas y países. Desde los rasgos japoneses de media docena de hijas suyas nissei, hasta la tez africana, pasando por nórdicas, orientales y latinas. La mayoría era la primera vez que veían al Padre. Le escuchaban embelesadas, pendientes de sus labios:

El Señor está contento de las hijas mías del Brasil. Pero quiere más. Se ha enamorado de vosotras y no se conforma con que le deis una partecita. ¡Quiere todo vuestro ser! Y de esta manera, Él prenderá el fuego del amor, y no sólo en el Brasil, sino lejos: desde el Brasil... En el Brasil y desde el Brasil. ¿Se entiende? [...]. Desde este continente habéis de ir a los otros. ¡Toda Asia! ¡Toda África! Que han venido aquí, contra su voluntad, tantos africanos. Yo le pido al Señor que nos traiga muchas africanas |# 97|.

No había ido al Brasil con intención de enseñar sino de aprender, les repetía. Estaba, esos primeros días, con los ojos y el corazón abiertos de par en par |# 98|, para que tuviese entrada libre en su pecho todo lo bueno que veía. Al tercer día de su estancia, sábado 25 de mayo por la mañana, se había reunido en el auditorio del Centro de Estudios un inmenso grupo de personas que colaboraban en los apostolados de la Obra. Llevo cuarenta y ocho horas y ya he aprendido mucho |# 99|, les aseguraba. Había descubierto almas encendidas, gente que valía un tesoro delante de Dios, familias que recibían los hijos como un don del Cielo, sin cegar las fuentes de la vida:

¡El Brasil! Lo primero que he visto —les decía— es una madre grande, hermosa, fecunda, tierna, que abre los brazos a todos sin distinción de lenguas, de razas, de naciones, y a todos los llama hijos. ¡Gran cosa el Brasil! Después he visto que os tratáis de una manera fraterna, y me he emocionado |# 100|.

Era feliz imaginando lo mucho que se podía hacer, y se haría, en el Brasil y desde el Brasil. Empezarían pegándole fuego al país. Como una hoguera de amor haría arder sus bosques. Un bosque en llamas es algo pavoroso, imponente, devastador. Pues así, con la ayuda de Dios, se extendería el Opus Dei por todo el Brasil y luego, desde esa plataforma maravillosa, saltaría el amor de Dios a otros continentes. Quitaremos el paganismo del mundo: sobre todo en el Brasil y desde el Brasil |# 101|, insistía el Fundador. (A poco de llegar a Sumaré había escrito en el diario del Centro dos palabras: ut eatis |# 102|. Cuando alguien le preguntó por su significado, la respuesta del Padre fue breve: Os necesitan en Japón y en África. Por eso os he escrito ut eatis! |# 103|, para que vayáis).

Un día, de tertulia con sus hijos mayores en la sala de estar del Centro de la Comisión, alguien le pidió que les bendijera. Estaban de rodillas, esperando la bendición acostumbrada, cuando el Padre, henchido de celo, sintió dentro de sí la grandeza apostólica de la misión encomendada a sus hijos. Hizo sobre ellos el signo de la Cruz y, como un antiguo profeta y patriarca, pronunció, lentas y espaciadas, estas palabras:

Que os multipliquéis:

como las arenas de vuestras playas,

como los árboles de vuestras montañas,

como las flores de vuestros campos,

como los granos aromáticos de vuestro café. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo |# 104|.

Pero, como Fundador, no era el suyo solamente un espíritu patriarcal. ¿Sabéis que me habéis costado mucho vosotras, hijas mías? Más que los hombres. ¿Sabéis que alguna vez me habéis hecho llorar, cuando era joven? |# 105|. Esto les decía reunido con sus hijas mayores en Casa do Moinho, el 27 de mayo, después de consagrar allí un altar. Y les repetía, con la emoción intacta de quien narra por vez primera, lo que había dicho infinidad de veces: que no tenían Fundadora, que su Fundadora era la Virgen, que él había sido elegido por Dios para traerlas al mundo de la Iglesia con dolores de parto, según palabras de san Pablo, y que las quería con corazón de padre y de madre. Quizá creyeron entonces que el Padre iba a ensalzar la ternura de sentimientos de la mujer; pero no, cantaba su temple espiritual:

Me gusta mucho llamaros mujeres, porque el Señor a su Madre, desde la Cruz, la llama mujer. Una mujer tiene más valentía y más voluntad que un hombre. Y sois más tozudas. Una mujer tiene un corazón... ¿creéis que iba a decir más delicado y más fino que un hombre? No, no. Lo tenéis más duro. Tenéis un corazón muy grande, materno. Tenéis corazón de madre que ama la virtud de la Santa Pureza, y esta maternidad espiritual. Lo sé porque yo también tengo corazón de madre: me lo ha dado Nuestro Señor. Pero en el apostolado habéis de hacer todo lo que hacen los hombres y, además, habéis de hacer el apostolado de los apostolados, que es la Administración.

Si la Administración no funciona bien, se nos hunde todo. Para mí, lo capital en la Obra es la Administración |# 106|.

Dos semanas estuvo el Padre en Brasil. Prácticamente, todas las horas de su jornada las pasaba con sus hijas e hijos, en cátedra abierta, repasando la historia de la Obra, dándoles doctrina y contestando a sus preguntas. A diario se entrevistaba con familias de supernumerarios, de amigos o cooperadores. Las tertulias numerosas, unas cuarenta, tuvieron lugar en el auditorio del Centro de Estudios, en la casa de retiros de Aroeira, en el Palacio de Convenciones de Parque Anhembi y en el Auditorio Mauá, con capacidad para dos mil quinientas personas. Los auditorios resultaron insuficientes. Cuatro mil personas abarrotaron el salón de Anhembi. El idioma no fue obstáculo para conversar. Les hablaba en español y le preguntaban en portugués. Se entendían hasta por los gestos y por la vibración espiritual que el Padre ponía en sus palabras.

El 28 de mayo fue en helicóptero hasta el santuario de la patrona del Brasil, Nuestra Señora Aparecida, donde centenares de personas le acompañaron en el rezo del rosario.

En vísperas de su partida, a última hora de la tarde del 6 de junio, el Padre no sabía ni quería despedirse de sus hijos. Se disculpaba con razones espirituales:

Ya sabéis que no me voy; me quedo aquí... Además, en el Opus Dei no nos separamos nunca, no nos decimos adiós, ni hasta luego, porque estamos siempre consummati in unum [...]. ¡Os quiero con toda el alma! ¡Me habéis hecho muy feliz! Rezad por mí. Yo me iré con el Señor antes que vosotros. A algunos os volveré a ver en la tierra, a otros en el Cielo...

(Se hacía dura la despedida y alguien gritó: ¡No, Padre!)

Sí, hijo; por ley natural, me iré antes que vosotros... Rezad por mí... Os digo lo que dijeron al Señor los dos discípulos de Emaús: ¡se hace de noche! ¡Hemos de aprovechar el tiempo terreno! ¡Ayudadme a aprovecharlo! |# 107|.

* * *

El viernes, 7 de junio de 1974, llegaba el Padre al aeropuerto de Ezeiza, procedente del Brasil. El cielo estaba límpido y refulgente. El viento había despejado los nubarrones de días antes. Ahora brillaba el sol. El tiempo era seco y frío. De camino hacia La Chacra, la casa de retiros en que iba a residir durante su estancia en Argentina, el Padre preguntaba por todo lo que le llamaba la atención. Pedía datos a los que le acompañaban en el coche. Se informaba y reconstruía mentalmente la imagen del país y de las gentes. Al entrar en La Chacra fue directamente al oratorio, a saludar al Señor. Después pasó a la zona de la Administración a saludar a sus hijas, como siempre solía hacer. Le bastaron unas palabras, y echar una mirada alrededor, para ver la limpieza y el orden que reinaba allí hasta en las cosas más pequeñas y apreciar, de inmediato, el amor de Dios que traslucía.

A las veinticuatro horas de su llegada ya había tenido varias largas tertulias con sus hijas y con sus hijos. Muy pronto se percató de las dimensiones del trabajo apostólico que estaban impulsando en Argentina. Yo sabía que la labor crecía estupendamente —les confesó—, pero no pensaba que tanto. Doy las gracias a Dios Nuestro Señor. Ahora no necesito fe. Me basta veros |# 108|. Desde el primer día, por las bromas, se echaba de ver lo muy contento que estaba el Padre de que le hubiesen sacado a contemplar el mundo a la otra banda del Atlántico. Sus dos Custodes corrían cariñosamente la broma en medio de las tertulias:

— Y pensar que el Padre salió de Roma, creyendo que volvía a la semana, decía don Javier.

— Siempre hacen lo mismo, me manejan, comentaba el Padre suscitando una risa general.

— «Estaba todo previsto», añadía con una sonrisa cómplice don Álvaro.

— ¡Increíble! Yo he salido de Roma..., y no sabía que me traerían aquí. Estos dos me engañaron... ¡Y yo estoy muy contento de que me hayan engañado! ¡Estoy muy feliz! |# 109|.

En la primera página del Diario de la visita de nuestro Padre a la Argentina, rememoró aquel rosario de jaculatorias que en tantas y tan diversas ocasiones había recitado, como para dar a entender que se ponía al rendido servicio de la amorosa Voluntad divina. Su estancia en esas tierras sería un providencial empujón para las obras de apostolado y para la formación de sus hijas y de sus hijos; y escribió:

Fiat, adimpleatur, laudetur et in aeternum superexaltetur iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia. Amen. Amen. — La Chacra, 7-6-1974. Mariano

Es suficiente repasar, no las largas tiradas y descripciones del diario sino algunos breves incisos, para imaginarnos cómo funcionaban las mentes y lo que pasaba por los corazones al lado del Padre, escuchándole: «Y nos reímos, y otras veces caen en silencio algunas lágrimas..., y tenemos la impresión clarísima de que el Señor está en medio de nosotros» |# 110|. O bien, esta otra consideración: «¡Cómo se nota que allí donde está el Padre, se encuentra el corazón de la Obra!» |# 111|.

El martes, 11 de junio, a las diez de la mañana, salió en coche para Buenos Aires, que veía por vez primera. A las once tuvo una entrevista con el Cardenal Antonio Caggiano en el Arzobispado. Conversaron sobre la dolorosa situación de la Iglesia. El Padre salió conmovido de la visita, por las muestras de afecto del Cardenal. Recorrió luego la zona céntrica de la ciudad y, acompañado de sus hijos dio una larga caminata por el Parque Palermo. Después de comer, tuvo una inolvidable tertulia con los directores regionales y algunos sacerdotes.

¿Tenían impaciencia por hacer cosas? El Padre les trazaría un programa de ambiciosos proyectos. No iba a repetir, como por sistema, lo mismo en todas partes; pero sí debía decirles lo señalado a los del Brasil: ¡En Argentina y desde Argentina! Esta tierra tiene que dar gente. Y continuaba: Al celo de mis hijos de Argentina le brindo el mundo entero. ¡Además de Argentina, que no es poco! |# 112|. Soñaba cara al futuro, y no quería que sus hijos se quedasen cortos.

Aquellos ratos de tertulia en La Chacra, en la intimidad familiar, los consideraba el Padre un regalo del Cielo. Les estaba transmitiendo el espíritu del Opus Dei. Al revés que sus hijos, soñaba para atrás, con sueños realizados y promesas cumplidas. Lo que para él eran recuerdos vivos, para sus hijas e hijos era historia presente:

¡Estoy tan contento! ¿Vosotros pensáis lo que es tener veintiséis años, la gracia de Dios, buen humor, y nada más; y unas campanas que se oyen, y el querer de Dios, con todo aquello que era un imposible, sin ningún medio humano; y ponerse a soñar, y después verlo realizado en todo el mundo? |# 113|.

Otro día, también en La Chacra, le escuchaban atentamente hablar de los años de los "barruntos", en que incesantemente repetía la jaculatoria Domina, ut sit! A veces creo —confiaba a sus hijos— que todo es sueño..., todo sueño... ¡Ay, Dios mío! ¿Me habré inventado yo algo, Dios mío? ¿Es todo sueño?... ¡Se sufre! |# 114|.

No era un sueño. Esa jaculatoria —como ya sabemos— la grabó, en 1924, en una imagen de la Virgen del Pilar, que se encontró muchos años más tarde. Alegría le daba al Padre contarles esta anécdota acerca de su oración: ¡Señora, que sea! ¡Que sea...!: esto que yo no sé qué es. ¿Y qué era? Erais vosotros, hijos míos..., y ellas |# 115|.

El Padre pasó tres semanas en La Chacra, del 7 al 28 de junio. Por esa casa de retiros, en los terrenos de una antigua estancia porteña, desfilaron centenares de hijas e hijos suyos. La sala de estar se llenaba y se vaciaba a diario con gente de la Obra, cooperadores y amigos, sacerdotes o seglares. Visitó además el Padre los Centros de Buenos Aires, clubs, residencias de estudiantes y otras obras corporativas. Entre los asistentes a esas tertulias había personas de todas las edades, jóvenes y menos jóvenes, padres y madres de familia. Algunos venían de ciudades argentinas, o de Uruguay o Paraguay. Consagró varios altares. Entre ellos el de la Administración de La Chacra, en cuya acta se leía:

«Mientras hacía esta consagración pedía fervientemente al Señor, que hizo a su Esclava Reina y Madre, que haga uso de su gran misericordia con las hijas suyas que aquí trabajan» |# 116|.

El miércoles 12 de junio fue en romería al Santuario de Nuestra Señora de Luján, Patrona de Argentina, Uruguay y Paraguay, a unas dos horas por coche del centro de Buenos Aires. Se corrió la voz y cuando llegó el Padre a la explanada había una gran muchedumbre esperándole, para rezar con él un rosario a la Virgen.

Por entonces se preparaban las grandes tertulias, a las que asistiría el público en general: familias y amigos de los miembros de la Obra y otras muchas personas que poco sabían del Opus Dei. Las gestiones para conseguir los locales no fueron nada fáciles. En el Centro de Congresos General San Martín consiguieron milagrosamente dos fechas: el 15 y el 16 de junio. Se buscaron recintos de gran aforo. El del Colegio de Escribanos, céntrico y bien instalado, se dispuso para los días 18 y 21, que eran jornadas de trabajo. (Los hechos demostrarían que la cabida de estas dos salas resultó insuficiente). Otro de los locales que decidieron alquilar fue el Teatro Coliseo. Pídanlo si se les antoja, acaso lo consigan —les dijo un entendido—, pero no lo llenan. Su amplio escenario tenía por fondo una inmensa platea, coronada por tres pisos de galería en forma de herradura. Los días 23 y 26 estaba a rebosar, superaban el aforo y pasaban de cinco mil los asistentes. Gracias a Dios, de esas tertulias quedaron muchos rollos de película, una espléndida colección de documentos filmados de la catequesis del Padre en América, comenzando con algunas reuniones en Brasil.

Solía hacer el Padre la apertura del acto con unas palabras cordiales o un breve comentario religioso. Era el preludio a la conversación. Inmediatamente surgían las preguntas entre los asistentes. Los micrófonos y un sistema de luces rojas repartidas por la sala indicaban dónde estaba la persona que quería hablar. No se ponía coto a las intervenciones, aunque sí se respetaba la prioridad de quien se hacía con el micrófono. De manera que el Padre era blanco de lo fortuito. No podía hurtarse a las preguntas y contestaba como Dios le daba a entender. Y era evidente que le soplaba el Espíritu Santo, porque sus palabras dejaban paz y alegría en el alma de quienes buscaban solución a sus penas.

Por lo común, los temas que se trataban eran la familia y la educación de los hijos, la vida de piedad, la claridad de ideas en medio del confusionismo doctrinal, la tarea apostólica, la confesión... En las tertulias generales las preguntas eran más heterogéneas y las historias personales no siempre color de rosa. De vez en cuando, perdida entre la muchedumbre, se oía una voz que pedía socorro. El domingo, 23 de junio, en el Teatro Coliseo una mujer consiguió hacerse con el micrófono. Había perdido un hijo. Pertenecía a la Obra y quería que el Padre explicase a todos con qué paz y alegría se lleva el dolor en el Opus Dei, cuando el Señor lo pide. Les habló el Padre de que Dios no es un tirano ni se porta como un cazador, apostado para pegar un tiro de muerte a la pieza. Dios se lleva a los seres queridos para que gocen de su gloria y de su Amor. Siguió consolando a aquella mujer, pero al darse cuenta de que la emoción prendía en la sala, buscó otra pregunta. Se encendió una luz roja al fondo del teatro y se oyó la voz de una anciana, que trataba de leer un papel, y no acertaba:

— «Padre, le pido a Jesús que haga el milagro de Naím». Se hizo un gran silencio en la multitud, porque aquella mujer, con voz ahogada, rompió a llorar. Entonces el Padre acudió en su ayuda, mientras corría por la sala un escalofrío de expectación.

— Dime, dime y con calma. Su vecina de asiento cogió el papel y el micrófono y leyó:

— «Le estoy pidiendo a Jesús que repita el milagro de Naím. Soy viuda, y tengo un hijo único que me ha dado la alegría más grande de mi vida cuando se ordenó sacerdote, y la pena más grande también, porque le veo ir muy mal ahora. Quisiera pedirle que usted encomiende la fidelidad para él y la fortaleza para que yo pueda ayudarle».

— Hija, sí; quiérelo más. Quiere mucho a tu hijo. Quizá es que no rezamos bastante... Tú sí rezas mucho; yo rezaré más. Los que rezamos somos pocos, y rezamos poco; y hemos de rogar mucho por los sacerdotes, ¡por todos los sacerdotes! Tu hijo saldrá adelante; será un gran apóstol. Reza, pide. Ya eres escuchada; pero el Señor quiere que reces más. Mi oración se une a la tuya; y estoy seguro de que los corazones de éstos, de todos éstos, desde allá arriba hasta el último, están removidos con el mismo deseo de pedir al Señor que tu hijo sea un santo; y lo será.

Es que hay como una especie de enfermedad. Tú has puesto en tu hijo, con la gracia del Señor, el germen de la vocación en el alma. Sigue pidiendo que esa semilla no sea infructífera. Lo verás echar ramas, flores y frutos de nuevo. Quédate tranquila, hija mía. ¡Todos contigo, y con tu hijo, que merece cariño y comprensión! Es una enfermedad que hay por ahí. Vamos a pedir al Señor por los sacerdotes, por la santidad de los sacerdotes. Eres una mamá valiente. ¡Que Dios te bendiga! ¡El Señor te escucha! ¡Tranquila! |# 117|.

Para el Padre el asunto no quedó en una simple promesa de oraciones. La petición de aquella madre la llevó clavada en el alma. Y, «en el viaje de regreso a La Chacra —se lee en el diario—, el Padre volvió más callado que lo habitual: se le veía rezar y, de tanto en tanto, decía a don Emilio (el Consiliario) que se intentara ayudar a ese sacerdote que no anda bien. Se veía muy claramente cómo le duele esto al Padre» |# 118|.

El 26 de junio, en el Coliseo, tuvo lugar la última de las grandes tertulias. Uno de los temas largamente tratados por el Padre fue el de la Comunión de los Santos, gracias a la cual podemos tener aquí —les aclaraba— esta conversación tan afectuosa. Hermanos vuestros están rezando en todo el mundo:

Formamos una gran Comunión de los Santos: nos están enviando a raudales la sangre arterial y llena de oxígeno, pura, limpia: por eso podemos conversar así, por eso estamos a gusto |# 119|.

Veía brillar en la mirada de todos una petición: Padre, quédese.

Hijos míos, gracias, gracias a Dios, gracias a vosotros, y gracias a Santa María de Luján: porque he venido, y porque me iré, pero volveré; y, además, me quedaré |# 120|.

La noche anterior a esta tertulia masiva en el Coliseo le había venido al Padre la duda de si semejante catequesis no sería tentar a Dios. ¿Era posible que se congregasen en un local tantos miles de personas para oír hablar de Dios a un sacerdote, sin que nunca ocurriera nada desagradable?; aparte de que no era humanamente lógico que la gente dejase el trabajo a media mañana para ver a un cura que no dice más que cosas archisabidas. A la salida de las tertulias le parecía oír el reproche del Señor: ¡Hombre de poca fe! Después de tantos años, ¿por qué has dudado? |# 121|.

La víspera de su partida para Chile la pasó en La Chacra. A media mañana estuvo en la zona de la Administración con hijas suyas de Uruguay, Paraguay y Argentina. Yo no vengo a despedirme de vosotras, les anunció al entrar. El Padre nunca dice adiós, ni hasta luego; el Padre se queda [...]. Sabéis que no me marcho: a mí me será muy fácil cerrar los ojos, y venir aquí, y recordaros y rezar por cada una, por todas. No me abandonéis; no nos abandonéis |# 122|. ¿Entenderían bien lo que quería decirles el Padre, a quien la emoción obligaba a usar expresiones de sentido incierto, aunque de transparencia espiritual?

A las doce en punto rezó con sus hijas el Angelus, regresando después a su despacho, acompañado de los Custodes y del Consiliario. El corazón del Padre debía de estar muy propenso a las confidencias porque, en un momento en que se ausentaron don Álvaro y don Javier, contó a don Emilio Bonell (el Consiliario), que hubo una época en que creía saber el día de su muerte y que esto lo conocían sus Custodes. Ahora, en cambio, no sabía nada. Desde hacía unos años el Señor no permitía que lo supiera |# 123|.

A media tarde tuvo una tertulia, la última, con sus hijos, la mayoría muy jóvenes. Y uno de ellos le preguntó por qué se iba. El Padre le contestó inmediatamente: Porque no tengo el don de la ubicuidad, y tendría que estar en todos los sitios. Por eso. Pero yo no me voy. Me quedo. Me quedo con vosotros, con todos |# 124|. A continuación hizo un breve recorrido por los puntos esenciales del espíritu del Opus Dei. Lo dejaba confiadamente en sus manos, como un testamento.

Y nada más. No tengo nada más que deciros. ¡Ah, sí! Que queráis mucho a San José. No le separéis nunca de Jesús y de María.

La voz del Padre estaba velada por la emoción cuando añadió:

¡Esto se está acabando, por ahora! Pero yo me quedaré por aquí. Por aquí y por los otros Centros de Argentina. Cuando no lo penséis, andará el Padre por allí, viendo un poquito a los hijos. Y vosotros me acompañaréis a mí. Cuando sepáis que el Señor me ha dicho: redde mihi rationem villicationis tuae, dame cuenta de lo que has hecho... rezaréis por el Padre, para que el Señor me perdone todos mis pecados.

Si me ayudáis un poco, a lo mejor nos saltamos bien el foso. Si nos morimos de Amor, es posible. Yo creo que es la enfermedad que hay en el Opus Dei: morirse de Amor |# 125|.

Ya estaba claro a qué orilla de la existencia se refería el Padre y cuál era la ruta de su pensamiento, por lo que alguien se atrevió todavía a preguntarle:

— Padre, ¿cómo es el rostro de la Virgen?

— Pues...: (hizo aquí una brevísima pausa) vultum tuum, Domine, requiram!; dile que te lo muestre alguna vez; y habrás de esperar, hijo mío, a que lo veamos en el Cielo. Porque no tiene el Señor que hacerte ninguna cosa extraordinaria. [...] Pero está bien que desees conocer el rostro de la Madre de Dios, porque es nuestra Madre |# 126|.

Los directores que el sábado anterior, 22 de junio, habían almorzado con el Padre en La Chacra sabían a qué atenerse con la respuesta. En efecto, estando ese día a la mesa les dijo que, en la oración de la mañana, había repetido muchas, muchas veces: Vultum tuum, Domine, requiram!, con auténticas ansias de conocer el rostro del Señor, de verlo cara a cara |# 127|.