4. "Luchar, por amor, hasta el último instante"

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Entre los Apuntes íntimos hay una anotación suelta. Probablemente del 31 de diciembre de 1932. Consiste en unas reflexiones sobre la vida y el correr del tiempo. Es, sin duda, un guión para una meditación o una charla. Dice así:

1932. Fin de año. La conclusión del año se presta a serias y provechosas reflexiones, que nos importa no desperdiciar.

Estamos de paso... cometa... ríos... ¡No estamos convencidos! ¡ha desaparecido un año! ¿un año más de vida? ¡un año menos! |# 126|.

Estas frases, sin desarrollar del todo, estas palabras deshilachadas, nos dan el tema de lo transitorio de la vida y de su curso huidizo e irrepetible, cosa no por muy sabida menos verdadera. Continúan luego las consideraciones sobre la caducidad de la vida terrena y el momento final en que seremos despojados de la vestimenta de la carne. Porque así transcurre la vida: a caballo sobre el tiempo. La vida es un viaje. Todos, sin excepción, terminaremos en la estación de la muerte:

Mirad que se acerca el fin: como las olas arriban una tras otra a la playa, como se desprenden poco a poco las hojas... Unos primero, después aquél y el otro... y vosotros y yo. —Nuestra patria: el Cielo |# 127|.

Un raudal de años había pasado por la vida del Padre cuando el 31 de diciembre de 1971, ya de noche, muy metido en Dios, repensaba el curso de la historia. No los sucesos venturosos de la fundación sino la situación en que se hallaba circunstancialmente la Iglesia. Se le notaba cansado, muy cansado. No son los años; creo que es el amor |# 128|, decía a sus hijos del Consejo General, que le escuchaban en silencio.

Era grande la noche. Hasta la Villa llegaba el canto de unos villancicos que los alumnos del Colegio Romano entonaban en la sala de estar, al otro lado del jardín. El Padre, como en soliloquio, comenzó a hablar despacio. Trataba de encerrar en pocas palabras los sentimientos de aquel año que acababa. Aquel mismo día había redactado una ficha con sus reflexiones. Había tomado nota de una frase en la que resumía sus pensamientos. Sacó del bolsillo la agenda y les leyó: Éste es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias! |# 129|.

Luego fue hablándoles de su dolor y de su amor por la Santa Iglesia, que atravesaba una larga temporada de tribulación. A esta situación se refería al decirles: No nos podemos desentender de esto. Nos hemos negado al amor de la tierra para salvar almas. ¡Tenemos más deber y más derecho! |# 130|.

Había echado una rápida ojeada al año 1971, porque de sobra sabía cuáles eran los trabajos que venía padeciendo en los últimos años, y también su causa. De manera que, sin dejarse arrastrar por el desaliento, se decidió a recomenzar una vida nueva, limpia y entregada en generoso sacrificio al Señor. No era, propiamente, un cambio de vida. Más bien, una reafirmación de su afán de servicio. Y no lo hacía por hallarse en el umbral de un nuevo año, sino porque todos los días son igualmente buenos para servir a Dios. Según les decía, se pasaba la existencia recomenzando, recomponiendo los rotos de su vida interior, haciendo actos de contrición, arrojándose, arrepentido, en brazos de Dios, como el hijo pródigo de retorno a la casa paterna. Porque la vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición |# 131|.

Ese 31 de diciembre hizo, pues, confesión general y se aprestó a recomenzar una nueva vida al servicio de la Iglesia. De forma que el "Año nuevo, vida nueva" lo transformó en el lema para 1972: Año nuevo, lucha nueva. Breve espacio era un año para cambiar el estado del mundo. Pero el Padre no era pesimista. No pensaba tan sólo en la fugacidad del tiempo. La buena voluntad de mejorar en la vida interior, con la ayuda de la gracia, haría sobrenaturalmente fecundos esos doce meses:

El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas. Ayer pasó, y el hoy está pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios! |# 132|.

La Iglesia necesitaba de hijos fieles, que reparasen por los hijos desleales. Se dedicó, pues, a la tarea de meter en el alma de quienes trataba y, lógicamente, de todos sus hijos el amor a la Iglesia y la obligación de desagraviar por las muchas ofensas que se le hacían. Por ese camino se irían aproximando a la santidad. Al menos lucharían en el campo ascético por suprimir defectos y mejorar de vida; ya que, —como explicaba el Padre— la santidad está en tener defectos y luchar contra ellos, pero nos moriremos con defectos |# 133|.

Buscó la colaboración de sus hijas y de sus hijos. Siguió impulsando a toda la Obra en un decidido empeño de vida interior; y terminó el año recorriendo ciudades españolas y portuguesas en catequesis multitudinarias.

* * *

Amaneció el uno de enero de 1972 y el Padre, dispuesto a dar ya la batalla, muy de mañana, recitaba en tertulia a sus hijos del Colegio Romano la nota que la tarde anterior había leído a los del Consejo: éste es nuestro destino en la tierra: luchar, por amor, hasta el último instante. Deo gratias! Y les animaba en la necesidad de recomenzar la lucha interior una vez más, recordándoles las palabras de la Sagrada Escritura: «la vida del hombre sobre la tierra es milicia» |# 134|. El sacramento de la Confirmación hace a los cristianos milites Christi. ¡No os avergoncéis de ser soldados de Cristo, personas que tienen que luchar! |# 135|.

Vosotros, hijos míos, lucharéis siempre, y también yo procuraré luchar siempre, hasta el último momento de mi vida. Si no luchamos, quiere decir que no vamos bien. En la tierra no podemos tener nunca esa tranquilidad de los comodones, que se abandonan porque saben que el porvenir es seguro. El porvenir de todos nosotros es incierto, en el sentido de que podemos ser traidores a Nuestro Señor, a nuestra vocación y a la fe |# 136|.

Habían de luchar para no dejarse esclavizar por el pecado y para obtener la paz, que es consecuencia de la guerra que el cristiano ha de sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón |# 137|.

Al dirigir una meditación o estar de tertulia con sus hijos, en la conversación o al dar un consejo espiritual, el Padre pasaba revista a estas ideas. Pelea les predicaba y pelea les exigía en la vida interior.

Al comienzo de 1972, y a medida que se aproximaba el 9 de enero, fiesta de su cumpleaños, el Padre porfiaba, bromeando, que estaba a punto de cumplir "siete años". La broma era como un recordatorio de la perenne juventud espiritual del cristiano y del camino de infancia espiritual que había emprendido tiempo atrás. Entonces, con la conciencia clara que proporciona la cercanía con Dios, decía: Josemaría: tantos años, tantos rebuznos |# 138|. Los del Consejo General le regalaron un pequeño altorrelieve de mármol blanco. Representaba al Buen Pastor, con la oveja descarriada o maltrecha sobre los hombros, el perro, el zurrón en bandolera y el cayado. Y, a sus pies, una dedicatoria en latín, añadida por don Álvaro: «9 de enero de 1972: a nuestro Padre, en el séptimo decenio de su nacimiento. Con todo cariño» |# 139|.

Sus hijas habían trabajado afanosamente esa semana en una casulla de brocado de oro, recomponiéndola con trozos de ornamentos antiguos. En la casulla iba bordada una rosa y un texto, de íntimos recuerdos para el Padre: Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae, ut misericordiam consequamur. Y en la palia, que habían labrado especialmente para ese día, podía leerse: Bonus Pastor, como agradecimiento de toda la Obra por sus desvelos de Padre y Pastor. En efecto, en esa hora de lucha y descarrío pensaba en la salud espiritual de sus hijos:

No quiero que mis hijos se pierdan en este desierto sin agua, en que parece haberse convertido hoy la Iglesia, donde están secándose las fuentes de los sacramentos. A pesar de esa aridez y de esa sequía, hay en la Iglesia de Cristo muchos oasis de paz, con agua abundante y pastos frescos para las almas. Uno de esos rincones llenos de verdor es el Opus Dei, y que continúe siéndolo depende de cada uno de nosotros |# 140|.

A media mañana de ese 9 de enero los del Colegio Romano asistieron a la misa que el Padre celebró en el oratorio de Santa María de la Paz. Después de la lectura del Evangelio les dirigió una breve homilía, siguiendo la parábola evangélica de aquellos dos hombres que entraron a orar en el Templo:

Vosotros y yo —les decía— no podemos hacer la oración del fariseo. Haremos la del publicano: Señor, yo no merezco estar aquí, pero te amo. Señor, yo no merezco tu gracia, pero me la das abundante y por eso soy alma de oración. Señor, yo no merezco estar en tu Iglesia, pero quieres que sostenga un poquitín con mi vida limpia, con mi fe, mi esperanza y mi amor, a tu Iglesia Santa |# 141|.

Las intenciones de su misa eran las de siempre: la Iglesia, el Papa, la Obra |# 142|.

A lo largo del año el Padre continuó insistiendo en lo que era público y estaba a la vista de todos. Por eso, en algunas ocasiones, sus palabras eran tremendamente fuertes. Hablaba, por ejemplo, de que el Cuerpo Místico, la Iglesia, parece "un cadáver en plena descomposición". Pero, sin dar tiempo al sobresalto, con fe y optimismo, tranquilizaba a sus hijos: no temáis, he dicho parece, porque ese Cuerpo —la Iglesia— es inmortal: el Espíritu Santo le asiste y vivifica de un modo inefable |# 143|.

Realmente, lo que estaba sucediendo era triste, muy triste. No bastaba —les decía el Padre— con lamentarse o contemplar los sucesos fríamente, como si lo que pasaba dentro de la Iglesia fueran cosas arqueológicas, con mero interés histórico. ¡No! Son puñaladas en el Corazón de Cristo |# 144|. Por lo tanto, era necesario desagraviar, difundir la verdad y dar una mano a los vacilantes; y todo con mucho amor y sin perder la serenidad.

Los meses traían fiestas de familia. El 14 de febrero era fecha fundacional de las mujeres de la Obra y de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Ese día, como en fiestas semejantes, el Fundador se sentía abrumado. Al considerar su pequeñez delante de Dios experimentaba una íntima vergüenza.

El 19 de marzo se celebraba la fiesta de San José, que era también el santo del Padre. En medio de la alegría general no se olvidó ese día de recomendar a sus hijos el luchar todos bien unidos, codo con codo, con optimismo. Ciertamente —les animaba—, algunas veces parece que se pierde una batalla; pero podéis estar seguros de que Cristo no perderá la guerra |# 145|.

Fechas más adelante solía caer la Semana Santa. Por entonces, siguiendo una costumbre nacida por iniciativa de algunos miembros de la Obra, se concentraban en Roma muchos centenares de chicos y chicas venidos de distintos países a latir con la Iglesia universal. El Miércoles Santo de 1972 les recibió el Papa en audiencia; y durante esa semana asistieron a varias reuniones con el Padre. Tampoco en tales ocasiones dejaba éste de recordarles la necesidad de luchar si es que amaban la paz. Porque la paz del alma es consecuencia de la guerra: No creo en los pacifistas que no luchan consigo mismos por dentro. Porque, queramos o no queramos, todos tenemos que afrontar esa guerra interna, personal, continua |# 146|.

Enseguida de la Pascua el Padre salió de viaje, con un ligero resfriado. Se detuvo en Lourdes a rezar a la Virgen, pues pensaba que era de mala educación pasar por allí sin saludarla |# 147|. Llegó a Pamplona el día 6 de abril por la tarde. En la Clínica Universitaria le hicieron un reconocimiento médico. Presentaba un foco neumónico, con fiebre relativamente alta |# 148|. En las tertulias que tuvo con los estudiantes de la Universidad les animó a ser "hombres de lucha", dispuestos a pelear durante toda la vida. Porque en la guerra se puede perder una batalla, dos, tres..., les decía. No importa, si se gana la última. Sin embargo, en la vida interior —que es también guerra y batalla—, mejor es no perder ninguna, porque no sabemos cuándo nos hemos de morir |# 149|.

El 14 de abril llegó a Madrid. En cuanto tuvo un rato libre, los días que vivió en Diego de León, se reunió con los del Centro de Estudios. Les habló de la guerra y de la paz, de la lucha y de la última batalla; y les advirtió:

— Todos los días os hablaré de lo mismo, porque es algo que tengo muy metido en el alma |# 150|.

* * *

Los meses de julio y agosto los pasó en Civenna, cerca del lago de Como, en la Italia prealpina, entre montañas. El clima era templado. Cumplía con lo prescrito por los médicos. Hacía ejercicio. Daba paseos a diario por las orillas del lago o visitaba los pueblos vecinos. Descansaba con la pluma en la mano. Bien podía decir: ¡He escrito más que el Tostado! |# 151|.

En Castello di Urio, una casa a orilla del lago de Como, tenían un curso de estudio y formación un grupo de jóvenes universitarios de la Obra. El Padre no pudo menos de visitarles; y, por supuesto, tocar el tema de la situación de la Iglesia. Se celebraba por entonces la olimpiada de Munich. A ratos, veía el Padre las competiciones deportivas por televisión. Se fijó en el salto con pértiga; y le quedó muy grabada la imagen del atleta que, cuando fallaba, volvía atrás, cabizbajo, reconcentrado, para intentar de nuevo el salto. El esfuerzo y las competiciones deportivas las aplicaba a la vida interior; pero no le convencía del todo aquella especie de culto que algunos rendían al cuerpo humano, y aquel "fuego sagrado" que ardía durante los juegos. No estaba contra el deporte, aunque la vista de tanta ceremonia olímpica despertaba su dolor ante el difundirse de los abusos en la liturgia de la Iglesia; y se quejaba: Ahora, cuando todas las ceremonias civiles, militares, académicas, están llenas de gestos litúrgicos, es la hora de quitarle al Señor el culto |# 152|. Y con la debilitación de la Iglesia se había empobrecido el mundo.

Era necesario salir en defensa de la Iglesia, como pedía el Padre a los jóvenes de Castello di Urio. El mismo Señor lo había dicho: «no he venido a traer la paz sino la guerra». Pero, ¿de qué armas disponía el Padre?:

Desde el comienzo he venido enseñando que la única arma que tenemos en el Opus Dei es la oración: rezar de día y de noche. Y ahora sigo repitiendo lo mismo: ¡rezad!, que hace mucha falta. Rezad, porque el bajón que ha sufrido el mundo se debe a que en la Iglesia se ha dejado de rezar |# 153|.