2. El Concilio (1962-1965)

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

A principios de octubre de 1958 corría por el mundo la noticia de que el Papa se hallaba gravemente enfermo en su residencia de Castelgandolfo. Pío XII expiró en la madrugada del día 9. El Fundador había seguido de cerca, y con angustia, la enfermedad, ofreciendo insistentemente oraciones al Señor y recomendando a sus hijos que tomasen la enfermedad del Santo Padre como motivo para rezar más aún por el Vicario de Cristo y estar más unidos a Dios. Veníale a la memoria, con suave afecto, la figura frágil y cortés de Pacelli, que había concedido al Opus Dei en 1950 la definitiva aprobación pontificia. Con el alma empapada de dolor presenció el solemne aparato de las exequias pontificias: el paso del féretro por las calles de Roma, el silencioso desfile de la muchedumbre ante el cadáver, el entierro en la cripta de San Pedro, y la posterior novena de duelo |# 39|. El funeral tuvo lugar el 19 de octubre. Celebró la misa de Requiem el Cardenal Tisserant, con asistencia del Colegio cardenalicio. (Del otro lado del telón de acero solamente pudo acudir a Roma Wyszynski; faltaron Stepinac y Mindszenty).

Una vez convocado el Cónclave para elegir nuevo Papa, el Fundador no se cansaba de repetir anticipadamente a sus hijos: al Papa, vamos a quererle antes de que venga, como buenos hijos |# 40|. Circulaban ya entre la gente rumores y comentarios sobre quién sería el próximo Papa. Se barajaban nombres italianos: Ottaviani, Ciriaci, Lercaro, Siri, Ruffini, Masella... Las listas se alargaban: Roncalli, Tisserant, Agagnanian... Había nombres para todos los gustos. El 25 de octubre sellaron las puertas del Cónclave. Durante tres días, mañana y tarde, se acercaba la gente a la plaza de San Pedro para ver, decepcionados, las humaradas negras de la chimenea de la capilla Sixtina. El 28 de octubre de 1958, a las cinco de la tarde, la chimenea despedía bocanadas de un humo gris incierto; y, enseguida, al grito de "fumata bianca!" el gentío se congregó en la plaza.

Quienes estaban en sus casas seguían el acontecimiento por televisión o por radio. En esos mismos instantes, sin esperar a saber el nombre del elegido, el Fundador se puso a rezar por él, de rodillas: Oremus pro Beatissimo Papa nostro: Dominus conservet eum et vivificet eum. Que Dios le guarde y aliente, que le haga dichoso aquí en la tierra y le libre de sus enemigos...

A poco, el Cardenal Protodiácono, desde el balcón de la "loggia" de San Pedro, declaraba en latín: «Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam..., cardinalem Roncalli». El Fundador, visiblemente emocionado, recibió la primera bendición que impartió Juan XXIII a la muchedumbre y a quienes seguían el acontecimiento por televisión |# 41|.

Era Juan XXIII hombre de temperamento benigno y optimista. Ágil y fuerte, a pesar de acercarse a los ochenta. Bajo y recio de contextura, con trasfondo de sabiduría campesina. Durante muchos años había sido secretario del Obispo de Bérgamo. En 1925 fue nombrado Visitador Apostólico en Bulgaria. Su simpatía natural facilitó las gestiones y trato con autoridades hostiles a Roma. En 1934 era Delegado Apostólico en Turquía, entonces bajo el régimen duro y laicista de Kemal Atatürk. Tampoco fueron fáciles sus relaciones en la Grecia del general Metaxas, y del Metropolitano ortodoxo Damaskinos. En 1945 ocupó la Nunciatura de París, con la áspera tarea de aliviar las presiones a que estaban sometidos algunos obispos para que renunciaran al cargo, acusados de colaboracionismo con los alemanes. En 1953 fue nombrado Cardenal y, poco después, Patriarca de Venecia. Por entonces tuvo ocasión de oír hablar de la Obra, y visitó en España algunas residencias de estudiantes, labores de apostolado corporativo del Opus Dei |# 42|.

Con sorpresa general el 25 de enero de 1959, durante una ceremonia en la basílica de San Pablo, anunció a los cardenales allí reunidos la decisión de celebrar un Concilio Ecuménico. La idea, por lo que explicaba el Santo Padre, tenía mucho de inspiración de lo alto y, en frase poética, le nació «como flor de inesperada primavera» |# 43|. El Fundador reconoció inmediatamente esa inspiración divina en el anuncio hecho por el Papa. «Recuerdo muy bien —dice Mons. Álvaro del Portillo— con qué gozo y emoción acogió el anuncio de esa convocatoria» |# 44|.

Poco más tarde, el 17 de mayo de 1959, se constituyó una Comisión antepreparatoria del Concilio, presidida por el Cardenal Tardini, quien, en el mes de junio, por carta a todos los Cardenales, Obispos, Prelados y Superiores religiosos, Universidades y Facultades de Teología, pidió sugerencias y temas para el Concilio. Entretanto se crearon las Comisiones y Secretariados preparatorios del Concilio, de manera que, un año más tarde, al recibirse las propuestas y sugerencias solicitadas, se comenzaron a examinar las respuestas con objeto de elaborar los esquemas que serían presentados a los Padres conciliares.

Habían pasado casi tres años desde el primer anuncio del Concilio en enero de 1959, cuando, en la fiesta de Navidad de 1961, el Romano Pontífice convocaba oficialmente el Concilio para 1962 |# 45|. Entre los objetivos de esa gran asamblea ecuménica estaban el fortalecer la fe de la Iglesia, mostrando su unidad y vitalidad, y el favorecer la unión de los cristianos no católicos con Roma.

El 11 de octubre de 1962, en el grandioso escenario de la Basílica Vaticana, con asistencia de Padres conciliares, observadores y autoridades civiles, el Sumo Pontífice leyó el discurso de apertura. Su mente era clara y decidida. La celebración del Concilio, a pesar de las voces miedosas y pesimistas, que «en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina», resultaba históricamente oportuno. Su objetivo principal se encaminaba a custodiar y enseñar de forma más eficaz el sagrado depósito de la doctrina cristiana. El Concilio —proseguía el Papa— quiere transmitir la doctrina pura e íntegra, ya que es patrimonio común de todos los hombres. Y, considerando la unidad que Cristo imploró para su Iglesia, deber de ésta es que se realice la unidad de la gran familia cristiana.

Se abrían las sesiones del Concilio con una nota de optimismo, lanzada por el Papa, que disentía de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando sucesos infaustos, como si fuera inminente el fin de los tiempos. Ciertamente, no era así, pero las naciones estaban divididas en bloques enemigos. De un lado las democracias y, de otro, los totalitarismos comunistas. La situación no tenía fácil salida. Los enfrentamientos eran constantes y el mundo estaba hecho un polvorín, pues había dado ya comienzo la carrera de armamentos de alta tecnología nuclear. Prueba de ello fue la nota, casi un ultimátum, por la que Estados Unidos, que había bloqueado Cuba, exigió en octubre de 1962 —fechas de la apertura del Concilio— la retirada de los cohetes soviéticos instalados en la isla. A partir de entonces se hizo evidente en el mundo que la paz era incierta y que la amenaza disuasoria de las armas atómicas lo más que podía crear era el equilibrio del terror. Por otro lado, había que tener una fe muy arraigada para pensar que la Iglesia saldría doctrinalmente incólume de la agresiva campaña que inundaba de ideología marxista a todas las naciones.

¿Cómo reaccionó el Fundador ante la convocatoria del Concilio? ¿Qué papel desempeñó? En el Concilio convocado por Juan XXIII veía, sobre todo, el soplo del Espíritu Santo, que remoza y reanima su Iglesia. Esperaba, con secreta alegría, que con esa renovación se echasen los fundamentos para difundir universalmente el mensaje de santidad que desde 1928 venía predicando |# 46|. Estaba convencido de antemano de que del Vaticano II manarían abundantes frutos para bien de toda la Iglesia. Pensando en el éxito sobrenatural de esa gran empresa, el Santo Padre había hecho un llamamiento a los fieles para que rogasen a Dios por su feliz desarrollo, siendo su deseo que esa oración común fuese «acompañada de la penitencia voluntaria, que la hace más acepta a Dios y acrece su eficacia» |# 47|. El Fundador veló, y dio las orientaciones oportunas, para que la oración y mortificación de todos los miembros del Opus Dei no faltara en ningún momento, desde la fase antepreparatoria del Concilio hasta su clausura; y aún en la etapa posterior |# 48|. Quería también que el Papa se sintiera acompañado de esa oración. Insistía por ese motivo para que los colaboradores del Santo Padre le hicieran presente que en el Opus Dei se reza sin cesar por Su amadísima Persona y por Sus intenciones |# 49|, y el día del cumpleaños de Juan XXIII (25 de noviembre de 1962), a poco de la solemne apertura del Concilio, escribía de nuevo al Secretario del Papa:

Le ruego, una vez más, que tenga a bien manifestar al Santo Padre mi mucha alegría y optimismo por el Concilio Ecuménico, y lo mucho que se reza y los muchos sacrificios que ofrecen en todo el mundo los miembros del Opus Dei por esta gran Asamblea de la Iglesia, querida por el Papa Juan |# 50|.

La contribución personal del Fundador al Vaticano II fue, ante todo, una oración prolongada e intensísima. Con extrema sencillez y brevedad lo exponía a sus hijos, cuando estaba a punto de concluir el Concilio: Hijas e hijos míos —les escribía—, conocéis el amor con que he seguido durante estos años la labor del Concilio, cooperando con mi oración y, en más de una ocasión, con mi trabajo personal |# 51|. Así fue, porque desde el primer momento consideró la empresa ecuménica como cosa propia y buscó el modo eficaz de ayudar cuando el Concilio era tan sólo un proyecto. Estudió atentamente los documentos y alocuciones pontificias, y le alegró sobremanera el saber que el Papa deseaba dar a los trabajos de la Asamblea una orientación pastoral. El encuentro en Roma de Padres Conciliares venidos de todas partes del mundo favorecería extraordinariamente la misión evangelizadora de la Iglesia, al intercambiarse experiencias. Veía también en el Concilio un estímulo para la renovación espiritual de todos los cristianos; y nutría la esperanza de que se abrieran los cauces jurídicos para los nuevos caminos de espiritualidad así como de nuevas formas de vida cristiana, entre ellas el Opus Dei |# 52|.

La carta del Cardenal Tardini pidiendo sugerencias y temas para el Concilio a todas las autoridades eclesiásticas y académicas tuvo pronta respuesta por parte del Fundador, que organizó una comisión de trabajo en Villa Tevere, a fin de preparar temas para los estudios preconciliares |# 53|. Al mismo tiempo solicitaba oraciones de todas partes; y, tras la movilización de oraciones, vino la de la gente. No eran muchos los recursos de personal con experiencia en estas tareas. El Opus Dei era una institución naciente. Sin embargo, el Padre se desprendió de lo que pudo, quedando aplastado de trabajo, pues más de un colaborador directo hubo de dejar por algún tiempo su tarea ordinaria. No importa, hijos míos —decía a los suyos—; lo ha querido el Santo Padre. Nosotros hemos de servir siempre a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida |# 54|. En la fase inicial, el Secretario General del Opus Dei, don Álvaro del Portillo, hubo de trabajar como Presidente de la "Comisión antepreparatoria sobre seglares"; y después como miembro de otra Comisión preparatoria. Finalmente se le nombró Secretario de la "Comisión sobre la disciplina del clero y del pueblo cristiano", además del cargo que desempeñaba como Consultor de otras tres Comisiones conciliares |# 55|.

El Fundador no intervino de manera personal y directa en las labores del Concilio. En virtud de su puesto como Presidente de un Instituto Secular, podría haber sido nombrado Padre Conciliar. Pero, ¿un nombramiento de tal naturaleza, y en ocasión tan solemne, no significaba la aceptación tácita del status jurídico en que se había encuadrado el Opus Dei? El Fundador, como veremos más adelante, llevaba años pidiendo la revisión del encuadramiento canónico en que se le había colocado. Este asentamiento, que para él era provisional, no le daba pie, en conciencia, para reclamar un puesto de Padre Conciliar; y en la Curia entendieron sus razones. Ante tales argumentos, Mons. Loris Francesco Capovilla, interpretando los deseos de Juan XXIII, le invitó a considerar la posibilidad de intervenir como Perito del Concilio |# 56|. El Fundador agradeció la sugerencia que se le hacía y expuso las razones por las que prefería no aceptarla, dejando en manos del Papa la decisión final. En el Concilio participaban algunos Obispos provenían del clero del Opus Dei: como Mons. Ignacio de Orbegozo, Prelado de Yauyos (Perú) y Mons. Luis Sánchez-Moreno, Auxiliar de Chiclayo; y el Auxiliar de Oporto, Mons. Alberto Cosme do Amaral, Agregado de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Pero la contribución del Fundador al Concilio —como veremos— fue de diversa naturaleza y de mucho mayor alcance, aparte los consejos y orientaciones que más de una vez le pidieron |# 57|.

* * *

Todavía se hallaban en el periodo antepreparatorio del Concilio, con relativa quietud, cuando Mons. Escrivá sintió la necesidad de abrir su corazón a Juan XXIII. La fecha de la audiencia se fijó para el 5 de marzo de 1960. El diálogo fue cordialísimo. El Papa, con su carácter afable y bondadoso, invitaba, por encima de toda frialdad protocolaria, a la confidencia. Sin embargo, el Fundador estaba embargado de emoción, como le sucedía siempre que se hallaba en presencia del Santo Padre, del "Vicecristo" |# 58|. Ese gozoso nerviosismo se le transmitía temblorosamente a las manos y a la voz. Con confianza filial expuso al Papa la labor apostólica que el Opus Dei hacía en el mundo y la inadecuada situación jurídica en que se encontraba. Pidió una solución al problema. Nada le pudo prometer el Papa de momento más que el reenvío del caso a la Curia, en cuanto hubiera terminado el Concilio |# 59|.

Impresionó agradablemente al Papa la espontaneidad, llena a la vez de respeto, con que Mons. Escrivá se dirigía a Su Persona y le comentaba la universalidad de los apostolados del Opus Dei:

— Padre Santo —le aseguraba—, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad. Él se rió emocionado, porque sabía que, ya desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no cristianos |# 60|.

(Como más arriba se ha dicho, Juan XXIII había desempeñado misiones diplomáticas en países tradicionalmente separados de Roma por el cisma, y entre las finalidades a perseguir por el Concilio había incluido la de la unión con los "hermanos separados". Sabía también el Papa que la Santa Sede había autorizado a recibir como Cooperadores en el Opus Dei a personas no católicas y aun no cristianas. La salida del Fundador en esta audiencia no pudo por menos de hacerle reír paternalmente) |# 61|.

Acabada esa conversación con Su Santidad, y habiendo pasado don Álvaro a la biblioteca, le hicieron una foto con el Papa: a la izquierda, don Álvaro; a la derecha, el Fundador, vestido con las galas de prelado doméstico de Su Santidad y una expresión fuertemente emotiva, consciente de estar a la vera del Vicario de Cristo.

El año de 1960 el Fundador hubo de emprender muchos y largos viajes fuera de Roma. Del 25 de abril al 9 de mayo recorrió Italia, España, Francia y Alemania. Permaneció luego por dos meses en Inglaterra y ese otoño recibió el doctorado honoris causa por la Universidad de Zaragoza y el nombramiento de Hijo adoptivo de Pamplona, como anteriormente se ha referido.

Para quienes estaban metidos en la tarea de preparar el Concilio, aquellos meses pasaron como un soplo. También la vida de Mons. Escrivá fluía rápida. Se dedicó, como siempre, muy de lleno al gobierno de la Obra y seguía de cerca su desarrollo en lejanos países, pero la cuestión institucional, esto es, el dar definitivamente una configuración jurídica apropiada a la naturaleza y espíritu del Opus Dei, era lo único que realmente le preocupaba, porque se hallaba aún pendiente de solución. La apertura solemne del Concilio estaba fijada para el otoño de 1962. Difícilmente tendría ocasión de entrevistarse con Juan XXIII durante la celebración de la asamblea ecuménica. Solicitó, pues, audiencia privada con Su Santidad, que pronto le confirmaron. El 27 de junio de 1962 pudo vaciar su corazón de preocupaciones. Cara a cara habló con el Pontífice del espíritu y apostolados del Opus Dei y, al igual que en la audiencia de 1960, quedaron muy grabados en la mente del Papa los nuevos horizontes que con ello se abrían a la Iglesia.

A los pocos días, con el recuerdo aún caliente de su visita al Padre común de todos los cristianos, escribía a sus hijos para que compartiesen con él los sentimientos de tal inolvidable audiencia. Por deber de mi cargo, les decía, varias veces he tenido el honor y la dicha de videre Petrum, pero os puedo asegurar que este último encuentro con el Vicario de Cristo ha tenido particular significado para nuestra Obra. Sobre la materia tratada le es obligado mantener reserva, pero sí puede decir que recuerda con cariño hasta los particulares más mínimos acerca de la audiencia con el Papa: no solamente el día y la hora sino también su mirada atenta y llena de paternal benevolencia, el gesto suave de la mano, el calor afectuoso de su voz, la grave y serena alegría reflejada en Su rostro [...]. Nos lleva a todos en Su corazón. Nos conoce y nos comprende perfectamente |# 62|.

Naturalmente, el Fundador no hizo públicos los detalles de su conversación privada con Juan XXIII; pero algo se trasparenta si seguimos el curso que tomaron las relaciones entre el Secretario personal del Papa, Mons. Loris Francesco Capovilla, y Mons. Escrivá. El 30 de junio de 1962, a los tres días de la audiencia, escribía el Fundador al Secretario comunicándole el deseo de Su Santidad: que se viera con su Secretario Mons. Capovilla. Ésta es la razón —le dice— por la que me permito solicitar de su Ilustrísima una entrevista en que, además de tener el placer de conocerle, cumpliré el augusto mandato del Santo Padre de poner en sus manos documentos referentes al Opus Dei |# 63|.

Celebróse la entrevista y, en respuesta a una carta posterior, el 21 de julio de 1962 escribía el Fundador a Mons. Capovilla sobre la rapidez con que el Santo Padre ha entendido el espíritu y finalidad del Opus Dei; esto es, el buscar la vida de perfección evangélica y hacer apostolado, cada uno en su puesto de trabajo, en su propia profesión, y sin hacerse frailes ni religiosos, aun cuando amen y veneren mucho a quienes llevan, dentro de la Iglesia, este modo de servir a Dios |# 64|.

Estos comentarios arrojan viva luz sobre el subido tono de optimismo que llena la carta circular escrita a todos los Centros del Opus Dei a raíz de la audiencia papal de junio de 1962. Quizás el Fundador viese el cielo abierto para dar remate al iter jurídico del Opus Dei. Pero no se tomó un descanso en espera de que pasase el Concilio. Pensar de ese modo sería desconocer el carácter e ímpetu del Fundador. En cuanto regresó de Londres, donde había pasado unas semanas, ya estaba buscando nueva ocasión de entrevistarse con Mons. Capovilla para decirle de palabra lo que por escrito resulta difícil comunicar |# 65|. Así seguía cumpliendo las indicaciones recibidas de Su Santidad.

En el otoño de 1962 se celebró la primera etapa conciliar, que se clausuró el 8 de diciembre. Las deliberaciones fueron lentas. Hubo que reformar el Reglamento y suspender las sesiones hasta el mes de septiembre del año venidero.

En la Navidad escribía a Mons. Capovilla felicitándole las Pascuas:

Ilustrísimo y querido Monseñor:

No considerando oportuno el pedir audiencia al Santo Padre, y no queriendo robar a Vd. un poco de su precioso tiempo, le envío dos líneas con el ruego de que presente humildemente a Su Santidad mi filial felicitación, acompañada de la continua oración y sacrificios, míos y de todos mis hijos en el Opus Dei, por su venerada y amadísima Persona |# 66|.

Deseaba obtener otra nueva audiencia antes de que entrasen en la segunda etapa conciliar. Dejó correr unos meses y, aprovechando el envío de unas publicaciones, las acompañaba con una nota entre paréntesis, que decía textualmente: (cuánto me agradaría poder ver a Su Santidad) |# 67|.

No fue posible. El Papa murió el 3 de junio de 1963, después de una larga agonía en la que su notable resistencia física entabló duelo prolongado con la enfermedad.

* * *

De nuevo se celebraron solemnes funerales. Del Cónclave nuevamente convocado salió elegido el Cardenal Montini, que tomó el nombre de Pablo VI. Ese 21 de junio de 1963 enviaba el Fundador un telegrama al Cardenal Cicognani, Secretario de Estado de Su Santidad, renovando su ferviente adhesión al Pontífice y haciendo votos por un fecundo Pontificado |# 68|. Y, días más tarde, escribía a Mons. Capovilla dándole el pésame por la pérdida de Juan XXIII y ofreciéndole el consuelo de que Pablo VI continuaría la ruta luminosa abierta por el llorado Pontífice. Además —le decía— Mons. Montini (el nuevo Papa) fue la primera mano amiga que se me tendió al venir a Roma, en un ya lejano 1946 |# 69|.

Días antes habían llegado a manos del Fundador un buen número de documentos referentes a la historia de la Obra y a su fundación. Don Leopoldo Eijo y Garay los había entregado en Madrid para enviárselos a su querido don Josemaría. Tal vez el anciano Patriarca presintiera la hora de dejar este mundo. Por carta le preguntaba el Fundador: ¿Le tendremos pronto por Roma? |# 70|. Don Leopoldo no pudo contestar. Falleció a las pocas semanas.

Puedes imaginar la pena que he sentido —escribía el Fundador al Obispo Auxiliar de Madrid—, porque siempre le quise tan de veras. Aunque estoy seguro de que Dios habrá premiado con el cielo su largo y fecundo sacerdocio, estoy haciendo sufragios por el eterno descanso de su alma, y espero que habrá tenido una gran recompensa por la visión sobrenatural y la valentía que supo derrochar, cuando fue preciso, con el Opus Dei y con este pecador |# 71|.

El 29 de septiembre de 1963 inauguraba Pablo VI la segunda etapa conciliar. En el mes de diciembre la clausuró y luego, en los primeros días de 1964, hizo un viaje de peregrinación a Tierra Santa. A su vuelta recibió en audiencia privada al Fundador el 24 de enero. En larga conversación removieron recuerdos comunes, penas y alegrías, el arraigo en Roma de Mons. Escrivá y sus forcejeos jurídicos en la Curia. Tema éste en el que se extendió el Fundador, porque el asunto no estaba definitivamente resuelto. Terminada la audiencia, entregó a Pablo VI una carta en la que expresaba la mucha veneración y gratitud que por su persona tenía el Opus Dei. He aquí un párrafo:

Haciendo memoria de la mucha benevolencia manifestada a la Obra y a su humilde Fundador, y de los consejos, cortesía y aliento de Vuestra Santidad, tan generosos desde el lejano 1946, en que desempeñaba el cargo de Sustituto de la Secretaría de Estado, el que esto firma pone a los pies de V. Santidad lo que considera ser el espíritu y la pastoral del Opus Dei: el deseo de servir a la Iglesia como Ella desea ser servida. Tal es el programa que ha guiado siempre la actividad sacerdotal del que suscribe, en los treinta y seis años de vida del Opus Dei |# 72|.

Con el pensamiento puesto en sus hijos de Yauyos, y en todos los del Perú, escribía a Mons. Ignacio María de Orbegozo, resumiendo la parte emotiva de la conversación:

Me recibió el Santo Padre hace unos días, en una audiencia larga y cordialísima —más de tres cuartos de hora—, y hablé de todo con la confianza que me da el amor que el Señor ha puesto en mi corazón, para Pedro. Me abrazó varias veces, se emocionó, recordando cosas viejas, y yo también me puse blandito. Al final, le dije que me había acompañado Álvaro, y lo hizo pasar, para recordar con vuestro hermano el mucho trato que tuvieron desde el 46. Le dijo el Papa a Álvaro: "sono diventato vecchio". Y vuestro hermano le contestó, haciendo emocionar de nuevo al Santo Padre: "Santità, è diventato Pietro". Antes de despedirnos, con una bendición larga y afectuosa para las dos secciones, para cada uno, para cada obra, para cada intención, quiso hacerse con nosotros dos fotografías, mientras murmuraba por lo bajo a Álvaro: "Don Alváro, Don Alváro..." |# 73|.

La cariñosa acogida que le había dispensado Pablo VI animó a don Josemaría a hacerle una confidencia, hasta entonces personal y reservada, sobre temas que llevaba muy dentro del corazón, con el solo deseo del bien de las almas. Se trata de una larga comunicación en forma epistolar fechada el 14 de junio de 1964 |# 74|. Era un desahogo filial con el Papa, sin buscar que se diese curso a sus comentarios. Durante el verano de 1964 se ausentó de Roma; y el 15 de agosto escribía a Mons. Dell’Acqua solicitando de nuevo audiencia de Pablo VI. Su Santidad le recibió el 10 de octubre. En esa audiencia don Josemaría volvió a exponer la materia que le preocupaba, como más adelante se verá |# 75|.

En más de un momento se sintió hondamente conmovido por las muestras de delicadeza del Pontífice |# 76|. En carta al Consiliario de España escribe, reviviendo la emoción de la audiencia—, ¡qué bien pagado me he sentido de tanta cosa ofrecida in laetitia al Señor en estos treinta y siete años! |# 77|.

* * *

Desde sus inicios el Fundador siguió paso a paso la andadura del Concilio. Aunque no interviniera personalmente en los trabajos conciliares, su colaboración fue particularmente valiosa y no fácil de sustituir. Luego de ponerse de acuerdo con la Presidencia y Secretaría del Concilio para hablar con los Padres conciliares, dentro siempre de los límites exigidos por el secreto de oficio, les facilitaba material de estudio y trabajo |# 78|. Dedicaba a diario cierto tiempo a esta tarea, comenzando con aquellos Padres conciliares que eran miembros del Opus Dei. «Todas las tardes conversaba una hora con nosotros —refiere uno de ellos—, ayudándonos y aconsejándonos e ilustrándonos sobre los temas en cuestión» |# 79|.

Tenía el Fundador una visión amplia, universal y profunda de la Iglesia en el mundo. Hecha no sólo de lecturas y conocimiento intelectual sino, principalmente, de experiencias vividas en una larga estancia en España, Italia e Inglaterra; y por el gobierno de los Centros del Opus Dei en más de veinte países. Esta vasta experiencia pastoral fue la que llevó al Cardenal Siri —entre otros— a consultar con el Fundador, deseando ensanchar sus experiencias diocesanas a los ámbitos ecuménicos del Concilio |# 80|.

Unos Prelados conocían ya al Fundador. Otros muchos fueron presentados a él durante el Concilio. A unos les movía la curiosidad por saber su opinión sobre alguna materia debatida en las sesiones. A otros les llevaba la esperanza de encontrar una respuesta adecuada a las cuestiones del laicado. Todos quedaban impresionados por sus admirables dotes de consejo y por el sentido sobrenatural con que enfocaba los problemas |# 81|. Su grata conversación y el modo de proyectar en los espíritus una orientación sobre el futuro de la Iglesia atraían más y más visitantes a Villa Tevere. Joaquín Mestre, entonces secretario del arzobispo de Valencia, Mons. Olaechea, testimonia que fueron muchas las veces que acompañó a Mons. Olaechea a la sede central del Opus Dei y pudo ver «cómo eran casi innumerables los obispos que entraban y salían de aquella casa y cómo, a veces, tenían que esperar turno para hablar con el Fundador» |# 82|.

Muchos de esos Padres conciliares buscaban, sin saberlo, el calor de su compañía y la paz que su presencia imponía en el alma. De sus conversaciones con el Fundador le quedó al Cardenal François Marty un recuerdo muy espiritual: el de un hombre que hablaba solamente de Dios. «Un rato de charla con él —dice— parecía un rato de oración» |# 83|.

Uno de esos días fueron a Villa Tevere un grupo de Prelados de habla francesa; entre ellos —dice Mons. Herranz— el entonces arzobispo de Reims, Cardenal François Marty; el obispo de Lieja, Mons. Guillaume Marie van Zuylen; el obispo de Saint-Claude, Mons. Claude Constant Marie Flusin; el obispo de Angers, Mons. Henri Mazerat; y Mons. Willy Onclin, decano de la Facultad de Derecho Canónico en Lovaina y perito de varias Comisiones Conciliares. En la conversación se vino a hablar del apostolado de los laicos. Y uno de los Prelados, repitiendo una idea bastante corriente en las informaciones conciliares de aquellos días, dijo que a los laicos corresponde animar cristianamente las estructuras del orden temporal, del mundo, para transformarlas.

El Fundador, con mucha decisión y una amable sonrisa, intervino:

¡Si tienen alma contemplativa, Excelencia! Porque si no, no transformarán nada; más bien serán ellos los transformados: y en vez de cristianizar el mundo, se mundanizarán los cristianos |# 84|.

El influjo de don Josemaría sobre los Padres conciliares que le visitaban se ejercía, principalmente a título de autoridad moral. «Aunque yo no le vi por los lugares de las sesiones —refiere Mons. Hervás—, […] sin embargo su presencia espiritual, respetuosa con el quehacer de los Padres conciliares, sin pretender imponer ningún punto de vista, fue clarísima y de gran trascendencia para los que participamos en aquella gran Asamblea» |# 85|.

El Fundador esperaba mucho del Concilio. Esperaba una confirmación de la fe y de la moral; y la puesta al día de las actividades apostólicas, pero conservando quod semper, quod ubique, quod ab omnibus creditum est, es decir, el depósito intangible de la fe a través de la historia de la Iglesia |# 86|. Pedía que se reforzase la autoridad pontificia e insistía en todo momento sobre la necesidad de respetar en toda su integridad la autoridad del Papa. Presentía, aun antes de que surgieran las críticas dentro de los debates conciliares, los ataques a la Supremacía de la Sede Apostólica, basados en la pretendida necesidad de adecuar la estructura jerárquica de la Iglesia al moderno concepto de democracia en la sociedad civil. Tales previsiones, fundamentadas en los vaivenes que suelen acompañar las épocas en que se celebran los Concilios ecuménicos, empezaron pronto a cumplirse |# 87|.

Su grito de alerta es relativamente temprano, pues la carta a sus hijos del 2 de octubre de 1963 está fechada al abrirse la segunda etapa conciliar. Era un aviso a todos los miembros del Opus Dei:

Conocéis muy bien, hijas e hijos queridísimos, mi preocupación y mi desasosiego por la confusión doctrinal —teórica y práctica— que se extiende cada vez más por todas partes: esta confusión se debe a diversas circunstancias de nuestro tiempo, y también a ciertas interpretaciones erróneas, a insinuaciones tendenciosas y a noticias falsas que, con ocasión del Concilio Ecuménico Vaticano II, han llegado a oídos de todos |# 88|.

En la prensa y demás medios de comunicación social la vida en el Concilio se presentaba violentando la realidad de los hechos, transmitiendo al público (y a los mismos Padres conciliares) una imagen deformada de los trabajos que se llevaban a cabo. El comentario de los debates se hacía a capricho de los periodistas, viendo en las posturas divergentes alineamientos estratégicos, tomas de posición para ulteriores batallas, encuentros entre lo viejo y lo nuevo, lo tradicional y lo moderno. Y sobre todo ello, en su conjunto, se proyectaba una interpretación dialéctica de la historia conciliar en la que la acción del Espíritu Santo quedaba relegada a un tercer plano. Le dolió mucho al Fundador el que también algunos medios de información, a pesar de ser de inspiración católica, hicieran comentarios carentes de todo sentido sobrenatural, siguiendo ideologías condenadas por el Magisterio eclesiástico |# 89|.

La tercera etapa conciliar abarca del 14 de septiembre al 21 de noviembre de 1964. Antes de esas fechas ya había escrito el Fundador dos cartas a sus hijos en las que se tocaban estos temas: una en febrero y otra en agosto de 1964 |# 90|. Continuaban las presiones de todo tipo sobre los Padres conciliares para revisar decisiones ya tomadas por el Magisterio y fuera del programa de trabajo; o bien, haciendo correr noticias que sembraban la confusión, y rompían el silencio de oficio. Se propugnaba "la apertura al mundo", y "el poner al día" las estructuras e instituciones de la Iglesia, sin discriminación de ninguna clase. En una de las cartas de 1964 se refiere el Fundador a los impacientes y exagerados reformistas, con una irritabilidad patológica ante el principio de autoridad |# 91|. Lamenta, asimismo, la nueva legión de improvisados reformadores, incluso entre el clero y entre los religiosos que, con un infantilismo que apena, pretenden cambiar costumbres e instituciones, por el prurito del cambio. Se encandilan —escribe el Fundador— ante el progreso del mundo moderno y, sin captar los valores profundos o los signos mejores del tiempo, emprenden una febril carrera que causa a sus almas perjuicio, a sus trabajos esterilidad, y en los enemigos de la Iglesia o del Estado una irónica sonrisa |# 92|.

Desde muy pronto, desde 1963, comenzó a deslizarse en el ánimo de muchos Padres conciliares un sutil y creciente malestar provocado por las críticas, fuera del Vaticano, y por las desviaciones de los fines y planes señalados anticipadamente para el Concilio, a los que algunos no querían someterse. Las sesiones se hicieron difíciles de encauzar y se presentía una ligera e invisible manipulación, apoyada por prensa y radio fuera del Concilio. Preocupado por esta situación general, y en previsión de peores males, Pablo VI decidió adelantar la conclusión del Concilio. Así lo comunicó a sus más cercanos colaboradores, entre ellos a Mons. Dell’Acqua |# 93|. De acuerdo con esta prudente línea de actuación, el Fundador, con fecha de 23 de abril de 1964, escribía a Pablo VI:

Me atrevo a confiar a Vuestra Santidad los dolorosos sentimientos de angustia que me asaltan cuando observo cómo el actual Concilio Ecuménico, del que el Espíritu Santo obtendrá frutos abundantes para su Santa Iglesia, ha sido ocasión hasta el momento de que se haya producido un estado de grave malestar —me atrevería a decir de confusión— en el ánimo de los Pastores y de sus rebaños: sacerdotes, seminaristas y fieles [...]. Desearía, en fin, añadir Santo Padre que rezo, que todo el Opus Dei reza por su Augusta y Amadísima Persona y por Sus intenciones, para que, en breve, pueda concluirse el actual Concilio, y también por la ingente tarea a realizar en el período después del Concilio |# 94|.

El 14 de septiembre de 1965 se iniciaba el último tramo del Concilio Vaticano II. A los pocos días, el 4 de octubre, Pablo VI dirigía su palabra a las Naciones Unidas. De vuelta a Roma promulgó varios Decretos y Declaraciones. El proceso conciliar tocaba a su fin; y, antes de que apareciesen los últimos documentos, el Fundador exhortaba a los suyos para que cerrasen filas en torno al Romano Pontífice. Estad muy cerca del Pontífice Romano, il dolce Cristo in terra: seguid al día sus enseñanzas, meditadlas en vuestra oración, defendedlas con vuestra palabra y vuestra pluma |# 95|.

En medio de los desaires personales y falta de afecto que por parte de algunos comenzaba a sufrir el Papa, se desvivía el Fundador por comunicarle noticias que pudieran alegrarle. Consciente de ello, Pablo VI quiso mostrar públicamente su aprecio por el Opus Dei y su Fundador. Faltaban pocas semanas para la ceremonia de clausura del Concilio, fijada el 8 de diciembre de 1965, cuando el Papa manifestó su deseo de inaugurar antes el Centro ELIS. Era este Centro una obra social educativa para la juventud obrera, situada en el barrio Tiburtino de Roma. El proyecto venía de años atrás, cuando Juan XXIII decidió destinar los fondos recogidos con motivo del ochenta cumpleaños de Pío XII a una labor social, y encomendar la realización y gestión al Opus Dei |# 96|.

Mons. Dell’Acqua precisó que era voluntad del Papa que la inauguración se celebrase durante una de las sesiones del Concilio Vaticano II. De manera que los Padres conciliares, si querían, pudieran visitar el Centro y apreciar la solicitud del Pontífice para con los estratos sociales más necesitados de ayuda religiosa y profesional, y el afecto del Papa al Opus Dei |# 97|.

El 21 de noviembre Pablo VI inauguró la parroquia y los edificios anejos. El Santo Padre, en el discurso oficial pronunciado en los locales del Centro ELIS, agradeció con palabras encendidas a cuantos habían hecho realidad el proyecto, «una prueba más del amor de la Iglesia». Por su parte, contestando al discurso del Papa, trazó el Fundador una breve historia del nacimiento del Centro y su función de servicio a la juventud, que aprenderá cómo el trabajo santificado y santificante es parte esencial de la vocación del cristiano |# 98|.

Leía el Fundador con intensa emoción, consciente de la presencia del Vicario de Cristo en la tierra. También Pablo VI estaba hondamente conmovido y, antes de dejar el Centro ELIS, exclamaba en público: «Qui tutto è Opus Dei» (Aquí todo es Opus Dei) |# 99|. Y abrazaba a don Josemaría, rodeado de otras personas.

La ceremonia solemne de clausura del Concilio tuvo lugar el 8 de diciembre de 1965.