Diario de Antonio de Dalmases Esteva (Noviembre-diciembre de 1937)

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Extracto; el original se guarda en AGP, RHF, T-08246).

Del Prólogo (escrito en Barcelona en 1960)

Entre los fugitivos había un sacerdote a quien acompañaban siete amigos. Un sacerdote que celebró Misa durante el camino: una Misa que ha permanecido en mi recuerdo como distinta de todas las demás. Un sacerdote a quien sus acompañantes veneraban y del que se desprendía un extraño magnetismo. Un sacerdote con quien casi ni hablé en aquellos días —no se hablaba durante la marcha—, pero que, sin saber por qué, fue el centro de atracción de todos. Nos separamos en Andorra, pero lo encontré ocho días más tarde en San Sebastián cuando yo estaba rezando en la Iglesia del Buen Pastor: apareció detrás de mí, me puso la mano sobre el hombro y me dijo que nunca más nos separaríamos. Desde aquel día y durante toda la guerra fue mi director espiritual, por correo. Se ocupó de mí, me hizo estudiar idiomas, mientras los demás soldados perdían lamentablemente el tiempo, y fue como un padre durante toda la campaña. Pero, al terminar victoriosamente ésta, le perdí inexplicablemente y nunca más supe de él directamente. Hasta que un día, veinte años después, cuando acababa de perder a mi cuñado, a mi padre y a mi madre, y una gran crisis espiritual me embargaba, otro hecho fortuito, esta vez a cargo de mi mujer, descubría como un velo el misterio de esta historia de mi propia vida y un claro designio sobre ella. Me encontré de nuevo, para siempre, no sólo a aquel sacerdote que era verdadero padre para mí, sino también toda una gigantesca y maravillosa Obra cuyo núcleo inicial era aquel pequeño grupo que le acompañaba en nuestra evasión y cuya historia yo escribí en aquellos días.

Aquel sacerdote era el Padre Escrivá de Balaguer.

Del Diario

La incorporación a la expedición. Dan un silbido apagado, le responde otro parecido, y de donde al parecer no había nadie surgen varios hombres, unos veinte. Todos van como nosotros más o menos: grandes mochilas, mantas, bufandas, gabardinas, de todo hay y todo moviéndose en silencio, en la oscuridad, se forma la fila, sin comentarios. Delante va un guía, luego nosotros y detrás los restantes. No puedo evitar volverme frecuentemente para observar este espectáculo. No se oye más ruido que el de los bastones tocando con el suelo. Detrás mío van siguiendo hombres y más hombres que, a la luz de la luna, tienen aspecto de fantasmas. Van extraordinariamente vestidos y encorvados por el peso que llevan en las espaldas. Vamos subiendo por la montaña y como serpenteamos mucho porque la pendiente es muy fuerte, bajo nuestro, vemos una fila moviéndose como una escolopendra cansada. Por lo visto llevan ya muchas horas andando (desde las seis del día anterior según me dicen luego) porque se les ve agotados y con frecuencia tenemos que parar a descansar. Parece que alguno de la cola no pueda andar al paso que marca el guía y por eso hay que parar mucho.

Este crepúsculo no lo olvidaré mientras viva. Andamos hasta que se asoma el sol indiscreto, que es cuando llegamos al sitio donde descansaremos hoy. Cerca ya de él, el camino es pésimo, no hay camino ni nada y al que va delante mío se le desprende una piedra y le coge el pie. Nos cuesta gran trabajo sacarle, pues la misma piedra que le aguanta es la que le coge el pie. Tras mucho trabajo, le sacamos y lo curamos un poco. Afortunadamente no se ha hecho nada, y puede seguir adelante. De uno a otro va corriendo la voz de alerta por el peligro de aquel paso.

Nos cobijamos bajo una roca enorme de unos 30 m. de altura, de cuyo punto más alto cae una cascada que pasa delante de nosotros para caer mucho más abajo, donde hay un riachuelo. El suelo está lleno de grandes piedras, que lo hace más peligroso y salvaje. Estamos en una plataforma de unos cinco metros de ancho y suspendidos a unos 30 m. encima del río. Desde él hasta nosotros hay una pendiente impracticable cubierta de vegetación; encima de nosotros, la roca casi vertical y el cielo.

Aquí tiene lugar el acto más emocionante del viaje: la Santa Misa. Sobre una roca arrodillado, casi tendido en el suelo, dice un sacerdote, que viene con nosotros, la Misa. No la reza como los otros sacerdotes de las Iglesias. Habla las oraciones en voz alta, llora casi y nosotros le imitamos, unos tendidos, otros arrodillados, otros medio sentados, aquél de pie; agarrados a las piedras para no caernos. No se oye más que al Padre. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un Santo. La Sagrada Comunión es conmovedora; como casi no podemos movernos hay dificultad para administrarla, y esto que estamos todos agrupados en torno al altar. Todos vamos andrajosos, con barba de varios días, despeinados, cansados. Uno tiene el pantalón roto y enseña toda la pierna. Las manos sangran por los rasguños, los ojos brillan por las lágrimas contenidas y sobre todo está Dios entre nosotros en unas Hostias recortadas con unas tijeras presidiendo nuestra unión y llevándonos a la libertad. A Él ofrecemos nuestros sacrificios por España, por nuestros padres, por nuestros hermanos, por nuestra familia y por nuestros amigos que aquí se quedan, por nuestros compañeros que gimen en las cárceles, para que podamos volver a nuestros hogares... Luego, al despertar, se ha acabado la Misa.

Cambio brusco. Tenemos hambre. Comemos y nos tumbamos a dormir. No lo consigo. Y pronto se forman grupos para conocernos y hablar. Los hay que ya han ido en otras expediciones y han llegado cerca de la frontera y que han tenido que retroceder acosados por los tiros de los carabineros. Hay ocho castellanos que dicen venir de Madrid, entre ellos el Padre que tanto me ha impresionado y que parece ser su jefe, un valenciano, cuatro o cinco de Barcelona, varios de la provincia de Lérida y nosotros tres. Enseguida reina la cordialidad. Al abrir una botella de coñac, se rompe, con el correspondiente disgusto. Ahora no hay más que la que traigo yo. Lleno la botellita que llevo atada al cinturón y el resto lo reparto entre los demás. Los madrileños me dan pan, mientras esperamos a que nos traigan el nuestro (nosotros hemos dejado el paquete en la casa) y así pasamos el rato, hablando, comiendo y reparando nuestro equipo, hasta que viene el guía. Es un muchacho joven y decidido [...] y nos manda estar preparados para las cuatro de la tarde.

Antes de marchar rezamos el rosario, como nunca lo habíamos rezado ni aun durante los días peores de la persecución de Barcelona.

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Mis nuevos amigos madrileños se entretienen en coger lo más indispensable de su equipo para tirar lo restante, que no pueden llevarlo. Camisas, calcetines, carteras, zapatos... todo queda allí. Algunas de estas prendas las aprovechamos, los que se ven con ánimo de llevarlas. El Padre da ánimos a todos. Su compañía inspira confianza a todos nosotros pues parece como si Dios le hubiese mandado. Un extraño magnetismo sale de Él y a mí me ha impresionado profundísimamente.

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Nos arrodillamos con el Padre y damos gracias a Dios. Él es quien expresa la alegría común.