1. Los tres hermanos

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

La "etapa de transición" a que se ha hecho referencia, cuando doña Dolores y su hija accedieron gustosamente a tomar las riendas de la administración doméstica de los centros de la Obra, no se interrumpió con la muerte de la Abuela. Pero al desaparecer la madre del Fundador se planteó, tácitamente, un reajuste en las relaciones que mantenían entre sí, y respecto a la Obra, los tres hermanos. Aun perteneciendo los tres —Josemaría, Carmen y Santiago— a una misma familia, sus pasadas experiencias y disposiciones eran muy dispares; porque es indudable que toda persona lleva consigo un bagaje intransferible de ambiciones y esperanzas, por mínimo que sea. Como también es verdad que cada uno de los tres —Carmen, Josemaría y Santiago— poseía rasgos peculiares de su modo de ser. En algunos aspectos del carácter coincidían, ya fuese por herencia biológica ya por la educación recibida. Pero sería interesante saber con certeza de dónde habían heredado ese fuerte ramalazo de temperamento, común a los tres, que alguna rara vez asomaba fogosamente, para desaparecer enseguida sin dejar el menor rastro de enfado.

Si repasamos la existencia de cada uno de los tres, veremos que sus vidas no eran paralelas, no obstante pertenecer al mismo hogar. En efecto, la niñez de Santiago muy poco tuvo que ver con la de sus hermanos. A las tres semanas de nacer, su madre cumplía cuarenta y dos años de edad. Nunca conoció el hogar prometedor y venturoso de los primeros tiempos de Barbastro. Cuando vino a este mundo, el hogar de los Escrivá estaba presidido por la Cruz. Era un ambiente feliz, pero quebrado por muchos trances dolorosos. A padres e hijos les sucedió lo que a las almas santas, a quienes Dios va paulatinamente vaciando de sí mismas para llenarlas de su Espíritu. Así también la familia de don José, a la que el Señor, de manera progresiva, acercaba al espíritu de la Obra. Su larga peregrinación histórica, de ciudad en ciudad, y de renuncia en renuncia, había costado incontables sacrificios, que todos guardaban discretamente entre sus más íntimos recuerdos.

Con el transcurso del tiempo, a la hora de dar testimonio —muertos ya Carmen y Josemaría—, Santiago refiere algo que marcó indeleblemente su existencia y que quizás no se atreviera a expresar en vida de sus hermanos:

«Nuestra casa —confiesa— nunca fue una casa normal en el sentido más estricto de la palabra. Yo veo una casa normal como aquella en la que los hijos pueden recibir amigos, invitarles a comer o merendar, etc. Yo no siempre pude hacerlo. Recuerdo que incluso cuando estaba estudiando en la Universidad, si alguien me invitaba, yo no podía corresponder. A mi hermana Carmen le ocurría lo mismo» | # 1 |.

Al fallecer don José, la Providencia arregló las cosas para que el hermano mayor, según había prometido ante el cadáver amortajado del padre, hiciera sus veces. Aquella lejanísima y luctuosa Navidad de 1924 fue dura para toda la familia, e inolvidable para Santiago niño. El único extraordinario que pudieron permitirse en la mesa fue un trozo de mazapán que había comprado Carmen; pero resultó que estaba en malas condiciones y hubo que tirarlo. A los pocos días le sobrevino al pequeño otro desengaño. En medio del luto, el niño aguardaba con ilusión un juguete en la fiesta de Reyes. En cambio, recibió un inesperado golpe:

«También tengo grabada en la memoria —recuerda a medio siglo de distancia— la desilusión que me llevé con los Reyes de casa. Me habían dejado una caja y yo estaba entusiasmado creyendo que era un coche, pero, al abrir la caja, resultó ser un par de zapatos» | # 2 |.

Vino después un corte pasajero en la vida familiar. En abril de 1927 don Josemaría se fue a Madrid a terminar sus estudios universitarios para obtener el grado de doctor. Doña Dolores esperaba en Fonz noticias del hijo, para irse toda la familia a Madrid. Se contaban con ansiedad las fechas del calendario; y al pequeño Santiago los días se le hacían eternidades, hasta el punto de que la impaciencia encendía ardorosamente su imaginación durante la noche:

«Yo esperaba que Josemaría vendría a vernos, pero no fue así. La ilusión de su venida me llevaba a soñar que le veía llegar montado en un caballo blanco. Sin embargo, no se olvidaba de mí: todas las semanas me enviaba, por correo, tebeos» | # 3 |.

A partir de noviembre de 1927, en que la familia se estableció en la capital, don Josemaría no se separó ya más de los suyos; pero pronto, inesperadamente, el sacerdote sería también cabeza de otra nueva familia. Doña Dolores y Carmen cuidaban entonces maternalmente a Santi. «También Josemaría se dedicaba mucho a mí —comenta éste—. Me sacaba de paseo cuando tenía algún rato libre, sobre todo los domingos. A veces me llevaba a merendar al Sotanillo, donde se reunía con muchachos con los que hacía apostolado. Yo no me enteraba mucho de la labor que hacía, pero allí estaba. Más tarde Josemaría ya no pudo dedicarme tanto tiempo porque lo tenía que dedicar a los primeros de la Obra. Para mí aquello fue como una nueva orfandad, ya que Josemaría y Carmen hacían, para mí, el papel de padres» | # 4 |.

El presentimiento de haberle llegado algo así como una segunda orfandad no era producto de una sensibilidad antojadiza sino de que, realmente, el corazón paternal de su hermano Josemaría albergaba una nueva familia. Con fino instinto infantil, y una sombra de recelo, Santi definía a los recién llegados como "los chicos de Josemaría". Y sus temores se vieron cumplidos en parte, pues los visitantes al piso de Martínez Campos eran cada vez más numerosos y la despensa de doña Dolores acusaba visiblemente el buen apetito de los invitados.

Muy diferente era la vida de Carmen. Entre otras cosas porque llevaba veinte años a su hermano pequeño y bien podía hacer respecto a él —como dice el mismo Santiago—, el papel de madre. El hogar, la orfandad del pequeño Santi y la viudez de su madre se disputaban las generosas inclinaciones del corazón de Carmen. Por otro lado, no le faltaba, en su mundo de sentimientos femeninos, una ilusoria vena romántica, a pesar de tener la cabeza bien sentada sobre los hombros. Soñaba con viajar, y era muy aficionada a la lectura | # 5 |. Descartadas voluntariamente las posibilidades que se le ofrecieron de casarse, Carmen tomó sobre sí el cuidado de la Obra, sin olvidar a los de su familia.

A la muerte de la madre la hija pasaba de los cuarenta. Aquella chica morena y garbosa que fue Carmen en su primera juventud, era ahora una mujer hecha y derecha, con valiosas experiencias en años de guerra y de paz, firme en sus convicciones, tenaz en la realización de sus propósitos y, al igual que sus hermanos, con una notable grandeza de corazón.

Por lo que concierne a la madre, doña Dolores era pieza maestra, hallada después de muchos años, para salvar la "etapa de la transición". Y nada tiene de asombroso, por lo tanto, que el hijo se alarmara al enterarse de su muerte. ¿Cómo recomponer el papel que tan eficazmente llevaba a cabo la Abuela? ¿Quién la reemplazaría en su función para con las mujeres que se acercaban a los apostolados de la Obra? Únicamente el Padre era quien creaba y transmitía el ambiente de hogar donde se realizaba la tarea de formación del grupo de mujeres, que por entonces se sentían llamadas a la Obra. Toda iniciativa partía del Padre; pero éste contaba también con el callado ejemplo de la Abuela, en cuyo hogar de Barbastro se había educado de niño. Al desaparecer doña Dolores, su primer lamento fue una queja espontánea y amorosa:

Dios mío, Dios mío, ¿qué has hecho? Me vas quitando todo; todo me lo quitas | # 6 |.

El meditado proyecto de que la Abuela cooperase en la administración material de los centros, ayudando en la labor apostólica, era decisión tomada tiempo atrás. Por su éxito habían ofrecido muchas oraciones y sacrificios los miembros del Opus Dei. Pero no tardó don Josemaría en darse cuenta de que, como siempre, el Señor va por delante, sabe más y mejor. Doña Dolores recibió su premio y Carmen pasó a ocupar el puesto que había dejado vacante la madre.

Y es que, vistas las cosas desde lo alto —porque en la vida del Fundador no cabe otear el horizonte de otro modo—, los acontecimientos, inexplicables a veces según el juicio de los hombres, adquieren perfecto sentido según las disposiciones de la Providencia. Así lo da claramente a entender lo que relatará don Josemaría en 1948, esto es a los siete años de fallecer su madre y haber asumido Carmen todas sus funciones.

En vísperas de salir para Roma, a mediados de mayo de 1948, don Josemaría se encontró con el Nuncio, quien le dijo haber leído en el Osservatore Romano que Carmen había sido recibida en audiencia por el Santo Padre; y añadió, con genuina sorpresa:

Yo no sabía que tuviera Vd. una hermana.

Vea, Sr. Nuncio, con qué discreción han trabajado conmigo mi madre, q.e.p.d., y mi hermana (...): sin ellas no parece posible el dar a la Obra esta delicadeza de hogar cristiano, de familia.

Y, tras una pausa, añadió:

De otra parte vea la gracia que ha derrochado el Señor, para que la calumnia no se cebara aquí, en esos años duros que V. E. Revma. nos ha visto vivir: porque ahora Carmen tiene cuarenta y tantos años, pero tenía sólo veintitantos cuando comenzaron a ayudarme... | # 7 |.

Gracias también a la presencia señorial y respetable de Carmen y doña Dolores, el Fundador pudo hacer intenso y abundante apostolado con mujeres. Entre el otoño de 1940 y el de 1942 atendía espiritualmente a muchas madres de familia en el confesonario y a otras personas dispersas por las provincias, en espera de que funcionara el primer centro de mujeres.

En esos años de "la contradicción de los buenos", Carmen, resistente y decidida, se entregó al servicio de la Obra en cuerpo y alma. Parte de dicho servicio consistía en cubrir la vacante dejada por doña Dolores. Carmen desempeñaba sus funciones de ama de casa y de administradora de Diego de León con profundo sentido de responsabilidad. No se concedía treguas. Trabajaba incesantemente; pero sin agobio, sin perder la cabeza, evitando atropellos y sin aturdirse por cualquier ligero contratiempo. Sus obligaciones comprendían infinidad de aspectos. Desde la búsqueda y adiestramiento del personal femenino hasta la enseñanza de la doctrina cristiana a esas empleadas del hogar.

Se le daba muy bien a Carmen la cocina —la verdad sea dicha— y tenía mano experta lo mismo para un frito que para un estofado, para una sopa o para un postre. Pero corrían los tiempos en que a las buenas cocineras se les apagaban los entusiasmos, habida cuenta de la escasez de provisiones, del sistema de cartillas y hasta de la ínfima calidad del carbón, que era la desesperación de las amas de casa. La cocina estaba en el sótano, y Carmen, que vivía en el primer piso, subía y bajaba veinte veces al día la empinada y estrecha escalera interior que comunicaba las diferentes plantas. La limpieza y la lavandería eran otras tantas engorrosas ocupaciones en aquella casa, que pronto pasó, entre unos y otros, de cuarenta residentes. Y, para llenar algún posible rato de ocio, estaban los extraordinarios, las comidas de invitados, la vigilancia de los suministros, las reparaciones, las notas de experiencias, buenas o malas, y el aprendizaje de una de las primeras mujeres de la Obra que Carmen tenía al lado: por esa época, Nisa | # 8 |.

Todos estos apostolados, globalmente conocidos como tareas domésticas, eran ineludibles. Luego estaban las ocasiones en que, discretamente, suplía la presencia de la Abuela en las reuniones de labores de aguja y ropero, donde siempre tenía algo que enseñar o alguna anécdota con la que animar la tertulia.

Había, en fin, los quehaceres reservados a la Abuela, como era el lavado de la ropa interior del Padre. Y cuenta un testigo que en Diego de León, «hacia los años 1941 y 1942, algunas veces se "enfadaba" tía Carmen con el Padre cuando aparecían sus camisas manchadas de sangre, como consecuencia de las penitencias duras que hacía, para ir sacando adelante la Sección femenina de la Obra, que estaba entonces a punto de recomenzar con nuevo impulso» | # 9 |.

Carmen —"tía Carmen", como se le llamaba— pronto se ganó el cariño de la gente de la Obra, ellos y ellas, viniendo a hacer en todo las veces de la Abuela. Con ocasión de los viajes se introdujo en la Obra la costumbre familiar de traer un pequeño regalo, que consistía en unos caramelos o alguna otra golosina. Era la Abuela quien solía guardar las chucherías en el cajón de una cómoda que tenía en su cuarto. Y cuando venían de visita sus nietos siempre tenía algo que darles, no sin haberse hecho antes un poco de rogar | # 10 |.

Tía Carmen reforzó esa tradición familiar a costa de su bolsillo. Se lo reclamaba el corazón, aunque no era dada a expansiones afectuosas. Este disimular las efusiones del ánimo valía también para definir las relaciones que entre sí mantenían los hermanos, ligados por un hondo cariño, pero sin excesivas manifestaciones externas. No era fácil a terceras personas adivinar hasta dónde llegaba el afecto, porque don Josemaría nunca hizo el más pequeño favor a sus hermanos a costa de la Obra. Ni les dedicó tampoco una sola hora del tiempo reservado a la formación de sus hijos espirituales. El celo de don Josemaría por la Obra hizo estallar, en más de una ocasión, el carácter de su hermana; pero al enjugar la última lágrima recobraba la serenidad y se metía de nuevo en faena. A Carmen le ocurría lo que a la Abuela, cuando se quejaba de que había días en que no veía a su hijo a pesar de vivir en la misma casa | # 11 |.

Sin embargo, pocos sabían con certeza hasta qué extremos alcanzaba el reconocimiento a los de su sangre. Porque su gratitud era algo más que una graciosa combinación de caridad y justicia. Todo favor recibido, por pequeño que fuese, despertaba en su alma la conciencia de una deuda, que estaba dispuesto a compensar gozosamente. El agradecimiento de don Josemaría iba más allá de una satisfactoria retribución. En su memoria quedaba siempre el recuerdo de una obligación no saldada por entero. Y solía pagar a los bienhechores con oración, mortificación y las intenciones aplicadas de su misa | # 12 |.

Porque, ¿a quiénes debía más que a los de su familia de sangre? Amor y gratitud se daban la mano al tiempo de cumplir con el cuarto mandamiento de la ley de Dios, que denominaba el dulcísimo precepto del decálogo | # 13 |.

De su estancia en Burgos en 1938 le venía a la memoria uno de sus viajes a los frentes de guerra: el cambio de tren en Miranda de Ebro; la estación de Haro, y luego Logroño, donde al pasar cerca de la tapia del camposanto le dio un vuelco el corazón. En el cementerio de Logroño estaba enterrado su padre | # 14 |. Para el Fundador, por razones al margen del simple amor filial, los restos de don José eran auténticas reliquias. E interiormente hizo el propósito de "rescatarlas" algún día. Rescatarlas del olvido y de la lejanía. Rescatarlas para todos los miembros del Opus Dei que, por designio divino, habían contraído una deuda espiritual con aquel cristiano caballero, aun antes de la fundación.

En diversas ocasiones había manifestado la Abuela su deseo de reposar junto al marido, en espera de la resurrección final. Así, pues, apenas se cumplió el primer aniversario del fallecimiento de doña Dolores, don José María Millán, antiguo compañero de Seminario en Logroño, avisó al Fundador que estaban ya hechas las gestiones que éste le había encargado para la exhumación de los restos de su padre. Y el 27 de abril de 1942 salía en auto, con Ricardo Fernández Vallespín al volante, para trasladar desde Logroño los restos de don José Escrivá. Con los permisos necesarios ya en regla, y provistos de una arqueta con caja de cinc, se presentaron en el cementerio el Padre y Ricardo en la mañana del miércoles 29 de abril. Al aproximarse a la sepultura vieron la losa apartada y a los sepultureros extrayendo la tierra. Pronto apareció el ataúd. Con el peso de la tierra habían cedido las tablas, que estaban sueltas y deshechas. Sin dificultad se recogieron los huesos. Soldaron luego la caja de cinc en una dependencia del cementerio y se volvieron enseguida a la capital | # 15 |.

La primera persona que encontró don Josemaría al entrar en Diego de León fue a Nisa. Llevaba el Padre su capa corta de paño negro y una arqueta bajo el brazo cuando le dijo en voz queda y tono de satisfacción: Aquí llevo los restos de mi padre , como quien ha cumplido, por fin, una honrosísima obligación | # 16 |.

En el oratorio de Diego de León, sobre una mesita cubierta de un paño negro, dejó la arqueta. Allí quedó hasta el día siguiente, excepto unas horas en que tuvo que llevarla a su cuarto y, por no ponerla en el suelo, la colocó encima de su cama | # 17 |. El 30 de abril fue enterrada la arqueta con los restos del Abuelo en el cementerio de la Almudena, a los pies de la caja de la Abuela, a lo ancho de la hoya | # 18 |.

Pasaron los años y, una vez acabadas las obras de reestructuración en la casa de Diego de León, sede de la Comisión Regional del Opus Dei en España, pudo completar don Josemaría su piadosa tarea. Los restos de ambos Abuelos fueron depositados en la cripta de la casa el 31 de marzo de 1969 | # 19 |. Así fue como vinieron a reposar en el sitio que les correspondía, en familia. Por parte del Fundador esto no constituía un acto de discriminación honrosa para con los de su sangre. Sus hijos mayores habían pedido al Padre que así lo hiciera, en justo agradecimiento a todos los bienhechores de la Obra, representados por quienes cooperaron desde la hora más temprana. Entre los bienhechores contaba don Josemaría a todos los padres y hermanos de los fieles del Opus Dei.

Hoy —comentaba el Fundador un día de 1973— cuando vaya a la cripta donde descansan los restos de mis padres, no rezaré sólo por ellos. Mi oración de agradecimiento y de sufragio por esas almas se extenderá a los padres y a los hermanos de todos los que forman el Opus Dei, y naturalmente rezaré por todas las almas del Purgatorio, incluyendo a aquellas que —estoy seguro de que lo hacían con buena intención— no entendieron o pusieron dificultades para mi trabajo o para el trabajo del Opus Dei | # 20 |.

* * *

Los primeros y principales acreedores en la tierra a la gratitud del Opus Dei eran, sin ningún género de duda, los Escrivá. Cara a Dios la vida del Fundador se componía de deudas, espirituales y materiales, para con los de su sangre: padres y hermanos. Y, en el trance de poner en marcha las administraciones de los centros de la Obra, las obligaciones contraídas a favor de la madre y hermana eran de mayor cuantía. Nadie lo sabía mejor que el Fundador. Carmen estaba colaborando en los cimientos del "apostolado de los apostolados", y aprendía de su hermano a tratar a las empleadas del hogar.

Cierto día, posiblemente en 1944, a uno de los estudiantes que vivían en Diego de León se le ocurrió una idea que había pasado ya anteriormente por la cabeza de otras muchas personas. Más que curiosidad era extrañeza: ¿por qué Carmen y Santiago no pertenecían al Opus Dei? El joven en cuestión dirigió la pregunta al Padre, que muy bien podía haberle contestado, pero prefirió que fueran los interesados quienes le sacasen de dudas: Esto es asunto suyo; si quieres, pregúntaselo tú , le respondió | # 21 |. La respuesta era, sencillamente, que la vocación personal de Carmen y Santiago no consistía en ser miembros de la Obra sino en colaborar del modo que lo venían haciendo.