1. Recomienzan las catalinas

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Los Albás —rama materna del Fundador—, a la par que una larga parentela, tenían en su haber el don de gentes. Era indudable que poseían, como rasgo de herencia, un fácil y fecundo trato social. En diversas ocasiones de su agitada existencia le ocurrió a don Josemaría tropezar con la evidencia del hecho; así, por ejemplo, el día mismo de su entrada en zona nacional. Nos lo cuenta en las anotaciones que inauguran un nuevo cuaderno de Apuntes íntimos, cuando, guiado por el instinto histórico, decide recomenzar las suspendidas Catalinas |# 1|:

Pamplona 17 de diciembre de 1937: Hoy, antes de entrar en ejercicios, con las notas que he tomado desde el día 11 de este mes, voy a recomenzar el diario (?): las catalinas |# 2|.

(Aquí echa una ojeada al pasado, para rescatar del olvido los sucesos de su primera semana en zona nacional).

Día 11 de diciembre. Emoción, muy justificada, al pasar el puente internacional. Rezamos fervorosamente, a la vista de la bandera española... [...]

Se precisa que den por nosotros una garantía, para poder entrar en la Patria. Llamo, por teléfono, al Sr. Obispo de Vitoria. Don Xavier está en Roma. Lo siento. —Unas señoras, que están en teléfonos, se dan cuenta de mi pequeña contradicción: resultan amigas de la familia de mi madre, me ofrecen la garantía y su casa. Doy las gracias, pero no acepto |# 3|.

Por lo visto, don Josemaría no había agotado sus recursos:

Llamo, seguidamente al Sr. Obispo de Pamplona: calurosa acogida. ¡Qué rebueno es este santo señor Obispo! En seguida pide comunicación telefónica con la Comandancia Militar de Fuenterrabía y nos avala. Me cita, en Zumaya, para mañana; y me dice, con verdadero afecto, que vaya con él a su Palacio |# 4|.

Los del grupo del Padre pasaron la noche en el Hotel Peñón de Fuenterrabía. Por la mañana les dijo misa y, uno tras otro, fueron alzando el vuelo. A José María Albareda le retuvieron los suyos en San Juan de Luz. Manolo se quedó en Fuenterrabía con algunos de su familia. Tomás Alvira se dispuso para irse a Zaragoza. Y todos los demás, que estaban en edad militar, se presentaron a las autoridades en el cuartel de Loyola de San Sebastián. A todo esto, don Josemaría envolvió sus cosas en un periódico, las lió con una cuerda, y dejó el paquete, que era todo su valioso equipaje, al cuidado del conserje del Hotel Peñón, yéndose luego al encuentro del Sr. Obispo en Zumaya, lugar de vacaciones próximo a San Sebastián. Una vez allí, le dijeron que el prelado estaba, a esa hora, en Zarauz, un pueblecito cercano. Allá se fue el sacerdote, con su ropa de excursionista y sus botas de marcha. Al fin, encontró a Mons. Olaechea en casa del marqués de Narros, donde se daba una gran fiesta de hermandad ítalo-española. El Obispo, cuenta, me abraza y agasaja, en medio de toda aquella concurrencia, y me presenta al embajador de Italia. Me invitan al banquete |# 5|. Por fortuna, en ese punto apareció uno de los que dirigía espiritualmente en Madrid: el Ángel Custodio me trae a Juan José Pradera (que nunca asiste a esta clase de fiestas, y hoy —¡claro!— asistió). Juntos se fueron a charlar y almorzar en un restaurante.

Pasó la tarde en compañía del Obispo. Visitaron el estudio del pintor Zuloaga y, de regreso a San Sebastián, el prelado arrancó a don Josemaría la promesa de que iría a descansar unos días al palacio episcopal de Pamplona. En San Sebastián, las Teresianas le buscaron una pensión; y don Josemaría les dijo misa al día siguiente.

Día 13 de diciembre, anota en los Apuntes: celebro por D. Pedro, encomendándome a él: más que sufragio por su alma (santa, aun sin el martirio) es pedirle su intercesión.

Me ofrecen dinero las Teresianas: yo les pido chismes de aseo, para los míos: comprarán cuatro peines, cuatro tijeras, y jabón |# 6|.

Las Teresianas le regalaron ropa y unos zapatos usados, que permitieron al sacerdote desprenderse de aquellas "botas-lago" del paso de los Pirineos. Bien le vino, porque con zapatos estaba un poco más presentable, y esa semana se anunciaba como de gran actividad social y apostólica. No parecía sino que en el trayecto Fuenterrabía — Irún — San Sebastián se hubieran dado cita las viejas amistades de Madrid. Le bastaron al sacerdote dos visitas para encontrarse a unos parientes de don Alejandro Guzmán, a los Aguilar de Inestrillas |# 7|, a los condes de Mirasol |# 8|, a los Guevara |# 9|, a las Bernaldo de Quirós, a las Vallellano |# 10|, a los Sres. de Cortázar y..., quién lo iba a decir, a María Luisa Guzmán, a la marquesa de los Álamos |# 11| y a María Machimbarrena, hermana suya. Precisamente el trío de mujeres que le acompañó antaño a entrevistarse con el Subsecretario del Ministerio de Gracia y Justicia, en tiempos de la monarquía, para indagar sobre el puesto que le tenía reservado don José Martínez de Velasco, con miras a obtener un oficio eclesiástico estable en Madrid. De ese grupo formaba también parte Carolina Carvajal, Dama de Palacio y hermana del Conde de Aguilar de Inestrillas. Carolina era la Dama que intercedió en 1931 ante don Pedro Poveda, secretario del Patriarca de las Indias, el cual ofreció a don Josemaría una Capellanía de Honor honoraria. (Rechazada por el interesado) |# 12|.

Decididamente, el mundo era un pañuelo. Y, para terminar de curarle de sorpresas, sucedió que, estando en casa de los Mirasol, una sobrina de Luz Casanova, la Fundadora del Patronato de Enfermos, le declaró de buenas a primeras que tenía vocación para la Obra. Don Josemaría lo tomó con calma |# 13|.

La verdad es que no había pasado los Pirineos para hacer vida de sociedad en el País vasco. Aprovechando las visitas recogía, aquí y allá, datos sobre el paradero de personas conocidas. En conferencia telefónica con Bilbao, localizó a tres residentes de Ferraz: Arancibia, Carlos Aresti y Emiliano Amann. En San Sebastián se encontró con Vicente Urcola y con la familia de Joaquín Vega de Seoane, otros dos chicos de San Rafael |# 14|. Con estos y otros nombres, que fueron saliendo enganchados unos en otros, como las cerezas, don Josemaría recomenzó su fichero apostólico.

En las catalinas del 16 de diciembre se lee:

Sigo mareado, pero procuro que no lo noten [...]. Dije misa por D. Víctor Pradera |# 15|: asisten su viuda y su hijo.

Encantado de no recibir estipendios: Señor, ahora sí que soy pobre de solemnidad: tú verás lo que haces con tu borrico |# 16|.

No es preciso advertir que su indumentaria dejaba mucho que desear. Se había hecho unas fotos en San Sebastián y, como él mismo reconocía, tenía pinta de facineroso, con el rostro demacrado y la cabeza embutida en el amplio cuello del jersey azul de los días de Rialp. Pero, hasta la fecha, nadie le había ofrecido una sotana. En tales condiciones tuvo el arranque de renunciar a toda clase de estipendios, que era su única, previsible, fuente de mantenimiento. Abrigaba el deseo de que los sacerdotes de la Obra estuvieran desprendidos de todo, hasta de los recursos ministeriales, como holocausto de pobreza; era un pensamiento que le rondaba de antiguo. Y así, preocupado un día por los dineros —por la falta de dinero—, meditó las palabras del salmo: iacta super Dominum curam tuam et ipse te enutriet |# 17|. Dispuesto a abandonarse en manos del Señor, no se paró en barras y llevó su resolución al extremo; de ello hace memoria en una catalina |# 18|.

El 17 de diciembre salía don Josemaría para Pamplona. De nuevo aparece su Ángel Custodio en las Catalinas: A las cinco y media en punto (hora señalada anoche), me despierta el Relojerico: el despertador, que nos dejaron en la pensión, no tocó |# 19|. El coche de Pradera, en el que iba, sufrió dos parones a causa de la nieve. No debía estar de mal humor el sacerdote cuando, al entrar en tierra navarra, cantaba por lo bajo aquello de:

La Virgen del Puy de Estella,

le dijo a la del Pilar:

— Si tú eres aragonesa,

yo soy navarra... y con sal |# 20|.

A la hora del almuerzo, muerto de frío, llegó al palacio episcopal. De sobremesa le dijo al prelado que venía con la intención de hacer esos días un retiro espiritual. Bien, pero el Sr. Obispo, que no quería que saliese de palacio, le preparó unos libros para las meditaciones o lecturas, y le regaló un ejemplar del Nuevo Testamento, de la edición bilingüe de don Carmelo Ballester |# 21|. Solamente una cosa le preocupaba al Padre de momento, antes de hacer el retiro. ¿Qué era de sus hijos? Juan y Miguel habían sido destinados a Burgos; pero nada sabía de Pedro Casciaro y de Paco Botella, hasta que a media tarde le avisaron por teléfono que ambos se encontraban ya en el cuartel de Pamplona.

Una vez obtenida la dirección de las oficinas de la Vicaría General de la diócesis de Madrid, que temporalmente estaba en Navalcarnero, un pueblo madrileño en zona nacional, escribió a don Francisco:

Pamplona — 17-Diciembre-1937

Excmo. Sr. D. J. Francisco Morán — Navalcarnero

Mi muy querido y venerado Señor Vicario:

Después de mil peripecias, superadas por evidente protección de mi Padre-Dios, pude lograr evadirme del campo rojo [...]. Me he acogido al calor de mi gran amigo el Sr. Obispo de Pamplona, y en su Palacio estoy, donde comenzaré mañana —solito— los santos ejercicios.

Si el Sr. Vicario no me dice otra cosa, entenderé que le parece bien que me dedique inmediatamente, cumpliendo la Santa Voluntad de Dios, a trabajar según mi vocación particular en la dirección de las almas que V. E. conoce, y que están repartidas por todo el territorio Nacional. Por cierto: ¡qué heroicos, todos, sin excepciones!

Ruego a mi Sr. Vicario que haga presente a nuestro amadísimo Prelado cómo, en medio de tantas tribulaciones, a diario hemos pedido por S. E. Rvma.

Ya sabe, Padre, que le quiere su affmo. s. y a. q. b. s. m. y le pide su bendición

Josemaría Escrivá |# 22|.

También escribió a Josefa Segovia, de la Institución Teresiana. Era una carta mixta de condolencia y de gozo al evocar en ella a don Pedro Poveda:

[...] no me sufre el corazón más espera, y ahí van estas líneas... de padre y de hermano.

¡Qué alegría, después de la pena de perderlo —muchas lágrimas—, saber que sigue queriéndonos desde el cielo!: precisamente éste fue el tema de una de nuestras últimas conversaciones |# 23|.

El día 18, anotaba: Desde ahora, puestas al día, tendrán más vida estas Catalinas. Y, a continuación, copió en el cuaderno el Plan de ejercicios, para aplicarse diligentemente, esa misma noche, al primer punto del Plan: Pureza de intención y fin de estos ejercicios. Veamos lo que tiene que decir sobre ello:

Muy breve voy a ser, en estas notas de ejercicios. No me lleva a este retiro más que el deseo intensísimo de ser mejor instrumento, en las manos de mi Señor, para hacer realidad su Obra y extenderla por todo el mundo, según Él quiere. El fin inmediato y concreto es doble: 1/ íntimo, de purificación: renovar mi vida interior; y 2/ externo: ver las posibilidades actuales de apostolado de la Obra, y los medios, y los obstáculos |# 24|.

Examinándose, rebuscando interiormente, hubo de reconocer, en la presencia de Dios, que entre tantas y tan abundantes miserias encontraba, sin duda, flaqueza, pequeñez; pero nunca voluntad de ofender a Dios, fríamente |# 25|.

Durante ese retiro hizo oración —oración de niño, con expansiones de niño— y lloró —con llorar de dolor: de dolor de Amor— ante su falta de correspondencia a la gracia. En cuanto hurgaba ligeramente en su conciencia, se alzaban ante su vista fallos y omisiones e, infinitamente más alta, la Misericordia divina; y le venía de nuevo en abundancia el don de lágrimas: [...] quedo solo deshecho en lágrimas: ¡tan cerca de Cristo, tantos años, y... tan pecador! La intimidad de Jesús conmigo, su Sacerdote, me arranca sollozos |# 26|.

Si intentaba concentrarse en un punto de la meditación, se le escapaba, entre sollozos, el hilo de las consideraciones: La oración de Cristo: Me salí del tema. Llorar, clamar; clamar y llorar: ésa ha sido mi meditación. ¡Señor: paz! Y ante el ejemplo de los santos se le saltaban fácilmente las lágrimas: Lloré —soy un llorón— leyendo una vida de D. Bosco, que pedí esta mañana al familiar del Sr. Obispo. Sí: quiero ser santo. Aunque esta afirmación, tan difuminada, tan general, me parezca de ordinario una tontería |# 27|.

En fin, tampoco pudo contenerse a la hora de la confesión, cuando vivos sentimientos de dolor de Amor conmovían todo su ser: He confesado con D. Vicente Schiralli y —¿cómo no?— he llorado a moco tendido delante de este santo señor. Llorón, llorón y llorón. Pero ¡benditas lágrimas, don de Dios, que me dan una alegría honda y un goce, un no sé qué, que no sé explicar! |# 28|. Hasta el punto, dice, que me preocupaba este desbordarse de mi ternura en Cristo |# 29|, como un niño. De suerte que no le avergonzaba comportarse como niño candoroso e ingenuo, que comete alguna que otra osadía espiritual.

Cierto día —el 22 de diciembre, para ser exactos— el Vicario había consagrado en la capilla de palacio los cálices que iban a enviarse a los sacerdotes castrenses. Don Josemaría se aseguró de que nadie rondaba por allí: Me quedé un momento solo en la capilla, y puse, para que mi Señor se lo encuentre la primera vez que baje a esos vasos sagrados, un beso en cada cáliz y en cada patena: Eran veinticinco, que regala la Diócesis de Pamplona para el frente |# 30|.

Había nevado. La temperatura era baja ese mes de diciembre en Pamplona. El frío le calaba los huesos. La meditación de la muerte no caldeó sus sentimientos, pero sí la meditación sobre el juicio, la cual le arrancó de nuevo lágrimas y firmísimos propósitos:

Mucha frialdad: al principio, sólo brilló el deseo pueril de que "mi Padre-Dios se ponga contento, cuando me tenga que juzgar". —Después, una fuerte sacudida: "¡Jesús, dime algo!", muchas veces recitada, lleno de pena ante el hielo interior. —Y una invocación a mi Madre del cielo —"¡Mamá!"—, y a los Custodios, y a mis hijos que están gozando de Dios... y, entonces, lágrimas abundantes y clamores... y oración. Propósitos: "ser fiel al horario, en la vida ordinaria", y, si me lo permite el confesor, "dormir sólo cinco horas, menos la noche del jueves al viernes que no dormiré": concretos y pequeños son estos propósitos, pero creo que serán fecundos |# 31|.

(Para mejor apreciar la "pequeñez" de los propósitos, es preciso tener en cuenta que durante esos ejercicios renovó también las antiguas penitencias: en la comida, en el sueño y en todo: lo acostumbrado antes de la revolución. Pensaba para sí que, comparados con los hechos en años anteriores, esos ejercicios no merecían la calificación de fuertes. Unos ejercicios fuertes —asegura— no habría podido hacerlos. Suavizados con la caridad del Señor Obispo de Pamplona, sí. Dios, mi Padre, que siempre dispone las cosas maternalmente) |# 32|.

Don Marcelino Olaechea procuraba hacerle llevadero su retiro espiritual, interviniendo en amable tertulia a las horas de comer. El 20 de diciembre apareció en palacio el Delegado Apostólico, monseñor Hildebrando Antoniutti |# 33|; y cuando, a la hora de la cena, el prelado hizo sentarse a don Josemaría a la diestra del ilustre huésped, todavía llevaba el sacerdote el jersey azul y los pantalones de pana de los Pirineos. (La mera presencia de don Josemaría en tan curiosa indumentaria reclamaba a gritos una sotana. Por eso resulta curioso que, hasta la víspera de la Navidad, no haya en las Catalinas la más leve alusión a ella) |# 34|.

Entre los puntos referentes al trabajo inmediato que se había señalado, para emprender después del retiro, se lee: Debo preocuparme de ver con frecuencia a los nuestros, estar con ellos en discreta relación epistolar (hay censura); y, si se alarga, si se retrasa la toma de Madrid, debo poner una casa —un apeadero— a donde puedan acudir todos, cuando obtengan licencia |# 35|.

La víspera de Navidad se presentó en Pamplona José María Albareda. Traía buenas noticias. En Madrid sabían ya del paso a la zona nacional. Habían recibido las primeras tarjetas enviadas desde Andorra al Cónsul y a Isidoro (Ignacio), el cual, en esa misma fecha, escribió a San Juan de Luz:

«Hoy 7 de diciembre de 1937.

Mi querido amigo José María: Para que esta vez no se queje de mi tardanza en escribirle le contesto a vuelta de correo a esa linda villa donde está pasando sus vacaciones descansando de sus ocupaciones de París.

Todos mis familiares siguen perfectamente; al pequeño Chiqui lo tengo ahora provisionalmente por el sur; no tardará en regresar. A pesar del invierno tan crudo que experimentamos, la abuela y los tíos se encuentran admirablemente. Con mi hermana Lola me escribo con frecuencia; es probable que su primo venga a vivir con nosotros un día de éstos.

¿Cómo siguen sus peques?

Deseando termine felizmente sus vacaciones y con saludos de toda mi familia, le recuerda y abraza su buen amigo.

Ignacio» |# 36|.

La sugerencia que rondaba la mente de don Josemaría en el retiro espiritual, sobre si poner un centro provisional en Burgos, se había convertido ya en propósito firme. La tarde de Navidad comieron con el Padre quienes estaban entonces en Pamplona: José María Albareda, Pedro y Paco, a los que se agregó José Luis Fernández del Amo, un chico de San Rafael destinado al mismo cuartel que Pedro y Paco. Durante la sobremesa, que fue larga, les explicó el Padre que tenían que abrir un centro en Burgos. Allí mismo, de tertulia, se estudió el proyecto del oratorio. Y para que no quedase todo en humo, que flota y se desvanece, José Luis se comprometió a hacer el dibujo del cáliz, que Albareda encargaría luego en una platería de Zaragoza. La idea tomaba cuerpo. El 28 de diciembre continuaban los encargos, como cuenta en una catalina: Compré un ara, en las oficinas del Obispado. —Por la tarde, con Fernández del Amo, estuve en la herrería donde harán los candeleros, la cruz, etc., para el oratorio que se abra en Burgos..., si se abre |# 37|.

Se acercaba el fin de año y don Josemaría se resistía a seguirle el humor a Mons. Olaechea, que, cuando el huésped le habló de marcharse, le había contestado en broma: «treinta años tiene que estar conmigo; ni hablar, de marcharse». Días más tarde insistió de nuevo y el Obispo esgrimió entonces el argumento que venía ocultando, como se deduce de una anotación en los Apuntes: Se enfada: me dice que, si me voy, tengo que volver pronto; y que no quiere que me vaya de aquí sin que me hagan los hábitos —sotana y dulleta— que él me regala |# 38|.

Le tomaron medidas para el traje talar; era el 29 de diciembre.

Día 4 de enero: —Me traen la sotana y la dulleta. Se me ocurrió decir al sastre que no me las hiciera muy apretadas: y floto. Me ha hecho la ropa, para que pueda meter dentro los cuarenta kilos que me faltan |# 39|. También le faltaba el sombrero. El Obispo, sin andarse en contemplaciones, quitó la borlas del suyo y se lo prestó hasta que le llegase el que habían encargado. No dándose por vencido, todavía se empeñó Monseñor en que su huésped permaneciese en palacio hasta el día de su cumpleaños, 9 de enero, en que le prepararía un buen festejo. A estas razones le contestaba invariablemente don Josemaría: El Sr. Obispo está cansado de trabajar; y yo estoy cansado de descansar |# 40|.

Gracias a la diligencia de los amigos que le iban saliendo al paso, aumentaba el número de direcciones en el fichero del sacerdote. Por carta, por telegrama, por teléfono, le saludaban unos y otros: quienes habían pedido la admisión y los que estaban en vías de incorporarse a la Obra poco antes de estallar la guerra civil; y los muchos que habían pasado por la residencia de Ferraz |# 41|. Había sido una búsqueda a fondo. De manera que, antes de acabar el año, había comunicado personalmente con todos sus hijos en zona nacional, según informaba con mucho contento a Ricardo Fernández Vallespín:

Querido Ricardo: Por fin, ¡qué alegría al recibir tu carta!

[...] ¡Cuántas gestiones inútiles, para dar con vosotros! Apenas pasamos la frontera, comenzó la inquisición: y... tú verás: desde el 11 al 31, que llega tu carta, ¡veinte días eternos!

El abuelo dice que da muchas gracias a Dios, porque ya ha localizado a todos los nietos |# 42|.

El poder hablar o escribir a sus hijos, aun con las trabas de la censura, era más que media vida para el Padre. La correspondencia con Isidoro a través de Francia funcionó bien, sin grandes retrasos ni serios percances, habida cuenta, naturalmente, de las circunstancias bélicas. Ello fue de gran consuelo para los de una y otra zona. Sobre este punto, refiriéndose al alivio que suponía el tener noticias de todos, abría el Padre su corazón a uno de los suyos en zona nacional:

[...] Hoy hemos escrito a mis pobres hijos de Madrid, y a la abuela y mis hermanos. De ellos, hemos recibido ya cinco cartas; la última, con fecha 26 de enero. Están perfectamente enterados de las cosas de la familia. ¡Lástima que antes no hubierais vosotros encontrado algún medio de comunicación! Lo más duro, con haber tantas cosas crueles, era no saber nada de vosotros, en aquel infierno rojo. A los nuestros, que no han podido salir de la tiranía marxista, ya les hemos quitado esa pena. Creo que les hemos escrito, desde que nos encontramos libres, más de diez veces |# 43|.

El 7 de enero salió don Josemaría para Vitoria. Allí le acogió con todo cariño Mons. Javier Lauzurica, a la sazón Administrador Apostólico de la diócesis. Charlaron de un asunto de conciencia que traía para consulta y, a la mañana siguiente, partió para Burgos.