8. El paso de los Pirineos

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Quienes quedaban emboscados en la Baronía de Rialp se despidieron de aquella expedición, que arriesgaba mucho a cambio de la libertad. Más seguro, pensaban, era el continuar oculto en las "barracas". Pero nunca se sabe cuál es la mejor solución. Faltaban solamente unas semanas para acabar la guerra cuando fusilaron a mosén Josep, que pasó a engrosar a última hora la impresionante lista de sacerdotes muertos en Lérida |# 183|. Al grupo del Padre los acontecimientos —y la Providencia— les llevaron salvos allende la frontera. Una simple demora de días en Madrid y se hubieran encontrado con el estallido de un proyectil en la habitación que alquilaron en la calle de Ayala. Un breve retraso en dejar la pensión de Barcelona, y a esas horas estarían todos en prisión. (Ante la sospecha de que en aquella pensión de la Diagonal se ocultaban algunas personas, entró la policía a hacer un registro. La casa era ya nido sin pájaros, pero doña Rafaela acabó en una checa, de donde salió, por milagro del cielo, un mes más tarde) |# 184|.

Eran las seis, y de noche, cuando dejaron la cabaña de San Rafael. El sacristán de Peramola abría la marcha. Le seguía Mateo. Y los otros se esforzaban por no distanciarse. El de cabeza apretaba el paso. Juan, que iba al lado del Padre notó que éste, de cuando en cuando, se preguntaba a sí mismo, en voz baja, si debía continuar caminando o, por el contrario, volverse atrás. «No veía lo que tenía que hacer —nos explica Juan—, como si de pronto se sintiera abandonado, como si le faltara la ayuda sobrenatural, como si fuera una prueba permitida por Dios, que le exigía un tremendo esfuerzo para imponerse a su preocupación momentánea y seguir a contrapelo. Me entró pánico, pensando que pudiera ser una decisión terminante. Sin vacilar, le cogí del brazo, dispuesto a no dejar que se volviera, y así se lo dije con una crudeza realmente incorrecta. Lo recuerdo con horror, pero fue inevitable, porque yo sabía que su decisión era no seguir y por eso me sentí obligado a actuar» |# 185|.

Pedro Casciaro expone, en el diario de aquellas jornadas, en qué consistía esa incorrecta crudeza: «el Padre insiste en quedarse en Peramola, para regresar a Madrid. Juan va detrás de él, y, en esas ocasiones, le dice cosas como éstas: "A Vd. lo llevamos a Andorra, vivo o muerto". Y es que el Padre pone como argumento que se encuentra tan flojo que se cree incapaz de llegar andando hasta la frontera» |# 186|.

Con el episodio de la rosa de Pallerols don Josemaría había quedado sosegado en el fondo de su conciencia. No contrariaba la voluntad de Dios, es verdad. Pero no por eso dejaba de sentir las inclinaciones vehementes de su corazón de Padre, que quería estar con los suyos, de una y otra zona. Y, puestos a considerar las dificultades, ¿acaso no tendrían más necesidad de él los de la zona republicana? No parecía sino que el Señor trabajaba la entraña de sus sentimientos paternales. De modo que, con claridad de entendimiento, hasta veía en la cariñosa brusquedad de Juan un firme punto de apoyo para continuar adelante y no echarlo todo a rodar. (Paco Botella comenta que «Juan ofrecía una actitud de sumisión absoluta y, a la vez, de decisión enérgica, delante del Padre») |# 187|. Juan, testigo de las recientes pruebas sufridas por el Padre, era consciente de que su papel no era persuadir sino actuar.

Se hizo un alto en la oscuridad. Media hora parados al frío. Juan vomitó la cena. Regresó el guía con unos pares de alpargatas para quienes iban peor calzados. (Los contrabandistas preferían que la gente, no habituada a caminar de noche, llevasen alpargatas de cáñamo, para evitar resbalones y estrepitoso rodar de piedras). Continuaron la marcha por bosques espesos y sendas de mala muerte. Juan sufrió una aparatosa caída, rodando por una ladera. Poco antes de la media noche, el guía les condujo a unas cuevas al pie de El Corb. La entrada era una cavidad medio cegada por piedra y adobe, con una estrecha puerta; y, encima, la pared del monte, cortada a tajo. A los expedicionarios les vino a la mente la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Era honda, ramificada y dividida por muros de piedra. A la luz de una lumbre vieron la suciedad del suelo, el techo ahumado, pesebreras y cocina. Todo daba a entender que en aquella guarida habían pernoctado hombres y bestias.

En lo más profundo les aguardaba un joven de ventitantos años, vestido con traje de pana y abarcas, de aspecto adusto y reservado. Su presentación ante los recién llegados, a modo de saludo, fueron unas frases duras y autoritarias: «Aquí mando yo, y los demás a hacerme caso. Andaremos en fila, de uno en uno, y no hablar, nada de ruidos. Cuando yo tenga que avisar algo, lo diré a los primeros de la fila, y que se lo pasen de unos a otros. Nadie se separará de la fila y nadie se quedará en el camino. Si alguno se pone malo y no puede seguir, se quedará, y si alguno quiere acompañarle, que se quede» |# 188|. (Los intermediarios llamaban a este guía Antonio. Como luego se averiguó, no era ése su verdadero nombre).

Descansaron como pudieron. Un par de horas antes del alba se pusieron otra vez en camino, por veredas empinadas. Cruzaron un barranco y, entre la niebla, varias personas más se agregaron a la fila. Orillaron así, al amanecer, la falda del Sultán de Grameneras, entre espesos bosques de pinos y carrasca, para caer con los primeros rayos del sol naciente en un paraje que llaman la Espluga de las Vacas, en el barranco de la Ribalera. Allí cerca se despeñaba un chorro de agua en cola de caballo.

El Padre se dispuso a decir misa, no sin el temor de que se produjera alguna irreverencia, porque durante la marcha nocturna se habían oído blasfemias. Estaban al pie de un alto acantilado, que les resguardaba del viento y del frío. En aquellos momentos apareció un muchacho. Se llamaba José Boix y venía de casa Juncás, una masía que se entendía con los organizadores. Traía comida para los caminantes. José ayudó de buena gana a preparar un altar colocando una piedra, más o menos plana, encima de unas rocas desprendidas del cortado |# 189|.

Era domingo, 28 de noviembre. El Padre anunció a los circunstantes, poco más de una veintena, que iba a decir misa. Esto despertó la curiosidad de unos y la expectación de otros. Probablemente ninguno de ellos había oído misa desde julio del año anterior. El Padre dijo la misa de rodillas. Paco y Miguel, también de rodillas, a ambos lados del altar, que era muy bajo, sostenían el corporal para que no se volaran las formas, si es que venía un golpe de viento. Algunos de los compañeros de viaje comulgaron con mucha devoción. Entre ellos un joven estudiante que se había juntado al grupo la noche anterior |# 190|.

A José Boix, entonces casi un niño y al tiempo de relatar sus recuerdos hombre hecho y derecho, le extrañó que el sacerdote, nada más llegar, deseara celebrar misa. El muchacho había salido muchas veces de mañana al encuentro de otras expediciones de fugitivos. Sabía que en muchas de ellas iban sacerdotes. «Entre los que pasaron por aquella finca en aquellos años, no hubo ninguno dispuesto a decir misa», nos dice. La unción del sacerdote debió tocarle el alma: «Creo que fui testigo de una acción propia de un sacerdote santo», añade |# 191|.

El joven estudiante catalán, que se había juntado la noche anterior, llevaba un diario de su huida. En sus páginas recogió los momentos que le parecieron más notables de esas jornadas. Al llegar al 28 de noviembre escribe lo siguiente: «Aquí tiene lugar el acto más emocionante del viaje: la Santa Misa. Sobre una roca y arrodillado, casi tendido en el suelo, un sacerdote que viene con nosotros dice la Misa. No la reza como los otros sacerdotes de las iglesias [...]. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un santo» |# 192|.

Desayunaron pan y embutido, con algo de vino, y cada uno se acomodó, como Dios le dio a entender, en aquel abrupto terreno, donde no había dos palmos en horizontal. A las tres de la tarde les dieron de comer algo de conejo frito. Poco debió ser, porque tuvieron tiempo de sobra para rezar el rosario y reconocer aquel paraje de rocas hasta las cuatro, «hora —escribe el cronista de turno— en que nos pusimos de nuevo en marcha, mal comidos y mal dormidos» |# 193|.

Las marchas eran nocturnas. Pero, la etapa siguiente, la subida al monte Aubens, resultaba particularmente peligrosa de noche. Era preciso alcanzar la cumbre todavía con luz, por lo que se pusieron en camino a media tarde. La aproximación a la falda del monte se hacía por pendientes no muy pronunciadas, aunque con espesos matorrales. Una hora más tarde alcanzaron el canal de la Llasa, donde fue preciso trepar de frente. Esto era juego de niños para el guía, que escalaba ágilmente las peñas y se asomaba sin vértigo a los precipicios. Empezaba a anochecer y Antonio, el guía, metía prisa a los rezagados. Tomás Alvira, desfallecido, se tumbó. No podía dar un paso más. El guía, fríamente, dio orden de seguir. Había que abandonar a aquel hombre a su suerte si es que querían alcanzar la cima a tiempo. «Lo mejor será que se vuelva, porque si no lo tendremos que dejar por el camino», explicaba Antonio. El Padre habló entonces con él y logró hacerle cambiar de parecer. Luego animó a Tomás: No hagas caso. Tu seguirás con nosotros como los demás, hasta el final. («Nos encomendábamos constantemente a los Ángeles Custodios», añade Tomás en su relato) |# 194|.

Se les vino encima la noche. En la cumbre, detrás de los riscos de subida, se hallaron con una meseta cubierta de yerba esponjosa, que era una delicia para los pies. El descenso por la otra vertiente lo hicieron por terrenos húmedos, entre bosques de pinos, por las bajadas de arrastre de troncos usadas por los leñadores. Eran frecuentes los resbalones y terminaron sangrándoles las manos al tener que agarrarse a las matas de espino.

En una de las breves paradas de descanso, ya en el valle, desapareció el guía. Poco más tarde reapareció, sin dar información alguna sobre dónde se hallaban. Era ya muy entrada la noche cuando, con muchas precauciones y en grupos de tres o cuatro, atravesaron una carretera (la de Isona), para reunirse poco más allá de un puente (sobre el río Valldarques) y atravesar enseguida, con agua hasta la rodilla, el río Sellent. Les quedaba más de una legua de camino y el guía estaba intranquilo. El Padre no se tenía de pie; pero, cogiendo del brazo a Antonio, le daba conversación para tranquilizarle. Pronto dejaron a la izquierda el pueblo de Montanisell y llegaron, agotados, al último trecho de la etapa, cuando empezaba a clarear. Y ése era el temor del guía, porque el camino a casa Fenollet, donde rendía la jornada, era visible desde el pueblo de Orgañá, donde había apostadas varias unidades de vigilancia |# 195|.

A la fría luz de la amanecida entraron en Fenollet, una casa de campo perdida a mil metros de altura. Estaba al resguardo del monte y tenía amplios corrales para el ganado. Tan pronto llegaron, el Padre distribuyó la comunión a los suyos, consumiendo todas las Formas que se habían traído consigo de la misa en la Ribalera, porque se habían vuelto a oír blasfemias la pasada noche, durante el camino.

Les avisó el guía de que aún quedaban tres días de marcha, sin posibilidad de aprovisionamiento y, luego de darles órdenes de no salir del corral en que se hallaban, desapareció Antonio. Había allí establos y apriscos. Se acomodaron los fugitivos como pudieron, durmiendo toda la mañana entre el rumor de balidos y cacareos, y el tintineo de las esquilas del ganado. Solamente el Padre, que estaba en duermevela, se dio cuenta del peligro que habían corrido cuando, a media mañana, recibieron en la casa la visita de dos milicianos. Preguntaron éstos a la casera si había visto acaso señales de fugitivos. No se alteró la mujer. Les sirvió unos vasos de vino y se marcharon. (Esta noticia no proviene, ciertamente, del cronista del diario, que, según él mismo cuenta, se esforzaba por imaginarse en sueños la blandura de un pajar, que le resultaba «una quimera irrealizable») |# 196|.

A las dos de la tarde, repuestos de la fatiga, se les despertó el hambre. Previendo el trance, la gente de Fenollet había sacrificado un borrego la víspera de la llegada de los expedicionarios. Colocaron éstos las mochilas en los pesebres y, sentados en el suelo, despacharon la comida. El plato fuerte eran judías con cordero. Tan abundantes, tan sabrosas, que el guía de entonces, en conversación con Juan Jiménez Vargas años después, reconoce «que ha olvidado muchas cosas pero que aquella comida la recuerda siempre» |# 197|. (El cronista de turno también elogió el almuerzo con judías. Solamente el Padre, al pasar a máquina el Diario, rebaja los elogios y añade: bien las cobraron) |# 198|.

Entre aquellas caritativas gentes había una monja refugiada. Mientras algunos reposaban la siesta después de comer, las mujeres de la casa cosieron desgarrones y arreglaron la ropa de los fugitivos. Y el Padre, que seguía en vela, viendo el agotamiento de los de su grupo, mandó aligerar las mochilas. En el corral quedó parte de la impedimenta. No por inservible sino por la carga intolerable que suponía al trepar por las laderas de los montes |# 199|.

Para cubrir las necesidades de sustento, hasta alcanzar Andorra, todo lo que pudieron comprar fue un pequeño queso y un trozo de hogaza, y llenar de vino la bota. A poco de anochecer se pusieron en camino. Enfrente de Fenollet se alzaba la montaña de Santa Fe, hacia la que se dirigieron en fila india. Esta ruta de acercamiento a los Pirineos consistía en un constante subir y bajar los montes de la derecha del río Segre, cuyo valle es el corredor natural que, de Norte a Sur, conduce desde las primeras estribaciones de los Pirineos hasta la Baronía de Rialp. En la franja que les tocaba atravesar, a 50 o 60 kilómetros de la línea francesa, estaban los lugares más propicios para emboscarse, por lo que los cruces de un valle a otro se hallaban sumamente vigilados por la milicia de frontera.

Tras una penosa subida de más de una hora, se dejaron caer por la ladera norte de la montaña de Santa Fe. Venía luego la llanada del pueblo de Orgañá; fácil para el caminante y peligrosa para el fugitivo, cuya presencia era señalada, sin posible remedio, por los ladridos de los perros de las masías. Como demasiado bien sabía el guía, los milicianos, al reclamo incesante de los ladridos, habían dispersado a tiros una expedición. De esto hacía pocas semanas.

Cruzado el río de Cabó comenzó la subida al monte Ares, en la sierra de Prada, con 1.500 metros de altitud. El ascenso, de noche, por terreno áspero, quebrado y pino, sin saber dónde se ponía el pie, fue toda una prueba de resistencia física. Al Padre, que apenas había descansado en casa Fenollet, por el agotamiento de la noche anterior, se le oía jadear ansiosamente, con el pulso disparado. Paco y Miguel le ayudaron a subir. A ratos le llevaban casi en volandas, mientras él repetía para sí: "non veni ministrari, sed ministrare" |# 200|. Arriba hicieron un alto. Corría un viento frío y trataron todos de apretarse en torno al Padre, a quien Juan suministró un buen trago del vino azucarado de la bota, para que reaccionara |# 201|. Poco más adelante pudo refugiarse toda la expedición en un corral de ganado, junto al pueblo de Ares.

Al reanudar la marcha, no todos se habían repuesto de la fatiga. José María Albareda había quedado como alelado. Se le había ido la memoria. No tenía conciencia de dónde se encontraba. De pie, con una vaga sonrisa por el rostro tras unos tientos a la bota, se dejaba llevar de la mano como un autómata |# 202|. La fatiga y el ahínco con que taladraban las tinieblas, para adivinar dónde ponían el pie y seguir la sombra del que iba delante, les hacía ver luces y masías por los montes como si sufrieran un espejismo nocturno. Si empezaban a recitar los padrenuestros y avemarías, enseguida perdían la cuenta y las décadas se alargaban arrastrando una cola de veinte o treinta avemarías, martilleadas con la obsesionante tonadilla de aquel villancico de las monjas de Santa Isabel, que habían oído cantar al Padre de camino: «Qué Niño tan bonito / tiene San José. / Cada vez que lo miro, / me pasa no sé qué», cuya música y ritmo, cuenta Pedro Casciaro, por un extraño fenómeno «llegó a formar parte inseparable de nuestra fatigosa respiración» |# 203|.

De pronto, sin saber por qué, se detuvieron los que iban a la cabeza. El guía había desaparecido. Enseguida regresó con uno de los rezagados, que, medio desfallecido, se había tumbado, desistiendo de la empresa. Antonio, temiendo que fuese una treta para denunciarles, o que le descubriese allí una patrulla de vigilancia, le hizo reincorporarse al grueso de la partida a punta de pistola.

Orillaron a última hora un barranco y, al romper el alba, el guía metió a todos en un corral de ganado, perdido en un altiplano de praderas. Era el "cortal del Baridá", a 1.300 metros de altura. Arrecidos por el mucho frío, muertos de sueño, con escasísima comida y una flaca bota de vino, pasaron allí la mañana del martes, 30 de noviembre de 1937 |# 204|.

Oscurecía cuando se presentó el guía en el corral y se pusieron de nuevo en marcha. Todos con un santo temor en los huesos ante la próxima caminata. De las praderías bajaron por una senda al encuentro del torrente de Baridá, en dirección al río Segre. Atravesando bosques tropezaron con troncos de árboles cortados, que, al igual que la noche anterior, ocasionaban caídas y magullamientos.

(Aquí, a la hora de pasar a máquina, en 1938, el manuscrito del Diario del paso de los Pirineos, al Padre se le enternece el alma pensando en aquellas jornadas, en su mucho quebranto físico y en los tumbos y caídas nocturnas por los montes, cuesta arriba, cuesta abajo. «Vamos cogidos unos a otros —escribe el cronista—; y es ésta la única forma de andar». A ello el Padre añade el siguiente comentario: Y es éste el procedimiento que la caridad delicada de esos hijos de mi alma encontró, para llevarme en vilo y evitarme muchas caídas —Juanito, Paco, Miguel—, lo mismo que se lleva al pequeño que intenta dar los primeros pasos: cogido de la ropa) |# 205|.

Ya cerca del Segre se desviaron del torrente y bordearon la falda de la montaña de Creueta. Cruzaron luego el río de Pallerols, aproximándose a la carretera general que va a Seo de Urgel. El enlace de esa carretera con la que baja de Noves de Segre era un punto de extremo peligro. Como informaron a Antonio los de las masías vecinas, se habían visto milicianos vigilando el paso todo el día. Muy sigilosamente atravesaron al otro lado de la carretera y, después de andar una legua, dejando a un lado el pueblecito de Pla de Sant Tirs, siguieron hacia el norte |# 206|.

Queda por decir que en una de las paradas, al bajar del corral del Baridá al valle, el guía se fue a una casa de campo a llenar las botas de vino, y que allí se juntaron a la expedición un pelotón de fugitivos y tres o cuatro hombres con grandes fardos a la espalda. Por el suave olor que emanaba de su carga, en agrio contraste con el que se desprendía de las ropas de los caminantes, era evidente que se trataba de contrabandistas con productos de perfumería. Pero, además de estos inofensivos y aromáticos artículos, traían sus buenas armas.

Eran las altas horas de la madrugada cuando dejaron el curso del Segre para internarse por un riachuelo que les llevaba directamente al norte. El camino era infame. Pasaron varias horas siguiendo el cauce del Arabell, que ése era el nombre del río, ya fuera ya dentro del agua, sin descalzarse. Allí se comprobó qué poca protección prestaban las botas al Padre. Mientras las alpargatas, al salir del cauce y andar en seco, soltaban el agua que las empapaba; las botas, por el contrario, la retenían. Llevarlas puestas era como chapotear en un charco de agua congelada. Cosa nada recomendable para el reuma |# 207|. Una vez alcanzado el pueblo de Arabell abandonaron el río, para gastar sus últimas energías subiendo un monte desde donde se domina, a lo lejos, Seo de Urgel. Al amanecer acamparon al reparo de unas piedras, protegidos por la espesura de los matorrales. Cerca había un caserío, cosa que no preocupó a los guías. La expedición se había reforzado, sin duda, la noche anterior, pues ahora eran ya cerca de cuarenta personas las que allí descansaban.

Clareó el 1 de diciembre, con luz fría y cielos nublados. Los estómagos, con hambre, porque apenas les tocó un bocado de sus míseras provisiones. Los cuerpos, húmedos y ateridos de frío. Y, hostigados por un sueño que no terminaba de imponerse, a causa de la incomodidad, de la fatiga y del hambre, se pasaron todo el día arrebujados en las mantas; tres mantas para ocho.

«En estas jornadas llenas de molestias, cansancio, sueño... y hambre, es muy difícil poder seguir nuestras Normas. Pero se siguen. Si no puede ser dedicar el tiempo acostumbrado, se hace más corto todo; pero se hace» |# 208|. Esto se lee en el Diario. Todos hacían las normas de piedad —los ratos de oración, el rosario, las jaculatorias— de camino, entre tropezones, como mejor podían; y al llegar a los refugios reponían fuerzas para la siguiente etapa. El Padre, de noche, rezaba con todos los suyos. De día rezaba por todos los suyos: los de la partida y sus hijos de ambas zonas. El sueño le rendía a medias. Cuando alguien se desvelaba, le cogía, invariablemente, en duermevela. Así le sorprendió Juan la mañana en que un par de milicianos se presentaron en casa Fenollet. Esto registra el Diario en el corral de Baridá, el martes, 30 de noviembre: «El Padre esta jornada no duerme nada». Y el miércoles, primero de diciembre, vuelve a insistir el cronista: «El Padre no duerme» |# 209|. La vigilia era su más cruel enemigo.

Intentaba vencer el sueño en oración |# 210|. Proseguía tenazmente en oración, mientras le rendía el sueño. Durante las marchas rechazaba la bota de vino azucarado que le ofrecía Juan para darle fuerzas. Todo con el pretexto de que otros lo necesitaban más que él. En las paradas cedía su manta. Y a la hora de repartir el alimento procuraba que tocase más a los otros |# 211|. Es sorprendente que su naturaleza no se hubiera derrumbado antes de llegar a la frontera.

Estaban a las puertas de Andorra y esto encendía un fulgor de esperanza en lo que iba a ser la última etapa. Por lo demás, todo eran inconvenientes. El torpor del ánimo y la falta de fuerzas les impedía reaccionar. Tenían la ropa desgarrada y el calzado deshecho. A media tarde el cielo se puso fosco. Revoloteaban indecisos algunos copos de nieve cuando los guías les avisaron que había que ponerse en camino. Los del grupo del Padre acababan de consumir un minúsculo pedazo de pan, que era la única provisión que les quedaba, y Juan repartió los últimos terrones de azúcar que guardaba, para los desfallecimientos durante la noche.

En dirección norte alcanzaron un monte (Cerro el Tosal), para descender luego al barranco de Civís, (por donde pasa el camino de Sant Joan Fumat a la Farga de Moles). Esa bajada, entre piedra que se desprendía a la pisada, y árboles y matorral tupido, en el que los fugitivos se dejaban la ropa y la piel, debió ser terrible. «No sé cómo será el camino del infierno, pero cuesta imaginarlo peor que esto —escribe el cronista—. Las caídas de los días anteriores son cosa de broma, comparadas con las de hoy» |# 212|.

Aquel paso del barranco de Civís estaba muy vigilado y, por lo que dijeron los guías, unos destacamentos acuartelados en Argolell habían estado patrullando todo el día ese camino. Dos horas esperaron los fugitivos sin poder moverse, apelotonados junto a la orilla del Civís, con el frío calándoles los huesos, antes de reemprender la marcha. Cruzaron luego cautelosamente el río, hacia la media noche, y treparon una montaña que arrancaba de frente, tan vertical que tenían la sensación de ir dejando un precipicio a sus pies. Las tres de la madrugada serían cuando llegaron a la cumbre (collada de la Cabra Morta) y, saliendo de aquel despeñadero de cabras, bajaron a un bosque en las proximidades de Argolell. Se detuvieron allí una media hora interminable, ocultos detrás de los troncos de los árboles. Pasaron cerca de una casa en que se veía una luz encendida, y rompieron entonces a ladrar locamente los perros. Luego, cruzando el arroyo de Argolell, subieron por la ladera que tenían enfrente. La expedición se había deshecho, desbandada con la precipitación de los últimos momentos, al saber que estaban ya en Andorra. Llevaban un buen rato caminando cuando los del grupo del Padre, presintiendo el alba, se pararon a que amaneciese, para poder orientarse. Sentados en el suelo, envueltos en las mantas y apretados unos contra otros, encomendaron a los Ángeles Custodios que apareciese el guía. A los pocos minutos oyeron unos silbidos, y luego otros. Los buscaban. Alrededor de una hoguera estaban calentándose algunos de la expedición, junto con los guías y los contrabandistas, que, en buena camaradería, les ofrecieron un puesto a la lumbre, pan y chorizo. El guía, Antonio, dijo llamarse José Cirera |# 213|.