4. El Patronato de Enfermos

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

El Patronato de Enfermos, en el que don Josemaría era capellán primero —el capellán segundo era don Norberto Rodríguez García—, estaba en la calle Santa Engracia, número 13. El edificio fue construido con la idea de que fuese sede central de la fundación puesta en marcha por doña Luz Rodríguez Casanova. En la memoria de construcción se recogían los principios en que había de inspirarse su traza arquitectónica: «que sea una composición sencilla, pero bien hecha, sin lujos decorativos, pero verdadera y permanente, como debe ser la caridad, que es la idea principal que mueve este edificio» |# 58|. El resultado fue una edificación sólida y sencilla, en la que la fábrica de ladrillo se combinaba con mampostería de piedra y una alegre y vistosa decoración de azulejos de Talavera.

La columna que sostenía el Patronato de Enfermos estaba, verdaderamente, plantada en la caridad. De aquel sólido tronco partían diversas ramas, en cuyos brazos anidaban multitud de obras de beneficencia y apostolado: "Obra de la Preservación de la Fe", "Obra de la Sagrada Familia", "Comedores de Caridad", "Sociedad Protectora", "Roperos de San José", etc |# 59|. Actividades que el joven capellán resumía festivamente en un solo concepto: La obra de Doña Luz son las catorce obras de misericordia |# 60|.

En el Patronato de Enfermos, como en un cuartel general, se organizaba la lucha contra la ignorancia y la miseria. Desde allí se dirigían escuelas, comedores, centros sanitarios, capillas y catequesis esparcidos por todo Madrid y la periferia de sus barrios. En la planta baja de Santa Engracia había un comedor público y, en el primer piso, una enfermería con veinte camas y servicios médicos. Todas las salas y habitaciones del Patronato daban a un gran patio interior, al que estaba adosada una iglesia pública. Por la mañana temprano solía decir misa allí el capellán. La celebraba de modo «pensado y devoto, llegando a emplear hasta tres cuartos de hora» |# 61|. (Más tarde trataría don Josemaría, en atención a los fieles, de acortar el tiempo a la media hora, colocando el reloj sobre el altar).

Pedro Rocamora, un estudiante de Derecho que a veces le ayudaba a misa, cuenta que, al celebrar, «se producía en él como una especie de transfiguración». «No estoy exagerando, continúa. La liturgia en él no era un acto formal sino trascendente. Cada palabra tenía un sentido profundo y un acento entrañable. Saboreaba los conceptos. Entonces muchos de nosotros nos sabíamos la misa en latín de memoria. Así podía yo seguir una a una las voces de la liturgia. Josemaría parecía desprendido de su contorno humano y como atado por lazos invisibles a la divinidad. Este fenómeno culminaba sobre todo en el momento del Canon. Algo extraño pasaba en ese instante, en el que Josemaría parecía estar como desprendido de la circunstancia real en que se hallaba (iglesia, presbiterio, altar) y asomarse a misteriosos y remotos horizontes celestiales» |# 62|.

Al regresar a la sacristía, al aflojarse la tensión con que habían seguido la misa, a los acólitos se les saltaban las lágrimas.

Entre sus monaguillos había un seminarista, Emilio Caramazana, que durante las vacaciones de los meses de agosto de 1927, 1928 y 1929 le ayudó a misa. Llamaba la atención el capellán por «la manera tan exquisita» con que desempeñaba la liturgia. Se le veía —dice— «muy concentrado, como ensimismado, sobre todo en el Canon»; pero a pesar de encontrarse inmerso en la misa, «rezaba muy bien, se le entendía en latín desde el último rincón de la capilla, que era bastante grande» |# 63|.

La piedad del capellán mantenía despiertos y atentos a los asistentes. José María González Barredo, un joven estudiante que vivía con sus padres cerca del Patronato, refiere que al capellán, por su figura juvenil y por su contagiosa alegría, le conocían en casa por "el sacerdote jovencín", ya que no sabían su nombre |# 64|.

Durante los días laborables acudían a la capilla los fieles de la vecindad, y algunos pobres y enfermos que residían en el Patronato. Pero en los días de precepto, y finales de semana, se abarrotaba la iglesia. De manera que, para dar cabida a todos, se retiraba la mampara que separaba el comedor de la capilla, pudiendo seguirse así la misa desde el comedor. Las gentes oían con gusto las homilías, sencillas y bien preparadas. Don Josemaría, refiere María Vicenta Reyero, una de las Damas Apostólicas, «era un predicador y un catequista serio y riguroso» |# 65|.

Después de la misa explicaba el catecismo de la doctrina cristiana y conversaba con viejos y niños, «siempre dispuesto a oírlos y a resolverles sus dudas y dificultades». El capellán se impuso la costumbre de pasar por los comedores, para ir conociendo a la gente, ocupándose de sus problemas y «de las cosas que había en el interior de cada uno. Era un amigo y un santo sacerdote», asegura Asunción Muñoz, otra de las Damas |# 66|.

Los fines de semana tenían lugar en el Patronato toda suerte de actividades. Para el capellán, el preludio de atenciones pastorales comenzaba a primera hora en el confesonario. Los sábados venían a Santa Engracia los pobres enfermos de los barrios más cercanos, aquellos cuyas dolencias no les impedían llegarse hasta el Patronato, donde recibían cuidados materiales y espirituales, en el ambulatorio y en la capilla. Luego, los domingos era el turno de los niños y niñas de las escuelas que las Damas Apostólicas tenían en las distintas barriadas. Confluían todos en Santa Engracia, y don Josemaría los iba confesando. Tan ingente era el número de los que allí acudían, que una de las ayudantes de las Damas recuerda cómo una prima suya, llamada Pilar Santos, «ante la cantidad de enfermos que se atendían, de niños que se confesaban o hacían la Primera Comunión, decía: — Aquí, en el Patronato, es todo por toneladas» |# 67|.

Y no es siquiera ponderada exageración lo de que todo se hacía por toneladas. En el año de 1928, por ejemplo, se atendió a 4.251 enfermos; se confesaron 3.168 personas; se administró la extremaunción a 483 moribundos; se celebraron 1.251 matrimonios; y se confirieron 147 bautismos |# 68|. Las estadísticas hablan por sí solas, siempre que no se pierda de vista que el preparar para el casamiento religioso a personas largos años en situación irregular, o el conseguir que decidieran confesarse gentes apartadas de la Iglesia, requería más de una visita de persuasión y cristiano forcejeo, particular no detallado en los Boletines estadísticos.

El capellán se fue incorporando, voluntariamente, a las obras de misericordia del Patronato. Primero a las labores de formación doctrinal que, como la "Obra de la Sagrada Familia", se tenían en Santa Engracia |# 69|. Y luego, poco a poco, se vio metido en las actividades alejadas de ese centro. Entre éstas había una que las Damas consideraban como "la predilecta". Se trataba de la "Obra de la Preservación de la Fe en España"; «obra difícil, ingrata, de mucho gasto y, por consiguiente, de gran lucha» |# 70|. Era, efectivamente, un apostolado de choque, que se producía en las calles de los barrios bajos al tener que enfrentarse con una aparatosa propaganda anticatólica por el cinturón proletario de Madrid. De la noche a la mañana surgían barracones que servían de escuelas laicas o protestantes. Las Damas aceptaban el desafío y levantaban escuelas en esa misma vecindad, emulando a las sectas para impedirles que se hiciesen con el alma tierna de los niños.

En 1928 las Damas disponían en Madrid de 58 escuelas, con un total de 14.000 niños. (Hasta cierto punto, tales cifras eran consecuencia de la emulación apostólica ante el crecimiento de escuelas anticatólicas). Así también, de rechazo, a los servicios del capellán —y sin que formase parte de sus estrictas obligaciones— vino a sumarse el encargo de preparar anualmente a unos 4.000 niños para la primera Comunión. La catequesis eucarística consistía en darles algunas pláticas y charlar con cada uno de ellos para averiguar su entendimiento y disposiciones, después de haberles explicado a fondo lo concerniente a la recepción del Sacramento durante tres días |# 71|.

Por supuesto, don Josemaría no recorría las 58 escuelas, una a una. Quienes no estaban demasiado lejos del Patronato iban a Santa Engracia para la misa, confesiones y catequesis. Pero repartidas por Madrid, en barrios extremos, había otras seis pequeñas iglesias o capillas que dependían de las Damas Apostólicas |# 72|. Por desgracia, no tenían sacerdote fijo. Se buscaba y no se hallaba otro remedio que la buena disposición del capellán. «Era muy bueno —refiere una de las auxiliares de las religiosas—, estaba siempre disponible para todo, jamás nos ponía dificultades» |# 73|. Y no se le cayó de la memoria a don Josemaría el tiempo consumido en las confesiones de aquellos niños pobres:

Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios. ¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote, cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y secreta, como los demás. ¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más |# 74|.

* * *

Como su nombre da a entender, el Patronato de Enfermos era un centro asistencial de gente pobre, que iban a Santa Engracia para ser intervenidos en la clínica o ingresar en la enfermería. Las Damas y sus auxiliares correteaban además las calles de Madrid visitando a enfermos y moribundos, aliviando de paso la miseria espiritual de gentes que carecían de la más elemental instrucción religiosa.

Para situar en su debida perspectiva el celo apostólico del joven capellán del Patronato es preciso sumar a las ya mencionadas actividades esta otra labor de las visitas a domicilio. Casos en los que era imprescindible el auxilio del sacerdote, porque había que confesar, casar o preparar a bien morir, aprisa y corriendo. Y, fuera de las urgencias, que eran constantes, don Josemaría tenía fechas fijas para las visitas de turno. Las vísperas de los primeros viernes de mes iba a oír confesiones y al día siguiente llevaba la Comunión a esos enfermos. El resto de las semanas hacía un recorrido eucarístico los jueves, en un coche prestado a doña Luz Casanova; los demás días utilizaba el tranvía o iba a pie |# 75|. Muchos de los enfermos vivían en lugares apartados o de difícil localización. Pero las distancias nunca fueron problema para don Josemaría, quien, sin hacerse de rogar, se trasladaba de uno a otro de los cuatro puntos cardinales de la capital. Don Josemaría —refiere Josefina Santos— «lo mismo llevaba la Comunión a los enfermos que vivían en Tetuán de las Victorias, que en los alrededores del Paseo de Extremadura, que en Magín Calvo, o en Vallecas, Lavapiés, San Millán, o por el barrio del Lucero o la Ribera del Manzanares» |# 76|.

Por lo regular, el capellán no se tomaba un rato de ocio. Todas sus horas estaban sobrecargadas de tareas apremiantes. Antes o después de las clases en la Academia, se pasaba a ver algún enfermo. Asunción Muñoz, la Dama encargada de las urgencias y casos de difícil desenredo, describe sus memorias: «Había, muchas veces, que legalizar su situación, casarlas, solucionar problemas sociales y morales urgentes. Ayudarles en muchos aspectos. Don Josemaría se ocupaba de todo, a cualquier hora, con constancia, con dedicación, sin la menor prisa, como quien está cumpliendo su vocación, su sagrado ministerio de amor.

Así, con don Josemaría, teníamos asegurada la asistencia en todo momento. Les administraba los Sacramentos y no teníamos que molestar a la Parroquia a horas intempestivas» |# 77|.

En vista de la buena soltura del capellán, era natural que le lloviesen encargos. Los recibía risueño. Los cumplía «con gusto, con placer, alegremente, prontamente, sin oponer nunca dificultades». Y es que «los enfermos para él eran un tesoro: los llevaba en el corazón» |# 78|.

En cierta ocasión una de las Damas Apostólicas se había interesado por un enfermo. Se trataba de un moribundo, cuyos antecedentes eran rabiosamente anticlericales. La religiosa acudió a don Josemaría; quizá el capellán pudiera hacer algo, a pesar de que el enfermo había entrado ya en coma.

Iba yo hacia la casa de este pobre hombre —refiere el capellán—, en su calle (Cardenal Cisneros) recordé cómo, al darme la nota del enfermo, protesté, diciendo: es tonto creer que voy a poder hacer nada. Si está delirando, ¿va a dar la coincidencia de encontrarle en condiciones de confesar? En fin, iré y le absolveré sub conditione.

Siguiendo su costumbre de rezar algo a la Virgen María al ir a visitar cada enfermo, recitó un "acordaos" —nos cuenta—, pidiendo que el moribundo pudiera ser absuelto sin condición. Ya en la casa, los vecinos le avisaron que nada podía hacer. Poco antes se había presentado allí un sacerdote de la parroquia, que se marchó sin confesarle porque el enfermo no había recobrado el conocimiento. No se desanimó el capellán. Llamó por su nombre al viejo moribundo:

—¡Pepe!

Me respondió en seguida muy acorde.

—¿Quiere Vd. confesar?

—Sí; me dijo.

Eché a la gente fuera. Se confesó, ayudándole yo mucho, como es natural. Y recibió la absolución |# 79|.

«Le queríamos mucho y estábamos a gusto con él —dice Margarita Alvarado de don Josemaría—, porque siempre solucionaba los problemas». Si surgía un caso comprometido, si un enfermo en peligro de muerte se resistía a recibir los sacramentos, se confiaba el encargo al capellán, con la certeza de que «se ganaría su voluntad y le abriría las puertas del cielo» |# 80|.

Uno de estos casos fue el de un enfermo gravísimo, del que las religiosas del Patronato le hablaron con pena, porque se negaba a recibir al sacerdote. Don Josemaría anotó lo sucedido con aquel moribundo, tozudo pecador:

Llegué a casa del enfermo. Con mi santa y apostólica desvergüenza, envié fuera a la mujer y me quedé a solas con el pobre hombre. "Padre, esas señoras del Patronato son unas latosas, impertinentes. Sobre todo una de ellas"... (lo decía por Pilar, ¡que es canonizable!) Tiene Vd. razón, le dije. Y callé, para que siguiera hablando el enfermo. "Me ha dicho que me confiese..., porque me muero: ¡me moriré, pero no me confieso!" Entonces yo: hasta ahora no le he hablado de confesión, pero, dígame: ¿por qué no quiere confesarse? "A los diecisiete años hice juramento de no confesarme y lo he cumplido". Así dijo. Y me dijo también que ni al casarse —tenía unos cincuenta años el hombre— se había confesado... Al cuarto de hora escaso de hablar todo esto, lloraba confesándose |# 81|.

Entre los centenares de enfermos que tuvo que atender en sus años de capellanía en el Patronato, nunca le faltó al sacerdote, a través de su ministerio, la eficacia infalible de la gracia. «No recuerdo un sólo caso —asegura Asunción Muñoz— en el que fracasáramos en nuestro intento» |# 82|. Afirmación tan absoluta, tan sin excepciones, no resulta fácil de creer. Con todo, el capellán no la mitiga, la da por buena y valedera, asegurando que, en sus visitas a los enfermos en la época del Patronato, por la gracia de Dios, siempre había conseguido confesar a todos antes de su muerte |# 83|.

Normalmente, se proveía al capellán de una "hoja" con la fecha, nombre y domicilio de los enfermos. Y, como puede comprobarse por las hojas que se han conservado, el sacerdote, que siempre andaba corto de tiempo, estudiaba la lista y la reordenaba, estableciendo un plan de recorrido eficaz y aprovechado. Esas listas, que solían componerse de cinco o seis enfermos, suponían caminatas de varios kilómetros por lugares inhóspitos, chapoteando en el barro en el invierno, con nubes de polvo en el verano, pisando inmundicias y montones de basura. Muchos de esos recorridos comenzaban en el centro de la capital y se perdían en los arrabales, entre hileras desiguales de chabolas, sin orden ni concierto. Hojas hay en que aparece el domicilio del enfermo, pero sin el nombre de éste. Casos hay en que las señas no son completas. Y otros en que parece que se ha elaborado aposta una ruta a salto de caballo por el ajedrez de las calles madrileñas

Algunas de las listas son increíbles. La del 17 de marzo de 1928, dedicada a confesiones de enfermos, recoge 13 nombres. Lo asombroso son las distancias. Las direcciones van del centro de Madrid (barrio de Embajadores) hasta el barrio de Delicias en el sur, pasando luego por la Ribera de Curtidores y volviendo a Francos Rodríguez, ya en el barrio de Tetuán de las Victorias, al norte de Madrid. No eran raros los recorridos de más de 10 kilómetros.

Casos hay, por ejemplo, la hoja del 4-VII-1928, que no da el nombre del enfermo nº 6, pero sí dónde habrá que hallarle: «Zarzal 10, carretera de Chamartín, poco antes de llegar, mano derecha, donde hay un depósito de gasolina». Debió de costarle dar con las señas, porque el sacerdote añade de su puño y letra: Antes hay una pescadería. Es probable que conservase las hojas para facilitar ulteriores visitas, por el carácter de las anotaciones o tachaduras posteriores de nombres y direcciones |# 84|.

En fin, el joven capellán, siempre dispuesto a emprender una caminata para atender a cualquier enfermo, se iba a pie o en tranvía hasta las mismas afueras de la capital, de manera que con frecuencia cruzaba de cabo a rabo la población, en busca de almas lisiadas o moribundas. Con el ejercicio, las suelas de sus zapatos se desgastaban muy deprisa. Su gozo, en cambio, crecía a medida que aumentaban las cargas pastorales.

A la gracia de Dios, que tenía en abundancia, unía don Josemaría mucha mano izquierda. Como observa María Vicenta Reyero, todo el mundo quedaba contento, «y los enfermos que visitábamos a domicilio pedían que volviese él a confesarlos y no otro» |# 85|. De existir complicaciones, siempre les quedaba a las Damas el recurso del capellán, como se sugiere en una hoja del 2-II-1928: «Tiene grandes líos, desea confesarse, sería conveniente fuera Don José María» |# 86|.

A veces le cogían de improvisto, en plena calle, casos in extremis, no programados en las listas. Así sucedió, por ejemplo, un día en que pasaba cerca del parque del Retiro, no lejos de la Casa de Fieras. A uno de los guardianes del zoo, destrozado a zarpazos y dentelladas por los osos, le metían precipitadamente en una Casa de Socorro. Consiguió el capellán entrar tras el herido, que, por señas, manifestó querer confesarse. Allí mismo le absolvió |# 87|.

Los años de su capellanía en el Patronato de Enfermos fueron de un trabajo agotador, al borde de su resistencia física, y al límite de la resistencia de su estómago, porque muchas veces lo único que podía dar a los mendigos que le pedían limosna por la calle era el bocadillo del almuerzo |# 88|. Al final de la jornada, cuando las Damas pasaban por la capilla, veían al capellán con la cabeza entre las manos, de rodillas y apoyado en el altar, haciendo oración junto al sagrario, durante horas |# 89|.

Entre las notas del Patronato de Enfermos que conservó don Josemaría hay un papel con letra grande y trazos firmes —escritura inconfundible del capellán— que dice: Fac, ut sit! |# 90|. Por aquellos meses de 1927 y 1928, aquel joven sacerdote seguía implorando por un ideal divino que presentía en sus barruntos sobrenaturales, entreverados de locuciones, que anunciaban la proximidad de ese algo tan deseado |# 91|. Con ansias apostólicas, ardiendo por dentro, cantaba entonces a voz en grito:

Cuando yo tenía barruntos de que el Señor quería algo y no sabía lo que era, decía gritando, cantando, ¡como podía!, unas palabras que seguramente, si no las habéis pronunciado con la boca, las habéis paladeado con el corazón: ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur?; he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: ecce ego quia vocasti me!, aquí estoy, porque me has llamado |# 92|.

El piso de la calle Fernando el Católico resonaba con los cantos. Y Santiago, el hermano pequeño, que le oía y no quería ser menos, imitaba la canción, machacando y destrozando los latines |# 93|.

Esas palabras del Señor, que recoge San Lucas, llenaron muchas horas de la meditación del joven sacerdote y fueron, sin duda, objeto de una especial tensión de alma, por el tono con que describe la conmoción interior que experimentaba. Con el fuego se expresa en la Sagrada Escritura el amor ardiente de Dios, bajado del cielo a la tierra para inflamar a los hombres. Y de ese fuego divino estaba incendiado el corazón sacerdotal de don Josemaría. Con tal celo, que las palabras se le escapaban con impaciencia, entonando un cántico de amor, sin que pudiera reprimirlas.

Por la urgencia e insistencia en repetir el grito del Señor, hay que dar por descontado que todo su ser vibraba con las palabras y se identificaba plenamente con el deseo divino de ofrecer su Amor a todo el mundo, a todas las gentes. Porque, como se nos dice en la parábola del banquete del gran rey, todos los hombres están invitados a la fiesta. De la sustancia de ese grito sacó don Josemaría muchas iniciativas, inspiradas por el Señor, para llevar a cabo el deseo apremiante de incendiar el mundo entero. Con su celo apostólico veía la redención como una maravillosa aventura divina, que se está consumando en la historia y que exige, por nuestra parte, una entrega radical: hacernos uno con Cristo, tener sus mismos sentimientos para con toda la humanidad, y acogernos a la Cruz redentora.

Dichas inspiraciones las tomaba por escrito don Josemaría en notas sueltas, y de cada una de ellas sacaba una sugerencia práctica o una orientación apostólica, que luego trasladaba a un cuaderno de apuntes. Desgraciadamente, cuando esparcía la vista a su alrededor, no necesitaba don Josemaría de su mucha experiencia pastoral para echar de menos en las almas una unidad de propósito. Consideraba con pena cómo las creencias de la gente cristiana estaban, en la actuación práctica, como desvinculadas de los sucesos de su vida privada, familiar y social. Tampoco se ofrecía a los fieles, en ninguna parte, la posibilidad de desplegar una vida plenamente cristiana en todas sus manifestaciones. En cuanto a meter el fuego de Cristo en la entraña de la sociedad, eso era todavía tarea en barbecho. Por desgracia, el proceso histórico seguía un camino inverso. Por todas partes se intentaba desalojar a Dios de la sociedad, relegándole a los templos o a un rincón de la conciencia:

El apostolado se concebía como una acción diferente —distinguida— de las acciones normales de la vida corriente: métodos, organizaciones, propagandas, que se incrustaban en las obligaciones familiares y profesionales del cristiano —en ocasiones, impidiéndole cumplirlas con perfección— y que constituían un mundo aparte, sin fundirse ni entretejerse con el resto de su existencia |# 94|.

¿Existía acaso un procedimiento para encaminar las almas a Dios, aceptando la invitación universal al Amor? ¿Era posible cristianizar la sociedad y remover apostólicamente el mundo? Fluían en su mente las inspiraciones como flechas lanzadas en la oscuridad a una diana invisible; y ese reguero de iluminaciones con que regalaba el Señor a aquel joven sacerdote iba dejando en sus notas sueltas respuesta a muchos de los problemas planteados. Sabía don Josemaría que las soluciones que hallaba a tales interrogantes no provenían de su entendimiento o reflexiones, sino que eran de fuente divina.

Pasmado por las luces que recibía su alma y los panoramas apostólicos que se extendían ante su mirada, respondía prontamente al Señor: — aquí estoy, porque me has llamado. Ya lo venía haciendo desde 1918, pero ahora ese ecce ego quia vocasti me! tenía especial resonancia. Era una forma nueva de decir al Señor que se hallaba a su entera disposición, que estaba aguardando ese algo inminente que adivinaba ser un designio amoroso de Dios para con toda la humanidad. De algún modo él, Josemaría, presentía que iba a tener parte en ello; pero sin poder imaginar en qué consistía su participación. Lo contaría más adelante:

Entreveía una nueva fundación —aunque yo antes del 2 de octubre de 1928 no sabía qué era—, que aparentemente no tendría un fin muy determinado |# 95|.