1. El Seminario de San Carlos

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

En 1960, en el discurso de investidura como Doctor honoris causa, que le fue conferido por la Universidad de Zaragoza, don Josemaría trajo a la memoria de los asistentes al acto académico lo que habían sido para él recuerdos imborrables de tiempos ya lejanos:

Años transcurridos a la sombra del Seminario de San Carlos, camino de mi sacerdocio, desde la tonsura clerical recibida de manos del Cardenal don Juan Soldevila, en un recogido oratorio del Palacio Arzobispal, hasta la Primera Misa, una mañana a muy temprana hora, en la Santa Capilla de la Virgen |# 1|.

Al Seminario de San Carlos perteneció hasta el día de ordenarse sacerdote. En la Hoja personal del seminarista el Rector del Seminario anota de su puño y letra que ingresó el 28 de septiembre de 1920 |# 2|. Cuatro años y medio, justos y cabales, duró su adscripción al San Carlos, pues Josemaría recibió el presbiterado el 28 de marzo de 1925.

En Zaragoza funcionaban por entonces dos seminarios de preparación para el sacerdocio: el Seminario Conciliar y el de San Carlos. Los colegiales de ambos centros hacían juntos los estudios eclesiásticos en la Universidad Pontificia, cuyas aulas ocupaban la planta baja de un edificio de la plaza de la Seo, al lado del palacio arzobispal. La historia y el carácter del caserón del San Carlos, donde residió Josemaría de 1920 a 1925, son gemelos a los del Viejo Seminario de Logroño. Había sido, desde 1558, residencia de jesuitas. Tenía cuatro plantas y un espacioso patio interior, con una amplia iglesia, de bellos estucos y labor barroca, adosada posteriormente al edificio |# 3|. Locales e iglesia fueron incautados tras la expulsión de los jesuitas en 1767, y cedidos luego por Carlos III para fundar el Seminario Sacerdotal de San Carlos Borromeo, cuyo objetivo no era educar a los muchachos y hacer de ellos virtuosos seminaristas. La finalidad de ese Real Seminario era de más altos vuelos: se proponía la mejora e ilustración del clero, empresa muy propia del Siglo de las Luces. Los miembros que lo componían eran todos doctos sacerdotes seculares, con prestigio y conocimientos. Dependían directamente del Arzobispo y se les encomendaban tareas especiales, tales como la preparación de las visitas pastorales del prelado, los exámenes de ordenandos, o asistir en la concesión de licencias.

Pero, a la vuelta de un siglo, conforme se fueron apagando las luces de la Ilustración y se acabaron los dineros, aquel viejo instituto quedó reducido a media docena de sacerdotes, que se refugiaron en la segunda planta y atendían los servicios de la iglesia |# 4|. Así las cosas, en 1885 regía la archidiócesis don Francisco de Paula, cardenal Benavides, quien tuvo la idea de crear un seminario para estudiantes pobres. Haciendo sus cuentas el cardenal, vio que disponía, además de los recursos económicos del patrimonio del San Carlos, de varios corredores de habitaciones vacías, en las que bien podían cobijarse un centenar de muchachos. Porque era evidente que al pequeño grupo de prestigiosos clérigos —conocidos por "los señores de San Carlos"— le venía más que sobrado tan enorme conjunto de habitaciones. Con gran rapidez llevó a cabo el proyecto, inaugurándose el nuevo seminario, con cincuenta y dos alumnos becarios, el 4 de octubre de 1886. Por desgracia, los cálculos del cardenal Benavides eran demasiado optimistas. No era el prelado sólido administrador ni tenía experiencia empresarial; tenía tan sólo muy laudables intenciones. Comenzaron a lloverle enseguida dificultades e imprevistos. No habiéndose ocupado antes del profesorado, se acordó precipitadamente, por parte de las autoridades, que los seminaristas asistieran, con carácter interino, a las aulas del Seminario Conciliar |# 5|. Fórmula transitoria que el tiempo se encargó de hacer consuetudinaria.

También echó de ver el cardenal que, una vez logrado «el caritativo fin de dar asilo a los muchos jóvenes de familias pobres, que inspirados por Dios llaman a las puertas del Santuario, con la noble aspiración de ser alistados a las filas levíticas», sus protegidos carecían de normas disciplinares. Esto tenía más fácil remedio. Personalmente se ocupó de redactar un Reglamento, que apareció en enero de 1887. En el preámbulo, dirigido «al Rector, Directores y alumnos de nuestro Seminario de pobres de San Francisco de Paula», expresa el deseo de que esas reglas sirvan para el buen gobierno de dicho seminario, «que tanto alienta nuestro abatido espíritu, con las fundadas esperanzas que el mismo nos ofrece» |# 6|.

Pero el "Seminario de pobres" arrastró una vida lánguida. De manera que al morir el cardenal Benavides en 1895, el arzobispo Alda, su sucesor, se propuso sanear las finanzas de la institución. Dejó de convocar oposiciones a becas y comenzó a admitir también seminaristas de pago. Así, pues, el San Francisco de Paula, o "Seminario de pobres", se conoció, de allí en adelante, con el nombre genérico de San Carlos, nombre que utilizaremos para mayor claridad. En poco o en nada se diferenciaba ya del Conciliar, salvo en el número de alumnos, en el lugar de residencia y en el uniforme |# 7|. El Conciliar rondaba los ciento cincuenta seminaristas, entre internos y externos. El de San Carlos no llegaba a los cuarenta. Los del Conciliar vestían manto azul con beca encarnada. El uniforme del San Carlos era un manto negro, sin mangas, y sobre él una beca roja con su correspondiente escudo: un sol con rayos, en cuyo centro resplandecía la palabra CHARITAS; y, como prenda de cabeza, llevaban un bonete negro de cuatro puntas, rematado con borla morada en el centro |# 8|.

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En la tercera planta del San Carlos vivían los estudiantes de Teología, y encima, en la cuarta, tenían sus dormitorios los más jóvenes, los de Humanidades y Filosofía. Las habitaciones eran pequeñas, sin que se precisara mayor espacio, ya que el mobiliario se reducía a una cama, una mesa con su silla, palanganero con jarro de agua, mesita de noche con una palmatoria, y percha. La ropa, libros y demás pertenencias, se guardaban en la maleta o baúl que había traído cada seminarista.

Las instalaciones higiénicas no desdecían de la antigüedad del edificio. Con mucha benevolencia, se podían calificar de deficientes. Los seminaristas no disponían más que de un elemental cuarto de aseo por piso, y de un grifo de agua corriente para llenar los jarros de los palanganeros. Existía la luz eléctrica, pero con tan escasa y mísera red de alumbrado, que se necesitaba del complemento obligatorio de las velas de sebo. Es decir, la capilla, el comedor, la sala de estudio, corredores y escalera, tenían bombillas eléctricas. No así los cuartos individuales, por lo que cada semana se entregaba a los seminaristas sendos cabos de vela para las palmatorias |# 9|.

Se levantaban a las seis y media; y contaban con treinta minutos para el aseo. En este apartado del horario es donde sufrió Josemaría su primera desagradable sorpresa, pues no encontró por ninguna parte rastro de ducha o bañera. A las siete comenzaban la media hora de meditación en la capilla particular del tercer piso, una habitación con techo abovedado, donde se decía misa en muy raras ocasiones, y donde el Santísimo no solía estar reservado |# 10|. Luego bajaban a oír misa en la iglesia de San Carlos, entrando por el patio del seminario. En la iglesia tenían destinados los primeros bancos y la misa la celebraba, corrientemente, el Presidente del Seminario.

Desayunaban en silencio, mientras se leía la "Imitación de Cristo" u otro libro espiritual. A continuación, formados en fila, salían para la Universidad. Evitaban ir por el Coso, que era vía de mucho tráfico, y, bajo la vigilancia de los Inspectores, se metían por el dédalo de calles y callejuelas que llevan a la catedral de La Seo.

Universidad Pontificia y Seminario conciliar compartían un mismo edificio. El Seminario Conciliar, llamado de "San Valero y San Braulio", había sido fundado en 1788 y, tras varias peripecias, estrenó en 1848 una nueva sede, levantada sobre el solar de la antigua Diputación del Reino, reducida a escombros por los ejércitos de Napoleón. En 1897 su claustro y estudios adquirieron categoría de Universidad Pontificia, título que mantuvo hasta 1933 |# 11|.

Los del San Carlos, que nunca gozaron de claustro independiente, tenían allí dos horas de clase por la mañana, con intermedio de estudio y recreo, regresando hacia las doce y media para comer. En el refectorio se guardaba silencio, mientras un alumno leía algún libro del Martirologio o de la Historia Sagrada, hasta que el Inspector que presidía la mesa daba permiso para hablar |# 12|.

Tenían un rato de recreo y salían luego, otra vez, camino de la Universidad por las mismas callejas del recorrido matutino. Tras una hora de clase regresaban al seminario para merendar y dedicarse al estudio. La sala de estudio era común, con pupitres y bajo la vigilancia de un Inspector. Las sesiones de estudio estaban partidas por el rezo del rosario y la lectura espiritual |# 13|.

A las nueve se cenaba y, enseguida, rezadas las oraciones de la noche y hecho el examen de conciencia, todos se retiraban a dormir.