Vida de María (VII): El nacimiento de Jesús

A mitad del año mariano, el texto sobre la vida de la Virgen se detiene en la escena del nacimiento de Jesús.

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Octavio César Augusto ha dispuesto el censo de los habitantes del orbe romano. La orden alcanza a todos: desde el más rico al más pobre. En Palestina, ha de hacerse según las usanzas judías: cada uno en su ciudad de origen. Como José era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta ( Lc 2, 4-5).

Así, con esta sencillez, el evangelista comienza la narración del acontecimiento que iba a cambiar la historia de la humanidad. El viaje era largo: unos ciento veinte kilómetros. Cuatro días de camino —si todo transcurría normalmente— en alguna de las caravanas que de Galilea viajaban hacia el sur. María no estaba obligada a realizarlo; era deber del cabeza de familia. Pero ¿cómo dejarla sola, si estaba a punto de dar a luz? Y, sobre todo, ¿cómo no acompañar a José hasta la ciudad donde —según las Escrituras— había de nacer el Mesías? José y María debieron descubrir en aquel extraño capricho del lejano emperador la mano del Altísimo, que les guiaba en todos sus pasos.

El Rey de Israel, el Deseado de todas las naciones, el Hijo eterno de Dios, viene al mundo en un lugar propio de animales

Era Belén una pequeña aldea. Pero, con ocasión del empadronamiento, había adquirido una animación desusada. José se dirigió con María al oficial imperial para pagar el tributo e inscribirse con su mujer en el libro de los súbitos del emperador. Luego, comenzó a buscar un lugar donde pasar la noche. La tradición nos lo presenta llamando infructuosamente de puerta en puerta. Al fin acude al khan o mesón público, donde siempre se puede hallar un hueco. No era más que un patio cerrado por muros. En el centro, una cisterna proveía de agua; en torno a ella se acomodaban las bestias de carga y, adosados a la pared, unos cobertizos para los viajeros, cubiertos de un rudimentario techo. Con frecuencia estaban divididos por tabiques formando compartimentos, donde cada grupo de huéspedes gozaba de cierta independencia.

No era el lugar oportuno para que la Virgen diera a luz. Nos imaginamos el sufrimiento de José, al aproximarse la hora del parto, por no hallar un sitio adecuado. No había para ellos lugar en el aposento ( Lc 2, 7), escribe lacónicamente San Lucas. Alguien, quizá el mismo dueño del khan , debió advertirles que, en las afueras, había cuevas que se utilizaban para albergar al ganado en las noches frías; quizá podrían acomodarse en alguna de ellas, mientras pasaba la aglomeración y se liberaba algún sitio en la ciudad.

La divina Providencia se sirvió de estas circunstancias para mostrar la pobreza y humildad con que el Hijo de Dios había decidido venir a la tierra. Todo un ejemplo para los que le seguirían a través de los siglos, como explica San Pablo: conocéis la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza (2 Cor 8, 9). El Rey de Israel, el Deseado de todas las naciones, el Hijo eterno de Dios, viene al mundo en un lugar propio de animales. Y su Madre se ve obligada a ofrecerle, como primera cuna, un angosto pesebre.

Los últimos de la tierra, gentes trashumantes con los rebaños que cuidaban por cuenta de otros, serán los primeros en recibir el anuncio de ese gran portento: el nacimiento del Mesías prometido

Pero el Omnipotente no quiere que pase totalmente inadvertido este acontecimiento singular. Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno el rebaño durante la noche ( Lc 2, 8). Ellos, los últimos de la tierra, gentes trashumantes con los rebaños que cuidaban por cuenta de otros, serán los primeros en recibir el anuncio de ese gran portento: el nacimiento del Mesías prometido.

De improviso, un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: "No temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo..." ( Lc 2, 9-10). Y, tras comunicarles la Buena Nueva, les dio un signo por el que podrían reconocerle: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre ( Lc 2, 12). Inmediatamente, ante sus ojos asombrados, se materializó una muchedumbre de ángeles que alababa a Dios diciendo: gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace ( Lc 2, 14).

Se pusieron en camino. Quizá tomaron unos presentes para obsequiar a la madre y al recién nacido. El homenaje fue para María y para José la prueba de que Dios velaba sobre su Hijo. También ellos se llenarían de gozo ante el júbilo ingenuo de aquellas gentes y ponderarían en su corazón cómo el Señor se complace en los pobres y humildes.

Cuando acabó la fiesta, los pastores tornaron al cuidado de sus rebaños, alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto ( Lc 2, 20). Al cabo de dos mil años, también a nosotros se nos invita a proclamar las maravillas divinas. Un día santo nos ha amanecido; venid, gentes, y adorad al Señor; porque una luz grande ha bajado hoy a la tierra (Misa tercera de Navidad, aclamación antes del Evangelio).


LA VOZ DEL MAGISTERIO

«Quedando, pues, a salvo la propiedad de una y otra naturaleza y uniéndose ambas en una sola persona, la humildad fue recibida por la majestad, la flaqueza, por la fuerza, la mortalidad, por la eternidad, y para pagar la deuda de nuestra raza, la naturaleza inviolable se unió a la naturaleza pasible. Y así —cosa que convenía para nuestro remedio— uno solo y el mismo mediador de Dios y de los hombres, el hombre Cristo Jesús [1 Tm 2, 5], por una parte pudiera morir y no pudiera por otra. En naturaleza, pues, íntegra y perfecta de verdadero hombre, nació Dios verdadero, entero en lo suyo, entero en lo nuestro.

»Entra, pues, en estas flaquezas del mundo el Hijo de Dios, bajando de su trono celeste, pero no alejándose de la gloria del Padre, engendrado por nuevo orden, por nuevo nacimiento. Por nuevo orden: porque invisible en lo suyo, se hizo visible en lo nuestro; incomprensible, quiso ser comprendido; permaneciendo antes del tiempo, comenzó a ser en el tiempo; Señor del universo, tomó forma de siervo, oscurecida la inmensidad de su majestad; Dios impasible, no se desdeñó de ser hombre pasible, e inmortal, someterse a la ley de la muerte. Y por nuevo nacimiento engendrado: porque la virginidad inviolada ignoró la concupiscencia, y suministró la materia de la carne. Tomada fue de la madre del Señor la naturaleza, no la culpa; y en el Señor Jesucristo, engendrado del seno de la Virgen, no por ser el nacimiento maravilloso, es la naturaleza distinta de nosotros. Porque el que es verdadero Dios es también verdadero hombre, y no hay en esta unidad mentira alguna, al darse juntamente la humildad del hombre y la alteza de la divinidad. Pues al modo que Dios no se muda por la misericordia, así tampoco el hombre se aniquila por la dignidad. Una y otra forma, en efecto, obra lo que le es propio, con comunión de la otra; es decir, que el Verbo obra lo que pertenece al Verbo, la carne cumple lo que atañe a la carne. Uno de ellos resplandece por los milagros, el otro sucumbe por las injurias. Y así como el Verbo no se aparta de la igualdad de la gloria paterna; así tampoco la carne abandona la naturaleza de nuestro género».

San León Magno (siglo V). Carta 28 dogmática Lectis dilectionis tuae, a Flaviano, patriarca de Constantinopla (13-VI-449), leída en el Concilio ecuménico de Calcedonia (año 451).

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«Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado [ Hb 4, 15]; engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad;

»que se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de Él nos enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha trasmitido el Símbolo de los Padres».

Concilio Ecuménico de Calcedonia, sesión 5 (22-X-451). Definición de las dos naturalezas de Cristo (Denz 301-302).

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LA VOZ DE LOS PADRES

«Un gran sol se ha recogido y escondido en una nube espléndida. Una adolescente ha llegado a ser la Madre de Aquél que ha creado al hombre y al mundo. Ella llevaba un niño, lo acariciaba, lo abrazaba, lo mimaba con las más hermosas palabras y lo adoraba diciéndole: Mi mente está turbada por el temor, concédeme la fuerza para alabarte. No sé explicar cómo estás callado, cuando sé que en ti retumban los truenos. Has nacido de mí como un pequeño, pero eres fuerte como un gigante; eres el Admirable , como te llamó Isaías cuando profetizó sobre ti (cfr. Is 9, 5).

»He aquí que todo Tú estás conmigo, y sin embargo estás enteramente escondido en tu Padre. Las alturas del cielo están llenas de tu majestad, y no obstante mi seno no ha sido demasiado pequeño para ti. Tu Casa está en mí y en los cielos. Te alabaré con los cielos. Las criaturas celestes me miran con admiración y me llaman Bendita.

»Que me sostenga el cielo con su abrazo, porque yo he sido más honrada que él. El cielo, en efecto, no ha sido tu madre; pero lo hiciste tu trono. ¡Cuánto más venerada es la Madre del Rey que su trono! Te bendeciré , Señor, porque has querido que fuese tu Madre; te celebraré con hermosas canciones.

»Oh gigante que sostienes la tierra y has querido que ella te sostenga. Bendito seas. Gloria a ti, oh Rico, que te has hecho Hijo de una pobre».

San Efrén de Siria (siglo IV). Himno 18

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«¿Qué significa que, cuando ha de nacer el Señor, se haga el censo del mundo, sino que aparecía en la carne el que había de realizar el censo de sus elegidos para la eternidad? En cambio, de los réprobos se afirma por el profeta: raídos sean del libro de los vivientes y no queden escritos en el libro de los justos ( Sal 68/69, 29).

»También era conveniente que naciese en Belén, porque Belén significa "casa del pan"; y precisamente Él mismo es quien dice: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo ( Jn 6, 51). Por tanto, el lugar donde nace el Señor ya antes fue llamado casa del pan, porque, en efecto, había de verificarse que quien saciaría interiormente a las almas aparecería allí en la sustancia de la carne.

»Y no nace en la casa de sus padres, sino en el camino, para mostrar que en realidad nacía como de prestado en la humanidad suya que había tomado. De prestado, digo, o en lo ajeno, no refiriéndome a su potestad, sino a la naturaleza; porque de su potestad está escrito: vino a su propia casa ( Jn 1, 11); y por lo que se refiere a su naturaleza, en la suya nació antes de los tiempos, en la nuestra vino en el tiempo. Por tanto, el que, permaneciendo eterno, se mostró en el tiempo, es ajeno a donde descendió.

»Y como por el profeta se dice: toda carne es heno ( Is 40, 6), al hacerse hombre convirtió nuestro heno en grano, el que dice de sí mismo: si el grano de trigo, después de echado en la tierra, no muere, queda infecundo ( Jn 12, 24). Por eso, al nacer es reclinado en el pesebre, para alimentar con el trigo de su carne a todos los fieles, es decir, a los santos animales, de modo que no permanezcan ayunos del sustento de la sabiduría eterna».

San Gregorio Magno (siglo VI). Homilía 8 sobre los Evangelios.

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LA VOZ DE LOS SANTOS Y AUTORES ESPIRITUALES

«Salid, pues, hijas de Sión, dice la Esposa en el Cantar de los Cantares, y mirad al Rey Salomón con la corona con que le coronó su Madre en el día de su desposorio y en el día de la alegría de su corazón.

»Almas piadosas y amadoras de Cristo, salid ahora de todos los cuidados y negocios del mundo y, recogidos todos vuestros pensamientos y sentidos, poneos a contemplar al verdadero Salomón, pacificador de cielos y tierra, no con la corona con que le coronó su Padre cuando lo engendró eternamente y le comunicó la gloria de su divinidad, sino con la que le coronó su Madre cuando le parió temporalmente y le vistió de nuestra humanidad.

»Venid a ver al Hijo de Dios, no en el seno del Padre, sino en los brazos de la Madre; no entre los coros de los ángeles, sino entre unos viles animales; no asentado a la diestra de la Majestad en las alturas, sino reclinado en un pesebre de bestias; no tronando ni relampagueando en el cielo, sino llorando y temblando de frío en un establo.

»Venid a celebrar este día de su desposorio, donde sale ya del tálamo virginal desposado con la naturaleza humana con tan estrecho vínculo de matrimonio, que ni en vida ni en muerte se haya de desatar.

»Este es el día de la alegría secreta de su corazón, cuando llorando exteriormente como niño, se alegraba interiormente por nuestro remedio como verdadero Redentor».

Fray Luis de Granada (siglo XVI), Vida de Jesucristo, cap. 4.

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«Contemplo ahora a Jesús, reclinado en un pesebre ( Lc 2, 12), en un lugar que es sitio adecuado sólo para las bestias. ¿Dónde está, Señor, tu realeza: la diadema, la espada, el cetro? Le pertenecen, y no los quiere; reina envuelto en pañales. Es un Rey inerme, que se nos muestra indefenso: es un niño pequeño. ¿Cómo no recordar aquellas palabras del Apóstol: se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo ( Flp 2, 7)?

»Nuestro Señor se encarnó, para manifestarnos la voluntad del Padre. Y he aquí que, ya en la cuna, nos instruye. Jesucristo nos busca —con una vocación, que es vocación a la santidad— para consumar, con Él, la Redención. Considerad su primera enseñanza: hemos de corredimir no persiguiendo el triunfo sobre nuestros prójimos, sino sobre nosotros mismos. Como Cristo, necesitamos anonadarnos, sentirnos servidores de los demás, para llevarlos a Dios.

»¿Dónde está el Rey? ¿No será que Jesús desea reinar, antes que nada en el corazón, en tu corazón? Por eso se hace Niño, porque ¿quién no ama a una criatura pequeña? ¿Dónde está el Rey? ¿Dónde está el Cristo, que el Espíritu Santo procura formar en nuestra alma? No puede estar en la soberbia que nos separa de Dios, no puede estar en la falta de caridad que nos aísla. Ahí no puede estar Cristo; ahí el hombre se queda solo.

A los pies de Jesús Niño, ante un Rey sin señales exteriores de realeza, podéis decirle: Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo».

San Josemaría Escrivá de Balaguer (siglo XX). Es Cristo que pasa, n. 31.

* * * LA VOZ DE LOS POETAS

Temblando estaba de frío

el mayor fuego del cielo,

y el que hizo el tiempo mismo,

sujeto al rigor del tiempo.

El que con arena débil

al libre mar puso freno,

medida al ardiente sol

y a las tinieblas silencio,

en unas pajas humildes,

siendo Sol, se encoge al hielo,

a la noche deja libre

y da licencia a los vientos.

Todos, aunque todos tristes,

osan perder el respeto,

porque están temblando todos

de que Dios tiemble por ellos.

Su Virgen Madre le mira

ya llorando, ya riendo,

que, como es su espejo el Niño,

hace los mismos efectos.

No lejos el casto Esposo,

que aunque estuviera muy lejos,

pensara que estaba cerca

de un hombre que es Dios inmenso,

mirándole está encogido,

y de los ojos atentos

llueve, al revés de las nubes,

porque llora sobre el cielo.

Alma, si de ver a Dios

puesto de su Madre al pecho

no se enternece el tuyo,

¿dónde está tu sentimiento?

Llora, sin temer que el Niño

despierte a tu llanto tierno,

que al son de fuentes de llanto

duerme Dios con más contento.

Más que la gloria que hoy

le cantan ángeles bellos,

estima de un hombre el llanto:

lloremos, alma, lloremos.

Lope de Vega (siglo sXVI-XVII). Pastores de Belén, II.

* * *

Era en Belén y era Noche buena la noche.

Apenas ni la puerta crujiera cuando entrara.

Era una mujer seca, harapienta y oscura

con la frente de arrugas y la espalda curvada.

Venía sucia de barro, de polvo de caminos.

La iluminó la luna y no tenía sombra.

Tembló María al verla; la mula no, ni el buey

rumiando paja y heno igual que si tal cosa.

Tenía los cabellos largos color ceniza,

color de mucho tiempo, color de viento antiguo;

en sus ojos se abría la primera mirada

y cada paso era tan lento como un siglo.

Temió María al verla acercarse a la cuna.

En sus manos de tierra, ¡oh Dios!, ¿qué llevaría?...

Se dobló sobre el Niño, lloró infinitamente

y le ofreció la cosa que llevaba escondida.

La Virgen, asombrada, la vio al fin levantarse.

¡Era una mujer bella, esbelta y luminosa!

El Niño la miraba. También la mula. El buey

mirábala y rumiaba igual que si tal cosa.

Era en Belén y era Noche buena la noche.

Apenas ni la puerta crujió cuando se iba.

María al conocerla gritó y la llamó " Madre!"

Eva miró a la Virgen y la llamó "¡Bendita!"

¡Qué clamor, qué alborozo por la piedra y la estrella!

Afuera aún era pura, dura la nieve y fría.

Dentro, al fin, Dios dormido, sonreía teniendo

entre sus dedos niños la manzana mordida.

Antonio Murciano (siglo XX). La Visitadora, en Antología de poesía religiosa, p. 463.

Vida de María (VII): Magisterio, Padres, santos, poetas

J.A. Loarte