El mensaje de san Josemaría: contenidos particularmente relevantes en el contexto actual

La visión de Escrivá es la de una Iglesia que se abre al mundo, haciéndose presente con eficacia redentora en todos los ámbitos de la sociedad, por medio de la vida ordinaria de todos los bautizados, de su trabajo y de su actuación, vividos con la fe y la caridad de Cristo, y que de esa manera procura renovar el mundo “desde dentro”.

Martin Rhonheimer. Imagen: Jürgen Frey

En nuestra época los cristianos somos cada vez más conscientes de la necesidad de preservar en este mundo la fe cristiana. Con frecuencia, esa conciencia desemboca en una superficial invitación a comprometerse en el mundo pertrechados con símbolos cristianos o, incluso, a atribuir un mandato político en sentido estricto a la Iglesia como institución oficial, desconociendo la libertad legítima de los fieles. La visión de Escrivá, en cambio, es la de una Iglesia que se abre al mundo, haciéndose presente con eficacia redentora en todos los ámbitos de la sociedad, por medio de la vida ordinaria de todos los bautizados, de su trabajo y de su actuación, vividos con la fe y la caridad de Cristo, y que de esa manera procura renovar el mundo “desde dentro”.

1. Introducción

Comienzo con un hecho anecdótico del que tengo noticias gracias a un colega mío. No lejos de Roma, en las cercanías de la localidad de Pereto, junto a los Abruzzos se encuentra un santuario mariano en el que se venera a Nuestra Señora bajo la advocación de Madonna dei Bisognosi, “Nuestra Señora de los Necesitados”. En el santuario, ahora restaurado, se encuentra un gran fresco del Juicio Final. Realizado por autores de la zona a finales del siglo XV, es una grandiosa obra de arte, que habla un claro lenguaje. A un lado está el paraíso: aparece poblado exclusivamente por clérigos, monjas y religiosos. En el purgatorio, se ven representantes de todos los oficios entonces conocidos, cristianos corrientes de todas clases1.

El mensaje es nítido: el ideal de la vida cristiana y de la perfección es el apartamiento del mundo; la “imitación de Cristo” de manera consecuente y radical sólo es posible en el alejamiento de la vida terrena ordinaria. Quien vive en el mundo, necesariamente se mancha las manos, es decir, el alma, y después de esta vida necesita purificación, no puede llegar a santificarse en medio del mundo.

En el horizonte de esta perspectiva se entiende quizá por qué en el año 1928 el joven Josemaría Escrivá tropezó con la desconfianza, el rechazo o la incomprensión de no pocos de sus contemporáneos. Afirmaba, en efecto, que todos los cristianos, sin excepción, están llamados a la santidad, a la plenitud de la vida cristiana, a la amistad íntima con Dios y a la identificación con Cristo; y que lo están en medio de la vida ordinaria, en el tráfago de la profesión y las preocupaciones cotidianas, en la intimidad del amor matrimonial, en la vida familiar y en los distintos ámbitos de su compromiso con la sociedad, la política y la vida económica. A Dios se le encuentra en todas partes, también en el trabajo diario, en la aparente monotonía de lo corriente.

Las consecuencias de este mensaje son muchas. Quisiera subrayar, a continuación, algunas que me parecen de especial actualidad. Primero, veremos lo que llamo el “primer descubrimiento de la vida ordinaria” por la reforma protestante el ethos protestante del trabajo, que ha marcado profundamente el mundo moderno (2-3). Después me propongo analizar brevemente lo que llamo el “segundo redescubrimiento del la vida ordinaria” realizado por San Josemaría Escrivá, su importancia, sus rasgos fundamentales y su carácter en cierto sentido innovador en el seno de la Iglesia Católica (4). En tercer lugar, mencionaré algunas consecuencias ascéticas y eclesiológicas de este redescubrimiento: el amor a la libertad y el espíritu de no-discriminación, rasgos importantes de lo que San Josemaría llamaba “mentalidad laical”, y la importancia de este mensaje en la actuación de los católicos en una sociedad marcada por la secularidad y el pluralismo para abrir un camino precisamente no-fundamentalista y no-integrista a la tarea evangelizadora de la Iglesia y a la realización de su misión de penetrar este mundo con la verdad y el espíritu de Cristo (5-9).

2. El primer redescubrimiento de la vida ordinaria: la Reforma protestante

A veces se oye decir que la afirmación cristiana del mundo y de la vida corriente contenida en el planteamiento apenas esbozado -y, en particular, la valoración positiva del trabajo profesional- no es más que una tardía asunción de lo que ya desde la Reforma había sido reconocido de modo general en el ámbito no católico. En particular, el ethos protestante del trabajo y, sobre todo, el calvinismo (dentro de él, el puritanismo) habrían descubierto hace mucho el valor de la vida cristiana y la importancia del trabajo profesional.

¿Es esto verdad? Yo afirmaría que es verdad en parte. ¿Cuál era la intención básica de los reformadores y de sus seguidores?

Lo entenderemos mejor recordando el modo en que la Iglesia medieval se entendía a sí misma y planteaba la vida cristiana. De manera muy simplificada y algo esquemática, para el hombre medieval el mundo cristiano estaba dividido en dos partes. Una la formaban los clérigos y los religiosos, competentes para lo espiritual y para la salud de las almas de todos los hombres. Los sacerdotes eran los mediadores entre el mundo y Dios; y los que, como los religiosos, se entregaban plenamente a Dios por medio del rechazo del mundo, mantenían a flote la barca de la Iglesia con su vida espiritual. La otra parte la componían los laicos, que eran responsables de las cosas temporales, igualmente al servicio del todo: trabajaban en el campo o en el taller y hacían la guerra. Por medio de buenas obras, limosnas y fundaciones piadosas se preocupaban de que los sacerdotes pudieran decir Misa y de que los monjes y las monjas rezaran e hicieran penitencia, mientras ellos se dedicaban a las necesidades de este mundo. La Iglesia era el barco, los clérigos y los religiosos remaban, y los “laicos” eran los pasajeros.

Ahora bien: en la época de la Reforma, la barca de Pedro había comenzado a hacer agua; los remeros se habían cansado, se habían vuelto perezosos o, sencillamente, demasiado débiles para hacer avanzar el barco.

En segundo lugar, de una u otra forma los reformadores negaban la idea de que en la Iglesia haya personas (las pertenecientes al estado sacerdotal) que tengan una responsabilidad especial sobre la salud del conjunto y estén dotados de facultades que les permitan representar a Cristo como Cabeza de la Iglesia. Por eso echaron por la borda todas las instancias mediadoras: rechazaron el sacerdocio ministerial en el sentido tradicional, los sacramentos y, sobre todo, la Misa. Dicho con otras palabras, abolieron la barca en la que viajaban todos los pasajeros. Después de la Reforma, cada individuo está relacionado con Dios directamente; no necesita que nadie rece por él, expíe por él y ofrezca sacrificios o le perdone los pecados. La fe basta para establecer el contacto inmediato con el Redentor, y en esa fe se es salvado.

Pero, ahora, ocupa un primer plano la preocupación acerca de la certeza de la propia salvación. Poseer esta certeza se convierte, por así decirlo, en resultado del esfuerzo de la propia fe y se debe preservar en la vida diaria. Por este camino reciben las circunstancias vitales de la “vida corriente” –trabajo, matrimonio, vida familiar o social, deberes civiles– una significación eminentemente religiosa. La eticidad intramundana no se supera ya mediante la ascesis monacal: los propios deberes intramundanos se convierten en “llamada”, como decía Lutero y después de él los puritanos calvinistas; es decir, en una actividad en la que aparece la voluntad de Dios para cada uno y que debe ser santificada, realizándola para la gloria de Dios y no como un fin en sí misma.

El ethos protestante del trabajo recibirá en el puritanismo una orientación particular. El filosofo canadiense Charles Taylor ha expuesto estas cuestiones en su libro “The Making of the Modern Identity”2, en especial la concepción de los calvinistas puritanos ingleses y norteamericanos; vale la pena volver a leerlo. Taylor dice: “mientras que el uso de la expresión ‘vocación’ en las culturas católicas normalmente aparecen en conexión con el sacerdocio o la vida monacal, para los puritanos la menor ocupación es una vocación, siempre que sea provechosa para la humanidad y distinguida por Dios con una utilidad. En este sentido, todas las profesiones merecen la misma consideración, independientemente de su posición en la jerarquía social” 3.

Para el puritano la existencia del hombre en el mundo, especialmente el matrimonio y el trabajo, es una realidad vital querida por Dios a la que el hombre no debe sustraerse. Todo depende de que estas realidades sean aprovechadas únicamente por amor a Dios y no por amor al mundo. De ahí resulta –por citar al teólogo puritano Joseph Hall (1574-1656)– que la meta de nuestra vida es “servir a Dios, sirviendo a los hombres por medio del trabajo en la profesión”4. En efecto: tanto el luteranismo como el puritanismo calvinista, y más tarde también el pietismo y el metodismo, han redescubierto el valor religioso y cristiano de la vida corriente; por esta razón han fomentado también un cristianismo activo, caracterizado por la preservación de la fe en el compromiso caritativo y social.

3. Ética protestante del trabajo, motivación religiosa y sello de la modernidad

En este redescubrimiento había desde el comienzo un punto débil. Los reformadores mantenían la tesis de que el mundo y el hombre están radicalmente corrompidos por el pecado, siendo la fe el único camino posible para escapar a esta corrupción; solamente así podía resultar grata a Dios la vida en este mundo. No desaparecía, sin embargo, la corrupción interna de todo lo terreno. En realidad, por tanto, ni la idea luterana del trabajo como “vocación” ni la idea calvinista-puritana de la santificación del trabajo conducían a la redención del mundo, a su sanación interna y a su santificación.

En efecto, ni Lutero ni los calvinistas consiguieron entender la Redención como un re-establecimiento de la creación o una “nueva creación” en Cristo. El ethos del trabajo de los puritanos no era más que un medio para trascender el mundo mediante una actitud religiosa, para poder dirigirse a Dios y aumentar su gloria en medio de las actividades y condicionamientos de este mundo y de la vida ordinaria. En cierto sentido, se trata de una forma secularizada del ideal ascético monacal. Lo redimido no es el mundo, sino sólo el individuo que, en último término, se separa del mundo. Falta una relación intrínseca entre trabajo y Redención.

De la quiebra final de la unidad entre ethos puritano del trabajo y motivación religiosa, surgió de manera no irrelevante el sello que marca el mundo moderno. Mundanidad y conciencia religiosa se vuelven concurrentes, y se alejan finalmente la una de la otra. Cuando desaparece la base religiosa y los motivos religiosos originarios se abre paso a un proceso de secularización; cuando se suprime incluso la veste religiosa, como una pieza de ropa que se ha quedado pequeña, nos encontramos de nuevo con un mundo laboral embebido de racionalidad económica y de eficiencia productora de progreso, pero cerrado ante toda trascendencia. Se hace imposible volver a establecer una conexión entre la vida ordinaria y cotidiana (en particular, el trabajo profesional ordinario) y la relación amorosa del hombre con Dios y su tarea como discípulo de Cristo; hasta parece resultar superfluo.

4. El trabajo humano en la perspectiva cristológica. El “segundo redescubrimiento” de la vida ordinaria: Josemaría Escrivá

Los reformadores querían poner la Iglesia cabeza abajo. Pero, ¿no hubiera sido mejor devolverle el fundamento perdido: volver a descubrir la vocación universal a la santidad y el valor santificador de la vida ordinaria en medio del mundo, sobre la base del “Evangelio del trabajo”? Esto hubiera supuesto, en primer término, mantener la decisiva tradición católica: la Iglesia como el gran barco en el que todos nos salvamos; naturalmente por nuestra fe, pero no como “logro” (achievement) de nuestra fe, sino sólo y únicamente por las obras de Jesucristo y por sus méritos, con los que está construido el barco de la Iglesia y que nos llegan siempre a través de los sacramentos de la Iglesia.

Curiosamente, también en la Iglesia Católica era tan grande el poder de la tradición que, en el campo de la fe católica genuina y en orden a una teología del trabajo y, en general, de la vida ordinaria, apenas se extrajeron consecuencias relativas a la bondad fundamental del mundo. Mientras que la relación establecida por el protestantismo entre fe y mundo y el ethos del trabajo resultante fomentó sin duda excesos de secularización y de separación -o incluso contraposición- entre fe y existencia en el mundo, el peso de la tradición católica-medieval condujo a un conflicto no menos explosivo entre fe y mundo moderno. Hasta el Concilio Vaticano II se manifestó en el rechazo de la modernidad en algunas de sus manifestaciones más características (como la libertad de religión, de conciencia y de prensa) a partir de una fundamentación religiosa; así como en una profunda desconfianza frente al ethos de la cultura política y a la realidad moderna del mundo del trabajo y de la economía (anticapitalismo; rechazo de los sindicatos, del afán de beneficio y del espíritu de competencia; cierto antisemitismo motivado cada vez más en razones socioeconómicas y políticas).

La identificación -tan extendida- entre el ideal de perfección ascética de los religiosos y el esquema ideal de la vida cristiana y del orden social y estatal católico; el rechazo de la modernidad y de la orientación hacia el mundo derivada de ella; y una desconfianza frente a la libertad y el pluralismo profundamente arraigada, constituyen la variante típicamente católica de la separación entre fe y mundo moderno. Llevaron a considerar como cristianos de segunda clase -en lo relativo a la vida espiritual y a la responsabilidad apostólica- a los cristianos corrientes, a los laicos que se ocupan de las cosas de este mundo debido a los imperativos de la vida. Por principio, la vida en el mundo, el trabajo y la profesión, así como las obligaciones de la vida matrimonial y familiar, se consideraban impedimento para una verdadera vida cristiana y para el esfuerzo por alcanzar la perfección cristiana. Las virtudes unidas al trabajo profesional ordinario, como la laboriosidad, la honestidad, la honradez y la sana competitividad, apenas se ponían en relación con la vida espiritual y con el mandato cristiano del amor. Todos los intentos de superar el abismo entre fe y mundo moderno y de vencer el creciente alejamiento de la modernidad respecto de Dios, se basaban en el propósito de actuar sobre este mundo “desde fuera”, en cierto sentido, y “desde arriba”, es decir, de una manera “clerical”. En el mejor de los casos, se veía en los laicos a colaboradores en el apostolado de la jerarquía eclesiástica. Su vida espiritual se reducía a la posibilidad de participar de algún modo en la espiritualidad de las diversas órdenes religiosas. Así no es posible pensar la vida espiritual y la acción apostólica del cristiano normal a partir del mundo y de la vida ordinaria en él.

Exactamente aquí aparece el “redescubrimiento católico” de la vida ordinaria, realizado por Josemaría Escrivá. Ante estudiantes, profesores y empleados de la Universidad de Navarra afirma en una homilía del año 1967, publicada bajo el título de “Amar al mundo apasionadamente” y frecuentemente citada5: “el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios. Por el contrario, debéis comprender ahora –con una nueva claridad- que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir” 6.

Ya no se trata simplemente de salvarse de un mundo que ha caído en desorden por el pecado, por medio de la fe y de su preservación en una vida de provechosa laboriosidad. Escrivá llama a descubrir lo santo, divino y bueno que está escondido en el mundo, en el trabajo ordinario, en las situaciones cotidianas. En este sentido, se trata de un verdadero amor al mundo –un “amor correcto”– y de interés por él, por su situación más íntima y por su salvación. Para el cristiano, Dios no solamente está “más allá” del mundo: lo encuentra también en él.

Escrivá descubre en el trabajo –así escribió en el año 1954– la “dignidad de la vida” y un “deber impuesto por el Creador” 7: de acuerdo con la narración bíblica de la creación, Dios creó al hombre para que trabajara. El trabajo no es consecuencia del pecado, sino una tarea querida por Dios y una vocación que define lo fundamental de la identidad del hombre en este mundo.

Con ello queda de manifiesto un primer y fundamental aspecto. El amor del cristiano al mundo, esta básica e incluso apasionada “afirmación del mundo”, une el amor de Dios Creador –“y Dios vio que era bueno”- y el amor de Dios Redentor, que quería que la creación brillara en su bondad original como “nueva creación en Cristo”.

La vida cristiana no consiste sólo en salvarse de la corrupción de este mundo por medio de la fe y de una actitud apropiada, sino en una transformación interior del hombre en Cristo efectuada por el Espíritu de Dios, que ha de conducir también a la renovación interior y a la salvación del mundo realizada por la gracia de Dios: es decir, a su “santificación”.

Esto nos lleva a un segundo aspecto: la salvación del mundo y la salvación del hombre no pueden separarse una de otra. La “santificación del mundo” –del trabajo– presupone y está entrelazada con la santificación de la persona y su perfección cristiana. Por consiguiente, la santidad no debe buscarse en el apartamiento del mundo. Todavía menos considera que la condición mundana del hombre, especialmente el trabajo, sea un obstáculo o freno en el camino hacia la unión con Dios y la perfección en el amor; la ve, al contrario, como medio y camino hacia ellas.

En esta perspectiva la “santidad” no se reduce a mundanidad, ni se contempla como fruto del esfuerzo humano. Tampoco se trata de una “salvación por medio del trabajo”. Es, en cambio, una “salvación del trabajo”, una elevación de la vida ordinaria al nivel de la vida de la gracia, al plano sobrenatural. Para Josemaría Escrivá, lo decisivo no es que los hombres conduzcamos este mundo a Dios por nuestro trabajo y nuestros “logros”; es Cristo el que “lo atrae hacia Sí”, cuando nosotros nos esforzamos por poner la Cruz de Cristo en la cumbre de nuestra actividad humana: cuando hacemos con el amor de Cristo aquello que hacemos8.

5. Consecuencias ascéticas y eclesiológicas. La Iglesia como “barco del mundo”.

La “afirmación del mundo” y el “amor al mundo” parecen contradecir aquella experiencia primaria que la Biblia pone de manifiesto: el “mundo” como enemigo del alma, como tentador y adversario de Dios. ¿No están en lucha irreconciliable el amor al mundo y el amor a Dios? El ethos puritano de la santificación del trabajo vivía de esta contraposición, así como del intento de reorientar el amor al mundo por medio del amor a Dios: una actitud recta dirigida solamente a la gloria de Dios. El amor al mundo era siempre un peligro, mientras que la distancia al mundo e incluso su rechazo eran presupuesto del amor a Dios9.

Josemaría Escrivá no mantiene una “ascesis intramundana” (como es conocido que el sociólogo alemán Max Weber caracterizaba al ethos puritano del trabajo). El verdadero amor a Dios no significa para Escrivá “superación” ni “rechazo” del mundo. Es un amor al mundo concreto, una participación en el amor a Cristo que salva y supera el pecado. “Amar el mundo” significa entrar en él de una manera nueva: a la manera de Cristo.

La vida ordinaria, las múltiples ocupaciones en el trabajo, la familia, la sociedad, el amor entre hombre y mujer, entre padres e hijos, son tarea del hombre redimido en Cristo, al tiempo que medio y camino de unión con Dios. El trabajo convertido en oración (servicio al prójimo y ofrenda en Cristo, simultáneamente) es camino de purificación interior, de aceptación amorosa de la Cruz de Cristo; camino de unión con Dios propiamente mística, es decir, obrada por el Espíritu Santo.

La misión de la Iglesia en este mundo alcanza su objetivo por ese camino. La Iglesia no es solamente el barco que conduce a los hombres a la salvación eterna. Es también el barco del mundo, hecho nuevamente navegable por los miembros de la Iglesia mediante su vida ordinaria, con libertad y responsabilidad propia (no como brazo prolongado de la jerarquía eclesiástica). Los laicos no son, en absoluto, simples pasajeros; son también marineros, mecánicos de a bordo, remeros, capitanes y timoneles (todo ello también, naturalmente, en género femenino).

Pero lo son con la libertad de los hijos de Dios; la libertad y la responsabilidad personal son parte esencial de esa normalidad de la vida ordinaria. En sus tareas, en la profesión, la familia o la política activa, y en todas partes, el cristiano se mantiene sobre sus propios pies y actúa con autonomía y responsabilidad, en unión interna con la Iglesia y según una conciencia cristianamente formada. Escrivá no ofrece una solución a los problemas de este mundo, salvo precisamente ésta: concebir la solución de los problemas del mundo como tarea cristiana, que cada uno se plantea en su trabajo ordinario y diario con toda la radicalidad del seguimiento de Cristo. Las soluciones concretas ha de encontrarlas cada uno por sí mismo. “Vida ordinaria” significa también libertad personal, ejercicio bajo la propia responsabilidad de los derechos ciudadanos y de los derechos correspondientes al puesto de trabajo, además de empeño para que sean también respetados los derechos de los otros. En resumen, esto es lo que Escrivà llamaba “mentalidad laical”.

6. Mentalidad laical, amor a la libertad y espíritu de no discriminación

Indudablemente, y decenios antes del Concilio Vaticano II, Josemaría Escrivá fue, dentro de la Iglesia católica, un pionero del redescubrimiento de un espíritu de profundo respeto a la libertad, caracterizado por el rechazo de toda forma de coerción de las conciencias y del empleo de la violencia para conducir a los hombres a la verdad religiosa. En una de las cartas que escribió para la formación de los miembros del Opus Dei insiste en “la preocupación cristiana por hacer que desaparezca cualquier forma de intolerancia, de coacción y de violencia en el trato de unos hombres con otros. También en la acción apostólica – mejor: principalmente en la acción apostólica –, queremos que no haya el menor asomo de coacción” 10. Por tratarse de un carisma fundacional, este espíritu fue parte esencial de la predicación y de la actuación de Escrivá desde el comienzo. Lógicamente lo formulaba con la terminología de su tiempo. La inmensa mayoría de sus escritos datan de antes del Concilio, momento en que todavía no se había abierto el camino para hablar de un “derecho a la libertad religiosa” como lo hace la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II.

Escrivá emplea habitualmente la fórmula introducida por Pío XI11 después de la experiencia de los movimientos totalitarios modernos y habla de “libertad de las conciencias”, expresión que resume la permanente doctrina católica sobre el derecho de toda persona a no ser constreñida a actuar contra su conciencia.

Sin embargo, la idea del “derecho a la libertad religiosa” propuesta por el Concilio Vaticano II va más allá. Es una doctrina jurídico-política12. Implica una determinada concepción de la sociedad y de la política, y afirma la limitación del poder temporal: no es competente en materia religiosa y ha de actuar de modo neutro e imparcial. De acuerdo con el Vaticano II esta limitación también es reconocida por la Iglesia, y no es otra cosa que el principio de la sustancial secularidad del Estado.

El mensaje de Josemaría Escrivá no se mueve en este último nivel. Constituye una espiritualidad, o, mejor, un “espíritu”. Uno de sus rasgos es el espíritu de libertad y de responsabilidad personal, que, sin embargo, hace saltar las fórmulas tradicionales y se abre a una comprensión más amplia.

Ciertamente, Escrivá entendía lo que con la fórmula de Pio XI llamaba “libertad de las conciencias” en el marco de las relaciones entre las personas, y no en el sentido jurídico-político en que se sitúa la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el derecho a la libertad religiosa. Ahora bien, precisamente este espíritu predicado sin interrupción por el Fundador del Opus Dei explica su profunda alegría acerca de la enseñanza conciliar, como testimonian las palabras pronunciadas en una entrevista publicada en Le Figaro en 1966: “He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad. Comprenderá que siendo ese el espíritu que desde el primer momento hemos vivido, las enseñanzas que sobre este tema ha promulgado el Concilio sólo pueden producirme alegría” 13.

Escrivá interpreta en este contexto el compelle intrare de Lucas 14, 23, que se hizo célebre en la historia de la teología católica debido a su utilización contra los donatistas por parte de San Agustín: “Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios” 14. Y, como rehabilitando el verdadero espíritu agustiniano, añade las siguientes palabras del santo obispo de Hipona: “mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia Él” 15.

Tras el panorama expuesto en las páginas precedentes adquieren un significado muy especial afirmaciones como ésta: “en la Iglesia y en la sociedad civil no hay ni fieles ni ciudadanos de segunda categoría. Tanto en lo apostólico como en lo temporal, son arbitrarias e injustas las limitaciones a la libertad de los hijos de Dios, a la libertad de las conciencias o a las legítimas iniciativas. Son limitaciones que proceden del abuso de autoridad, de la ignorancia o del error de los que piensan que pueden permitirse el abuso de hacer discriminaciones nada razonables” 16.

En la mente del Fundador del Opus Dei esta visión se apoya en una visión teológica profunda, adecuada para superar las restringidas interpretaciones “confesionales” del mencionado principio de no-discriminación.

7. En camino hacia una sociedad cristiana de la modernidad: unidad de vida, libertad y responsabilidad personal

Este breve esbozo quedaría incompleto si no hiciera referencia a otro aspecto en el que este espíritu de amor por la libertad y por la responsabilidad personal, promovido por San Josemaría, adquiere suma importancia: la actuación pública de los fieles cristianos laicos y su tarea de ordenar la ciudad terrena y las estructuras temporales según el espíritu de Cristo. Es un tema amplio, en el que de nuevo se plantean las cuestiones clásicas acerca de las relaciones entre el poder temporal y la autoridad espiritual de la Iglesia, representada ahora en el seno de la sociedad política por la actuación de los laicos que intentan en fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia hacer que la sociedad humana sea conforme al espíritu de Cristo.

Josemaría Escrivá hablaba de “unidad de vida” en una perspectiva estrictamente espiritual. Invitaba a “saber materializar la vida espiritual”, para no caer en la tentación “de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.” 17.

Es obvio que esta enseñanza no puede entenderse como un programa político-religioso al servicio de la jerarquía eclesiástica y de su específica misión pastoral. El fundador del Opus Dei ve a los laicos –cristianos corrientes, cada uno en las circunstancias particulares de su vida- actuar con conciencia cristiana, católica, con plena libertad y autonomía; y poner el mundo, no a los pies de la jerarquía eclesiástica (por decirlo así), sino a los pies de Jesucristo: poner la Cruz de Cristo –su amor salvífico– en la cumbre de todas las actividades humanas. El apostolado de los laicos no es para él primariamente una participación en la misión de la jerarquía; es una participación en la misión sacerdotal del mismo Jesucristo conferida directamente por el Bautismo, aunque siempre realizada en estrecha unión con los legítimos pastores de la Iglesia (el Romano Pontífice y los obispos en unión con él) y en fidelidad a su Magisterio.

Por tanto, Escrivá no concibe a los laicos como un nuevo brazo secular de la Iglesia; su apostolado no es la longa manus de la jerarquía18. Ésta era más bien la visión que guiaba a Pío XI al promover la Acción Católica y la renovación de un “Estado cristiano” que, en cuanto poder temporal, reconoce a la Iglesia católica como única voz de la verdad divina. Pío XI proponía una sociedad bajo la guía de una Iglesia reconocida por el Estado como verdadera y única maestra y guía de los pueblos. Igualmente veía en los laicos, organizados de modo eficaz y guiados por la jerarquía, un instrumento para alcanzar ese fin en todos los ámbitos de la sociedad. Solamente de esta manera, afirmaba el Pontífice, se haría realidad el Reino de Cristo, es decir, la pax Christi in regno Christi, “la paz de Cristo en el Reino de Cristo” 19. Encontramos citado este lema de Pío XI en el punto 301 de “Camino” – pero Escrivá lo entiende en modo algo diverso.

Escrivá no pretende contraponer el apostolado de los laicos que él promueve con otras formas de apostolado. Amaba la diversidad (la libertad, en definitiva) también en los modos de realizar la única misión de la Iglesia. Tenía una gran estima por el trabajo desarrollado por tantos católicos –comprometidos en la Acción Católica– al servicio de la Iglesia, tan rico y variado en función de los tiempos y de los lugares; pero permanecía fiel al carisma específico querido para el Opus Dei: “Nuestra misión es diversa. Los demás trabajan muy bien; pero para trabajar de ese modo, ya están ellos. Lo que Dios nos pide a nosotros es distinto, la fisonomía de nuestra labor es otra: el modo nuestro es laical, secular, de libertad y de responsabilidad personal. Spiritus ubi vult spirat (Jn III, 8), el Espíritu del Señor sopla donde quiere. Y quiso inspirar la Obra de Dios con una finalidad y un carácter peculiares, dentro de la unidad de la Iglesia” 20.

San Josemaría Escrivá estaba convencido de la necesidad de que los cristianos comprometidos en la política y en los asuntos públicos –como todos los bautizados– busquen impregnar todas las estructuras temporales con el espíritu de Cristo. Ve a los laicos actuar en plena libertad con la consiguiente responsabilidad personal, junto a los demás hombres que no comparten su fe. Los contempla como fermento, fundidos en la masa de los hombres, iluminando todas las actividades humanas con la luz de la fe y esparciendo entre los hombres la sal de la buena doctrina y de la caridad de Cristo. La idea del Reino de Cristo en la sociedad no es un programa político para Escrivá: “No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa –sería una locura-, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres. Lo que hay que meter en Dios es el corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para que allí donde está –en circunstancias que no dependen sólo de su posición en la Iglesia o en la vida civil, sino del resultado de las cambiantes situaciones históricas-, sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra, de la fe que profesa” 21.

El influjo cristiano ejercido por los fieles católicos sobre las estructuras sociales y la conformación de una sociedad impregnada por la doctrina de Cristo se desarrollarán de esta manera en el espíritu de amor a la “legítima libertad de los demás, en una pacífica y respetuosa convivencia”. Aunque Escrivá nunca teorizó sobre el derecho civil a la libertad religiosa –no era esta su misión–, parece haberse anticipado a lo que sería después el espíritu del Concilio Vaticano II. Este espíritu ha llevado a la Iglesia a reconocer en el nivel jurídico-político la secularidad del Estado: no de un Estado laicista, sino laico, secular, que no da preferencia a ninguna creencia religiosa por su pretensión de ser la única verdadera, puesto que “la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad” 22.

8. Estado secular y pluralismo. La responsabilidad del cristiano corriente ante la historia

La visión de San Josemaría Escriva era indudablemente la de una sociedad humana donde la verdad redentora de Cristo penetra la sociedad humana y todas las estructuras del mundo no por la fuerza de la coacción de un “brazo temporal” de la Iglesia –el poder estatal–, sino mediante la unidad de vida de los cristianos que saben vivir su vida ordinaria en libertad y responsabilidad personal, como participación en la misión sacerdotal de Cristo.

La libertad y responsabilidad personal –enraizadas en la plena afirmación de la secularidad del mundo moderno– como “método” y camino de una nueva evangelización y penetración cristiana de este mundo: ¿es esto una perspectiva realista?

Es indudable que en el curso del proceso de secularización la Iglesia ha perdido una gran parte de su influencia sobre la sociedad y sobre los hombres; y hay quien se pregunta si hay aún un futuro para el Cristianismo23. Desde un punto de vista histórico y sociológico es cierto que, como dice el sociólogo católico Franz Xaver Kaufmann, la “desaparición de la norma estatal de pertenencia eclesial” es quizá la “causa más elemental y de más larga duración de su retroceso”, ya que “la voluntariedad no puede nunca ser tan capilar como la constricción” 24. No obstante, desde el punto de vista de la fe y en una perspectiva teológica hay que decir que la libertad es siempre, en último término, más fuerte que la constricción, porque la fe abre los corazones de los hombres a la acción salvadora de la gracia divina, que transforma, recrea y produce los “frutos del Espíritu”; mientras que la constricción, aunque a corto plazo crea apariencias de penetración religiosa, conduce a la simple conformidad externa y termina con la disolución, como tantas veces ha demostrado la historia. En definitiva, la Iglesia está hoy llamada de nuevo a creer en la libertad, como lo hacia San Josemaría:: una libertad que se abre a la fuerza transformadora del Evangelio y de la gracia de Dios, pero que es verdadera libertad. Por abrir el camino a esa “secularidad cristiana”, el mensaje de Josemaría Escrivá será un fermento de notable importancia.

Una historia “hecha por cristianos” -cristianos corrientes- será fruto de los esfuerzos de quienes gracias a la luz de la fe saben vivir responsablemente la propia libertad y procuran que esa luz brille, respetando siempre plenamente los derechos de libertad de sus conciudadanos, incluso su derecho a equivocarse, a estar en el error, o a ser indiferentes25, y, al mismo tiempo, intentan colaborar lealmente con todos los hombres en el amplio espacio de libertad que una cultura política secular y abierta permite a todo el que busca el bien común. El respeto a esa libertad creará el terreno que haga que la verdad nunca sea impuesta por la fuerza de la coacción en una mezcla desafortunada de intereses espirituales y temporales, sino sólo y únicamente, como dijo el último Concilio, “por fuerza de la verdad misma” 26; permitirá también que la sociedad y todas las realidades temporales sean conformadas según el espíritu de Cristo, mediante el ejercicio responsable de su libertad y sus derechos civiles por parte de los cristianos.

9. Una respuesta no-integrista y no-fundamentalista a la perenne misión de la Iglesia

Así, a mi juicio, gracias a su peculiar combinación de mentalidad laical y carácter sobrenatural-apostólico, el espíritu del Opus Dei permite dar una respuesta no-integrista y no-fundamentalista a al perenne misión de la Iglesia de transformar y renovar este mundo por la fe y el amor de Cristo.

El “fundamentalista” o “integrista” sería aquel cristiano que pretendiera que es función del estado y de su aparato coercitivo implantar la integridad de la doctrina moral y religiosa por las leyes y no solamente aquello que es indispensable para una convivencia ordenada y en justicia de los hombres. Es “fundamentalista” en este sentido el que no es capaz de distinguir entre el nivel político y la integridad de la verdad religiosa y que por eso deslegitima el proceso democrático y sus instituciones cuando a veces produce decisiones que no corresponden a la integridad de la verdad católica, tal como es enseñada por la Iglesia. Pero pienso que hoy en día hemos llegado a comprender la idea fundamental del estado secular – laico, confesionalmente neutral no agresivamente laicista – y la misma Iglesia hoy defiende el carácter secular y laico del poder político. Precisamente frente al reto de la cultura islámica, que desde su raíz y su autocomprensión fundacional y ortodoxa es un integrismo político-religioso, debemos defender las raíces cristianas de la secularidad moderna, raíces que los mismos cristianos a veces non han reconocido como tales. Llegar a un pleno reconocimiento de ellas ha sido un largo y penoso proceso.

Veo el espíritu del Opus Dei, tal como fue transmitido por su fundador, como un fermento esencial y poderoso de ese proceso. En consecuencia opto por lo que se puede llamar “secularidad cristiana”: una sociedad en la que se encuentran reconciliadas las exigencias de verdad y de libertad; donde la verdad redentora de Cristo penetra la sociedad humana y todas las estructuras del mundo no por la fuerza de la coacción de un “brazo temporal” de la Iglesia –el poder estatal–, sino mediante la unidad de vida de los cristianos que saben vivir su vida ordinaria en libertad y responsabilidad personal, como participación en la misión sacerdotal de Cristo.


Martin Rhonheimer es Profesor de Ética y Filosofía Política de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma y sacerdote del Opus Dei.

En estas líneas se recoge la conferencia que pronunció el 2 de marzo de 2007 en unas Jornadas profesionales de actualización en comunicación institucional de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz.

Notas

1. Agradezco la observación a Giorgio Faro; cfr. también G. Faro, Il lavoro nell’insegnamento del beato Josemaría Escrivá, Roma 2000, p. 92.

2. Sources of the Self. The Making of the Modern Identity, Cambridge, Mass. 1989). Del libro de Taylor tomo también la metáfora del barco y los pasajeros (cfr. p. 217).

3. Ibidem, p. 223.

4. Ibidem, p. 225.

5. In: J. Escrivá, Conversaciones, op. cit., nn. 113–123.

6. Ibidem, n. 114.

7. Carta de 31 de mayo de 1954, cit. según: J. L. Illanes, La santificación del trabajo, Madrid 1980, p. 40..

8. Cfr. p. ej. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, op. cit., n. 183.

9. Taylor, op. cit., p. 394.

10. Carta de 9 de enero de 1932, n. 66.

11. Encíclica Non abbiamo bisogno, de 29 de junio de 1931, III, Enchiridion delle Encicliche 5: Pio XI, Edizioni Dehoniane, Bolonia 1995, 815 (n. 780).

12. Cfr. DH 2 (1045).

13. J. Escrivá, Conversaciones, n. 44.

14. J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 37.

15. Ibidem, n. 57 ss.

16. Carta de 11 de marzo de 1940, n. 65, 1.

17.J . Escrivá, homilía “Amar al mundo apasionadamente”, n. 114, en Conversaciones.

18. Cfr. J. Escrivá, Conversaciones, n. 21.

19. Cfr. Enchiridion delle Encicliche 5, 43 s. (n. 37-39). Cfr. también Pío XI, Encíclica Quas primas sobre la institución de la fiesta de Cristo Rey, Enchiridion 158 ss., sobre todo 183 s. (n. 154 s.).

20. Carta de 5 de agosto de 1953, n. 18, 2.

21. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 183.

22. DH 1 (1044).

23. Cfr. F.-X. Kaufmann, Quale futuro per il Cristianesimo? Queriniana, Brescia 2002 (orig. Wie überlebt das Christentum?, Herder, Friburgo i. Br. 2000).

24. Ibidem, 118.

25. Cfr. DH 2 (1046).

26. DH 1 (1044).