Educar la afectividad

Los afectos son imprescindibles para una vida plena. Pero es necesario educarlos para que contribuyan realmente a la felicidad a la persona. Nueva entrega sobre la familia y la educación.

Desde muy antiguo se pensó que eran malos aquellos sentimientos que disminuyeran o anularan la libertad. Ésta fue la gran preocupación de la época griega, del pensamiento oriental y de muchas de las religiones antiguas. En todas las grandes tradiciones sapienciales de la humanidad encontramos una advertencia sobre la importancia de educar la libertad del hombre ante sus deseos y sentimientos. Parece como si todas ellas hubieran experimentado, ya desde tiempos muy remotos, que en el interior del corazón del hombre hay fuerzas y solicitaciones contrapuestas que con frecuencia pugnan violentamente entre sí.

Todas esas tradiciones hablan de la agitación de las pasiones; desean la paz de una conducta prudente, guiada por una razón que se impone sobre los deseos; apuntan hacia una libertad interior en el hombre, a una libertad que no es un punto de partida sino una conquista que cada hombre ha de realizar. Cada uno debe adquirir dominio de sí mismo, imponiéndose la regla de la razón, y ése es el camino de lo que empezó a llamarse virtud: la alegría y la felicidad vendrán como fruto de una vida conforme a ella.

Conversión del corazón

La moral cristiana enseña que el desorden de nuestro mundo afectivo hunde sus raíces en el pecado original. El corazón humano es capaz de indudable nobleza, de los más altos grados de heroísmo y de santidad, pero también de las más grandes bajezas y de los instintos más deshumanizados.

El Nuevo Testamento recoge en varias ocasiones diversas palabras de Jesucristo en las que insistía pidiendo con fuerza la conversión interior del corazón y de los deseos: Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón[1].

Nuestro Señor subraya que no basta con abstenerse de obrar mal, o con atenerse a unas normas en la conducta exterior, sino que hay que cambiar el corazón, porque del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos, fornicaciones, hurtos, homicidios, adulterios, codicias, maldades, fraude, deshonestidad, envidia, blasfemia, soberbia, insensatez. Todas estas cosas malas proceden del interior y hacen impuro al hombre[2].

Sus enseñanzas son una constante apelación a la conversión del corazón, la única que hace realmente bueno al hombre: El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas, y el malo de su mal saca cosas malas: porque de la abundancia del corazón habla su boca.[3] Remarcan la necesidad radical de purificarse interiormente:Vosotros os hacéis pasar por justos delante de los hombres; pero Dios conoce vuestros corazones[4].

Los actos inmorales surgen de los pensamientos torcidos que incuba el corazón. Por eso tiene tanta importancia la educación de sus afectos. Y por eso el Apóstol Pedro dice a Ananías, cuando es sorprendido en su falsedad: ¿Por qué has admitido esta acción en tu corazón?[5]

La moral cristiana no observa con recelo a los sentimientos. Al contrario, da una importancia fundamental a su cuidado y su educación, pues tienen una enorme trascendencia en la vida moral. Orientar y educar la afectividad supone un trabajo de purificación, porque el pecado ha introducido la cizaña del desorden en el corazón de todos los hombres y es por tanto necesario sanarlo. Por eso escribió San Josemaría: No te digo que me quites lo afectos, Señor, porque con ellos puedo servirte, sino que los acrisoles[6].

Se trata de construir sobre el fundamento firme de las exigencias de la dignidad del hombre, del respeto y la sintonía con todo lo que exige su naturaleza y le es propio. Y el mejor estilo afectivo, el mejor carácter, será el que nos sitúe en una órbita más próxima a esa singular dignidad que al ser humano corresponde. En la medida que lo logremos, se nos hará más accesible la felicidad y la santidad.

Sentimientos y virtud

Cada sentimiento favorece unas acciones y entorpece otras. Por tanto, los sentimientos favorecen o entorpecen una vida psicológicamente y espiritualmente sana, y también favorecen o entorpecen la práctica de las virtudes o valores que deseamos alcanzar. No puede olvidarse que la envidia, el egoísmo, la soberbia o la pereza, son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de la adecuada educación de los sentimientos que favorecen o entorpecen esa virtud. Puede decirse por tanto que la práctica de las virtudes favorece la educación del corazón, y viceversa.

Muchas veces se olvida que los sentimientos son una poderosa realidad humana, una realidad que —para bien o para mal— es habitualmente lo que con más fuerza nos impulsa o retrae en nuestro actuar. En ocasiones se ha tendido a descuidar su educación, quizá por la confusa impresión de que son algo oscuro y misterioso, poco racional, casi ajeno a nuestro control; o quizá por confundir sentimiento con sentimentalismo o sensiblería; o porque la educación de la afectividad es una tarea difícil, que requiere discernimiento y constancia, y quizá por eso se elude casi sin darnos cuenta.

Los sentimientos aportan a la vida gran parte de su riqueza, y resultan decisivos para una vida lograda y feliz. Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda sino un corazón enamorado[7]. Y para ello hay que educar el corazón, aunque no siempre sea un tarea fácil. Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado nuestros sentimientos. No debemos caer en el fatalismo de pensar que apenas pueden educarse, y considerar por eso que las personas son indefectiblemente de una manera o de otra, y que son generosas o envidiosas, tristes o alegres, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si eso fuera algo que responde a una inexorable naturaleza casi imposible de modificar.

Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil precisar. Pero está también el poderoso influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive, de la fe. Y está, sobre todo, el propio esfuerzo personal por mejorar, con la gracia de Dios.

Ejemplo, exigencia, buena comunicación

En el aprendizaje emocional, el ejemplo tiene un particular protagonismo. Basta pensar, por ejemplo, en cómo se transmite de padres a hijos la capacidad de reconocer el dolor ajeno, de comprender a los demás, de brindar ayuda a quien lo necesita. Son estilos emocionales que todos aprendemos de modo natural y los registramos en nuestra memoria sin apenas darnos cuenta, observando a quienes nos rodean.

Pero no por eso todo es cuestión de buen ejemplo. Hay hijos egoístas e insensibles cuyos padres son personas de gran corazón. Y esto es así porque el modelo es importante, pero, además de ello (por ejemplo, de padres atentos a las necesidades de los demás), es preciso sensibilizar frente a esos valores (hacerles descubrir esas necesidades en los demás, señalarles el atractivo de un estilo de vida basado en la generosidad) y, además, educar en un clima de exigencia personal, porque, si no hay autoexigencia, la pereza y el egoísmo ahogan fácilmente cualquier proceso de maduración emocional. La disciplina y la autoridad son decisivas para educar, pues sin un poco de disciplina difícilmente se pueden aprender la mayoría de las cuestiones importantes para la vida.

Junto a eso, es esencial que haya un clima distendido, de buena comunicación; que en la familia sea fácil crear momentos de mayor intimidad, en los que puedan aflorar con confianza los sentimientos de cada uno y así ser compartidos y educados; que no haya un excesivo pudor a la hora de manifestar los propios sentimientos; que haya facilidad para expresar a los demás con lealtad y cariño lo que de ellos nos ha disgustado; etc.

Cuando falta esa sintonía frente a algún tipo de sentimientos (de misericordia ante el sufrimiento ajeno, de deseo de superarse ante una contrariedad, de alegría ante el éxito de otros, etc.), o en la medida en que esos sentimientos no se fomentan, o incluso se dificultan o se desprestigian, cada uno tiende a restringirlos y, poco a poco, los sentirá cada vez menos: se van desdibujando y desaparecen poco a poco del repertorio emocional.

La fuerza de la educación

Entre el sentimiento y la conducta hay un paso importante. Por ejemplo, se puede sentir miedo y actuar valientemente. O sentir odio y perdonar. En ese espacio entre sentimientos y acción está la libertad personal. Se produce entonces una decisión personal, que está en parte en ese momento concreto y en parte antes, en el proceso previo de educación y autoeducación. A lo largo de la vida se va creando un estilo de sentir, y también un estilo de actuar. Siguiendo con el ejemplo, una persona miedosa o rencorosa se ha acostumbrado a reaccionar cediendo al miedo o al rencor que espontáneamente le producen determinados estímulos, y esto ha creado en él un hábito más o menos permanente. Ese hábito le lleva a tener un estilo de responder afectivamente a esas situaciones, hasta acabar constituyéndose en un rasgo de su carácter.

En definitiva, no podemos cambiar nuestra herencia genética, ni nuestra educación hasta el día de hoy, pero sí podemos pensar en el presente y en el futuro, con una confianza profunda en la gran capacidad de transformación del hombre a través de la formación, del esfuerzo personal y de la gracia de Dios.

Sentimientos y educación moral

La educación debe prestar una atención muy particular a la educación moral, y no puede quedarse sólo en cuestiones como el desarrollo intelectual, la fuerza de voluntad o la estabilidad emocional. Y una buena educación sentimental ha de ayudar, entre otras cosas, a aprender, en lo posible, a disfrutar haciendo el bien y sentir disgusto haciendo el mal. Se trata, por tanto, de aprender a querer lo que de verdad merece ser querido.

En nuestro interior hay sentimientos que nos empujan a obrar bien, y, junto a ellos, pululan también otros que amenazan nuestra vida moral. Por eso debemos procurar modelar nuestros sentimientos para que nos ayuden lo más posible a sentirnos bien con aquello que nos ayuda a construir una vida personal armónica, plena, lograda; y a sentirnos mal en caso contrario. Porque la educación moral nos ayuda —entre otras cosas— a sentir óptimamente.

Para los primeros cristianos, el sentido positivo de la afectividad humana era algo connatural y muy cercano. Prueba de ello es el consejo de San Pablo: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús[8]. El Catecismo de la Iglesia Católica habla también de la importancia de implicar la vida afectiva en la santidad: «La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo: ‘Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo’ (Sal 84,3)»[9].

Es verdad que a veces hacer el bien no será atractivo. Por eso los sentimientos no son siempre una guía moral segura. Pero no hay que desdeñar su fuerza y su influencia, sino comprender que conviene educarlos para que ayuden lo más posible a la vida moral. Si una persona, por ejemplo, siente desagrado al mentir y satisfacción cuando es sincera, eso sin duda le será de gran ayuda. Y si se siente molesta cuando es desleal, o egoísta, o perezosa, o injusta, esos sentimientos le alejarán de esos errores, y a veces con bastante más fuerza que otros argumentos.

Con una buena educación de los sentimientos, cuesta menos esfuerzo llevar una vida de virtud y alcanzar la santidad. De todas formas, por muy buena que sea la educación de una persona, hacer el bien supondrá con frecuencia un vencimiento, y a veces grande. Pero siempre se sale ganando con el buen obrar. En cambio, elegir el mal supone autoengañarse y, a la larga, una vida mucho más difícil y decepcionante. Por eso, no se trata de ganarnos la felicidad del Cielo siendo desgraciados en la tierra, sino de buscar ambas felicidades a la vez: Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra[10].

La libertad interior

A veces tendemos a identificar obligación con coacción, percibimos la idea del deber como una pérdida de libertad, y eso es un error en el desarrollo emocional. Actuar conforme al deber es algo que nos perfecciona. Si aceptamos nuestro deber como una voz amiga, acabaremos asumiéndolo de modo gustoso y cordial, y descubriremos poco a poco que el gran logro de la educación afectiva es conseguir unir en lo posible el querer y el deber. Así, además, se alcanza un grado de libertad mucho mayor, porque la felicidad no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que uno debe hacer.

Así nos sentiremos ligados al buen obrar moral, pero no obligados, ni forzados, ni coaccionados, porque lo percibiremos como un ideal que nos lleva a la plenitud, y eso constituye una de las mayores conquistas de la verdadera libertad.

A. Aguiló


[1] Mt 5, 27-28.

[2] Mc 7, 21-23.

[3] Lc 6, 45.

[4] Lc 16, 15.

[5] Hch 5, 4.

[6] San Josemaría, Forja, n. 750.

[7] San Josemaría, Surco, n. 795.

[8] Flp, 1, 5.

[9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1770.

[10] San Josemaría, Forja, n. 1005.