Experiencias de un venezolano en Roma

Hace unos días llegó al correo de la Oficina de Información una carta (¿quizá página de un diario personal?) escrita por una de las personas que viajó a Roma este año para estar con el Papa y participar en el Congreso UNIV 2007. Con permiso del autor, decidimos publicarla para nuestros lectores.

Es miércoles Santo en la Plaza de San Pedro. Hacia el final de la audiencia general, el Santo Padre Benedicto XVI va dirigiendo saludos en diferentes idiomas a las personas de distintos países que llenan el recinto. Aquí y allá se levantan los grupos de gente agitando banderas y gritando vivas a medida que el Papa menciona su lugar de procedencia.

Cuando el Sumo Pontífice se dirige a los de Europa Central los idiomas se van haciendo impenetrables y los nombres irrepetibles. De cualquier punto en la Plaza se van levantando personas de tez muy blanca y cabello rubio, típica de esos países. De pronto, al nombrar una localidad de pronunciación imposible para nosotros, saltamos los venezolanos, criollitos y como un solo hombre, aplaudiendo, gritando vivas y agitando banderas ante el asombro y las risas de los iberoamericanos que nos rodean. Lo habíamos tramado así, así somos.

Sin embargo, lo que no pasaba de ser una ocurrencia graciosa de un grupo de estudiantes, podría responder a una realidad más honda. ¿Qué estaba ocurriendo dentro ellos durante estos días romanos? Así discurre mi respuesta.

Durante el viaje desde Venezuela, uno del grupo me comentaba: “Quiero conocer a los de Inglaterra, Alemania, Francia, Filipinas, Australia…”

–“¿Y por qué?” le pregunté.

Su respuesta me transportó a más de tres décadas en el pasado. Fue la primera vez que vine a un congreso UNIV. Eran los comienzos de los años 70. Pocos meses antes había pedido la admisión al Opus Dei y me ilusionaba vivir mi fe en plenitud. No estaba fácil, pero pensaba que “en Venezuela las cosas no están tan mal como en Estados Unidos y Europa”. Por eso me hacía mucha ilusión encontrarme con gente de aquellos países, “para ver cómo hacían ellos”. Debo confesar que mi imaginación no daba para mucho.

Hoy, en Plaza de San Pedro, festejamos un país desconocido, pero no una nación extraña. En estos días habíamos experimentado en forma excepcional la unidad de la Iglesia

En aquel viaje pude saludar a Paulo VI, estuve en dos tertulias con San Josemaría e incluso pude hacerle alguna pregunta. Mientras tanto, sin darme cuenta, se me abrían horizontes impensados. Ante mi visión –todavía un poco pueblerina– resplandecía la universalidad de la Iglesia. Además, aquella juventud, que vivía el espíritu del Opus Dei en todos los rincones del mundo era respuesta elocuente a cualquiera de mis incertidumbres.

Regresé a mi país sintiéndome católico, universal, con la responsabilidad de apoyar a todos esos con los que compartí los días romanos. Era la forma concreta de vivir la unidad y universalidad de la Iglesia.

Pero volvamos al presente.

Hoy, en Plaza de San Pedro, festejamos un país desconocido, pero no una nación extraña. En estos días habíamos experimentado en forma excepcional la unidad de la Iglesia en la diversidad de culturas.

Así, durante estos días me he divertido viendo a los venezolanos intercambiar impresiones con gente de todo el mundo. Hablaban de su carrera; del papel de los universitarios en la sociedad; la solidaridad entre las naciones; La Civilización del Amor… No obstante las dificultades del idioma, se entendían bastante bien. Y, donde no llegaba el inglés, la mirada y la sonrisa expresaban una idéntica vivencia del cristianismo en clave juvenil. Al mismo tiempo, en medio de esa atractiva diversidad, un mismo punto focal reunía la atención de todos: atender a las enseñanzas del Papa.

Muestras muy concretas de la universalidad de la Iglesia las tuvimos en las tertulias con Monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei.

En esas tertulias (que tuvimos los días miércoles y sábado Santos) se sucedían las preguntas de estudiantes que migraban a otros países a extender la labor del Opus Dei: Rusia, India, Centro Europa. Emocionaba imaginarlos abriendo caminos en culturas tan diversas.

–“¡Qué buenas las preguntas!” comenté entre los venezolanos al final de la tertulia.

–“Mucho mejores las respuestas” acotó Antonio Arismendi, de San Cristóbal. Y aquí brillaba la universalidad –corazón católico– que estábamos adquiriendo en Roma. ¿Por qué?

Porque, de una parte impresionaba ver gente muy joven, dejando todo para ir a un país que les resultaba muy poco familiar. Cada uno preguntaba según sus circunstancias particulares. Pero en las respuestas del Prelado se repetía una realidad eclesial: sea quien sea, el que vaya a otra nación, va acompañado de las oraciones de todos. Y esto fue lo que pareció más interesante del encuentro con Monseñor Javier Echevarría, y en esta luz interpreto la ocurrencia divertida de la Plaza de San Pedro.

A decir verdad, esta manera de vivir la universalidad de la Iglesia me resultaba muy natural, incluso, me parecía haberla leído en algún escrito de San Josemaría. Durante las horas de vuelo a mí país repasé las hojas de un viejo ejemplar de Camino y reencontré este punto:

“Ser "católico" es amar a la Patria, sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a la vez, tener por míos los afanes nobles de todos los países. ¡Cuántas glorias de Francia son glorias mías! Y, lo mismo, muchos motivos de orgullo de alemanes, de italianos, de ingleses..., de americanos y asiáticos y africanos son también mi orgullo. -¡Católico!: corazón grande, espíritu abierto”.