Busco tu rostro, Señor

Su alma se consumía en el afán de contemplar, cara a cara, el rostro del Señor: “¡Señor, tengo unas ganas de ver tu cara, de admirar tu rostro, de contemplarte...!" Así fueron los últimos meses de san Josemaría en la tierra.

San Josemaría contempla el retablo del santuario de Nuestra Señora de Torreciudad

Su alma se consumía en el afán de contemplar cara a cara, el rostro del Señor: “¡Señor, tengo unas ganas de verte, admirar tu rostro, de contemplarte...!”

Cuántas veces, durante sus años de seminarista y de sacerdote joven, había pedido san Josemaría luces al Señor con esta jaculatoria: ¡Señor, que vea! Ahora, a los 73 años, cuando sentía en su cuerpo el peso de los trabajos y las limitaciones físicas —a causa de unas cataratas, no veía prácticamente nada con un ojo, y con el otro veía muy mal—, esa petición de su juventud, cobraba en su alma una nueva fuerza y un nuevo sentido.

El 19 de marzo de 1975, fiesta de san José, pedía: “Señor, ya no puedo más; y sin embargo, he de ser fortaleza para mis hijos; ya no veo a tres metros de distancia, y tengo que atisbar el futuro para señalar el camino a mis hijos: ayúdame Tú: ¡que vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma!”

50 años de sacerdote

Pocos días después, el 28 de marzo de 1975 —aquel año coincidió con el Viernes Santo—, se cumplieron las bodas de oro de su sacerdocio. Deseaba vivir aquel aniversario sin manifestaciones externas, unido íntimamente a la Cruz. Por esta razón, indicó: “no quiero que se prepare ninguna solemnidad, porque deseo pasar este jubileo de acuerdo con la norma ordinaria de mi conducta de siempre: ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca”.

Durante un encuentro con sus hijos

Durante la víspera, fiesta de Jueves Santo, hizo su oración en voz alta junto al Sagrario. Su corazón se explayó en una encendida acción de gracias al Señor: “A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea: estoy comenzando, recomenzando, como en mi lucha interior de cada jornada. Y así, hasta el final de los días que me queden. Una mirada atrás... Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías... Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del Artista, que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser.

Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono lo mismo:gratias tibi, Deus, gratias tibi!, pues no tenemos motivos más que para dar gracias.

No hemos de apurarnos por nada; no hemos de preocuparnos por nada; no hemos de perder la serenidad por ninguna cosa del mundo. Señor, que les des serenidad a los hijos míos; que no la pierdan ni cuando tengan un error de categoría. Si se dan cuenta de que lo han cometido, eso ya es una gracia, una luz del Cielo.

Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno, porque ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís... Stulta mundi, infirma mundi, et ea quae non sunt. Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo entero. Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y África, y en toda América, y en Oceanía. En todos los sitios te dan gracias”.

Torreciudad

El 23 de mayo peregrinó de nuevo a Torreciudad. Fue su última estancia en aquel enclave multisecular de devoción mariana. La construcción del nuevo Santuario, fruto del amor que tenía a la Virgen, estaba ya terminado y dispuesto para abrirse al culto.

Retablo del altar mayor del santuario de Torreciudad

Al entrar en el templo, sus ojos se dirigieron hacia el óculo que, siguiendo una vieja tradición aragonesa, estaba situado en el centro del retablo. Allí estaba el Sagrario, custodiado por cuatro ángeles orantes. Más abajo, la hornacina con aquella imagen tan querida, venerada desde hacía siglos en aquellas tierras. Emocionado, contempló una por una las escenas del retablo. En la capilla del Santísimo, quiso que se expusiese a la veneración de los fieles un Cristo crucificado, todavía vivo, que contemplase con su mirada redentora a los que venían a orar a sus pies.

Durante aquel tiempo, su alma se consumía en el afán cada vez más ardiente e intenso, de contemplar, cara a cara, el rostro del Señor: “¡Señor, tengo unas ganas de ver tu cara, de admirar tu rostro, de contemplarte...! ¡Te amo tanto, te quiero tanto, Señor!”

Nuestra Señora de Guadalupe

El 26 de junio de 1975 se levantó, como de costumbre, muy temprano, hizo media hora de oración ante el Santísimo, y celebró la Misa Votiva de la Virgen. Tras el desayuno, pidió a los que le acompañaban que, de su parte, dijeran a una determinada persona, que desde hacía años estaba ofreciendo la Santa Misa por la Iglesia y por el Santo Padre. “Hoy mismo —precisó— he ofrecido al Señor mi vida por el Papa”.

N. Sra. de Guadalupe

A las nueve y media de la mañana, partió hacia Castelgandolfo donde se reunió con un grupo de mujeres del Opus Dei que le esperaban en el Colegio Romano de Santa María. “Vosotras tenéis alma sacerdotal —les comentó—; os diré como siempre que vengo aquí. Vuestros hermanos seglares también tienen alma sacerdotal. Podéis y debéis ayudar con esa alma sacerdotal y, con la gracia del Señor y el sacerdocio ministerial en nosotros, los sacerdotes de la Obra, haremos una labor eficaz...”

“Me imagino que de todo —siguió diciéndoles— sacáis motivo para tratar a Dios y a su Madre bendita, nuestra Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor, y a nuestros Angeles Custodios, para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre, que está tan necesitada, que lo está pasando tan mal en el mundo, en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa, cualquiera que sea. Pedid al Señor que sea eficaz nuestro servicio para su Iglesia y para el Santo Padre”.

Al cabo de unos veinte minutos se sintió indispuesto, y decidió regresar a Roma con Álvaro del Portillo y Javier Echevarría.

Llegaron a Villa Tevere. Faltaba poco para las doce del mediodía. Saludó al Señor en el Sagrario, con una genuflexión pausada y reverente, y se dirigió hacia su cuarto de trabajo. Al entrar, miró con cariño una imagen de la Virgen de Guadalupe.

De pronto se sintió gravemente indispuesto:

—¡Javi! No me siento bien.

Y cayó desplomado en el suelo.

Cinco años antes, durante su estancia en México, había contemplado con especial devoción una pintura antigua en la que la Virgen de Guadalupe da una rosa a san Juan Diego.

—Así quisiera morir —musitó—: mirando a la Santísima Virgen, y que ella me dé una flor.

Dios le concedió aquel deseo, los ojos sonrientes y maternales de la Virgen de Guadalupe, ante la que había rezado tantas veces, recibieron su última mirada en esta tierra.