Carta del Prelado (septiembre 2008)

"¿Cómo recibimos lo que nos contraría: la enfermedad, los fracasos profesionales, las ofensas injustas, las dificultades en la vida social o familiar?", pregunta el Prelado en su carta de septiembre. La respuesta, sugiere, está en la Cruz de Cristo.

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Antes de entrar en el tema de la carta, dos palabras para que demos gracias a Dios, porque hemos podido vivir el "omnes cum Petro" hasta físicamente: así, alojándose en su casa —en Kenthurst—, hemos contribuido a la labor del Santo Padre como sucesor de Pedro y a su descanso. Sigamos ayudando al Papa, pidiendo también por sus colaboradores.

Muchas veces ha aludido Benedicto XVI al Apóstol Pablo, y queremos estar en sintonía total con él. Ahora consideramos que, desde que se convirtió en el camino de Damasco, Saulo tuvo clara conciencia de que su vocación y su misión se hallaban íntimamente relacionadas con el misterio de la Cruz. A Ananías, que se resistía a salir a su encuentro para bautizarle, Jesús mismo le explicó: éste es mi instrumento elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que deberá sufrir a causa de mi nombre[1].

La existencia de San Pablo fue una constante realización de esas palabras del Señor. Correspondiendo a la gracia sin poner condiciones, sólo se preocupó de conocer y dar a conocer a Jesucristo, poniendo ante los ojos de los nuevos cristianos la figura del Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nuestra salvación. En la epístola a los Gálatas, hablando de ese vivir en Cristo a que aspiró desde el instante de su conversión, afirma: Christo confixus sum cruci[2], estoy clavado con Jesús en la Cruz. Y precisamente a consecuencia de esa íntima unión, llegó a identificarse místicamente con Él, en una entrega diaria, total: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí[3].

Esa unión con Cristo en la Cruz no se redujo a algo meramente "ideal", teórico, en la vida del Apóstol. En uno de los textos autobiográficos que recoge en sus cartas, expone lo que había significado en concreto, para él, la necesidad de morir con Cristo. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno, tres veces me azotaron con varas, una vez fui lapidado, tres veces naufragué, un día y una noche pasé náufrago en alta mar. En mis repetidos viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, con frecuentes ayunos, con frío y desnudez. Y además de otras cosas, mi responsabilidad diaria: el desvelo por todas las iglesias. ¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?[4].

Son algunas líneas de la segunda epístola a los Corintios que no se leen sin emoción y gratitud. Porque Pablo, además, recuerda lleno de alegría estos sufrimientos suyos por el Señor, ese estar clavado con Él en la Cruz: con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte[5].

Glosando unas palabras semejantes del Apóstol, Benedicto XVI afirma que San Pablo ya no vive para sí mismo, para su propia justicia. Vive de Cristo y con Cristo: dándose a sí mismo; ya no buscándose y construyéndose a sí mismo. Ésta es la nueva justicia, la nueva orientación que nos da el Señor, que nos da la fe. Ante la Cruz de Cristo, expresión máxima de su entrega, ya nadie puede gloriarse de sí mismo[6].

En tiempos de San Pablo —y también ahora—, muchas personas buscaban conocimientos esotéricos, doctrinas sensacionalistas, esperando encontrar ahí la salvación; pero el Apóstol les advierte que no va por ahí el designio divino. Él predica verbum crucis[7], la palabra de la Cruz. Y, para que no quedara duda, nos señala a todos: los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres[8].

Palabras de contenido y empuje siempre actuales, que nos viene muy bien meditar especialmente en estos días, mientras nos preparamos para celebrar, el 14 de septiembre, la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Desde antiguo, esa festividad tiene gran raigambre en la Iglesia y, concretamente, en esta parte de la Iglesia que es el Opus Dei. El hecho de estar en un año dedicado a San Pablo, que tanto escribió sobre el misterio de la Cruz, nos invita a prepararnos mejor y a celebrarla con más júbilo. ¿Cómo buscamos cada día la abnegación? ¿Con qué devoción miramos la cruz de palo, que tanto significado encierra? ¿Amamos el sacrificio?

En la vida de San Josemaría, el deseo de identificarse con Cristo en la Cruz estuvo presente desde el 2 de octubre de 1928. Pero ya antes, cuando todavía era muy joven, el Señor le fue preparando con las pequeñas y grandes contradicciones que permitió en sus años de niño y de adolescente. Luego, una vez fundado el Opus Dei, le manifestó claramente que la Obra debía hundir sus raíces en la Santa Cruz. Se lo confió en diversas ocasiones y de modos muy variados; y aunque nuestro Padre a veces no entendía el porqué de esos sufrimientos, siempre fue adelante, convencido de que eran caricias divinas. En 1948, expresándose en tercera persona, refería en una meditación algunos recuerdos de esos años. Sus palabras, autobiográficas, dan mucha luz para entender su reacción ante los encuentros repetidos con la Cruz de Jesús.

El Señor permitía que se abatieran sobre su persona innumerables dificultades, con las que estaba forjando su alma. Me acuerdo de una criatura que iba de una parte a otra por los barrios bajos de Madrid, a solas con su dolor. Aspiraba a cumplir la Voluntad de Dios, pero se encontraba sin medios para cumplir el encargo que había recibido. No tenía otra solución, no conocía otro remedio que la Cruz; y bebía el cáliz del sufrimiento hasta las heces. Y, al decidirse a abrazar el dolor, pudo saborear, como embriagado por la borrachera dulce y amarga del sufrimiento, la alegría de aquellas palabras del salmista: et calix tuus inebrians quam præclarus est! (cfr. Sal 22, 5, Vg); tu cáliz, que me embriaga, ¡qué feliz me hace![9].

Podemos formularnos personalmente otras preguntas que nos ayuden a calibrar cómo es nuestro amor a la Cruz en concreto, con obras. ¿Cómo recibimos lo que nos contraría: la enfermedad, los fracasos profesionales, las ofensas injustas, las dificultades en la vida social o familiar? ¿Cómo reaccionamos ante todo lo desagradable que, sin buscarlo, aparece en nuestra vida? ¿Tratamos de enfocarlo con visión sobrenatural? ¿Es rápida nuestra rectificación, quizá tras un momento inicial de incomprensión o incluso de rebeldía, viendo en todo la Voluntad de Dios, que permite todo eso para nuestro bien? Qué buen momento para repetir, saboreándola, aquella consideración de Camino: ¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero![10].

No se trata de ser insensibles ante el dolor, físico o moral; sino de elevar la mirada por encima de lo contingente, con la ayuda de Dios, que jamás nos faltará. Lo malo es tratar de huir a toda costa de lo que contraría; más aún si la causa de esas contrariedades radica en la fidelidad a la verdad.

Lo apuntaba Benedicto XVI, al inaugurar el año paulino, hablando de la misión de San Pablo. La llamada a ser maestro de los gentiles es al mismo tiempo e intrínsecamente una llamada al sufrimiento en la comunión con Cristo, que nos ha redimido mediante su Pasión. En un mundo en el que la mentira es poderosa, la verdad se paga con el sufrimiento. Quien quiera evitar el sufrimiento, mantenerlo lejos de sí, mantiene lejos la vida misma y su grandeza; no puede ser servidor de la verdad, y así servidor de la fe. No hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia a sí mismos, de la transformación y purificación del yo por la verdadera libertad. Donde no hay nada por lo que valga la pena sufrir, incluso la vida misma pierde su valor. La Eucaristía, el centro de nuestro ser cristianos, se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, nació del sufrimiento del amor, que en la Cruz alcanzó su culmen. Nosotros vivimos de este amor que se entrega. Este amor nos da la valentía y la fuerza para sufrir con Cristo y por Él en este mundo, sabiendo que precisamente así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera. A la luz de todas las cartas de San Pablo, vemos cómo se cumplió en su camino de maestro de los gentiles la profecía hecha a Ananías en la hora de la llamada: "Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre". Su sufrimiento lo hace creíble como maestro de verdad, que no busca su propio interés, su propia gloria, su propia satisfacción personal, sino que se compromete por Aquel que nos amó y se entregó a sí mismo por todos nosotros[11].

En las próximas semanas, la liturgia nos presenta diversas conmemoraciones marianas: la Natividad de la Virgen, el Dulce Nombre de María, sus dolores al pie de la Cruz, Nuestra Señora de la Merced. Afrontemos estas fechas como invitaciones a recurrir a nuestra Madre, a aprender de Ella a seguir muy de cerca a Jesucristo, para así identificarnos con Él.

Cuando rezamos la Salve, decimos: ¡Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre! La Virgen Santísima no sólo nos muestra a Jesús, sino que nos lleva a Él con suavidad y dulzura maternales. Hay dos momentos en los que, de modo especial, el Evangelio nos presenta la figura de María que "nos muestra" a su Hijo. Uno ocurrió al principio de la vida de Jesús, cuando lo ofreció a los pastores y a los magos, para que lo adoraran; otro es el que recordamos el día 15, en el santo escenario del Gólgota.

Con su presencia silenciosa junto a la Cruz, nuestra Madre nos invita a mirar a su Hijo. Dirigir los ojos a Cristo en la Cruz, nos empuja a percatarnos una vez más de que Dios no ha redimido al mundo con la espada, sino con la Cruz. Al morir —decía el Papa en una homilía, Jesús extiende los brazos. Éste es ante todo el gesto de la Pasión: se deja clavar por nosotros, para darnos su vida. Pero los brazos extendidos son al mismo tiempo la actitud del orante, una postura que el sacerdote asume cuando, en la oración, extiende los brazos: Jesús transformó la Pasión, su sufrimiento y su muerte, en oración, en un acto de amor a Dios y a los hombres. Por eso, los brazos extendidos de Cristo crucificado son también un gesto de abrazo, con el que nos atrae hacia sí, con el que quiere estrecharnos entre sus brazos con amor. De este modo, es imagen del Dios vivo, es Dios mismo, y podemos ponernos en sus manos[12].

Con cuánta frecuencia hemos oído decir a San Josemaría, acompañándose con un gesto muy significativo, que Cristo, Sumo Sacerdote, extiende sus brazos para acogernos a todos: a cada una, a cada uno. Nos puntualizaba así que participar de la Cruz de Cristo expresa una señal de predilección divina, aunque quizá cueste entenderlo. No lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz. Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino[13].

Del 12 al 15 de septiembre, Benedicto XVI viajará a Francia con motivo del 150º aniversario de las apariciones marianas de Lourdes. Acompañémosle espiritualmente en su viaje y aprovechemos para rogar con insistencia por todos los que padecen en el cuerpo o en el espíritu, para que el Señor los alivie. Acudamos a la intercesión de la Virgen, Salus infirmorum, Consolatrix afflictorum; también para que les haga comprender que esos sufrimientos —unidos a los de Cristo en la Cruz— se tornan muy eficaces para el bien de la Iglesia y para la salvación de las almas.

¡15 de septiembre! Y el pensamiento se va espontáneamente también al queridísimo don Álvaro, que tomó —con su paz y serenidad habituales— el peso santo de la Obra: ojalá tú y yo sepamos corresponder con la misma generosidad.

No puedo alargarme, aludiendo al viaje que hemos hecho por Oriente. Mucho he pensado en nuestro Padre, en el queridísimo don Álvaro, y también en todas y en todos. ¡Qué trigal nos espera! En India, Hong Kong, Macao, Australia, Nueva Zelanda, Filipinas, Singapur y Malasia, ya se ve esa cosecha; y si todos trabajamos, ¡qué lejos se llegará!

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

+ Javier

Solingen, 1 de septiembre de 2008.

[1] Hch 9, 15-16.

[2] Gal 2, 19.

[3] Ibid., 20.

[4] 2 Cor 11, 24-29.

[5] Ibid., 12, 9-10.

[6] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 8-XI-2006.

[7] 1 Cor 1, 18.

[8] Ibid., 22-25.

[9] San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 15-XII-1948.

[10] San Josemaría, Camino, n. 762.

[11] Benedicto XVI, Homilía en la inauguración del año paulino, 28-VI-2008.

[12] Benedicto XVI, Homilía en el Santuario de Mariazell, 8-IX-2007.

[13] San Josemaría, Santo Rosario, IV misterio doloroso.