Un país con dos tribus cada vez más separadas

Artículo escrito por el Vicario regional del Opus Dei, Carlos Ma. González, para la Revista de Negocios del IEEM.

Ante la evidencia de la creciente fragmentación social de nuestro país y el recurrente debate sobre la laicidad y el laicismo (recientemente con ocasión del mensaje de Navidad del Comandante en Jefe del Ejército), me parece que puede ser de interés la lectura del polémico libro de Charles Murray, Coming Apart. the State of White America, 1960-2010. Crown Forum. 407 págs. Está enfocado en la realidad norteamericana, pero ofrece datos y elementos de análisis sugerentes también para la realidad uruguaya.
La tesis de Murray es que la mayor fuente de desigualdad en EE. UU. de hoy es cultural antes que económica, y que estas diferencias de clase amenazan la esencia de la nación. Para evitar distorsiones en su análisis por factores de raza o inmigración, se centra solo en las diferencias entre la población blanca. Y no se limita a comparar los más ricos y los más pobres, sino que estudia unos estratos más amplios: el 30 % más bajo y el 20 % de clase media-alta.
La abundante información le lleva a concluir que, en EE. UU., la población blanca de clase baja está desconectándose de lo que él denomina —siguiendo una tradición— cuatro “virtudes fundacionales” del experimento americano: laboriosidad, honradez (incluido el respeto de la ley), compromiso matrimonial y religiosidad. En cambio, el 20 % más rico de la población, después de haber coqueteado con la contracultura, se ha recuperado, ha vuelto de alguna manera a esas cuatro características y tiene estabilidad familiar y económica.
Alguno podrá objetar que las diferencias entre ricos y pobres siempre han existido, y que esas diferencias están disminuidas por las medidas redistributivas y de igualdad de oportunidades. Es verdad. Pero lo que Murray detecta es un cambio cultural, que vale en gran parte también para Uruguay. Antes uno podía tener más o menos éxito en la vida, pero todo el mundo estaba de acuerdo en que había que trabajar, que era importante sacar adelante la familia, que había que respetar la ley, que el sentido de comunidad obligaba, etc. En cambio, hoy gran parte del 30 % más bajo no vive conforme a estos principios y el 20 % más alto los mantiene, pero sin preocuparse del resto de la población. Y esta situación, entre otras consecuencias, lleva a que haya menos movilidad social, porque los que están más abajo han perdido los resortes para subir.
Un aspecto estadísticamente interesante de estas cuatro virtudes fundacionales es que se retroalimentan, son interdependientes: se mantienen o caen juntas. Por ejemplo, cuando se tiene una familia que sostener, aumenta de ordinario la motivación laboral: es lo que podríamos denominar “prima del matrimonio” (las personas casadas tienen, en promedio, desempeños profesionales mejores y salarios más altos).

Cuando se es padre, se incrementa el compromiso comunitario: uno busca un entorno y una educación adecuada para sus hijos

Cuando se es padre, se incrementa —también en promedio— el compromiso comunitario: uno busca un entorno y una educación adecuada para sus hijos, participará en las reuniones de padres del colegio, llevará al niño a clubes deportivos o musicales, intervendrá con los vecinos si hay que reclamar medidas de seguridad en el barrio o cerca de la escuela, etc.
En el caso de la religiosidad, Murray y otros autores (como Kay Hymowitz y David Popenoe) explican, con argumentos convincentes, que resulta ser un vector potenciador de los otros tres. Demuestran que, estadísticamente, los creyentes-practicantes son más laboriosos, tienen familias más estables y prolíficas, y mayor compromiso cívico. Queda para una discusión posterior si esto es una consecuencia o una causa, pero el dato objetivo es el que es.
Desde un punto de vista negativo, las cuatro “virtudes fundacionales” también se deterioran al unísono, arrastrando a la sociedad en una espiral descendente. Es lo que le está ocurriendo a la clase baja; también aquí podemos añadir que no solo a la norteamericana, sino también a la de nuestro país. El hundimiento de las virtudes fundacionales plantea un dramático problema de “sostenibilidad colectiva”: una sociedad con cada vez menos estabilidad familiar, laboriosidad, capital social y sentido religioso (aunque solo sea por lo que la religión ofrece como valores positivos, como por ejemplo solidaridad, lealtad, familia) se desliza hacia la necrosis. Pero, además, se produce una pérdida de sustancia de la vida individual, aumentan las tasas de suicidio, etc.
Periódicamente vemos que aparecen datos de encuestas que intentan medir la felicidad indirectamente, a través de las contestaciones a preguntas en las que se pide ubicarse en una escala que va de “muy feliz” a “nada feliz”, pasando por “bastante feliz”.
En el libro de Murray se analizan también algunas de esas encuestas, realizadas con criterios académicos. Cuando se cruzan las preguntas recibidas, los resultados son contundentes. Trabajar ayuda a ser feliz; estar casado ayuda a ser feliz (un 40 % de los casados se declaran “muy felices”; entre los separados, el porcentaje es del 16 %; en los “nunca casados”, del 9 %, según las cifras recogidas en el libro). Hay también una correlación positiva entre el compromiso comunitario y la felicidad. Y la hay, aplastante, entre felicidad y religión: el porcentaje de “muy felices” es del 49 % entre la minoría que va a la iglesia diariamente, 41 % entre los que van semanalmente, 30 % entre los que van varias veces al año, 23 % entre los que no van nunca.
Cuando se discute sobre el deterioro de la clase baja (estadounidense o del país que sea), la reacción superficial puede ser culpar al “capitalismo salvaje”, al “neoliberalismo” y pedir más redistribución estatal. Sin embargo, Murray sospecha que la crisis se debe, al menos en parte, a todo lo contrario: a un exceso de intervención del gobierno (Estado del bienestar) que conduce a la desresponsabilización de las personas.
En su opinión, el trabajo, la familia, el compromiso comunitario y la pertenencia religiosa (que supone esfuerzo y riesgo, en la medida en que la fe implica obligaciones morales exigentes y la creencia en la posibilidad de condenación eterna) contribuyen a la felicidad porque son objetivos valiosos y arduos.

Es feliz el sujeto que al final de su vida puede decir: “hice bien mi trabajo, construí una familia, serví a mi comunidad, mantuve una fe”

Es feliz el sujeto que al final de su vida puede decir: “hice bien mi trabajo, construí una familia, serví a mi comunidad, mantuve una fe”. Evidentemente las cuatro cosas son difíciles y en las cuatro hay posibilidad de fracaso. Son bienes que no llegan “de arriba”. Hay que luchar por ellos. El éxito en esos cuatro desafíos garantizaría al sujeto la experiencia de sentido realizado, de deber cumplido, de esa victoria existencial que llamamos vulgarmente “felicidad”.

No hay felicidad sin responsabilidad. Tenemos la experiencia de sentirnos satisfechos cuando sale bien algo valioso, arduo, que dependía de nuestro esfuerzo

No hay felicidad sin responsabilidad. Tenemos la experiencia de sentirnos satisfechos cuando sale bien algo valioso, arduo, que dependía de nuestro esfuerzo.
“Donde está el peligro, crece también la salvación”, escribió Hölderlin. El Estado de bienestar nos promete la perfecta “seguridad social”: una vida sin peligros. Pero, en la realidad, parece que es una vida también sin felicidad, al menos sin toda la felicidad que podríamos tener.