El miedo y la inmadurez políticamente correctos

Artículo escrito por el Vicario regional del Opus Dei, Carlos Ma. González, para la Revista de Negocios del IEEM.

El pasado domingo 19 de noviembre, en las iglesias católicas se leyó la conocida parábola de los talentos (cf. Mt 25, 14-30). El papa Francisco la resumió de la siguiente manera: “un hombre, antes de partir de viaje, confía a sus servidores talentos, que en ese tiempo eran monedas de un valor considerable: cinco talentos a un servidor, a otro dos, y uno a otro, según las capacidades de cada uno. El servidor que ha recibido cinco talentos es emprendedor y los hace crecer ganando otros cinco.

El miedo desanima a tomar iniciativas, lleva a refugiarse en soluciones seguras y garantías, y así se termina por no hacer nada de bueno. Para avanzar y crecer en el camino de la vida, es necesario no tener miedo sino confianza

El servidor que ha recibido dos actúa de la misma manera procurándose otros dos. En revancha, el servidor que ha recibido uno excava un hoyo en el suelo y esconde la moneda de su amo. Es este mismo sirviente que explica al maestro, a su vuelta, el motivo de su gesto, diciendo: “Señor, yo sabía que tú eres un hombre duro (…) He tenido miedo, y fui a ocultar tu talento en la tierra”. Este servidor no tiene con su maestro una relación de confianza, sino miedo de él, y esto le bloquea. El miedo inmoviliza siempre y a menudo hace tomar malas decisiones. El miedo desanima a tomar iniciativas, lleva a refugiarse en soluciones seguras y garantías, y así se termina por no hacer nada de bueno. Para avanzar y crecer en el camino de la vida, es necesario no tener miedo sino confianza.

Esta parábola nos hace comprender que es importante tener una verdadera idea de Dios. No debemos pensar que es un maestro malo, duro y severo que nos castiga. Si en nosotros hay esta imagen errónea de Dios, nuestra vida no puede ser fecunda porque vivimos en el miedo y este no nos lleva a nada constructivo. Al contrario, el miedo nos paraliza, nos autodestruye”.

Me permití una cita extensa para reflexionar en los efectos negativos de la excesiva búsqueda de seguridad y de protección desproporcionada de una persona o grupo social. De alguna manera se representa dramáticamente esta realidad en una novela de Philip Roth, “La mancha humana” (The human stain, publicada en el 2000, y con versión cinematográfica de Robert Benton estrenada en 2003, protagonizada por Anthony Hopkins). En las primeras páginas somos testigos de cómo se derrumba la vida del anciano profesor Coleman Silk, docente de un selecto centro del Este norteamericano, cuando en una clase en el año 1998, pregunta por dos estudiantes que faltaron a todas sus clases: “¿Conoce alguien a estos alumnos? ¿Tienen existencia real o se han desvanecido como humo negro?”. Una de los estudiantes ausente resulta ser afroamericana y, cuando llega a sus oídos la pregunta, la interpreta en sentido literal,como un ataque racista. Aunque el Decano jamás había visto a esa estudiante y dificilmente podía haber tenido una intención racista, es despedido. Al poco tiempo se encuentra rechazado por la comunidad universitaria y por sus amigos y conocidos.

Este personaje de ficción refleja un drama cada vez más difundido de no pocos profesores norteamericanos que fueron censurados o expulsados de la universidad porque sus palabras no se ajustaron en algún momento a lo políticamente correcto y molestaron a un alumnado cada vez más sobreprotegido e infantilizado.

Un aspecto fundamental de la madurez es descubrir que el mundo no es perfecto, existe el mal, hay ideas opuestas a las nuestras y debemos aprender a rebatirlas sin indignarnos demasiado

Por ejemplo: hace años, un profesor del Columbia College recomendó visitar una interesante exposición de arte samurai japonés. Inmediatamente, uno de sus estudiantes protestó sosteniendo que se podía herir la sensibilidad de los alumnos chinos. Dato importante: la invasión de China por el ejército imperial japonés había finalizado setenta años atrás. Desarrollando esa manera de argumentar, el arte alemán ofendería en Francia, o el francés en España por la invasión napoleónica, o el español en Flandes, o el inglés y el español en nuestro país, etc.

Obviamente, no se trata de herir la sensibilidad de nadie. Pero el problema es otro: que la corrección política se va extendiendo rápidamente y sería bueno pensar si ese fenómeno no revela una cierta infantilización de la sociedad occidental. Un aspecto fundamental de la madurez es descubrir que el mundo no es perfecto, existe el mal, hay ideas opuestas a las nuestras y debemos aprender a rebatirlas sin indignarnos demasiado. Y sin reaccionar con miedo paralizante.

Es bueno que los estudiantes se sientan cómodos y seguros. Pero el objetivo de la enseñanza no es ése, y lo políticamente correcto puede llevar a reducir el rigor académico, dificultando que los estudiantes maduren. Como veíamos en la columna de octubre, puede llevar incluso a un régimen autoritario que sentencia rotundamente lo que es políticamente correcto y lo que no lo es, casi siempre a favor de los grupos de presión mejor organizados.

De este modo, se llega a prohibir palabras, ideas o actuaciones, lo que representa una nueva forma de censura, muy parecida a otras antiguas que parecían superadas hace años. Se trata de una “cruzada” ideológico-lingüística digna de mejor causa ya que no responde a las principales necesidades de nuestra sociedad uruguaya.

Jonathan Haidt, psicólogo social, profesor de liderazgo ético en la New York University, ha estudiado la creciente crisis de fragilidad en los campus estadounidenses y la tendencia de los alumnos a impedir que se expongan ideas que puedan afectar a su bienestar emocional. En recientes declaraciones a Spiked Review, Haidt señalaba el peligro que esto supone para la vida académica: “Se está extendiendo rápidamente la sensación de que profesores y alumnos caminamos entre arenas movedizas. Uno es responsable, no ya por lo que dice, sino por cómo puede tomarlo cualquiera que lo escuche. Y si al hablar tienes que pensar cuál puede ser la peor interpretación que otro puede hacer de tus palabras, ya no puedes ser provocativo, no puedes asumir riesgos (…) Esto es lo que estoy viendo en mis clases cuando tocas un tema que tiene que ver con la raza o el género, temas de los que solíamos hablar hace diez años, y sobre los que ahora cuesta hablar y hay mucho silencio”.

Desde el punto de vista de un psicólogo social como Haidt, centrarse en la ayuda médica puede ocultar una tendencia más importante: “que en los dos o tres últimas décadas los estadounidenses han debilitado el desarrollo de la resiliencia o de la fortaleza de sus hijos” (citado en Aceprensa, 22 de noviembre 2017).

Existe entonces un problema de formación del carácter, que está repercutiendo en la vida académica y que habría que afrontar antes. Ya lo señalaba el 21 de enero de 2008, el papa Benedicto XVI, cuando pronunció en Roma una memorable conferencia sobre lo que denominó la “emergencia educativa”, que nos lleva a profundizar en cómo la educación verdadera lleva a extraer (del latín ex ducere: sacar) lo mejor de cada uno, aunque cueste sacrificio y el alumno no se encuentra a veces cómodo. Decía que hay que “encontrar el equilibrio adecuado entre libertad y disciplina. Reglas de comportamiento y de vida, aplicadas día a día, también en las cosas pequeñas para formar el carácter y preparar para afrontar las pruebas que no faltarán en el futuro”.