El ejemplo de Montse Grases

En este artículo se presentan algunas de las enseñanzas que la vida de Montse Grases —declarada venerable sierva de Dios en 2016— ofrece para nuestra vida cristiana.

El ideal de una vida cristiana auténtica tiene un nuevo rostro en Montse Grases. El 26 de abril de 2016, el Papa Francisco dispuso que se publicara el decreto de la Congregación de las Causas de los Santos por el que se declara que Montse ha vivido las virtudes teologales y cardinales en grado heroico y se reconoce su fama de santidad. La noticia se conoció en la conmemoración litúrgica de la Virgen de Montserrat, onomástico de la venerable sierva de Dios.

La Santa Sede ha examinado la vida de Montse a partir de las declaraciones de las personas que la trataron, de más de un centenar de testimonios escritos, de los documentos escolares y familiares, así como de sus apuntes personales.

Tuvo una existencia parecida a la de cualquier otra chica de su edad, pero llena de Dios

De esta investigación pormenorizada resulta que Montse tuvo una existencia parecida a la de cualquier otra chica de su edad, pero llena de Dios: encontró a Jesús en la normalidad de lo cotidiano y se dio generosamente a Él. Esta heroica correspondencia al amor de Dios es lo que la autoridad de la Iglesia ha reconocido y ha considerado oportuno proponer a la devoción y a la imitación de los fieles católicos. Aunque no se le puede tributar culto público, este paso significativo anima a acudir más a su intercesión para obtener favores del cielo.

Una vida sencilla

¿Es posible hacerse santo a los dieciséis o diecisiete años? Montse nos demuestra que sí. San Josemaría enseñaba: «Ser santo no es fácil, pero tampoco es difícil. Ser santo es ser buen cristiano: parecerse a Cristo. El que más se parece a Cristo, ése es más cristiano, más de Cristo, más santo» (Forja, n. 10).

Montse fue la segunda de nueve hermanos y la mayor de las hijas. Cuando terminó el bachillerato, alternó los estudios de piano con las enseñanzas de la Escuela Profesional para la Mujer de la Diputación de Barcelona. Le gustaban los deportes, la música, las danzas populares de su tierra, como las sardanas, y también disfrutaba actuando en obras de teatro.

Tenía un temperamento vivaz, espontáneo y sus reacciones a veces eran un poco bruscas, aunque sus familiares y profesores recuerdan que luchaba por dominarse, y ser amable y jovial con todos. Por su carácter abierto y generoso, y su trato dulce y atractivo, muchas chicas de su edad quisieron gozar de su amistad, que ella prodigó generosamente. Cuando conoció el Opus Dei, aprovechó esos dones naturales para acercar más a Dios a sus amigas de una forma muy natural, sin aspavientos o cosas extrañas: hablando de tú a tú con cada una.

Una educación cristiana

Sus padres le enseñaron a rezar con confianza y a preocuparse por los demás. Desde pequeña, cada noche pedía: «Dios mío, haznos buenos, a Enrique, a Jorge y a mí». Con el nacimiento de nuevos hermanos esta oración se fue alargando. Los padres y los hermanos mayores constituyeron una especie de consejo familiar, que se reunía los sábados, para comentar la marcha del hogar. Unas veces los hermanos mayores obtenían lo que pedían y otras no, pero disfrutaban de esa libertad y de esa confianza con sus padres. En la familia, Montse asimiló algunos de los rasgos de su carácter: la alegría, la sencillez, el orden, el olvido de sí y la preocupación por los demás.

Con unas compañeras de escuela, visitaba a los pobres de los suburbios, daba catequesis a niños y, en ocasiones, les llevaba juguetes o caramelos. Por ejemplo, cuando cooperaba en las cuestaciones de la Cruz Roja, era la que colocaba más banderitas, porque se presentaba puntualmente y colaboraba hasta el final. Si le preguntaban cuánto dinero había recogido, decía que eso no importaba, que «no se pueden hacer las cosas para mirar después».

La llamada de Dios

Sus padres la ayudaron a consolidar su vida espiritual y a luchar por vivir las virtudes. Al llegar a la adolescencia, su madre la animó a frecuentar un centro del Opus Dei, donde se ofrecía formación cristiana y humana a chicas jóvenes. De este modo natural, se esforzó por mejorar su carácter, ser más piadosa y acercar a los demás al amor de Dios. En el verano de 1957 tuvo una gran alegría cuando su hermano mayor decidió ingresar en el seminario. Desde entonces rezó especialmente por los sacerdotes.

Poco a poco se dio cuenta de que Dios le dirigía una llamada personal y, el 24 de diciembre de 1957 —tras meditarlo con calma y pedir consejo—, solicitó ser admitida en el Opus Dei. Experimentó un inmenso gozo espiritual en la entrega generosa al Amor: era un don del Espíritu Santo que la acompañó hasta el final y que supo contagiar a su alrededor.

A partir de entonces, se empeñó con mayor decisión en la vida espiritual: puso en primer plano la contemplación de la vida de Jesús, la piedad eucarística, la devoción a la Virgen; destacó por su humildad y el deseo de servir. También los partidos de baloncesto o de tenis eran para ella ocasión de dedicarse a los demás. Procuraba amar a Dios mediante el cumplimiento acabado de sus deberes y en el cuidado de los pequeños detalles, y transmitía a parientes y amigos la paz que da vivir cerca de Dios.

Experimentó un inmenso gozo espiritual en la entrega generosa al Amor

Entrega acrisolada en el dolor

En diciembre de 1957 empezó a sentir molestias en la pierna izquierda. Pasaban las semanas, pero el dolor no remitía, por lo que se vio conveniente acudir a los médicos. Su principal preocupación era evitar gastos innecesarios a sus padres, porque se daba cuenta de los sacrificios que hacían para sacar adelante la familia. Seis meses más tarde se descubrió que la causa era un cáncer en el fémur —un sarcoma de Ewing— y que le quedaban pocos meses de vida.

Es significativo cómo recibió la noticia de su enfermedad. Al regreso de unas semanas de vacaciones, preguntó a sus padres qué era exactamente lo que tenía. Era de noche y los demás hermanos se habían retirado a descansar. Su padre le explicó todo, de modo claro, sin disfrazar las palabras. Montse reaccionó con gran paz y visión sobrenatural. A continuación se dirigió a una imagen de la Virgen de Montserrat que tenían en casa, se puso de rodillas y dijo: «Lo que Tú quieras». Después fue a acostarse y se quedó dormida. Al día siguiente acudió al centro del Opus Dei que frecuentaba y comentó a la directora: «Estoy muy tranquila y muy contenta. Tengo una gran paz. Y quiero la voluntad de Dios. Recuérdamelo, por si lo olvido: yo quiero la voluntad de Dios. Esta es la segunda entrega que he hecho al Señor». A partir de ese instante se notó un salto de calidad en su respuesta al Señor.

Tengo una gran paz. Y quiero la voluntad de Dios. Recuérdamelo, por si lo olvido: yo quiero la voluntad de Dios

La enfermedad le ocasionó dolores muy intensos, que aceptó con serenidad y con fortaleza. Mientras estuvo enferma, manifestó siempre una alegría contagiosa y una gran capacidad de hacer amigos, que tenía origen en su amor a las almas y a Dios. No hacía notar sus dificultades a los demás. Durante un rato de meditación en el oratorio, que estaba abarrotado, tenía la pierna apoyada sobre una silla. Llegó una chica y, sin darse cuenta de la situación, preguntó si el puesto estaba libre. Montse retiró la pierna sin que la otra lo notara y le cedió el sitio.

Montse transmitía paz en la enfermedad y la muerte, porque pensaba en la cruz de Jesús y en María santísima. Cuando ya no podía salir de casa, recibía numerosas visitas. Lo extraordinario de Montse en esas circunstancias era precisamente su normalidad: evitaba ser el centro de atención o que la compadecieran; al contrario, se interesaba por las necesidades de los demás. Incluso, para animar las visitas, pidió a una amiga que le enseñase a tocar la guitarra. De esa manera, quienes iban a verla, salían de su habitación con paz y con el deseo de acercarse más a Dios.

Los que estuvieron cerca de ella fueron testigos de su progresiva unión con Dios y de que transformaba el sufrimiento en oración y en apostolado. Una de sus amigas se admiraba de verla tan serena y devota, en medio del dolor. Notó en ella un cambio profundo; por eso un día le preguntó: «Montse, ¿tú eres la misma de siempre, verdad?». Montse le contestó que sí, pero que sentía muy cerca el momento de su encuentro definitivo con Dios, y eso la llenaba de gozo y la espoleaba a luchar.

Murió un Jueves Santo, poco antes de cumplir los 18 años. Los amigos y familiares que acudieron al velatorio y al entierro dudaban si dar el pésame o felicitar a los padres, pues estaban convencidos de que Montse estaba en el cielo, intercediendo por ellos, como había prometido. Ella misma había dicho que no quería que lloraran. En 1994 su cuerpo fue trasladado al oratorio del Colegio Mayor Bonaigua en Barcelona. Muchas personas acuden allí para pedir su ayuda y su intercesión ante Dios.

Un amor probado que nos estimula

De Montse podemos aprender muchas lecciones. La reacción serena y de confianza en Dios cuando le comunicaron el diagnóstico, muestra que su amor total y alegre, cuando respondió que sí a la llamada divina al Opus Dei, no era fruto del entusiasmo de una adolescente, sino de la acción del Espíritu Santo en un alma santa. Por eso, la generosidad de Montse es un modelo para todos, no solo para los enfermos. El sarcoma fue la ocasión que ella tuvo para confirmar la alegría de su entrega. Para la mayoría de los cristianos, la prueba consistirá probablemente en perseverar cada día, durante muchos años. Nuestro enemigo no será el cáncer, sino quizá la rutina o la tibieza que se manifiestan en el enfriamiento del amor, en la inconstancia en la lucha ascética o en la falta de afán apostólico.

Montse nos recuerda también que los santos no se hacen solos: la santidad se alcanza dentro de la Iglesia, con la colaboración de los demás. Ella se benefició de la ayuda de sus padres y hermanos, de sus profesores y de su parroquia; más tarde, contó también con el impulso de san Josemaría —a quien tuvo la oportunidad de conocer durante un viaje a Roma— y de los fieles del Opus Dei; y Montse fue respondiendo libre y generosamente a las llamadas de Dios.

Además, ella muestra que no hay que esperar a ser «mayores» para alcanzar metas altas; que la juventud no es un periodo insustancial de la vida, como un paréntesis, sino un tiempo estupendo para donarse a Dios y amarlo con todo el corazón, y para iluminar el mundo con la luz de Cristo. Como enseñaba san Josemaría: «Los años no dan ni la sabiduría ni la santidad. En cambio, el Espíritu Santo pone en boca de los jóvenes estas palabras: Super senes intellexi, quia mandata tua quæsivi (Sal 118, 100), tengo más sabiduría que los viejos, más santidad que los viejos, porque he procurado seguir los mandatos del Señor. No esperéis a la vejez para ser santos: sería una gran equivocación» (Notas de una homilía, 9-I-1968). Montse nos lo explica con su ejemplo. Seguir de cerca a Cristo no significa emprender tareas cada vez más difíciles, sino realizar las ocupaciones diarias por amor y con amor, transformándolas en servicio a Dios y a los demás.

Su vida puede mover a muchos jóvenes a no retrasar las decisiones que dan un sentido divino a la existencia: decisiones de mayor solidaridad, de apertura a Dios y a los demás. Uno de sus biógrafos escribió que «si algún día la Iglesia dice su última palabra sobre la santidad de Montse Grases, habría que representarla con su falda escocesa a cuadros verdes —de la que se sacaron las reliquias de su estampa— con sus libros escolares, tocando la guitarra, y a los pies... una raqueta de tenis. Porque también en el deporte supo encontrar a Dios» (José Miguel Cejas, Montse Grases. La alegría de la entrega, Madrid, Rialp, 1993, página 483).

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Oración para pedir a Dios algún favor o milagro a través de la intercesión de Montse

David Lázaro