Vida de María (XVI): Sepultura de Cristo

La escena de la Piedad nos muestra de nuevo a Cristo en los brazos de María. La Madre acoge de nuevo al Hijo despreciado por los hombres. Decimosexta entrega de la Vida de María.

Jesús había muerto hacia las tres de la tarde: la hora en la que se sacrificaban los corderos en el Templo para la cena pascual ya inminente. El cuarto evangelio subraya ese simbolismo desde los primeros capítulos, cuando —delante de un grupo de discípulos— pone en boca del Bautista, señalando a Jesús, estas palabras: Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo ( Jn 1, 29). María seguía al pie de la Cruz, con Juan y la santas mujeres. No podía apartarse de ese lugar, con la mirada fija en su Hijo. Le quedaban aún varios tragos amargos, antes de poder depositar su cuerpo en el sepulcro.

Al ponerse el sol, hacia las seis de la tarde, comenzaba ya el sábado, que aquel año era muy solemne, pues coincidía con la Pascua de los hebreos. No era conveniente que, en una festividad tan grande, los cuerpos de los condenados siguieran pendientes de las cruces. Por eso, un grupo de notables se dirigió a Pilato rogándole que les rompieran las piernas y los retirasen ( Jn 19, 31). El Procurador romano envió a unos soldados con ese penoso encargo. Podemos imaginar el sobresalto de María cuando vio aparecer en el Calvario a ese pelotón armado de mazas y lanzas. San Juan describe la escena: rompieron las piernas al primero y al otro que había sido crucificado con Él. Pero cuando llegaron a Jesús, al verle ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza. Y al instante brotó sangre y agua ( Jn 19, 32-34).

La lanza atravesó el corazón de Jesús ya muerto e hirió profundamente el alma de María, cumpliendo la profecía de Simeón: una espada te traspasará el alma (cfr. Lc 2, 35). San Juan, testigo ocular, vio en este episodio la realización de otras profecías; especialmente aquella referente al cordero pascual: no le quebrantaréis ni un hueso ( Jn 19, 36; cfr. Ex 12, 46). Y también otro pasaje de la Escritura dice: "Mirarán al que traspasaron" ( Jn 19, 37; cfr. Za 12, 10).

Mirando el cuerpo martirizado de Cristo, apenas lavado lo indispensable, la Virgen y las mujeres entonaron sus lamentaciones.

El tiempo apremiaba. José de Arimatea y Nicodemo, hombres temerosos de Dios y miembros del Sanedrín, discípulos ocultos del Señor, se presentaron ante Pilato pidiendo con audacia que les concediera el cuerpo del Señor. Una vez cerciorado de la muerte, Pilato accedió a su petición. Y allá se presentó José acompañado de un equipo de servidores que llevaban consigo escaleras para bajar el cuerpo de la cruz, vendas y un lienzo grande. Nicodemo fue también llevando una mixtura de mirra y áloes, de unas cien libras ( Jn 19, 39): una cantidad enorme de perfumes, digna de la sepultura de un rey. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos, con los aromas, como es costumbre dar sepultura entre los judíos ( Jn 19, 40).

La piedad cristiana se ha detenido en este paso evangélico para contemplar con emoción y recogimiento la imagen de María con su Hijo muerto en los brazos. Es la celebérrima escena de La Piedad , inmortalizada en el arte por innumerables pintores y escultores. Quizá fue en este momento, mirando el cuerpo martirizado de Cristo, apenas lavado lo indispensable, cuando la Virgen y las mujeres entonaron sus lamentaciones, como era habitual en los antiguos pueblos del medio oriente y como es frecuente aún ahora en muchas latitudes. El Evangelio es parco en detalles; pero en antiguos documentos de la tradición se encuentra detallada esta escena, poniendo en boca de María —como hace, por ejemplo, San Efrén, en el siglo IV— unas lamentaciones en las que la Virgen expresa su dolor, al tiempo que se adhiere totalmente a la Voluntad divina.

Por fin colocaron el cuerpo de Jesús en una propiedad de José situada a pocos pasos del Calvario. Había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo en el que todavía no había sido colocado nadie. Como era la Parasceve de los judíos, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús ( Jn 19, 41-42). José de Arimatea hizo rodar una gran piedra a la puerta del sepulcro y se marchó ( Mt 27, 60). Estaba a punto de comenzar el grande y solemne sábado. Al día siguiente, a pesar de la fiesta, una embajada de los príncipes de los sacerdotes y los fariseos pidió a Pilato que pusiera una custodia de soldados en ese lugar. Pilato se lo concedió. Ellos se fueron a asegurar el sepulcro sellando la piedra y poniendo la guardia ( Mt 27, 66).

La fe en Jesucristo, el Mesías e Hijo de Dios, parecía haberse apagado sobre la tierra. Pero brillaba con fuerza en el corazón de su Madre, que no había olvidado la promesa de su Hijo: al tercer día resucitaré ( Mt 27, 63).


LA VOZ DEL MAGISTERIO

«Han devuelto a las manos de la Madre el cuerpo sin vida del Hijo. Los Evangelios no hablan de lo que ella experimentó en aquel instante.

Es como si los Evangelistas, con el silencio, quisieran respetar su dolor, sus sentimientos y sus recuerdos. O, simplemente, como si no se considerasen capaces de expresarlos.

Sólo la devoción multisecular ha conservado la imagen de la “Piedad”, grabando de ese modo en la memoria del pueblo cristiano la expresión más dolorosa de aquel inefable vínculo de amor nacido en el corazón de la Madre el día de la anunciación y madurado en la espera del nacimiento de su divino Hijo.

Ese amor se reveló en la gruta de Belén, fue sometido a prueba ya durante la presentación en el Templo, se profundizó con los acontecimientos conservados y meditados en su corazón (cfr. Lc 2, 51). Ahora este íntimo vínculo de amor debe transformarse en una unión que supera los confines de la vida y de la muerte.

Y será así a lo largo de los siglos:

los hombres se detienen junto a la estatua de la Piedad de Miguel Ángel, se arrodillan delante de la imagen de la Melancólica Benefactora (Smetna Dobrodziejka) en la iglesia de los Franciscanos, en Cracovia, ante la Madre de los Siete Dolores, Patrona de Eslovaquia; veneran a la Dolorosa en tantos santuarios en todas las partes del mundo. De este modo aprenden el difícil amor que no huye ante el sufrimiento, sino que se abandona confiadamente a la ternura de Dios, para el cual nada es imposible (cfr. Lc 1, 37)».

«El cuerpo sin vida de Cristo fue depositado en el sepulcro. La piedra sepulcral, sin embargo, no es el sello definitivo de su obra.

La última palabra no pertenece a la falsedad, al odio y al atropello.

La última palabra será pronunciada por el Amor, que es más fuerte que la muerte.

“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” ( Jn 12, 24).

El sepulcro es la última etapa del morir de Cristo en el curso de su vida terrena; es signo de su sacrificio supremo por nosotros y por nuestra salvación.

Muy pronto este sepulcro se convertirá en el primer anuncio de alabanza y exaltación del Hijo de Dios en la gloria del Padre.

“Fue crucificado, muerto y sepultado (...) al tercer día resucitó de entre los muertos”.

Con la deposición del cuerpo sin vida de Jesús en el sepulcro, a los pies del Gólgota, la Iglesia inicia la vigilia del Sábado Santo.

María conserva en lo profundo de su corazón y medita la pasión del Hijo;

las mujeres se citan para la mañana del día siguiente del sábado, para ungir con aromas el cuerpo de Cristo;

los discípulos se reúnen, ocultos en el Cenáculo, hasta que no haya pasado el sábado.

Esta vigilia acabará con el encuentro en el sepulcro, el sepulcro vacío del Salvador».

Juan Pablo II (siglos XX-XXI). Vía Crucis en la Semana Santa del año 2000, XIII y XIII estación.

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«Jesús está muerto, de su corazón traspasado por la lanza del soldado romano mana sangre y agua: misteriosa imagen del caudal de los sacramentos, del Bautismo y de la Eucaristía, de los cuales, por la fuerza del corazón traspasado del Señor, renace siempre la Iglesia. A él no le quiebran las piernas como a los otros dos crucificados; así se manifiesta como el verdadero cordero pascual, al cual no se le debe quebrantar ningún hueso (cfr Ex 12, 46). Y ahora que ha soportado todo, se ve que, a pesar de toda la turbación del corazón, a pesar del poder del odio y de la ruindad, él no está solo. Están los fieles. Al pie de la cruz estaba María, su Madre, la hermana de su Madre, María, María Magdalena y el discípulo que él amaba.

Llega también un hombre rico, José de Arimatea: el rico logra pasar por el ojo de la aguja, porque Dios le da la gracia. Entierra a Jesús en su tumba aún sin estrenar, en un jardín: donde Jesús es enterrado, el cementerio se transforma en un vergel, el jardín del que había sido expulsado Adán cuando se alejó de la plenitud de la vida, de su Creador. El sepulcro en el jardín manifiesta que el dominio de la muerte está a punto de terminar. Y llega también un miembro del Sanedrín, Nicodemo, al que Jesús había anunciado el misterio del renacer por el agua y el Espíritu.

También en el sanedrín, que había decidido su muerte, hay alguien que cree, que conoce y reconoce a Jesús después de su muerte. En la hora del gran luto, de la gran oscuridad y de la desesperación, surge misteriosamente la luz de la esperanza. El Dios escondido permanece siempre como Dios vivo y cercano. También en la noche de la muerte, el Señor muerto sigue siendo nuestro Señor y Salvador. La Iglesia de Jesucristo, su nueva familia, comienza a formarse».

«Nicodemo lleva una mezcla de mirra y áloe de cien libras para difundir un fragante perfume. Ahora, en la entrega del Hijo, como ocurriera en la unción de Betania, se manifiesta una desmesura que nos recuerda el amor generoso de Dios, la «sobreabundancia» de su amor. Dios se ofrece generosamente a sí mismo. Si la medida de Dios es la sobreabundancia, también para nosotros nada debe ser demasiado para Dios. Es lo que Jesús nos ha enseñado en el Sermón de la montaña ( Mt 5, 20).

(…) En la descomposición de las ideologías, nuestra fe debería ser una vez más el perfume que conduce a las sendas de la vida. En el momento de su sepultura, comienza a realizarse la palabra de Jesús: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto” ( Jn 12, 24). Jesús es el grano de trigo que muere. Del grano de trigo enterrado comienza la gran multiplicación del pan que dura hasta el fin de los tiempos: él es el pan de vida capaz de saciar sobreabundantemente a toda la humanidad y de darle el sustento vital: el Verbo de Dios, que es carne y también pan para nosotros, a través de la cruz y la resurrección. Sobre el sepulcro de Jesús resplandece el misterio de la Eucaristía».

Joseph Ratzinger-Benedicto XVI (siglos XX-XXI). Via Crucis en la Semana Santa del año 2005, XIII y XIV estación.

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LA VOZ DE LOS PADRES Y ESCRITORES ANTIGUOS

«¡Dulcísimo, queridísimo Hijo mío! ¿Cómo fue posible que tuvieras que tomar sobre ti el tormento de la Cruz?

¡Hijo mío y Dios mío! ¿Cómo pudiste tolerar esputos, clavos y lanza, bofetadas, escarnios y burlas, corona de espinas y manto de púrpura, la esponja, la caña, la hiel y el vinagre?

¿Cómo es que pendes de la Cruz desnudo, tú, Hijo mío, que cubres el cielo con las nubes?

¡Tienes sed, con ser el Creador que creó el mar y todas las fuentes!

¡Eres el inocente, y mueres en medio de dos malvados!

¿Qué mal hiciste? ¡Hijo mío! ¿En qué has ofendido a los judíos?

¿Por qué, pues, te han clavado en esa Cruz los hombres injustos y des­agradecidos?

¡Tú les curaste sus paralíticos y enfermos; tú les resucitaste sus muertos! ¿Dónde está ahora tu fuerza, Hijo mío dulcísimo y Dios magnánimo?

¡Ah, yo muero de dolor al verte suspendido de este madero, sujeto por los clavos y cubierto de heridas!

¿Dónde está ahora tu hermosura, donde tu gracia? ¡El sol ha ocultado su resplandor y no quiere lucir más! ¡Ha desaparecido la luz de la luna, se ha ocultado en la obscuridad! ¡Las rocas se han quebrado, los sepulcros se han abierto, el velo del Templo se ha rasgado en dos partes!

¡Oh Simeón, vidente digno de admiración, realmente siento ahora que me atraviesa el alma la espada que me anunciaste!

¡Veo tus horrorosos sufrimientos, Hijo mío y Dios mío!

¡Veo la muerte inmerecida que se te inflige, y no te puedo ayudar!

¡Lamentaos conmigo, discípulos del Señor, vosotros que veis mi corazón y lo profundo de su herida!»

«¡Hijo mío queridísimo, yo venero tu aflicción, ensalzo y adoro tu misericordia y magnanimidad!

¡La vergüenza, que tomaste sobre ti, Hijo mío, trajo honor para todos!

¡Tu muerte ha sido la vida para el Universo!»

San Efrén de Siria (siglo IV) (atribución). Lamento de María, en Franz M. Willam, Vida de María, p. 335

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«María se llegó junto a Jesús y apoyó su cabeza sobre la cruz. Se puso a murmurar lamentos, palabras de dolor en lengua hebrea: ¿Quién me podrá transformar, Hijo mío, en águila, para que pueda volar a los cuatro ángulos del mundo y reunir e invitar a todas las naciones al gran festín de tu muerte?»

«Tu sepulcro es semejante a una cámara nupcial, y en él, Hijo mío, Tú te asemejas al esposo. Los muertos se parecen a los invitados a las bodas y son llevados en presencia de los ángeles. Llorad, criaturas, llorad a vuestro Señor elevado sobre la cruz. ¡Oh sol!, esconde tus rayos para ocultar el oprobio de tu Señor; desciende, muéstrate en medio de las tinieblas, allí donde se ha manifestado tu Creador para que lo vean los muertos del sheol y exclamen: He aquí el que resucitará».

«¡Oh muertos!, id al encuentro de mi Hijo único: Él resucitará vuestros cuerpos. ¡Gloria a ti, Creador de todo ser, a quien las mudas criaturas han glorificado! ¡Gloria a ti, Señor del cielo, que has aceptado el ser condenado por los terrestres! ¡Gloria a ti, que has llevado el leño, Tú que llevas el cielo y la tierra! ¡Gloria a ti, encerrado en el sepulcro, Tú que contienes los confines de la tierra! ¡Gloria a ti, y al Padre que te ha enviado, y adoración al Espíritu Santísimo!»

Misal de la Liturgia Sirio-Occidental (siglo VIII). María en el Fanqito (libro que contiene el Propio litúrgico de los domingos y fiestas), siglo VIII.

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LA VOZ DE LOS SANTOS Y AUTORES ESPIRITUALES

«Sentose al pie de la cruz y recibió en su regazo el cuerpo muerto de su Hijo, y sustentándole por los brazos en los suyos, le dejó reclinar su cabeza entre sus virginales pechos. Y poniendo los ojos en El atentamente, y levantándolos después al cielo, dio principio a la meditación devota de la Pasión del Señor, y a la compasión y lágrimas, y a la contemplación profunda y sosegada, y a los altísimos sentimientos de dolor y de amor que 'por todo el discurso de los tiempos habían de tener sobre este misterio los fieles y regalados hijos de Dios.

»¡Hijo mío!, diría, ¿quién os ha puesto así? No me quejo, Señor, de los que os han quitado la vida, pues Vos la habéis ofrecido de vuestra voluntad por ellos y por la obediencia de vuestro Eterno Padre. ¡Oh Padre Eterno, bendita sea tu providencia, y bendita sea tu largueza y amor, que por dar la vida a los esclavos has entregado a la muerte a tu mismo Hijo! ¡Hijo mío, éstas eran vuestras ansias; cumplidos están ya vuestros deseos! ¡Estas heridas, estos dolores, estos clavos y esta lanza que yo veo ahora en vuestro cuerpo, es lo que Vos habéis traído por toda la vida en vuestro corazón! ¿ Y cómo habéis podido vivir trayendo tan pesada cruz en él?

»¡Muerto habéis, Señor, a manos de vuestros enemigos; pero no como flaco y cobarde, sino como mueren las valerosos y esforzados, y como hijo de quien sois! ¡Oh Hijo del Eterno Padre, ésta era la obediencia, éste el celo de la honra de Dios, éste el amor de los prójimos, éste el desprecio de todas las cosas temporales, ésta la constancia para predicar la verdad, y la fortaleza para salir a la defensa de ella, que nos había de enseñar en el mundo el que era verdadero Hijo de Dios! ¡Oh Eterno Dios, grande en la justicia y grande en la misericordia! ¿Qué justicia es ésta que has ejecutado en tu querido Hijo? ¿Y qué misericordia la que has usado con los desconocidos y viles esclavos? (…).

»De esta manera estaba la Virgen atravesada con agudo dolor y levantada en altísima contemplación; y el Hijo que poco antes, estando vivo, se había ofrecido con abrasada caridad en los brazos de una cruz muerta, ahora muerto estaba en los brazos de su Madre viva; la cual sentía sus dolores y los ofrecía también, cuanto era de su parte, por la honra de Dios y salud de los hombres, con todas las. fuerzas de la caridad que el Espíritu Santo le comunicaba. Y fue tan agradable a Dios aquel amor con que en medio de tantos dolores se extendió la Virgen a desear el remedio y salud del linaje humano, que como quedó su Hijo medianero y Redentor de todos los hombres, así también quedó Ella medianera y abogada de los mismos hombres».

Luis de la Palma (siglos XVI-XVII). Historia de la Sagrada Pasión, cap. 48.

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«Sin nada vino Jesús al mundo, y sin nada —ni siquiera el lugar donde reposa— se nos ha ido.

La Madre del Señor —mi Madre— y las mujeres que han seguido al Maestro desde Galilea, después de observar todo atentamente, se marchan también. Cae la noche.

Ahora ha pasado todo. Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado.

Empti enim estis pretio magno! (1 Cor VI,20), tú y yo hemos sido comprados a gran precio.

Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas.

Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con El.»

San Josemaría (siglo XX). Via Crucis, XIV estación

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LA VOZ DE LOS POETAS

Dame tu mano, María,

la de las tocas moradas.

Clávame tus siete espadas

en esta carne baldía.

Quiero ir contigo en la impía

tarde negra y amarilla.

Aquí en mi torpe mejilla

quiero ver si se retrata

esa lividez de plata,

esa lágrima que brilla.

Déjame que te restañe

ese llanto cristalino,

y a la vera del camino

permite que te acompañe.

Deja que en lágrimas bañe

la orla negra de tu manto

a los pies del árbol santo

donde tu fruto se mustia.

Capitana de la angustia:

no quiero que sufras tanto.

Qué lejos, Madre, la cuna

y tus gozos de Belén:

- No, mi Niño, no, no hay quien

de mis brazos te desuna.

Y rayos tibios de luna

entre la pajas de miel

le acariciaban la piel

sin despertarle. Qué larga

es la distancia y qué amarga

de Jesús muerto a Emanuel.

¿Dónde está ya el mediodía

luminoso en que Gabriel

desde el marco del dintel

te saludó: - Ave María?

Virgen ya de la agonía,

tu Hijo es el que cruza ahí.

Déjame hacer junto a ti

ese augusto itinerario.

Para ir al monte Calvario,

cítame en Getsemaní.

A ti, doncella graciosa,

hoy maestra de dolores,

playa de los pecadores,

nido en que el alma reposa.

A ti ofrezco, pulcra rosa,

las jornadas de esta vía,

a ti, Madre, a quien quería

cumplir mi humilde promesa.

A ti, celestial princesa.

Virgen sagrada María

Gerardo Diego (siglo XX). Versos divinos. Via crucis.

* * *

«Su cabeza en las rodillas de la madre

sus pies en las rodillas de la Magdalena

a la luz agonizante de un día eterno

alrededor estrellas a punto de aparecer

María cubre de besos el rostro desfigurado

Magdalena de lágrimas los pies heridos

lentamente terminan de besarlo besarlo

se suceden una dos tres eternidades

comienzan a limpiarlo con más cuidado que si estuviera vivo

María le desprende la corona de espinas

con tanta precaución como si la cabeza pudiera resucitar de un dolor muy brusco

el universo observa con curiosidad esa corona azul

la herida del costado mira como un abismo

María limpia y lava la faz del mundo

cuánta noche estrellada hasta llegar a los pies

a los ojos llorosos de la Magdalena

la tierra se despide como una madre

besos eternidad de besos sobre Jesús adiós».

«Madre

hasta Dios quiso dormir en tus brazos de Madre

hasta Dios quiso morir en tu Pietá».

«El sepulcro por fin para Dios Hijo

José de Arimatea acomoda el cuerpo

Dios espanta las moscas que se posan en Dios

Dios mismo se está velando sobre su propia cara

Dios se mira en ese espejo y se ve tan muerto

tan judío tan yerto y fracasado

Dios se inclina piadoso sobre sus restos

Dios está bien así después de tanto

dolor y tanta muerte Dios está tranquilo

José de Arimatea se ha ganado el cielo

Dios Hijo se ha ganado bien ese corazón de la roca viva».

José Miguel Ibáñez-Langlois (siglos XX-XXI). Libro de la Pasión, cap. VIII, nn. 9-11.

J.A. Loarte