El amor que nos lleva a donde humanamente no iríamos

Al finalizar la catequesis sobre las tres virtudes teologales, el Papa Francisco ha recordado que la verdadera caridad viene de Dios y nos ayuda a amar aquello que no amaríamos por nuestras propias fuerzas: al enemigo, a los pobres, a quien no nos va a dar nada a cambio.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy hablaremos de la tercera virtud teologal, la caridad. Las otras dos, recordémoslo, eran la fe y la esperanza: hoy hablaremos de la tercera, la caridad. Es la culminación de todo el itinerario que hemos seguido con las catequesis sobre las virtudes. 

Pensar en la caridad ensancha inmediatamente el corazón, ensancha la mente, nos recuerda a las inspiradas palabras de san Pablo en la Primera Carta a los Corintios. Concluyendo ese maravilloso himno a la caridad, san Pablo cita la tríada de las virtudes teologales y exclama: "Ahora bien, estas tres cosas permanecen: la fe, la esperanza y la caridad. Pero la mayor de todas es la caridad" (1 Co 13,13).

Pablo dirige estas palabras a una comunidad que distaba mucho de ser perfecta en el amor fraterno: los cristianos de Corinto eran más bien pendencieros, había divisiones internas, había quienes pretendían tener siempre la razón y no escuchaban a los demás, considerándolos inferiores. A éstos Pablo les recuerda que la ciencia envanece, mientras que la caridad edifica (cf. 1 Co 8,1). 

A continuación, el Apóstol registra un escándalo que afecta incluso al momento de mayor unidad de una comunidad cristiana, a saber, la "Cena del Señor", la celebración de la Eucaristía: incluso allí hay divisiones, y hay quien aprovecha para comer y beber excluyendo a los que no tienen nada (cf. 1 Co 11,18-22). Frente a esto, Pablo da un juicio severo: "Así pues, cuando os reunís, lo vuestro ya no es una comida de la cena del Señor" (v. 20), tenéis otro ritual, que es pagano, no es la cena del Señor.

Quién sabe, tal vez nadie en la comunidad de Corinto pensaba que había pecado y aquellas duras palabras del Apóstol les sonaban un poco incomprensibles. Probablemente todos estaban convencidos de que eran buenas personas y, si se les hubiera preguntado por el amor, habrían respondido que el amor era sin duda un valor muy importante para ellos, al igual que la amistad y la familia. 

Incluso hoy en día, el amor está en boca de todos, está en boca de muchos influencers y en los estribillos de muchas canciones. Hablamos mucho de amor, pero ¿qué es el amor? ¿"Pero el otro amor?", parece preguntar Pablo a sus cristianos de Corinto. No el amor que sube, sino el que baja; no el que quita, sino el que da; no el que aparece, sino el que se esconde. A Pablo le preocupa que en Corinto -como también entre nosotros hoy- haya confusión y que de la virtud teologal del amor, la que sólo viene de Dios, en realidad no haya ni rastro. Y si incluso de palabra todos aseguran que son buenas personas, que aman a su familia y a sus amigos, en realidad saben muy poco del amor de Dios.

Los cristianos de la antigüedad tenían varias palabras griegas para definir el amor. Finalmente, surgió la palabra ágape, que normalmente traducimos por "caridad". Porque, en realidad, los cristianos son capaces de todos los amores del mundo: también ellos se enamoran, como le ocurre a cualquiera. También ellos experimentan la bondad de la amistad. También experimentan el amor a la patria y el amor universal a toda la humanidad. 

Pero hay un amor más grande, un amor que viene de Dios y se dirige a Dios, que nos capacita para amarle, para convertirnos en sus amigos, nos capacita para amar a nuestro prójimo como Dios le ama, con el deseo de compartir la amistad con Dios. Este amor, por Cristo, nos lleva a donde humanamente no iríamos: es amor por los pobres, por lo que no es amable, por los que no nos quieren y no son agradecidos. Es amor por lo que nadie amaría; incluso por el enemigo. Incluso por el enemigo. Esto es "teológico", esto viene de Dios, esto es obra del Espíritu Santo en nosotros.

Jesús predica en el Sermón de la Montaña: "Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Incluso los pecadores aman a los que les aman. Y si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué gratitud merecéis? También los pecadores hacen lo mismo" (Lc 6,32-33). Y concluye: "Pero amad a vuestros enemigos -estamos acostumbrados a hablar mal de nuestros enemigos-, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada, y vuestra recompensa será grande y seréis hijos del Altísimo, porque él tiene misericordia de los ingratos y de los malvados" (v. 35). Recordémoslo: "Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada". No lo olvidemos.

En estas palabras, el amor se revela como virtud teologal y toma el nombre de caridad. El amor es caridad. Enseguida nos damos cuenta de que es un amor difícil, incluso imposible de practicar si no se vive en Dios. Nuestra naturaleza humana nos hace amar espontáneamente lo que es bueno y bello. En nombre de un ideal o de un gran afecto podemos incluso ser generosos y realizar actos heroicos. Pero el amor de Dios va más allá de estos criterios. 

El amor cristiano abraza lo que no es amable, ofrece el perdón -¡qué difícil es perdonar, cuánto amor hace falta para perdonar! -, el amor cristiano bendice a los que maldicen, mientras que nosotros estamos acostumbrados, ante un insulto o una maldición, a responder con otro insulto, con otra maldición. Es un amor tan audaz que parece casi imposible, y sin embargo es lo único que quedará de nosotros. 

El amor es la "puerta estrecha" por la que debemos pasar para entrar en el Reino de Dios. Porque al atardecer de la vida no seremos juzgados por el amor genérico, seremos juzgados precisamente por la caridad, por el amor que hayamos tenido en la práctica. Y Jesús nos dice esto, tan hermoso: "En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Esto es lo hermoso, lo grande del amor. ¡Adelante y arriba!

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