Trabajar bien, trabajar por amor (XVI): Trabajar en todo tiempo

Empezar una carrera profesional y acabarla son dos momentos muy importantes. El valor del trabajo debe adquirir entonces sus justas dimensiones. Nueva reflexión sobre el trabajo.

San Josemaría escribió que el trabajo es “una enfermedad contagiosa, incurable y progresiva"[1]. Uno de los síntomas claros de esta enfermedad consiste en no saber estar sin hacer nada. El deseo de dar gloria a Dios es la razón última de esa laboriosidad, de ese afán por santificar el tiempo, de querer ofrecer a Dios cada minuto de cada hora, cada hora de cada día... cada etapa de la vida. “El que es laborioso aprovecha el tiempo, que no sólo es oro, ¡es gloria de Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada"[2].

El deseo de dar gloria a Dios es la razón última de esa laboriosidad, de ese afán por santificar el tiempo, de querer ofrecer a Dios cada minuto de cada hora

“El hombre cauto medita sus pasos"[3], dice el libro de los Proverbios. Meditar los pasos en la tarea profesional es esa reflexión atenta y ponderada de la que habla san Josemaría, que lleva a pensar hacia donde caminamos con nuestro trabajo, y a rectificar la intención. El prudente discierne en cada circunstancia el mejor modo de dirigirse hacia su fin. Y nuestra meta es el Señor. Cuando cambian las circunstancias conviene tener el corazón despierto para percibir las llamadas de Dios en y a través de los cambios, de las nuevas situaciones.

Vamos a detenernos en dos momentos concretos de la vida profesional: el inicio y el final. Dentro de su especificidad, ayudan a ver con más claridad algunos aspectos de la santificación del trabajo. Entre otros: la disposición vigilante, con la fortaleza de la fe, para mantener la rectitud de intención; el valor relativo de la materialidad de lo que hacemos; la fugacidad de los éxitos o de los fracasos; la necesidad de mantener siempre una actitud joven y deportiva, dispuesta a recomenzar, por amor a Dios y a los demás, cuantas veces sea necesario...

Los inicios de la vida profesional

Una de las notas esenciales del espíritu del Opus Dei es la unidad de vida. Vivir en unidad significa orientar todo hacia un único fin; buscar “'solo y en todo' la gloria de Dios"[4]. Para quienes dedican la mayor parte de la jornada a desarrollar una profesión, es necesario aprender a integrarla en el conjunto del proyecto de vida. El inicio de la vida profesional es uno de los momentos más importantes en ese aprendizaje. Es una situación de cambio, de nuevos retos y posibilidades... y también de dificultades que conviene conocer.

En algunos ámbitos, por ejemplo, se han difundido prácticas que reclaman de los jóvenes profesionales una dedicación sin límite de horario ni de compromiso, como si el trabajo fuese la única dimensión de su vida. Estas prácticas se inspiran, por una parte, en técnicas psicológicas y de motivación; pero también responden a una mentalidad que absolutiza el éxito profesional sobre cualquier otra dimensión de la existencia. Por diversos medios se busca fomentar una actitud en la que el compromiso con la empresa o con el equipo de trabajo esté por encima de cualquier otro interés. Y es precisamente en personas con vocación profesional, que quieren hacer muy bien su trabajo, en las que pueden cuajar estos planteamientos. Por eso san Josemaría, maestro de la santificación del trabajo, advertía del peligro de trastocar el orden de las aspiraciones. “Interesa que bregues, que arrimes el hombro... De todos modos, coloca los quehaceres profesionales en su sitio: constituyen exclusivamente medios para llegar al fin; nunca pueden tomarse, ni mucho menos, como lo fundamental. ¡Cuántas "profesionalitis" impiden la unión con Dios!"[5]

Los medios que se usan para reclamar esa exclusividad no suelen consistir en rígidas imposiciones, sino más bien en hacer entender que la estima, la consideración y las posibilidades futuras de una persona dependen de su disponibilidad incondicionada. De este modo se fomenta que se pase el máximo número de horas en la empresa, que se renuncie al fin de semana o a períodos de descanso —habitualmente dedicados a la familia y al cultivo de la amistad— incluso sin que haya para ello una real necesidad. Estas y otras formas de demostrar la máxima disponibilidad se ven a menudo incentivadas con gratificaciones cuantiosas, o con beneficios que hacen sentir un alto status social o profesional: hoteles de primera clase cuando se viaja por motivos de trabajo, regalos... Por el contrario, cualquier limitación de la disponibilidad se ve como una peligrosa desviación de la "mentalidad de equipo". El equipo de trabajo o la empresa pretenden así absorber la totalidad de las energías. Cualquier otro compromiso externo ha de supeditarse a los que se tienen en el trabajo. San Josemaría prevenía contra posibles falsos razonamientos en este sentido. “Una impaciente y desordenada preocupación por subir profesionalmente, puede disfrazar el amor propio so capa "de servir a las almas". Con falsía —no quito una letra—, nos forjamos la justificación de que no debemos desaprovechar ciertas coyunturas, ciertas circunstancias favorables..."[6]

No es difícil imaginar qué efectos puede ocasionar una mentalidad como la que hemos descrito en quienes carezcan de una jerarquía clara de valores, o de la fortaleza de la fe para mantener las legítimas aspiraciones profesionales dentro del orden que permita subordinarlas al amor a Dios. Pensemos, por ejemplo, en las dificultades que atraviesa la vida familiar cuando el padre o la madre no tienen tiempo ni energías para el hogar; o los regateos que, por falta de dominio de la propia situación, sufre el trato con Dios.

La actitud de quien se "deja llevar", o la pérdida de rectitud de quien se deja seducir por el éxito humano —muy distinto del prestigio humano y profesional que es anzuelo del apóstol—, imposibilitan la consecución de una vida en armonía, donde la profesión quede integrada según el orden de la caridad, que incluye atender a otros deberes espirituales, familiares y sociales.

El empeño único por dar gloria a Dios y la fortaleza sobrenatural de la gracia permiten armonizar, con jerarquía y orden, y sobre todo con fe en que Dios no pide imposibles, las distintas facetas de nuestra existencia. Un orden que no es rigidez, sino orden de amor: hacer lo que debemos hacer en cada momento y renunciar a lo que debemos renunciar. A veces basta un poco de cuquería para saber decir que no sin enfrentarse directamente; otras veces habrá que hablar claro, dando el testimonio amable de una vida coherente con las propias convicciones, testimonio avalado por el prestigio de quien trabaja como el mejor. En cualquier caso, no debemos perder la paz, persuadidos de que las dificultades las permite Dios para nuestro bien y el de muchas otras personas.

A un hijo de Dios, lo que realmente le interesa es agradar a su Padre, buscar y cumplir su voluntad, tratando de vivir y trabajar en su amorosa presencia. Este es el fin, lo que da sentido a todo, lo que nos mueve a trabajar y a descansar, a hacer esto o lo otro; lo que da la fuerza, la paz, la alegría. Todo lo demás tiene un valor relativo. Para cristianizar los ambientes profesionales se requiere madurez humana y sobrenatural, además de un gran prestigio humano y profesional, que va más allá de la mera productividad.

Los hijos de Dios hemos sido liberados por Cristo en la Cruz. Podemos acoger esa liberación o rechazarla. Si la acogemos con nuestra correspondencia, viviremos lejos de la esclavitud de las opiniones de los demás, de la tiranía de nuestras pasiones, o de cualquier presión que pretenda doblegar nuestra voluntad para servir a señores distintos de nuestro Padre Dios.

Quien se decide a trabajar por amor a Dios aprenderá a captar la importancia precisa que tienen las distintas exigencias de la vida: las valorará en función de la voluntad de Dios. Podrá integrar un trabajo profesional exigente con la dedicación a la familia, a los amigos... con el tiempo y las energías que requiere cada ocupación.

A menudo será necesaria una buena dosis de fortaleza, y la libertad interior suficiente para decir que no a reclamos —en sí, quizá buenos— que puedan apartar el corazón de Dios. No hay recetas en esto. La actuación prudente en un asunto de tanta importancia requiere una intensa presencia del fin —una vida interior sólida, un deseo firme de dar gloria a Dios— y la actitud humilde, vigilante y abierta, de dejarse aconsejar.

El resultado será mantener en las propias manos las riendas de la existencia, sin caer en que el trabajo profesional, siendo un aspecto importante, pase a ocupar un puesto que sólo corresponde al Señor. Sólo Él es digno de orientar todo lo que hacemos, incluido el mismo trabajo. En los primeros años de profesión, suelen aparecer situaciones nuevas, relaciones distintas de las que se habían mantenido hasta entonces, que constituyen una ocasión irrepetible para dar mucha gloria a Dios. En esta época, es importante no dejarse llevar por el deseo de afirmación personal, el afán de demostrar el propio valor a los demás y a uno mismo, y otras tentaciones semejantes.

Foto: FJBerguizas

El final de una etapa, el comienzo de otra

Otra fase de la vida que tiene sus exigencias específicas es la vejez, cuando la disminución de las energías físicas impide desarrollar la profesión con la misma intensidad que antes; o cuando, teniendo todavía fuerzas para continuar la tarea a pleno rendimiento, llega el momento de la jubilación, quizá forzosa. Esta transformación de la condición de vida, casi instantánea, requiere adaptar muchos aspectos prácticos y, sobre todo, un espíritu "joven", dispuesto para afrontar una nueva etapa.

Es sin duda un buen momento para volver a meditar sobre el significado de la santificación del trabajo y de las actividades ordinarias de la existencia, precisamente en una situación en la que las limitaciones personales se pueden apreciar con más claridad. A veces se tratará de saber volver un poco a la situación de niños; con la sencillez de vivir sin dramas y con alegría la pérdida de una posición profesional que quizá hacía sentir la propia tarea como muy importante, con personas que dependían de ese trabajo.

Puede venir entonces la tentación de sentirse inútil, de renunciar a la audacia de emprender y desarrollar nuevas actividades por miedo a fallar o por desconfianza en las propias capacidades. Y sin embargo, esta nueva fase de la vida es una ocasión espléndida para pensar cómo ser, justamente, útiles al Señor y a los demás, con un renovado espíritu de servicio, más sereno y más recto, en tantas cosas pequeñas o en grandes iniciativas.

Las posibilidades son variadísimas. En algunos se mantendrá una parte de la actividad profesional anterior, preparando a las personas que puedan continuar la labor que se está abandonando. En otros casos, las propias capacidades se orientarán a actividades distintas, a veces de carácter más social o asistencial: atención a enfermos, apoyo a centros educativos o formativos... También el mundo asociativo, a veces tan decisivo para influir en la opinión pública, necesita personas con experiencia y posibilidad de dedicación de tiempo. Pensemos en asociaciones familiares, culturales, ambientales; en agrupaciones de telespectadores o de consumidores; en círculos políticos.

Naturalmente para quien tiene hijos y nietos, una parte importante de su tiempo estará centrada en prestar ayuda a las familias constituidas por sus propios hijos. Para las familias jóvenes, la ayuda de los abuelos es valiosísima. Su disponibilidad generosa y sonriente será muchas veces ejemplo y apoyo que oriente el modo en que los padres eduquen a sus hijos.

Los horizontes apostólicos de la tercera edad son muy amplios. Es importante vivir esta fase de la vida de modo inteligente y activo. El paso de una actividad profesional que absorbía la mayor cantidad de tiempo, a una situación de más libertad de horario, no debe dejar sitio al aburguesamiento. Desde el cultivo de aficiones hasta la dedicación a actividades de hondo calado social, todo puede estar empapado de un fuerte contenido apostólico. Las oportunidades de entrar en contacto con otras personas pueden ser habitualmente muy grandes, y la sabiduría y experiencia acumuladas deben ponerse al servicio de los demás, también, en la medida de lo posible, de la labor apostólica con jóvenes. Asimismo, el apostolado de la opinión pública ofrece oportunidades para quien tenga la preparación adecuada, en forma de colaboración en pequeños o grandes periódicos, radios o televisiones. No faltarán tampoco personas capaces de escribir libros, proponer ciclos de conferencias, o cualquier medio para hacer oír las enseñanzas de la Iglesia.

Es importante saber proyectar estos años con el espíritu de la "juventud perenne" del cristiano y con la santa audacia que debe acompañarlo. “El espíritu humano (...) aun participando del envejecimiento del cuerpo, en un cierto sentido permanece siempre joven si vive orientado hacia lo eterno"[7]. San Josemaría, en los años finales de su vida, cuando las fuerzas físicas menguaban, no dejó de emprender proyectos llenos de audacia, como por ejemplo el santuario de Torreciudad. Era igualmente sorprendente el ejemplo de san Juan Pablo II, quien promovió numerosas iniciativas —a cual más audaz— con fuerza y vigor pese a la enfermedad que le acompañó los últimos años.

A él mismo se podrían aplicar estas palabras suyas, con las que nos invita a tener en gran estima la última etapa de la vida: “Todos conocemos ejemplos elocuentes de ancianos con una sorprendente juventud y vigor de espíritu. Para quien los trata de cerca, son estímulo con sus palabras y consuelo con el ejemplo. Es de desear que la sociedad valore plenamente a los ancianos, que en algunas regiones del mundo —pienso en particular en África— son considerados justamente como "bibliotecas vivientes" de sabiduría, custodios de un inestimable patrimonio de testimonios humanos y espirituales. Aunque es verdad que a nivel físico tienen generalmente necesidad de ayuda, también es verdad que, en su avanzada edad, pueden ofrecer apoyo a los jóvenes que en su recorrido se asoman al horizonte de la existencia para probar los distintos caminos".

“Mientras hablo de los ancianos, no puedo dejar de dirigirme también a los jóvenes para invitarlos a estar a su lado. Os exhorto, queridos jóvenes, a hacerlo con amor y generosidad. Los ancianos pueden daros mucho más de cuanto podáis imaginar. En este sentido, el Libro del Eclesiástico dice: 'No desprecies lo que cuentan los viejos, que ellos también han aprendido de sus padres (8, 9); Acude a la reunión de los ancianos; ¿que hay un sabio?, júntate a él (6, 34); porque ¡qué bien parece la sabiduría en los viejos!' (25, 5)"[8].

J. López Díaz y C. Ruíz


[1] San Josemaría, Carta 15-X-1948, citado por A. Nieto, “Josemaría Escrivá, sacerdote de Dios, trabajador ejemplar", Discurso pronunciado en la Universidad de Navarra el 26-VI-1985.

[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 81.

[3] Pr 14, 15.

[4] San Josemaría, Forja, n. 921.

[5] San Josemaría, Surco, n. 502.

[6] San Josemaría, Surco, n. 701.

[7] Juan Pablo II, Carta a los ancianos, 1-X-1999, n. 12.

[8] Ibid.