“Don Álvaro siempre nos dirigía hacia san Josemaría”

La sencillez característica de don Álvaro se hizo patente durante un show de magia que preparó entonces el arquitecto Pablo Palomar –hoy sacerdote− con motivo del cumpleaños 75 del sucesor de san Josemaría.

¿Cómo es que, con apenas 11 años de edad, conoció a san Josemaría y al beato Álvaro?

Fue en la visita que hicieron a México en 1970. Conozco el Opus Dei desde que tengo razón. Mis papás conocieron a don Pedro Casicaro, el sacerdote que trajo el Opus Dei a México, durante su primer viaje a nuestro país. Mi bisabuelo se lo encontró y, al verlo vestido de sacerdote, le llamó la atención y lo invitó a comer. Así empezó el trato de la familia con la Obra. En 1957, antes de que yo naciera, mis papás pidieron la admisión al Opus Dei. Al saber que san Josemaría venía a México, nos llenamos de una ilusión muy grande.

Pudo ver a san Josemaría y a don Álvaro en varias ocasiones en el 70. ¿Qué otro recuerdo tiene de don Álvaro?

Cuando san Josemaría hizo la novena en la Basílica, varios chiquillos esperábamos en el estacionamiento a que saliera. Y san Josemaría siempre iba acompañado, con mucho cariño, por don Álvaro, que aprovechaba esas ocasiones para dirigirnos hacia el fundador del Opus Dei.

¿Cómo fue su reencuentro con el beato Álvaro en Roma?

El reencuentro me impresionó mucho. Me acuerdo que le abrí la puerta del coche e inmediatamente me dijo: “¡Hola! ¿Cómo están tu familia y México?". Esto me conmovió mucho porque se acordó que mi familia y yo estuvimos con san Josemaría en México en 1970, y también con él en 1983, en la misma residencia en que lo conocí. Aunque más que su memoria, me impactó el cariño hacia sus hijos, que se concretó, en mi caso, con la calidez de ese encuentro.

¿Podría platicar algunas anécdotas del tiempo que estuvo en Roma viviendo cerca de don Álvaro?

En 1987, don Álvaro, Mons. Javier Echevarría y otras personas fueron a Tor D'Aveia, una casa de retiros que está muy cerca de Roma. Ahí, yo tenía el encargo de abrir las puertas de la sacristía, y era un horario muy “tempranero". Al principio, éramos dos los que abríamos, entonces existía un poquito de discusión sobre a quién le tocaba levantarse temprano, pero, en cuanto llegó don Álvaro, la discusión era al revés: “me toca a mí, yo quiero abrir". Íbamos muy de mañana a abrir la sacristía y ya estaba el beato en el oratorio haciendo un rato de oración. Me llamaba mucho la atención la piedad que mostraba en esos momentos. Nos empeñábamos en ser muy puntuales para ser testigos de ese ejemplo tan sencillo, pero al mismo tiempo tan profundo, de la oración de don Álvaro.

Tengo también otra vivencia con don Álvaro que me sirve mucho. Él tenía un carácter muy agradable, muy acogedor. Me acuerdo que cuando murió un sacerdote mexicano, don Guillermo Porras, me encontré a don Álvaro en la casa en la que yo vivía en Roma, y le comenté que sentía mucho ese fallecimiento, él me dijo alguna cosa reconfortante y yo volví a insistir en lo que me dolía. Pero la tercera vez que hablé del tema, me dijo: “Bueno, ¿y qué más quieres que te diga?". Creo que le colmé un poquito la paciencia, pero eso, en lugar de haberme contristado, me dio mucha paz el ver que su paciencia, ciertamente impresionante, tenía un límite y que es normal enfadarse de vez en cuando.

¿Cómo trata a don Álvaro ahora?

Con la oración de la estampa acudo muchas veces a su intercesión. Aprovecho para agradecerle por todo lo que le pedimos.