VOCACIÓN DIVINA Y VOCACIÓN HUMANA

“La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad”. Libro escrito por el teólogo José Luis Illanes. Décima Edición revisada y actualizada.

Hay que ser „fieles a la vocación de cristianos y a la vocación profesional“, afirma el Fundador del Opus Dei en una de sus Cartas ( 32). Y en otra, con más amplitud: „El Señor nos ha dado a cada uno cualidades y aptitudes concretas, unas determinadas aficiones; a través de los diversos sucesos de vuestra vida se ha ido perfilando vuestra personalidad y habéis visto, como más propio, un cierto campo de actividades. Al trabajar después en ese campo concreto, se ha configurado progresivamente vuestra mentalidad, adquiriendo las características peculiares de ese oficio o profesión. Todo eso -vuestra vocación profesional - habéis de conservarlo, puesto que es cosa que pertenece también a vuestra vocación a la santidad. Os he dicho mil veces que la vocación humana es una parte, y una parte importante, de nuestra vocación divina “ (33).

Esos textos, que resumen y presuponen lo dicho hasta ahora, nos abren al mismo tiempo perspectivas teológicas que merece la pena considerar despacio, procurando ir al fondo de lo que en ellos se afirma. No entendería, en efecto, las frases que preceden quien viera en ellas una mera yuxtaposición de fidelidades, porque se trata de compenetración entre dos elementos en síntesis unitaria y armónica. Lo que el Fundador del Opus Dei afirma es que vocación humana y vocación divina se hermanan y entrecruzan, hasta formar una sola cosa en unidad de vida. En otras palabras, el trabajo, y todo lo que acompaña, no son un simple ámbito en el que el cristiano corriente vive y se santifica, sino medio y camino, más aún materia de su santidad (34).

En octubre de 1967, en una homilía pronunciada en la Universidad de Navarra, de la que era Gran Canciller, el Beato Josemaría glosó esas ideas con especial riqueza. Celebró en esa ocasión la Santa Misa al aire libre, ante una muchedumbre de cerca de 40.000 personas que llenaban una de las explanadas del campus universitario. Ese hecho sirvió de punto de partida para su predicación. „Reflexionad por un momento -fueron sus palabras- en el marco de nuestra Eucaristía, de nuestra Acción de Gracias: nos encontramos en un templo singular; podría decirse que la nave es el campus universitario; el retablo, la Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra... ¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la vida ordinaria el verdadero lugar de vuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres (...). Debéis comprender ahora -con una nueva claridad- que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir“ (35).

La cita ha sido larga, pero llena de substancia. Merece incluso la pena proseguirla, ya que, inmediatamente después, se amplía y completa el pensamiento. „Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas. ¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y esa es la que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales (...). En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...“ (36).

La vocación humana no es algo ajeno a las perspectivas sobrenaturales, sino que entronca con ellas, se integra en ellas. La vocación divina, esa luz por la que Dios conduce al hombre hasta la raíz de su existencia dándole a conocer que reclama de él una respuesta plena, no solo ilumina la situación presente, sino que se proyecta sobre el pasado entendiéndolo y valorándolo desde ese sortido de la vida y esa conciencia de misión que la fe y la vocación traen consigo. Y ello, en todo caso y especialmente en el del cristiano que advierte que Dios lo quiere en el mundo, implica darse cuenta de que el conjunto de aptitudes personales e incidencias históricas que integran y determinan la vocación humana son mucho más que una simple preparación a la vocación divina: son un elemento integrante de esa vocación. En otras palabras, la historia pasada y la situación personal a la que, como consecuencia de esa historia pueda haberse llegado, no son, en el cristiano corriente, un trampolín que, al percibir la vocación sobrenatural, se abandona para pasar a un mundo psicológico y sociológico distinto, sino una realidad que permanece plenamente, penetrada, es cierto, por una fuerza nueva, pero por una fuerza que no la niega ni la destruye sino que manifiesta el profundo e íntimo sentido al que la ordena el querer de Dios.

Como ya apuntábamos en páginas anteriores, todas esas afirmaciones se fundamentan en una profundización en los dogmas cristianos de la creación y de la redención que lleva a poner de manifiesto la bondad del mundo y la íntima armonía existente en el interior del plan creador y redentor divino: la vida ordinaria, las realidades familiares, el trabajo profesional, todo el conjunto del existir humano, participa, vivificado por la gracia, en la realización de los planes salvadores de Dios. En palabras del Beato Josemaría: „todas las cosas de la tierra son buenas, no solo de una manera natural, sino por el orden sobrenatural al que han sido destinadas“ (37); destino al que deben llegar por mano del hombre, en el que actúa la gracia de Dios: „somos instrumentos de Dios, para cooperar en la verdadera consecratio mundi ; o, más exactamente, en la santificación del mundo ab intra , desde las mismas entrañas de la sociedad civil“ (38). „Todas las cosas de la tierra, también las criaturas materiales, también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios -y ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas-, cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo: ‘porque quiso el Padre poner en Él la plenitud de todo ser y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz’ (Col 1,19-20). Hemos de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas“ (39).

Una consecuencia de orden existencial brota inmediatamente de esa realidad de fondo: el amor al mundo. Si algunas espiritualidades, insistiendo en la tensión escatológica propia del caminar cristiano, pueden desembocar en una actitud de despego frente al mundo -e incluso de contemptus mundi , si se quiere acudir a una expresión clásica, aunque ya caída en desuso-, la espiritualidad del Opus Dei, sin olvidar la tensión hacia la condición metahistórica y definitiva, pone de manifiesto que el cristiano corriente tiende hacia lo eterno asumiendo las realidades terrenas, y engendra, en consecuencia, una actitud de amor al mundo, que se fundamenta en las enseñanzas de la fe cristiana acerca tanto de la bondad de la creación como de la sobreabundancia de la gracia y su victoria sobre el pecado. „Amamos el mundo porque Dios lo hizo bueno, porque salió perfecto de sus manos, y porque -si algunos hombres lo hacen a veces feo y malo, por el pecado- nosotros tenemos el deber de consagrarlo, de llevarlo, de devolverlo a Dios: ‘de restaurar en Cristo todas las cosas de los cielos y las de la tierra’ (Ef 1,10)“ (40).

Las citas pueden multiplicarse. „Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas“ (41). „Un hombre sabedor de que el mundo -y no solo el templo- es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo“ (42). „Hemos de amar el mundo, porque en el mundo encontramos a Dios, porque en los sucesos y acontecimientos del mundo Dios se nos manifiesta y se nos revela. El mal y el bien se mezclan en la historia humana, y el cristiano deberá ser, por eso, una criatura que sepa discernir, pero jamás ese discernimiento le debe llevar a negar la bondad de las obras de Dios, sino, al contrario, a reconocer lo divino que se manifiesta en lo humano, incluso detrás de nuestras propias flaquezas. Un buen lema para la vida cristiana puede encontrarse en aquellas palabras del Apóstol: ‘Todas las cosas son vuestras, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios’ (1 Co 3,22-23), para realizar así los designios de ese Dios que quiere salvar al mundo“ (43).

La simple lectura de los textos que acabamos de citar pone de manifiesto que ese amor al mundo del que venimos hablando es un amor fundado en Cristo, es decir, un amor que se refiere al mundo no aislado de las perspectivas sobrenaturales, sino considerado desde ellas. Más aún, que es un amor no ingenuo sino realista, consciente de la entidad del pecado y de la amplitud de sus consecuencias y, por tanto, de la necesidad de purificación. Pero ni uno ni otro aspecto implican menoscabo o disminución de ese amor, sino su reafirmación, ya que hablar de la gracia equivale a hablar del poder redentor de un Dios que no reniega de lo creado, sino que se excede en sus dones a fin de librar a la creación de la caducidad y conducirla a su perfección última. Y recordar la realidad del pecado no es invitar a apartarse del mundo, sino a asumirlo desde la vocación divina, infundiendo en las realidades creadas la capacidad redentora y sanante de los dones divinos. Se trata, en resumen, de amar el mundo, y de amarlo apasionadamente, y ello, no al margen de Dios, a un nivel puramente terreno sin integrar esa pasión en las perspectivas teologales, sino de amarlo precisamente porque se lo ama en Dios y desde Dios, fuente de todo amor verdadero, y juzgándolo desde la plenitud y la misión a que Dios lo destina (44). En suma, el cristiano „no puede esperar pasivamente el fin de la historia“ (45), no puede limitarse a contemplar los acontecimientos, acogiéndolos con alegría o con resignación, según los casos, sino que debe enfrentarse con ellos, buscando y promoviendo el bien.

Unos párrafos de una homilía pronunciada por el Beato Josemaría con ocasión del Viernes Santo de 1960 pueden ayudarnos a dar un paso adelante en la exposicion del alcance de esa fidelidad del cristiano a su vocación humana y del amor cristiano al mundo, que de esa fidelidad deriva. „Ser cristiano -comenzó diciendo el Fundador del Opus Dei- no es algo accidental, es una divina realidad que se inserta en las entrañas de nuestra vida, dándonos una visión limpia y una voluntad decidida para actuar como quiere Dios“ (46). Por eso, quien vive de fe tiene clara conciencia de que el peregrinar del hombre en el mundo debe ser afrontado con la actitud propia de quien reconoce sin ambages la radicalidad „del amor que Jesucristo ha manifestado al morir por nosotros“ (47).

Al llegar a este punto de su homilía, el Fundador del Opus Dei se detuvo para describir, en trazos sintéticos, la actitud que el cristiano debe adoptar ante la historia. Acudió para ello a un método expositivo de reconocida eficacia: contraponer la actitud auténticamente cristiana a otras que la deforman, ya que son producto de no saber penetrar en ese misterio de Jesús. „Por ejemplo -fue esta deformación la que mencionó en primer lugar-, la mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias. Diría que quien tiene esa mentalidad no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte. Quizá, sin querer, algunas personas consideran a Cristo como un extraño en el ambiente de los hombres“ (48).

Pero no es esa la única deformación posible. „Otros, en cambio, tienden a imaginar que, para poder ser humanos, hay que poner en sordina algunos aspectos centrales del dogma cristiano, y actúan como si la vida de oración, el trato continuo con Dios, constituyeran una huida ante las propias responsabilidades y un abandono del mundo. Olvidan que, precisamente Jesús, nos ha dado a conocer hasta qué extremo deben llevarse el amor y el servicio (...). Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra“ (49).

Es difícil ser más neto en la afirmación del valor del mundo y, a la vez, en la proclamación de la perspectiva teologal desde la que se afirma ese valor. Estamos así ahora en mejores condiciones para comprender el alcance y la hondura de la frase que venimos comentando: „la vocación humana es parte, y parte importante, de la vocación divina“. Hay entre ambas vocaciones una íntima armonía y la hay precisamente porque la vocación divina, revelando el origen, la fuente y el destino último de todos los seres y de todas las acciones -Dios y su designio salvador-, pone de manifiesto el sentido profundo de la entera realidad, y, por tanto, de la vocación humana. Vocación divina y vocación humana se relacionan en cierto modo como la forma y la materia, como lo que da sentido último y lo que resulta vivificado. Por eso, la fortísima afirmación del mundo, del trabajo, de la historia, no fundamenta, en la enseñanza del Beato Josemaría, ni un activismo ni una mística de horizontes meramente intraterrenos, sino que se abre a una viva percepción de las dimensiones trascendentes, eternas, de todas y cada una de nuestras acciones, hasta las más menudas, vistas como ocasiones de encuentro con Dios y como participación en esos planes redentores que, iniciándose en el tiempo, culminan en la eternidad.

En suma, la espiritualidad del Opus Dei se nos revela como una espiritualidad de la unidad entre lo secular y lo teologal, o, en otras palabras, de la vivencia teologal de las actividades seculares. Podemos por eso concluir el presente apartado citando las palabras, fuertemente sintéticas, de una de las Instrucciones escritas por el Beato Josemaría: „Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación -cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria para contribuir a reconciliar el mundo con Dios-, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es este un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida?“ (50).

Notas

32 Carta 15-VIII-1953. n. 17.

33 Carta 15-X-1948, n. 6; ver también Amigos de Dios , n. 60, Es Cristo que pasa , n. 46.

34 Cfr. Es Cristo que pasa , n. 47; Conversaciones , n. 60.

35 Conversaciones , nn. 113 y 114.

36 Ibid., nn. 114 y 116. La importancia de esta homilía ha sido señalada por diversas personalidades, entre otras, por el Cardenal Franz König ( II significato dell ’Opus Dei , en „ Corriere della sera “, Milán, 26-VII-1975); una introducción histórica y un comentario detenido de su texto, en P. RODRÍGUEZ, Vivir santamente la vida ordinaria , en AA.VV., JosemarÍa Escrivá de Balaguer y la universidad , Pamplona 1993, pp. 225-258.

37 Carta 19-III-1954, n. 6.

38 Carta 14-II-1950, n. 20.

39 Carta 19-III-1954, n. 7; encontramos, en la frase final del texto citado, un eco del pasaje de Jn 12, 32, del que nos ocuparemos más ampliamente en páginas posteriores. Por lo demás, y más allá de ese texto -aunque incluyendolo- quizá sea este el momento adecuado para señalar que el espíritu que vivió y transmitió el Beato Josemaría es hondamente cristológico y, por consiguiente, sacramental: toda su enseñanza respecto al vivir cristiano en el mundo presupone siempre la afirmación de la gracia bautismal, enriquecida por la ulterior vida sacramental y en especial por la Eucaristía. Sobre la radicación teológico-dogmática de la enseñanza del Beato Josemaría pueden encontrarse intentos de aproximaciones de carácter sintético en el estudio de Pedro Rodríguez ya citado en la nota 1, y en J. M. CASCIARO, La santificación del cristiano en medio del mundo , en AA.VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei , Pamplona 1985, pp. 109-171, así como en estudios que citaremos en notas posteriores en relación con la filiación divina, la participación en el sacerdocio de Cristo, etc.

40 Ibid., n. 6.

41 Es Cristo que pasa , n. 112.

42 Conversaciones , n. 116

43 Ibid., n. 70.

44 Ver R. GARCÍA DE HARO, Homilías: „ Es Cristo que pasa “, en „Scripta Theologica“, 5 (1973), 397, así como, para una exposición más amplia, lo que hemos escrito en la voz Mundo , en la Gran Encielopedia Rialp, t. 16, pp. 450 ss. (recogida en Cristianismo, historia, mundo , Pamplona 1973, pp. 171 ss.).

45. J. ECHEVARRIA, Il cristiano non puó attendere passivamente la fine della storia , en „II Tempo“ (Roma), 12-IV-1998 (recogido en „Romana” 14, 1998, 97-99).

46 Es Cristo que pasa , n. 98.

47 Ibídem.

48 Ibídem.

49 Ibid., nn. 98 y 99.

50 Instrucción 19-III-1934, n. 33. Evoquemos también un pasaje del ya citado decreto pontificio Primum inter del 16-VI-1950, por el que la Santa Sede confirmó de modo definitivo la aprobación del Opus Dei, concretamente el momento en el que ese decreto, recogiendo palabras textuales del Fundador, subraya que de la profunda unidad de vida que inculca el espíritu del Opus Dei nace „la necesidad y como el instinto sobrenatural de purificar todas las acciones, elevándolas al orden de la gracia, de santificarlas y de convertirlas en instrumento de apostolado“ („...nascitur necessitas et veluti instinctus supernaturalis omnia purificandi, elevandi ad ordinem gratiae, sanctificandi et convertendi in instrumentum apostolatus“).

Jose Luis Illanes