Vivir en peligro

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

La Guerra de España comenzó como una revolución; como una revolución roja, para ser más exactos. El asesinato del parlamentario Calvo Sotelo hizo que sobre el Gobierno republicano recayera incluso la sospecha de estar implicado en el crimen. «A la indignación por este hecho -escribe Dahms- se unía la preocupación y el miedo ante la posibilidad de nuevos desmanes. Personalidades de renombre comenzaron a abandonar el país, intelectuales de corte liberal como Marañón, Ortega y Gasset, Menéndez Pidal...» (24).

Es una falsedad histórica afirmar que todos estos intelectuales huyeron de la «dictadura fascista»; en realidad huyeron de la anarquía, de los horrores de una guerra fratricida, de un régimen que, cada vez más, se deslizaba hacia el caos. Ya varios días antes del levantamiento de los generales, las milicias revolucionarias habían tomado posición ante edificios oficiales de Madrid y Barcelona; mezclados con los trabajadores del campo, asolaron en muchos lugares conventos e iglesias, y saquearon también edificios oficiales, quemando actas y documentos. Sindicatos anarquistas, socialistas y comunistas -CNT (Confederación Nacional del Trabajo), FAI (Federación Anarquista Ibérica) y POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista)- comenzaron a expropiar terrenos por cuenta propia. Inmediatamente después del asesinato de Calvo Sotelo se empezó a apresar a muchos falangistas; el Primer Ministro, el liberal Santiago Casares Quiroga, que también tenía, como suele suceder a menudo cuando se malentiende la «liberalidad», parte de culpa en la desintegración de la autoridad estatal, prohibió dos importantes diarios, «Ya» y «La Época», que habían informado (correctamente por cierto) sobre el asesinato del diputado. Así pues, el «alzamiento nacional», en sus causas, fue la respuesta (una respuesta preparada de antemano, en previsión de lo que pudiera pasar) a un intento de subversión marxista del que nadie podía dudar, puesto que estaba prevista la movilización de unos 250.000 milicianos. Es importante destacar estos datos, pues la opinión pública en Alemania -y en general en todas las democracias occidentales- está siendo víctima, desde hace bastantes años, de una falsificación de la historia de aquellos sucesos (una falsificación de cariz ideológico izquierdista), aunque las causas y los hechos reales son hoy en día perfectamente conocidos por todos los historiadores serios.

El 17 de julio empezó el «alzamiento nacional» en el Marruecos español; Franco, que al principio no era el jefe reconocido por todos, estaba en Tenerife; el 18 de julio se trasladó a Las Palmas y el 19 llegó a Tetuán y tomó el mando del ejército de África. En unas pocas horas, el 18 de julio, se fueron sublevando contra el gobierno de Madrid nuevas guarniciones, apoyadas por gran parte de la población. La primera ciudad grande de la que se apoderaron los rebeldes fue Sevilla. El Frente Popular, en la capital, reaccionó rápidamente, proclamando la huelga general; las milicias y los «guardias de asalto» construyeron barricadas en las calles y empezaron a encarcelar a muchas personas; si conseguían detener a oficiales del ejército, les fusilaban enseguida; también empezaron a asesinar a muchos católicos y a personas «ricas» o «distinguidas». Los sacerdotes pasaron a ser casi «piezas» de caza sobre las que se ha levantado la veda. Con extraordinaria rapidez, el país quedó dividido en esas «dos Españas» que durante tantos años habían vivido ya en muchos corazones. A lo largo de más de un siglo habían luchado bajo el delgado manto, tantas veces roto y tantas veces reparado, de la unidad nacional: ahora se lanzaban una contra otra llenas de odio, quedando separadas durante treinta meses incluso desde el punto de vista territorial.

Para el 1.° de septiembre se había alcanzado una cierta consolidación (inestable, por supuesto) que dividió el suelo español, hablando en términos generales, en una zona este y una zona oeste. El gobierno de Madrid mantenía toda la parte oriental del país, además de una gran «lengua de tierra» hacia el oeste, que llegaba más allá de la mitad de la Península (alzando casi la ciudad de Badajoz), así como la costa cantábrica desde Oviedo, ciudad dominada por los nacionales, hasta la frontera francesa. Las tropas nacionales ocupaban la mitad occidental, también con una «lengua de tierra» voluminosa hacia el noreste: junto a Teruel estaban casi tan cerca del Mediterráneo como los republicanos lo estaban de la frontera con Portugal junto al Guadiana. En el corto espacio comprendido entre el lunes 13 y el domingo 19 de julio de 1936 la revolución roja se había convertido en una guerra civil.

La revuelta militar fracasó en Barcelona y Valencia, segunda y tercera ciudades del país, y también en Madrid. El nuevo centro del Opus Dei, en la calle Ferraz, 16, de esta última ciudad, que se había instalado pocos días antes, se encontraba frente al punto donde se desarrolló la lucha entre los militares sublevados y las milicias populares: el Cuartel de la Montaña. Don Josemaría y los suyos pudieron seguir los sangrientos sucesos desde la ventana. Lo que verían se puede describir con palabras de Dahms: «En la tarde del 18 de julio, varios miles de milicianos cercaron el Cuartel de la Montaña, donde esperaban ser aprovisionados con cerrojos para cincuenta mil fusiles. La guardia del cuartel no les permitió el acceso; ya entonces se anunciaba un conflicto sangriento. El general Joaquín Fanjul (...) hizo un llamamiento a la sublevación, reuniendo voluntarios que comenzaron a disparar contra los milicianos. Pero su intento de abandonar el cuartel fracasó, pues se iba acercando a las puertas una masa que crecía por momentos; además, en las primeras filas se empujaba a muchas mujeres y niños (...) En la mañana del 19 de julio, las milicias hicieron que sus cañones y carros blindados tomaran posición ante el cuartel. Un bombardeo de cinco horas de duración (en el que también intervino la aviación) demolió la moral de aquella parte de los soldados entre los que los "activistas de las células rojas" habían tomado el mando. Otros siguieron luchando. Por fin, al amanecer del 20 de julio, comenzó el asalto del Cuartel de la Montaña por los piquetes de milicianos. Los "activistas de las células" les mostraron el mejor camino, segregando -de acuerdo con la orden del 6 de junio (25)- a los "enemigos del pueblo", a los que fueron reuniendo en el patio: allí esperaban los pelotones de fusilamiento que fueron asesinando a todos los detenidos (...) Los oficiales, despojados de sus armas, fueron arrojados desde la galería más alta del edificio...» (26).

Por deseo expreso del Fundador, los que tenían familia en Madrid abandonaron el centro de la calle Ferraz el domingo 19 de julio, hacia la diez de la noche. Entre ellos se encontraban Alvaro del Portillo, Juan Jiménez Vargas y José María Hernández Garnica, luego sacerdote y, en los años sesenta, uno de los directores del Opus Dei en Alemania. Con el triunfo de las milicias populares se aseguró no sólo la victoria de la República en la capital, sino también la continuación de la lucha. Aquel 20 de julio de 1936 comenzó una época en la vida de Monseñor Escrivá que, con sus cuatrocientos noventa y ocho días, es muy breve respecto a los setenta y tres años que vivió, pero también infinitamente larga, porque en ella corrió continuamente peligro de muerte.

En la España republicana hubo ciertas zonas en las que no se llegó a graves excesos de crueldad, pero en Madrid, en las semanas y meses siguientes, se desarrolló un verdadero régimen de terror. Ya un día después de la matanza en el Cuartel de la Montaña, Jiménez Vargas, que quiso hacerse una idea de la situación, pudo ver cómo en el depósito de cadáveres se amontonaban los muertos (27). En la mañana del 20 de julio, el Fundador, vestido con un mono (si le hubieran reconocido como sacerdote le habrían asesinado), había abandonado el centro de la Obra, acompañado por los pocos que habían pasado allí la noche, entre ellos Isidoro Zorzano. La tonsura, que no tapaba ningún sombrero, hubiese podido delatarle, pero nadie se dio cuenta de ella, y así pudo encontrar un primer refugio en casa de su madre. Allí tuvo que permanecer escondido, sin poder salir a la calle, porque todo el mundo, en aquel barrio, sabía que era sacerdote; de inmediato le habrían detenido o quizá una patrulla de milicianos le hubiera asesinado. Todo esto no son exageraciones: cerca de la casa de su madre ahorcaron a un hombre al que habían confundido con don Josemaría; desde el punto de vista humano, un error con consecuencias mortales; a los ojos de Dios, un mártir. Desde el mismo momento en que se enteró de la terrible noticia y hasta el fin de sus días, el Fundador del Opus Dei rezó y ofreció sufragios por él... (28).

El 25 de julio fue confiscada la casa de Ferraz, 16. Los documentos referentes a la Obra los había sacado de allí el Fundador, dándoselos a su madre para que los custodiara; ella consiguió salvarlos durante toda la guerra, escondiendo una parte en el colchón de su cama.

¿Cómo proseguir ahora el camino? (29) -se preguntaba don Josemaría-. Si la victoria definitiva correspondía a los comunistas y a sus correligionarios, el Opus Dei no podría seguir trabajando en España... Sería necesario salir al extranjero. «Pero si Dios -así pensaban Juan Jiménez Vargas y Alvaro del Portillo mientras deambulaban por las calles de la capital- ha querido que la Obra empezara en Madrid, y ya tiene un cierto desarrollo, no es probable que esto sea para volver a empezar. Por eso hay que esperar que todo acabará bien y continuarán con normalidad las labores que ya están empezadas» (30). Estas consideraciones, tan escuetas como llenas de fe, las apuntó Juan en su diario. «Nosotros no dudamos en ningún momento -escribe cuarenta años más tardeque al Padre no le pasaría nada. Sabíamos que el Padre tenía que hacer la Obra y la consecuencia lógica más elemental era la seguridad de que todo aquello saldría bien. Con esta idea bien clara, sin embargo, comprendíamos la necesidad de hacer todo lo posible para su seguridad personal» (31). La fuente de esta confianza era don Josemaría. Aunque él mismo sufría -y mucho más de lo que nadie pueda imaginar- porque no podía celebrar Misa ni rezar ante el Santísimo (todas las iglesias estaban cerradas), no se veía en él abatimiento ni tristeza, y mucho menos depresión, aunque no le hubieran faltado motivos: la labor apostólica estaba paralizada, el «pequeño rebaño» disperso en todas direcciones, cada uno tratando de esconderse cómo y dónde podía... Eso, sin tener en cuenta que hablar de «esconderse» era casi una ironía, porque ningún escondite resultaba seguro a la larga. Cada uno vivía al día, en el sentido estricto de la palabra; eran constantes los registros en las casas y los controles en las calles; cada casa, cada habitación eran inspeccionadas; cada persona tenía que llevar una tarjeta de identidad que indicara su profesión y lugar de trabajo... Quien nunca ha pasado por una situación similar, no se lo puede imaginar: cada golpe a la puerta, cada timbrazo, cada paso en las escaleras es un motivo de alarma; la desconfianza del portero, el odio de alguna persona enemistada por motivos personales, la locuacidad de una vecina, la sordera de un viejo, el ruido inocente que mete un niño o el ladrido de un perro, pueden acarrear la detención, la tortura y la muerte.

A don Josemaría no sólo le llamaban «Padre», sino que lo era de verdad; cada uno de sus hijos le preocupaba con toda el alma, y no sólo en cuanto a su seguridad física, sino también su crecimiento y maduración en la vida interior, en el trato con Dios: «No descuidéis la oración; no abandonéis el plan de vida; acudid al Señor constantemente, pidiéndole que acorte este período tan duro de prueba» (32). El que Isidoro Zorzano tuviera nacionalidad argentina fue una circunstancia muy favorable, ya que podía moverse con cierta libertad; así se pudo mantener la comunicación entre don Josemaría y los miembros de la Obra, sobre todo por medio de cartas; además, Zorzano ganaba dinero: un punto importante, pues el Fundador no tenía absolutamente nada. Durante toda la Guerra, Isidoro permaneció en Madrid. Allí, además, ayudó a la familia de don Josemaría, que permaneció en la capital.

El peligro de que don Josemaría fuera descubierto en casa de su madre -lo cual podía acarrear la muerte de todos- iba creciendo de día en día. El 9 de agosto (33) pudo abandonar aquella casa para irse a la de un amigo, en la calle de Sagasta, donde permaneció escondido hasta final de mes. En la casa había una sirvienta mayor que era muy sorda, lo que fue providencial, porque el 30 de agosto se presentaron unos milicianos para registrar el piso, pero tuvieron que gritar tanto a la buena mujer para hacerse entender que don Josemaría y Juan Jiménez Vargas los oyeron y pudieron escaparse por una escalera de servicio (34).

Durante el mes de septiembre les sirvió de escondite la casa de unos amigos de la familia de Alvaro del Portillo en la que habían puesto un papel con la bandera argentina, de modo que parecía estar bajo la protección de ese país (35). El Fundador del Opus Dei tuvo que abandonar este asilo el 1.0 de octubre, porque les avisaron de que les amenazaba un peligro inminente (36). Siguieron algunos días y noches en los que se fue escondiendo en casas de diversos amigos, porque sólo podía permanecer unas pocas horas en cada sitio. No poseía ningún documento en regla y la frecuencia de los controles iba en aumento. Cualquier control por la calle o registro en la casa podía suponer el fin.

Cada día traía nuevas noticias sobre detenciones, encarcelamientos, fusilamientos o rumores de matanzas... Por mucha confianza en Dios que se tuviera y por muy seguro que se estuviera de la vocación, habría que encontrar una solución para que el Padre sobreviviese: era imposible vivir por mucho tiempo como un fugitivo acorralado, escondiéndose hoy aquí y mañana quién sabe dónde...

La solución que se encontró fue curiosa, macabra y grotesca a la vez. El Dr. A. Suils, hijo de una familia de Logroño, que se había especializado en psiquiatría, dirigía un pequeño manicomio en lo que hoy es el madrileño barrio de Ciudad Lineal. Este médico sería, de momento, la salvación que se buscaba, porque, sin dudarlo mucho, admitió a don Josemaría en su clínica como «enfermo mental». Allí permaneció unos cinco meses. La clínica estaba colectivizada y controlada por el sindicado socialista (UGT), por lo que era un lugar relativamente seguro. Durante estos meses en la clínica, don Josemaría no debía llamar la atención por «demasiado normal» o como «paciente especial». Un día, una enfermera sospechó que no era un enfermo mental y no le quedó más remedio que hacer el papel de loco. Si le hubieran descubierto, seguramente le hubiera costado la vida y habría comprometido seriamente al Dr. Suils.

El invierno de 1936-37, en Madrid, fue muy duro para todos. Se hacía sentir el hambre, el frío y el miedo. Para don Josemaría lo fue de manera especial. Estaba separado de su familia de sangre y de su familia espiritual. Sólo le acompañaba su hermano Santiago, a quien el Dr. Suils también había admitido en el manicomio. Estaban los dos prácticamente presos, manteniendo relación con el mundo exterior sólo por medio de Isidoro Zorzano, quien, por su nacimiento en Argentina, podía visitarles con cierta regularidad. El único consuelo verdadero que tuvo fue que comenzó a celebrar la Santa Misa en secreto, lo cual no había podido hacer desde el comienzo de la guerra.

En la clínica del Dr. Suils se resintió su salud. Tuvo que ser tratado de una poliartritis reumática y, ya fuese por la enfermedad o por efecto de la medicación, permaneció en cama durante varias semanas.

A medida que pasaba el tiempo, se iba viendo más claro que las cosas no podían seguir así. No era previsible un fin próximo de la guerra. El frente de Madrid se había estabilizado y el gobierno había conseguido afianzarse, a la par que crecía más y más su radicalismo comunista.

La protección relativa que le daba a don Josemaría su «enfermedad mental» se reducía cada vez más (37). Además, ninguna persona sana puede soportar, a la larga, una vida como paciente en una clínica psiquiátrica. Había que procurar que la abandonase cuanto antes.

Desde el principio del régimen de terror en Madrid, algunos habían encontrado refugio en diversas representaciones diplomáticas extranjeras, como las de los Países Bajos, Portugal, Noruega o Panamá. Entre los posibles lugares de asilo diplomático, aunque no fuera uno de los más seguros, estaba la «Legación de Honduras», que tenía a su frente un genérico «Cónsul honorario». Su rango no era ni siquiera el de embajada. Venía a ser un simple consulado que representaba los intereses del pequeño estado centroamericano. A pesar de eso, había conseguido la protección de una guardia en el portal de la casa y que se respetase su extraterritorialidad. Un miembro del Opus Dei, Jose María González Barredo, consiguió, a través de un amigo, que se le admitiera en la Legación y que también pudieran refugiarse don Josemaría y su hermano Santiago, que se trasladaron allí en los primeros días de marzo de 1937.

Comenzó así una nueva época de su vida como fugitivo, que habría de durar casi medio año. Don Josemaría podía celebrar diariamente la Santa Misa, con falta de medios -sin ornamentos, etc.-, pero con corrección y con gran dignidad. Además, se le pudieron unir Alvaro del Portillo, Juan Jiménez Vargas y algún otro. El piso de la Legación de Honduras, en la Castellana, suponía una seguridad relativa, pero a la vez era una prisión. Sin una documentación adecuada, era imposible abandonarlo, ya que la menor salida podía tener consecuencias gravísimas.

La forma de vida en aquella casa llena a rebosar era totalmente anormal y bastante deprimente. «Encerrados en un mismo piso -cuenta Jiménez Vargas- vivíamos unas treinta personas de lo más heterogéneo: matrimonios con algunos niños, tipos de vida nada limpia dispuestos siempre a hablar de sus cosas, chicas jóvenes, algún religioso, etc. Toda esta mezcla, en un clima de ansiedad que facilitaba la relajación (38). Es fácil imaginarse que, bajo estas condiciones, el Fundador del Opus Dei y los que le acompañaban suponían, para algunos de los que estaban allí, casi una provocación, y para otros quizá un apoyo o incluso un ejemplo atrayente. El punto 687 de «Camino» se refiere a ello: «Jesús: por dondequiera que has pasado no quedó un corazón indiferente. -O se te ama o se te odia. Cuando un varón-apóstol te sigue, cumpliendo su deber, ¿podrá extrañarme -¡si es otro Cristo!- que levante parecidos murmullos de aversión o de afecto?».

El Fundador del Opus Dei sabía, y cualquiera que haya sido prisionero de guerra puede confirmarlo, que en esas situaciones la condición más importante para no desmoralizarse es trazarse un plan disciplinado para cada día, sin dejar horas muertas ni lugar para el aburrimiento. Por eso su primera preocupación se refería al cumplimiento exacto de ese plan diario, tal como es corriente en la vida personal y familiar de los miembros del Opus Dei: oración a horas fijas, Santa Misa, Rosario, lectura del Evangelio y, si es posible, de otro libro de espiritualidad; trabajo y tertulia (más breve al mediodía y de mayor duración por la noche). El trabajo comprendía también pequeños arreglos, el cuidado de la ropa y de las habitaciones, además del estudio y la formación, la correspondencia y el aprendizaje de idiomas. El Fundador animaba sobre todo a cuidar este último punto, pues pensaba en la expansión de la Obra en el futuro, un tema sobre el que no dudaba lo más mínimo. No dejaba por eso de mantener un trato normal con los demás refugiados, pero, a pesar de ciertos comentarios malintencionados, no se apartaba de su horario.

Su contacto con el mundo exterior siguió siendo Isidoro Zorzano; así, don Josemaría intentaba mantener en lo posible la conexión con los miembros de la Obra para garantizar su unidad espiritual y humana. Una parte de los que habían quedado en la llamada zona republicana estaban lejos de Madrid. A todos les escribía con regularidad; fue ésta una decisión nada fácil para el Padre, porque sabía el riesgo que suponía, ya que la censura, por la que pasaban todas las cartas, podía percatarse de algo; le podía llamar la atención el número de cartas o las direcciones que se repetían, y esto podía acarrear graves consecuencias. Pero era absolutamente imprescindible mantener un mínimo de unión y de intercambio en la joven familia espiritual, y no existía otro medio de lograrlo que las cartas. Por eso el Fundador confiaba, con la fuerza de su fe, que todo saldría bien y escribía a menudo largas cartas a cada uno de sus hijos que estaban lejos y quizá en peligro...

Mientras tanto, don Josemaría continuaba planteándose una cuestión acuciante: ¿Cómo seguir adelante?... No parecía que la guerra fuera a terminar pronto; cualquier actividad sacerdotal o apostólica era prácticamente imposible; el encierro que a la larga, sin duda, traería consecuencias negativas, se iba haciendo cada vez más penoso. ¿Tendrían que permanecer durante largo tiempo, años quizá, acorralados en este encierro, cuya seguridad tenía fundamentos bastante frágiles?

En abril de 1937 se planteó por primera vez la idea de abandonar la Legación de Honduras y ganar la otra zona huyendo a través del frente. Hubiera existido tal vez una posibilidad, ya que varios miembros de la Obra eran soldados en el ejército republicano, unos porque habían sido reclutados y otros para evitar males peores. Al final se abandonó el plan, por irrealizable. Entonces, don Josemaría, que carecía de cualquier tarjeta de identidad, puso todo su empeño en conseguir un «documento» que le permitiera salir a la calle con un mínimo de seguridad. Después de muchos esfuerzos consiguió por fin un certificado que le acreditaba como «intendente general» de la Legación de Honduras y abandonó su encierro. Así, al cabo de trece meses pudo volver a salir a la calle con un riesgo que, si no era nulo, por lo menos era menor que el de antes.

Fue a vivir a un pequeño ático en la calle de Ayala, una zona donde nadie le conocía de vista. Había adelgazado mucho y, con su traje de calle gris, aunque le estaba algo grande, y su corbata, no tenía aspecto de sacerdote disfrazado. De inmediato volvió a su vida acostumbrada. Con increíble rapidez empezó a desarrollar una intensa actividad apostólica, hablando con muchas personas de amigo a amigo y como consejero espiritual, celebrando Misa (en casas privadas, por supuesto, en secreto y con graves peligros), administrando los Sacramentos e incluso dando ejercicios espirituales. Gutiérrez Ríos ha descrito unos que duraron tres días; participaron unas cinco o seis personas jóvenes, Zorzano y Albareda entre ellas. Llegaban por separado. Escuchaban una meditación y enseguida se iban, cada uno por su lado. Por la calle meditaban sobre lo que habían escuchado y rezaban en silencio el Rosario; luego se reunían para la segunda meditación en otra casa, para la Misa en una tercera (39).

En esas circunstancias, cada día que transcurría sin percances era un regalo de Dios. Don Josemaría y los que le rodeaban pensaban que, al final, la victoria sería de los llamados «nacionales» y con ello la persecución de la Iglesia llegaría a su fin: Dios había salvado a su Iglesia a través de las persecuciones de los emperadores romanos, de los árabes y los turcos, de las revoluciones francesas y rusa, y Él haría que también sobreviviera a esta guerra... Ahora bien, la seguridad que les proporcionaba la fe y la experiencia histórica no daba respuesta clara a la pregunta de cómo debe comportarse cada cristiano en una situación concreta; no daba respuesta a la alternativa que se le planteaba a don Josemaría: permanecer en Madrid o salir de allí; ¿debería huir?... ¿podría irse?... ¿tendría que hacerlo?

Dios quiere nuestra confianza, no nuestra pasividad. En aquellas circunstancias difíciles el Fundador del Opus Dei se mantuvo con fe firme y confiada como la de un niño, obediente siempre al querer de Dios; pero esa fe estaba siempre unida al oído más atento a las inspiraciones del Espíritu Santo. Y la cuestión que ahora se planteaba era: ¿Cuál es la Voluntad de Dios en esta situación especial de comienzos del otoño de 1937? De seguro que Dios esperaba, en primer lugar, que pusiera todos los medios: entre ellos, el juicio sereno, la valoración de las propias fuerzas físicas y psíquicas. Don Josemaría podía argumentar diciendo: «Si Dios quiere realizar el Opus Dei a través de mí, entonces me protegerá y me salvará donde estoy ahora, y me salvaría incluso en el calabozo de una checa». Ese razonamiento parece humilde y lleno de confianza... pero, de haberlo aplicado, hubiera sido temerario e incluso impertinente; algo así como si un hijo que estuviera en dificultades le dijese a su padre: «A ver qué haces, tú me has traído al mundo; ahora tienes que sacarme de apuros, al fin y al cabo es tu deber; yo no hago nada, espero a ver qué haces tú ... » Esto sería absurdo; un hijo tiene que intentar resolver por sí mismo las dificultades, y buscar el camino para arreglárselas por su cuenta. Su padre le quiere, pero precisamente por eso no le quita la libertad en sus decisiones. Y la decisión, en este caso, era enormemente difícil: por una parte, la supervivencia y el desarrollo de la Obra exigían que el Fundador abandonara la zona republicana, pues permanecer allí y exponerse cada día y cada hora al riesgo de encarcelamiento o de la muerte suponía tentar a Dios, querer forzarle... Por otra, en la capital quedaban su madre, su hermana y su hermano de dieciocho años, así como Isidoro, Alvaro y todos los que no podrían huir. Irse ¿no significaba dejarlos en la estacada? ¿No se podría pensar que era miedo o falta de audacia? Con fuerza inaudita se planteaba el problema de la «rectitud de intención», que obligaba al Padre a examinar lo más profundo de su corazón: ¿Qué respondería mejor a la caridad: quedarse o huir? Fue una lucha en la oración, una lucha que fue creciendo hasta convertirse en un tormento, pero, al final, la decisión estaba tomada: huir. Sin duda fue aquélla una de las situaciones más difíciles de su vida, pues en las semanas y meses que siguieron, casi hasta el último día de la aventura, cuando pensaba en los que se habían quedado, renacían las dolorosas dudas, y en más de una ocasión faltó poco para que se volviera atrás (40). El mes de septiembre transcurrió haciendo planes y estudiando posibilidades. Por fin se decidió que se intentaría la fuga a través de los Pirineos, un camino que habían recorrido ya muchas expediciones con mejor o peor suerte.

En primer lugar había que ir a Barcelona, para tratar de establecer contacto con alguno de los guías que, de cuando en cuando, conducían grupos de fugitivos a Andorra. Eran hombres jóvenes, duros y atrevidos que conocían las rutas escondidas en las montañas como la palma de su mano, contrabandistas que llevaban «mercancía humana». La peligrosa profesión había surgido en aquellas circunstancias anormales, y peligro era también seguirles por aquellas rutas intrincadas. En bastantes ocasiones, los guardias fronterizos descubrían a grupos de fugitivos que eran fusilados de inmediato.

De Madrid no partían trenes, porque la ciudad estaba casi sitiada. La única salida era la carretera de Valencia. Conseguir un coche y la gasolina necesaria no era fácil, pero por fin se arregló todo y llegó la hora difícil de la despedida: de la madre y de los hermanos, de Isidoro Zorzano y Alvaro del Portillo, de todos los que tenían que quedarse en Madrid.

El 7 de octubre partieron hacia Valencia. Acompañaban a don Josemaría, Juan Jiménez Vargas, José María Albareda, Manolo Sainz de los Terreros -en cuya casa de la calle Sagasta había pasado el mes de agosto de 1936- y Tomás Alvira, un profesor de Instituto, amigo de José María Albareda, al que había conocido hacía pocos días (41).En Valencia se encontraron con Pedro Casciaro y Francisco Botella, dos estudiantes de arquitectura que pertenecían a la Obra. Los dos estaban dispuestos a acompañar al Padre, aunque en aquel momento no se veía la forma de hacerlo. Estaban movilizados y destinados a servicios auxiliares en el ejército republicano. Pedro trabajaba en la oficina de la Dirección General de los Servicios de la Remonta.

Pedro Casciaro rememora una conversación que tuvo con su compañero de estudios, que refleja bien las disposiciones interiores de aquellos dos jóvenes: «Desde esa tarde habíamos pasado a ser de los "mayores" de la Obra, de los que el Padre necesitaba para sacar adelante lo que era voluntad de Dios. Recuerdo que hasta hicimos un comentario con buen humor: "Convéncete –dijo uno- que hoy hemos dejado de ser un par de jovenzuelos inconscientes y que no hay más remedio que comenzar a ser hombres responsable? » (42).

Estaba previsto que Pedro Casciaro y Francisco Botella se quedaran en Valencia hasta que recibieran nuevas noticias e indicaciones desde Barcelona. Mons. Escrivá y sus acompañantes recorrieron los trescientos cincuenta kilómetros que separan Valencia de Barcelona en tren... en compañía del Señor, pues el Fundador llevaba sobre el pecho las Hostias consagradas, en una pitillera de plata que metía en una bolsita rectangular con los colores de la bandera hondureña. Aquella pitillera era entonces el único Sagrario del Opus Dei. Por el camino, el Padre estuvo continuamente rezando en voz baja, sin nerviosismo alguno, pero con preocupación y pesar por los que había dejado en Madrid y en Valencia. Al oír las blasfemias que algunos viajeros pronunciaban continuamente, el Padre decidió consumir las Sagradas Formas. No tuvo más remedio que hacerlo en el lavabo del vagón. Alguna vez, en años posteriores, habló, siempre con el mismo dolor y con el mismo amor a Jesús Sacramento, de esta Comunión nocturna que se había quedado muy grabada en su memoria (43)