VIII. ROMANO Y MARIANO.

Biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

La revolución aprobada

Ocho semanas después de la muerte de Monseñor Escrivá de Balaguer, el Cardenal Frings -que había sido Arzobispo de Colonia desde 1942 hasta 1969- escribía una carta al Papa Pablo VI en la cual definía al Fundador del Opus Dei como un pionero de la espiritualidad laical que había reconocido con clarividencia los peligros y las necesidades de los tiempos; en la carta presagiaba para la Obra una importancia capital en el futuro de la Iglesia.

No era necesario convencer al Papa de estas cosas: las conocía bien desde hacía años; estaba profundamente convencido de la extraordinaria importancia de Mons. Escrivá de Balaguer en la historia de la Iglesia. Cuando era sustituto en la Secretaría de Estado, Monseñor Montini -con Mons. Tardini- había ayudado a aquel joven sacerdote español, recién llegado a Roma, a franquear y recorrer los a menudo tortuosos caminos de la Curia. Los dos Prelados habían conseguido que Pío XII le concediera una audiencia privada el día de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre de 1946 (la segunda que tuvo en una gran fiesta). Los dos le habían prestado ayuda y consejo a la hora de erigir la sede central de la Obra en Roma; los dos habían apoyado, también, su nombramiento como Prelado Doméstico de Su Santidad, que tuvo lugar el 22 de abril de 1947 (1).

Da mucho que pensar la rapidez con que se sucedieron los hechos, pues deja entrever algo de la increíble tenacidad que caracterizó al Fundador. Su primera estancia en Roma duró tan sólo cinco semanas y media, desde el 23 de junio hasta el 31 de agosto en 1946. Durante el otoño permaneció en España, y el 8 de noviembre de 1946 retornó a Roma, donde ya establecería su residencia definitiva. (veintinueve años viviría en Roma, la segunda mitad de su vida...). Si se tiene en cuenta que una institución tan experimentada como la Curia romana no suele brillar por su agilidad, hay que reconocer que un período de tiempo de cuatro semanas hasta la primera audiencia papal (16 de julio de 1946), tres meses hasta el «Decretum laudis» de la Obra (24 de febrero de 1947), cinco meses hasta el nombramiento de Monseñor Escrivá como Prelado Doméstico y tres años hasta la aprobación definitiva de la Obra en el verano de 1950, constituyen realmente «un tiempo récord».

La aprobación del Opus Dei se basaba, hasta la erección como Prelatura personal el 28 de noviembre de 1982, en una nueva fórmula jurídica general que tuvo que ser creada ex profeso, como lo prueba el hecho de que la Constitución apostólica «Provida Mater Ecclesia», (2) fechada el 2 de febrero de 1947, fiesta de la Purificación, es sólo tres semanas anterior al «Decretum laudis» de aprobación canónica de la Obra.

Monseñor Escrivá sabía compaginar los sueños más atrevidos sobre un futuro lejano con un gran sentido de la realidad. Sabía urgir, pero también esperar, según lo exigiera cada situación y cada problema en particular. Por eso comprendió enseguida que la Constitución Apostólica «Provida Mater» suponía una base suficiente para el anclaje canónico del Opus Dei en la Iglesia; además, teniendo en cuenta la novedad de los problemas espirituales y pastorales que se derivaban de la entrega total de los laicos, era lo más que se podía conseguir en aquel momento, ya que suponía un gran y atrevido paso hacia el futuro. Ahora bien, por otra parte se daba perfectamente cuenta de que su aplicación al Opus Dei -con el «Decretum laudis» y la aprobación definitiva del 16 de junio de 1950, fiesta del Sagrado Corazón- no correspondía al carisma fundacional y a la realidad viva de la Obra.

La «Provida Mater», como es bien sabido, constituye el marco jurídico para crear y regular de manera general la situación canónica de los «Institutos Seculares». El Documento consta de una introducción jurídico-histórica en trece puntos y de las «disposiciones generales para los Institutos Seculares» en diez artículos. La ordenación jurídica de cada uno de los Institutos debe adaptarse a este marco canónico. Quien, sin prevención, lee hoy en día este documento se da cuenta de que, junto a la buena voluntad de «ir con los tiempos» y de apoyar y fortalecer la búsqueda de la perfección cristiana de los laicos en medio del mundo, coexiste la actitud fundamental de ver en ello una variante moderna del ideal clásico de las órdenes religiosas. Da la impresión de que se ha tratado de «trasponer» el estado religioso a las realidades seculares de los laicos, como si la Iglesia quisiera ofrecer un sucedáneo a aquellos hijos suyos que están en el mundo y desean llegar a «más». De acuerdo con la concepción tradicional de las órdenes religiosas, se destaca el valor de los «consejos evangélicos», o sea, de los votos de pobreza, castidad y obediencia (3); además, los Institutos Seculares quedan enmarcados en la Congregación para los, Religiosos (4). A pesar de todo, la «Provida Mater» permitió que, en un plazo de tres semanas a partir de su promulgación, la Obra pasara a ser una institución de derecho pontificio y que, animada por la bendición del Papa y de la jerarquía, pudiera extenderse por todo el mundo. Ya en 1948 el Fundador había enviado a algunos de sus hijos a América del Norte y del Sur para que tomaran contacto con los Obispos y prepararan los comienzos de la labor apostólica. En 1949 el Opus Dei pudo dar el primer paso allende el Atlántico, en México y los Estados Unidos; en la primavera de 1950 fueron los primeros a Chile y Argentina.

En Europa, la Obra estaba extendida ya en cinco países, además de España: en Portugal, Italia e Inglaterra, desde 1946; en Francia e Irlanda, desde 1947. Y todo se iba desarrollando siempre tal y como lo hemos descrito en el capítulo anterior al tratar del apostolado dentro de España: tres o cuatro jóvenes, sacerdote uno de ellos, llegaban al país en cuestión con un mínimo de equipaje, un poco más de dinero que el estrictamente necesario para el viaje, unos cuantos nombres y direcciones y un caudal inagotable de buen humor y de cariño a la Iglesia, al Padre y a todos los hombres. Enseguida, empezaban a ejercer su profesión o a estudiar, si eran estudiantes. En muchas ocasiones resultaba muy difícil ganarse el sustento. Por regla general, uno o dos años después, cuando ya la labor empezaba a consolidarse, llegaban las mujeres de la Obra.

Consecuencia de la fuerza persuasiva de Monseñor Escrivá de Balaguer (una persuasión que manaba de la oración y de la lucha ascética, pero también de su simpatía y de su conocimiento de la Curia romana) fue que enseguida se reconociera e hiciera posible en la práctica la unidad de la vocación al Opus Dei como principio válido para hombres y mujeres, solteros y casados, y sacerdotes seculares. Muy poco después del «Decretum laudis» del 24 de febrero de 1947 y dieciocho años y medio después de la fundación, fue posible admitir en el Opus Dei, de acuerdo con las normas dictadas por la Santa Sede, a los casados. Es comprensible, pues, que en los años inmediatamente posteriores al 2 de octubre de 1928 y al 14 de febrero de 1930 el Fundador se concentrara, sobre todo, en formar un núcleo importante de miembros célibes, es decir, de Numerarios. Sin embargo, desde mediados de los años treinta sus esfuerzos apostólicos se dirigieron también a la formación religiosa y en el espíritu de la Obra de aquellos que en su día podrían pertenecer al Opus Dei como miembros casados, los cuales, con el tiempo (de esto estaba plenamente convencido), serían mayoría dentro de la Obra.

Si se tiene en cuenta que la sociedad humana se basa en la familia, que es su unidad menor y a la vez más fuerte y permanente (pues su existencia no depende del capricho humano, sino de la ley natural, de la Voluntad de Dios y -para los cristianos- de la Revelación), la apertura del Opus Dei a los casados tiene una enorme importancia. Puede decirse que, con ello, la Obra se anclaba en la humanidad también desde un punto de vista «biológico». La Obra está muy unida a las «familias de sangre» y, en parte, está formada por ellas. La vida cristiana adquiere así, en mi opinión, una singular plenitud, pues la «materialización» de la imitación de Cristo, que constituye el núcleo del mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer, desde 1947 no tiene que prescindir .ya de un «modelo» que, en esencia, es una materialización... y debe serlo, según Voluntad de Dios, que instituyó este modelo: el matrimonio y la familia. Verdad es que también las personas que viven en celibato (los futuros Numerarios del Opus Dei, los sacerdotes y también los religiosos) nacen y crecen en una familia, pero la admisión en el Opus Dei de los casados y de aquellos que tienen vocación y voluntad de casarse ha tenido enormes y benéficas consecuencias; el número de miembros aumentó gracias a una verdadera «ola de vocaciones» de Supernumerarios, y cuando el Concilio Vaticano II promulgó y redescubrió, como parte de la Voluntad de Dios, la actividad apostólica de los laicos y la entrega total de los casados a Jesucristo, ya había en todo el mundo miles de familias que seguían este espíritu dentro del Opus Dei.

«¿Y su hijo -preguntaba un padre a otro hace poco tiempo- también es del Opus Dei?»

Tras la contestación afirmativa, enseguida vino una segunda pregunta:

-Y dentro de la Obra, ¿qué es?

-Numerario...

.-¡Ah! Numerario... O sea, miembro a título pleno.

No fue fácil aclarar el malentendido. Quizá contribuyeran algo los términos técnicos de «Numerario» y «Supernumerario», que podrían dar pie a la confusión de que habría miembros «ordinarios» y «extraordinarios», cuando, en realidad, todos los miembros de la Obra son iguales y tienen la misma vocación, aunque cada uno la viva según sus propias condiciones de vida. (A eso obedecen tales denominaciones, cuyo uso no tiene especial importancia.)

Aunque ya nos hemos referido al carácter plenamente secular de los Numerarios y a la necesidad de su existencia dentro de la Prelatura personal del Opus Dei, quizá haya quien se empeñe en discriminarlos de alguna manera, pues ciudadanos normales que viven el celibato en medio del mundo por amor a Cristo y a su Iglesia no son algo corriente en la historia de la Iglesia. Tal vez algunos piensen que este camino no está en consonancia con el espíritu de los tiempos en el siglo XX. Sin embargo, en la Iglesia siempre ha habido personas que han prescindido del matrimonio por amor a Cristo, aunque fuera en una forma totalmente distinta a la de los Numerarios (si exceptuamos las primeras generaciones de cristianos). Sobre este punto se puede pensar como se quiera, pero, «de algún modo», se comprende, porque, además, tiene «historia». Lo que tal vez sea más difícil de comprender es la rotunda afirmación de Monseñor Escrivá (y más tarde del Concilio) de que el matrimonio y la familia pueden ser materia y lugar de santidad; y no sólo que pueden, sino que deben serlo, pues los casados están llamados y capacitados -de igual manera que los que se obligan a vivir el celibato- a practicar en esencia, y en el mismo grado, todas las virtudes cristianas: la caridad, la esperanza y la fe, la humildad y la castidad, la justicia y la pobreza, la fortaleza, la obediencia, la sinceridad, la paciencia... Todas, todas las virtudes cristianas. A los que entienden esto se les abre un panorama de felicidad: «¡Qué ojos llenos de luz -escribía el Fundador en 1959- he visto más de una vez cuando, creyendo -ellos y 'ellas- incompatibles en su vida la entrega y un amor noble y limpio, me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!» (5). El matrimonio no es tan sólo una institución biológica, social y jurídica para asegurar la pervivencia de la humanidad, sino también un medio querido por Dios para que crezca y se extienda el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza; cada niño que nace está llamado a ser miembro del Cuerpo Místico de Cristo. «El Señor -repetía Monseñor Escrivá- suele coronar a las familias cristianas con corona de hijos, os he dicho muchas veces.

Recibidlos siempre con alegría y agradecimiento, porque son regalo y bendición de Dios y una prueba de su confianza» (6).

La carta «Dei Amore», que Mons. Escrivá de Balaguer dirigió hace ya casi un cuarto de siglo a los miembros del Opus Dei, está dedicada principalmente al tema de los «Supernumerarios»; y como en todos estos años no ha perdido nada de su actualidad, tampoco en lo que se refiere el enjuiciamiento de la situación de la humanidad, quiero referirme a ella con más detalle.

Al comienzo de la carta, el Fundador habla de las tres grandes manchas que ensucian el mundo: en primer lugar, «esa mancha roja», el ateísmo marxista, «que se extiende rápida por la tierra, que lo arrasa todo, que quiere destruir hasta el más pequeño sentido sobrenatural» (7). Luego, una segunda mancha: esa ola de sensualidad desatada -de imbecilidad, se podría decir- que hace que los hombres se comporten como animales. Y finalmente, una mancha de otro color: las tendencias crecientes a negar el contenido y la importancia objetiva de Dios y de la Iglesia, reduciéndolos a un rincón de la vida privada, donde caerían bajo la protección de una «conciencia» subjetivista; es decir, la desaparición de la fe y de sus expresiones de la vida pública. Estas tres manchas son peligros permanentes, patentes y agresivos. Y el Fundador del Opus Dei se preguntaba: el progreso técnico casi increíble de muchos países, la elevación de las condiciones materiales de vida, ¿no habrían tenido que llevar a una renovación religiosa, al agradecimiento a Dios, a alabar su gracia, que permite y regala tales frutos al hombre? «Sin embargo, no es así: tampoco ellos, a pesar de su progreso, son más humanos. No pueden serlo, porque, si falta la dimensión divina, la vida del hombre -por mucha perfección material que alcance- es vida animal» (8). Sólo cuando el hombre se abre al ámbito religioso, se aparta del animal. En cierto modo -dice- la religión es «como la más grande rebelión del hombre, que no quiere ser una bestia» (9).

El año 1959 era el umbral de una época en la que iban a ponerse en duda, una vez más, las verdades dogmáticas de la fe, no sólo en su contenido, sino en su naturaleza. Algunos verían en esas verdades tan sólo productos del espíritu humano subjetivo, determinados sociohistóricamente (una explicación que incluso han dado algunos dentro de la Iglesia). En ese año el Fundador del Opus Dei afirmaba claramente: «En el orden religioso, hijas e hijos míos, no hay progreso, no hay posibilidad de adelanto. La cumbre de ese progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y omega, principio y fin. Por eso, en la vida espiritual no hay nada que inventar; sólo cabe luchar por identificarse con Cristo, ser otros Cristos -ipse Christus-, enamorarse y vivir de Cristo, que es el mismo ayer que hoy y será el mismo siempre... ¿Comprendéis que yo os repita, una y otra vez, que no tengo otra receta que daros más que ésta: santidad personal? No hay otra cosa, hijos míos, no hay otra cosa» (10).

Tras estas consideraciones fundamentales, el Fundador del Opus Dei pasa a comentar las posibilidades y tareas específicas que corresponde a los Supernumerarios, recordando para ello dos figuras del Evangelio: Nicodemo y José de Arimatea; un sabio conocedor de la Ley, «personaje de relieve» y varias veces miembro del Sanedrín, el uno; rico y distinguido, miembro del gremio con mayor autoridad en Jerusalén, el otro. «Actuaban discreta y calladamente, firmes en la vida pública a los imperativos de su conciencia, y valientes y audaces, a cara descubierta, en la hora difícil. Siempre he pensado -y os lo he dicho- que estos dos varones comprenderían muy bien, si viviesen hoy, la vocación de los Supernumerarios del Opus Dei. Lo mismo que entre los primeros seguidores de Cristo, en nuestros Supernumerarios está presente toda la sociedad actual, y lo estará la de siempre: intelectuales y hombres de negocios; profesionales y artesanos; empresarios y obreros; gentes de la diplomacia, del comercio, del campo, de las finanzas y de las letras; periodistas, hombres del teatro, del cine y del circo, deportistas. Jóvenes y ancianos. Sanos y enfermos. Una organización desorganizada, como la vida misma, maravillosa; especialización verdadera y auténtica del apostolado, porque todas las vocaciones humanas -limpias, dignas- se hacen apostólicas, divinas» (11).

¿Qué significa esto? Significa, por ejemplo, no contentarse con cumplir las ocho horas de la jornada laboral de mala gana, poniendo el mínimo esfuerzo posible, el necesario para guardar las apariencias. Significa no concebir el trabajo más o menos como «una molesta interrupción del tiempo libre»; y no tener como único horizonte vital, en cuanto se termina la jornada, una barra de cafetería o una poltrona cómoda, para ver tranquilamente y en zapatillas la televisión. Quiere decir que el cristiano no puede encerrarse entre cuatro paredes: allí, en su profesión, con sus colegas, tiene que hacer apostolado; y su trabajo bien hecho, su simpatía humana, su disponibilidad para con todos, su lealtad intachable tienen que ser un testimonio fiel de que vive lo que enseña con sus palabras. Tendrá -en consecuencia- que formarse continuamente y participará en las asociaciones profesionales y en las actividades sociales, culturales, políticas y (¿por qué no?) recreativas de su entorno social. En definitiva: estará allí donde los hombres se encuentran naturalmente: en la vida normal y corriente de este mundo. Y todo esto, con el espíritu de sencillez propio del Opus Dei: sin aspavientos, sin esperar aplausos ni reconocimientos públicos del mérito de su labor (12).

Está claro que, cuando escribía estas cosas, pensaba en primer lugar en los sistemas estatales y sociales que permiten o prevén la libre participación ciudadana; en ellos los cristianos que trabajen de este modo, en silencio, y se asocien a otros de forma legítima, podrán influir sobre la legislación de su país, «sobre todo en aquellos puntos que son clave en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio, sobre la moralidad pública, sobre la propiedad, etc.»(13). Se puede ver que el Fundador del Opus Dei es un «conservador» o (digámoslo con una metáfora) una «roca primigenia cristiana» o -si se quiere- «una roca primigeniamente cristiana», con una profundidad y una convicción tales que, a la vez, le convierten en el mayor «revolucionario católico» de los últimos doscientos años. Quizá suene paradójico, pero, para entenderlo, basta con definir y usar correctamente estos conceptos. Quien afirma que la Revelación, base de la Redención y de la Salvación, se cerró hace siglos; que su contenido, por la acción del Espíritu Santo, está formulado de una vez para siempre, con una validez de expresión y de conceptos tal que puede ser transmitida y aceptada por cualquier generación en cualquier lugar y tiempo; quien rechaza de plano el error fundamental de nuestros días -que va minando lentamente la firmeza y la fidelidad a la fede creer que el depósito de la fe es tan sólo una colección de definiciones de carácter histórico y cultural (de lo que se sigue que estaría continuamente en evolución, siendo susceptible de cambios), es un conservador, porque reconoce que existe algo que no se puede alterar, que hay que conservar. También el Estado queda incluido, pues, como institución de derecho divino, no puede ser «neutro», sino que debe orientarse por la ley moral, por la tradición del pueblo, por el bien individual y el bien común de sus ciudadanos, que abarca, por ejemplo, la defensa del no-nacido, la tutela moral y médica de la juventud, la protección del matrimonio, el cuidado de una cierta moralidad pública y tantas cosas más. Ahora bien, el que no se esfuerza por «conservar» estos bienes no se convierte automáticamente en un «progresista» o un «moderno», sino en un retrógrado y un anticuado, porque defiende viejas teorías del siglo XVIII y cae en herejías antiquísimas que se han demostrado como falsas, tanto en la teoría como en la práctica. Por eso, darse cuenta de que esto es así y proponer, vivir y practicar un comportamiento de signo contrario, impregnando la sociedad con un seguimiento de Cristo básico y total, es lo que, en verdad, resulta revolucionario.

En aquella carta de 1959 Monseñor Escrivá de Balaguer se dirigía también a ese reducido número de miembros del Opus Dei que trabajaban en la vida pública; aprovechaba, además, la ocasión para esbozar los derechos y los deberes de todos los cristianos (y también, claro está, los de los miembros del Opus Dei) en ese campo (14). Es evidente que los católicos tienen derecho a trabajar profesionalmente en la política y en la vida estatal. Si se les negara este derecho, sería lógico que se les denegara cualquier tipo de participación ciudadana. Por otra parte, el católico que se sintiera llamado a una actividad política y no siguiera esa llamada sería culpable de un pecado de omisión.

Tienen valor intemporal unas palabras que Monseñor Escrivá quizá escribiera pensando en primer lugar en aquellos hijos suyos que actuaban en política: «Vosotros, al cumplir vuestra misión, hacedlo con rectitud de intención -sin perder el punto de mira sobrenatural-, pero no mezcléis lo divino con lo humano. Haced las cosas como las deben hacer los hombres, sin perder de vista que los órdenes de la creación tienen sus principios y sus leyes propias, que no se pueden violentar con actitudes de angelismo. El peor elogio que puedo hacer de un hijo mío es decir que es como un ángel: nosotros no somos ángeles, somos hombres»(15). «Cumplid -así termina la carta "Dei Amore"- vuestra misión con audacia, sin miedo a comprometeros, a dar la cara, porque los hombres fácilmente tienen miedo a ejercitar la libertad. Prefieren que les den fórmulas hechas para todo: es una paradoja, pero los hombres muchas veces exigen la norma -renunciando a la libertad- por temor a arriesgarse» (16).

Cuando, en 1950, el Fundador obtuvo finalmente de la Santa Sede el permiso para admitir en la Obra a los sacerdotes diocesanos y para poder nombrar a no católicos e incluso no cristianos Cooperadores de la Obra, se «completó» la familia espiritual del Opus Dei.

Lo que para una «familia natural» son los amigos y conocidos, son los Cooperadores para la «familia sobrenatural» del Opus Dei: personas que se sienten atraídas por un ambiente cristiano de simpatía y amistad y se comprometen a prestar a la Obra una colaboración personal, obteniendo así el derecho a recibir unos medios específicos de formación espiritual (retiros y cursos de retiro, convivencias de estudios, etc.). Ya en mayo de 1935 el Fundador había previsto su existencia en aquella Instrucción a la que dio forma definitiva en 1950: los Cooperadores -se dice en ella- «constituyen -sin ser miembros de nuestra Familia- una asociación propia e inseparable de la Obra» (17).

«Colaboración personal» quiere decir tanto la oración de una persona atada a una silla de ruedas como la ayuda material o la promoción de grandes iniciativas culturales. No hay limites, por tanto, en las posibilidades de cooperar. Lo normal, sin embargo, es que entre ellas se cuente una aportación económica, sobre cuya cuantía decide cada uno. Pero lo fundamental es siempre la cercanía a la espiritualidad de la Obra y la disposición de perfeccionar la propia formación religiosa; y, si se trata de Cooperadores católicos, difundir en el propio ambiente el espíritu de una vida cristiana laical y secular con fidelidad plena a la Iglesia y al Papa. La naturaleza de este fenómeno lleva consigo que, de entre los Cooperadores, surjan vocaciones para la Obra; por eso, del número y de las actividades de los Cooperadores se puede deducir en gran parte el vigor y el empuje juvenil de la labor apostólica del Opus Dei.

Amor a Pedro

El punto 520 de «Camino» dice: «Católico, Apostólico, ¡Romano! -Me gusta que seas muy romano. Y que tengas deseos de hacer tu "romería", "videre Petrum", para ver a Pedro». Hay numerosísimas expresiones de Monseñor Escrivá con idéntico o similar contenido; de ellas se deduce que no sólo consideraba el Papado como una institución legitimada por la historia, útil, importante e incluso necesaria para garantizar la unidad y la labor eficaz de la Iglesia en el mundo (todos éstos son puntos que cualquier católico acepta, lo mismo que muchas personas que ni son católicas ni creyentes), sino que amaba al Papa como Cabeza visible de la Iglesia, instituida por el Fundador de ésta, Jesucristo; es decir, como aquel que, como hombre y en la historia, representa a Cristo.Para que se dé este amor no son decisivas las cualidades personales de cada sucesor de Pedro, sino el hecho de que cualquiera de ellos es, en esencia, el mismo Pedro; pues Jesucristo no quiso instituir una cabeza visible para una «Iglesia» meramente humana y temporal o, menos aún, para sus primeros tres o cuatro decenios; Cristo quiso instituir un Pastor supremo para ese Pueblo de Dios que recorre los tiempos como Iglesia visible; un Pastor que fuera hermano de los Obispos, pastores también, y a la vez su regente y padre; un Pastor hermano de todos los cristianos y de todos los hombres; un Pastor, en suma, en quien la caridad, la verdad, la unidad y la autoridad de Cristo se hacen visibles.

El que se acepte este concepto del ministerio de Pedro es, en mi opinión, el núcleo central de cualquier ecumenismo, aunque parezca que hay otras cuestiones controvertidas más profundas y más difíciles de superar, como pudieran ser la doctrina sobre la justificación, sobre los Sacramentos (en especial sobre la Eucaristía), sobre la importancia de «Escritura» y «Tradición», sobre el sacerdocio y tantas más. Esas cuestiones son muy importantes, pero el primado papal está, tanto en la teología como en la práctica, en íntima e indisoluble conexión con todas ellas. Antes de que los «hermanos separados» puedan ponerse de acuerdo sobre lo que no ven, tendrían que reconocer lo que está ante sus ojos: el sucesor de Pedro, el Papa. Este punto tiene que ser el comienzo, no el final, de un sincero ecumenismo. La naturaleza humana enseña que, por lo general, el conocimiento de la verdad, la permanencia en ella y el retorno a ella se logra con dos condiciones: obediencia y humildad; condiciones que se manifiestan en cosas concretas y reales, en el espacio y en el tiempo, en lo humano y deficiente, o sea, allí donde nos pueden resultar duras y causar dolor. La historia de la Iglesia, además, nos muestra que, si se ven las cosas con calma,. hay muchas más herejías consecuentes a los cismas que al revés.

En este sentido, ser verdaderamente «romano» es ser verdaderamente «ecuménico»... y viceversa. A menudo se olvida esto en nuestros días. Ante periodistas, Mons. Escrivá comentó que, con ocasión de una audiencia, había dicho al Papa Juan XXIII: «En nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Su Santidad». Este comentario, que suena quizá algo pretencioso, expresaba una idea tan importante para el Fundador que lo citó dos veces, la primera en un periódico francés, la segunda en otro español (18). Al hacerlo quería rectificar las confusas concepciones sobre el ecumenismo que proliferaron después del Concilio. Y como era hombre de criterio claro y limpia distinción, diferenciaba entre las actividades comunes de personas «de buena voluntad», que por su fe en Dios o en Cristo o por su actitud ética están dispuestas a servir al bien común, y la unidad en la fe. Entre los cristianos, ésta no puede conseguirse (un punto sobre el que no le cabía ninguna duda) por medio de negociaciones o de un compromiso en que cada parte «concede» un poco y «acepta» otro poco, sino sólo por la conversio in corde, un don del Espíritu Santo que ha de mover a los que se han marchado a retornar a la casa del Padre común. El amor que hemos de tener a los «hermanos separados» (como a todos los hombres, cristianos o no) no puede suponer, pues, una merma del amor a la verdad, a cuyo servicio estamos llamados y de la que no podemos disponer. Siempre distinguió Monseñor Escrivá de Balaguer el error y las personas equivocadas: rechazaba el error, pero respetaba a la persona que lo sostenía. Defendía la libertad de la persona (también la libertad de equivocarse). Pero nunca permitió que se tuviera la impresión de que la Obra es, como se suele decir hoy en día, «supraconfesional»; no, la Obra es  católica cien por cien; por eso precisamente tiene un espíritu abierto y ama a todos los hombres, aunque en grado diverso. «Ciertamente los miembros son católicos -decía-, y católicos que procuran ser consecuentes con su fe (...) Desde el principio de la Obra, y no sólo desde el Concilio, se ha procurado vivir un catolicismo abierto, que defiende la legítima libertad de las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna a todos los hombres, sean o no católicos, y a colaborar con todos, participando de las diversas ilusiones nobles que mueven a la humanidad»(19).

Monseñor Escrivá de Balaguer dejó escritas ocho meditaciones sobre el tema de la «unidad de los cristianos» (20), para los días del octavario por la unidad en la fe, que se celebra cada año. En esos textos se recuerdan los fundamentos sobre los que se basa la unidad, aclarando así las condiciones que son decisivas para poder reconquistarla: en Jesucristo nos sabemos unidos a todas las criaturas. Él es Cabeza de la humanidad y de la Creación toda... Para poder vivir esta unidad tenemos que unirnos personalmente a Cristo y mover a los que nos rodean a que también ellos se identifiquen con É1 (21). Una unidad así vivida no es ni una «mezcolanza» de sentimientos religiosos, ni un estadio determinado dentro de un desarrollo histórico-social, ni una unidad forzada por nosotros mismos; esa unidad tiene que darse en la Iglesia, comunidad instituida por Dios con las notas de catolicidad y universalidad (22); en ella encuentran sitio personas de todo tipo, con distintos puntos de vista en lo opinable (y eso también tiene que estar claramente definido: lo que es opinable y lo que no lo es), pero que, al mismo tiempo, es depositaria de una verdad de fe íntegra, que no se halla en un continuo status nascendi a lo Hegel, sino que es un depositum fidei perfectum. Un ecumenismo sincero, por lo tanto, debe combinar la firmeza con respecto a ese depositum y la bondad y comprensión para los que aún están en camino de alcanzarlo (23). La unidad interior en la fe y la fidelidad a ese depósito dentro de la Iglesia católica son el más fuerte estímulo para el retorno de los cristianos separados (24). Y la garantía segura para la conservación y para la reedificación de esa unidad que tanto anhelamos es el Papa (25).«Para mí -decía Monseñor Escrivá de Balaguer a un periodista-, después de la Trinidad Santísima y de nuestra Madre la Virgen, en la jerarquía del amor, viene el Papa» (26). Nunca iba a la Plaza de San Pedro en Roma sin rezar un Credo pidiendo especialmente por el Papa; y recomendó a todos los miembros de la Obra que adoptaran esta costumbre. Quería que la primera visita de sus hijos en la Ciudad Eterna les llevara a San Pedro, como muestra de la fidelidad a la Iglesia Romana. Con tres Papas -Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI- mantuvo él mismo encuentros personales y una frecuente correspondencia (27). En Roma tuvo dos veces ocasión de seguir de cerca la elección de un nuevo Papa: «Cuando el Siervo de Dios vio salir el humo blanco anunciando que teníamos Papa, inmediatamente se puso de rodillas, gesto que secundaron todos los que estaban con él, y, sin saber quién era el elegido, rezó la siguiente oración: Oremus pro Beatissimo Papa nostro... » (28).

Cuando, durante los años posteriores al Concilio, la, Iglesia tuvo que superar erosiones internas que se extendían como en oleadas (doctrinas falsas, rebeldías de teólogos, decadencia general de la disciplina, fuga de sacerdotes y arbitrariedades en la liturgia), el Fundador confesaba: «Sufro, ¡para qué voy a ocultarlo!; y sufro también pensando en el dolor del Papa» (29). En los últimos años de su vida, según indican los Artículos del Postulador, ofreció a diario al Señor su vida por la Iglesia y por el Papa. Pedía que Dios tomara su vida como holocausto por la Iglesia, para que se diera una nueva floración de santidad y de buena doctrina, un nuevo recomenzar como en Pentecostés... «Cuando vosotros seáis viejos -decía a sus hijos-, y yo haya rendido cuentas a Dios, vosotros diréis a vuestros hermanos cómo el Padre amaba al Papa con toda su alma, con todas sus fuerzas» (30). El mismo amor, la misma estima sentía por la Jerarquía, por los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Precisamente por eso -y no por su categoría personal o por su popularidad- tienen derecho a veneración y respeto, es decir, a una actitud que ¡incluye la obediencia. El Fundador del Opus Dei hizo que todos los miembros rezaran cada día por el Papa y por el Obispo de sus respectivas diócesis y que, dentro y fuera del ámbito eclesiástico, les fueran leales, de palabra, por escrito y en sus hechos.

Los Papas y los Obispos correspondieron al cariño y a la entrega de Josemaría Escrivá de Balaguer con simpatía, admiración y apoyo. Quizá no entendieran todos las dimensiones del «fenómeno del Opus :Dei» o no se dieran cuenta de la grandiosa personalidad del Fundador, pero en lo que respecta al fruto visible, al asentimiento de la Santa Sede y al constante aliento de la jerarquía, Mons. Escrivá de Balaguer logró realmente abrir dentro de la Iglesia un camino nuevo y renovador, tal como Dios se lo había encomendado.

Sabemos que Pablo VI utilizaba «Camino» para su meditación personal. Juan XXIII, por su parte, comentó a su secretario, el futuro Prelado de Loreto, que la Obra «é destinata ad operare nella Chiesa su :inattesi orizzonti di universale apostolato», que «está destinada a abrir en la Iglesia desconocidos horizontes de apostolado universal» (31). Para los Papas Juan Pablo I y Juan Pablo II, el Opus Dei y su Fundador eran ya hechos históricos objetivos que suponían el comienzo de una nueva época del cristianismo. Todos ellos tuvieron que empuñar -y Juan Pablo II lo sigue empuñando- el timón de la «nave de Pedro» en el tormentoso mar de los años conciliares y posconciliares, años en los que el barco «rechinaba en todas las junturas».

La situación de Pío XII era muy distinta: tuvo que conducir a la Iglesia a través de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, pero la Iglesia, en su interior, parecía fuerte y sana (y lo era en su mayor parte). Su prestigio, el del Papado en general y el de Pío XII en particular, alcanzaron entre 1946 y 1958 una cima no alcanzada desde la Reforma protestante, que ya no parecía posible alcanzare (32). Fue precisamente este Papa el que, en una época en la que ningún peligro interno parecía amenazar a la Iglesia y en la que las persecuciones externas (por ejemplo en los países comunistas) acrecentaban la gloria de sus mártires, se dio cuenta de la necesidad de realizar una intensa labor apostólica en medio del mundo; y vio también, en la Obra fundada por aquel sacerdote español, un medio querido por Dios para este fin. Clarividencia que, sin duda alguna, formaba parte de un cambio de rumbo inspirado por Dios, un cambio de enorme trascendencia.

Encarnación Ortega, que a principios de diciembre de 1946 llegó a Roma con otras mujeres del Opus Dei para, en su día, ocuparse de la administración de la sede central, narra una audiencia privada que Pío XII le concedió a ella y a Carmen, la hermana del Fundador, por deseo expreso de Mons. Escrivá y gracias al empeño del Secretario General, don Alvaro del Portillo, que estaba muy bien considerado en los ambientes vaticanos. La descripción es tan conmovedora como interesante, pues transmite algo de la afabilidad humana del Papa Pacelli y también de la despreocupada candidez de sus visitantes (33). «Nos acompañó don Alvaro como introductor en el Vaticano y para estar con nosotras mientras duró la espera. Fuimos pasando distintas guardias -la suiza, la palatina, la noble- y distintos salones. En el inmediato al que nos recibió el Santo Padre, había un silencio sepulcral...» Don Alvaro -sigue comentando Encarnación Ortega- enseguida comenzó a explicar a los componentes de la guardia noble lo que era el Opus Dei. Por fin, se pidió a las dos que entraran. «Pasamos nosotras. Después de besar, con la rodilla en tierra, la mano de Pío XII, le explicamos que Carmen era la hermana de nuestro Fundador y que yo era del Opus Dei: una de las que habían llegado a Roma para comenzar la labor en Italia. Le dijimos el cariño que teníamos al Vicario de Cristo, aprendido de nuestro Fundador, y cómo nosotras queríamos que el Santo Padre encomendase la labor de la Sección femenina en la Ciudad Eterna y, especialmente, que encomendase al Padre. Entonces nos contestó que lo hacía todos los días, desde el año 1943, fecha en que lo había visitado don Alvaro del Portillo». Entonces no era sacerdote -añadió el Papa- y venía con el uniforme de gala de ingenieros. «En aquel encuentro me encargó que pidiese por el Fundador del Opus Dei. Desde entonces lo hago todos los días. Tengo en mi mesilla el ejemplar de Camino que me regaló.» El Papa pasó luego a comentar que había recibido la visita de otro socio de la Obra, José María Albareda, que le había impresionado por su talla intelectual y científica. Es de destacar la contestación de las dos mujeres: «Le comentamos cómo en la Obra cada uno se santifica con su trabajo: el investigador, investigando; la profesora, dando clases y ocupándose de sus alumnos; el ama de casa, viviendo amorosamente sus obligaciones familiares (...), y que si el trabajo era el medio de encuentro con Dios, era lógico que pusiéramos en él el mayor empeño».

Estas palabras -sobre todo si recuerdo mi propio encuentro con Pío XII en 1953- me llenan de admiración por su despreocupación. La que escribe estos recuerdos anota que contaron al Santo Padre detalles de la labor apostólica y del crecimiento de la Sección de mujeres, intercalando algunas anécdotas. Seguro que el Papa se dio cuenta del espíritu filial, completamente genuino, de las dos mujeres, atribuyéndolo -como un reflejo de la filiación divina- al mensaje del Opus Dei.

Esta estrecha unión de Mons. Escrivá de Balaguer con la Santa Sede permaneció inalterada hasta su muerte y continúa ahora bajo su sucesor.

En 1957, Monseñor Escrivá fue nombrado miembro de la Pontificia Academia de Teología y Consultor de la Congregación de Seminarios y Universidades. Ya cuatro años antes, en 1953, el Prefecto de esta Congregación, el Cardenal Pizzardo, le expresaba en un documento su reconocimiento por la erección, dirección y labor de formación del Collegium Romanum Sanctae Vía (34), de Roma, inaugurado en 1948. En 1953 entró en funcionamiento un Centro análogo para las mujeres del Opus Dei, el Collegium Romanum Sanctae Mariae.

En 1952 había abierto sus puertas, en una fase previa, lo que más tarde sería la Universidad de Navarra, de la que hablaremos más adelante, y había ya numerosos colegios en varios países en los que el Opus Dei se había hecho cargo de la dirección de las actividades formativas.

En 1957 se encomendó a un sacerdote de la Obra la Praelatura nullius de Yauyos, en Perú, un territorio inmenso y escabroso con varios picos andinos de más de cinco mil metros de altitud, poblado de indios depauperados.

En 1961, Juan XXIII nombró a Monseñor Escrivá Consultor de la Comisión para la interpretación auténtica del Código de Derecho Canónico.

Como se ve, al Fundador del Opus Dei nunca le faltaron encargos de la Santa Sede, algunos particularmente difíciles. Y nunca eludió el deber de aclarar las cosas. En 1966 contaba que, en cierta ocasión, un Cardenal le había recordado la norma vigente en la Curia: «A veces hay que hacerse el muerto para que no le maten a uno». Y respondió que él, cuando hablaba con la Santa Sede, siempre se expresaba con claridad, sin preocuparse de que pudieran surgirle incomprensiones por confesar la verdad que llevaba en el corazón. Si consideramos su vida en general, debemos subrayar que esta aseveración suya se vio confirmada por la comprensión, cada vez más amplia y profunda, que las autoridades eclesiásticas le prestaron siempre. 

Aspectos de la humildad

Está claro que cualquier Papa, que per definitionem es sucesor de Pedro, es «romano y mariano». Sin embargo, Pío XII lo fue de un modo muy especial: era romano de nacimiento y de familia, y marcó el final de una etapa del Papado que duró unos cuatrocientos años y que yo me atrevería a denominar de absolutismo regio, imperial, de gran dignidad y autoridad. Irradiaba santidad, y su bondad estaba rodeada de un aura de majestad y de distancia natural. Se le amó y veneró como a casi ningún otro Papa de la edad moderna anterior a él, y no sólo en el mundo católico: todos le miraban con gran respeto. Bajo el título de «Pastor angelicus» se rodó una película sobre su vida que llenó los cines durante meses. Nunca había sucedido nada semejante.

A pesar del automóvil, del teléfono y de la radio, durante el Pontificado del Papa Pacelli culminó el «barroco romano» -como estilo curial- y con él terminó esta forma de gobernar.

Pío XII fue también profundamente «mariano» incluso de forma absolutamente oficial: el 1.° de noviembre de 1950, fiesta de Todos los Santos, proclamó el dogma de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma al Cielo, y el año 1954 fue declarado Año Mariano, en el centenario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción. Con su profunda fe personal, el Papa se sentía íntimamente unido a la Virgen de Lourdes y de Fátima, así como a su mensaje, y puso todo su empeño en transmitir ese amor a la Virgen a toda la cristiandad.

El Fundador del Opus Dei encontró, en este clima espiritual de la Iglesia universal, una actitud muy favorable para la expansión y el crecimiento de la Obra. En aquel año mariano de 1954, Monseñor Escrivá de Balaguer escribía (35): «Nuestro Opus Dei nació y se ha desarrollado bajo el manto de Nuestra Señora. Por eso son tantas las costumbres marianas que empapan la vida diaria de los hijos de Dios en esta Obra de Dios. Pensad cuál habrá sido mi alegría al ver consagrado, por el Romano Pontífice, este año 1954 a la Santísima Virgen. Nosotros responderemos a los deseos del Papa renovando con más amor -si fuera posible- nuestras prácticas de piedad a María Santísima. Y además imponiéndonos, especialmente en este año, el deber de propagar la devoción del rezo del santo rosario y haciendo, de la manera acostumbrada, tres romerías a santuarios de la Virgen, una dentro del mes de febrero, otra en mayo y la última en octubre» (36).

En un centro del Opus Dei pude leer en una ocasión esta inscripción: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam («Todos con Pedro hacia Jesús, a través de María»). La inscripción podría ser una fórmula breve de lo que quiere expresar ese binomio tan profundamente católico de «romano» y «mariano». Un solo rebaño bajo un solo pastor, un solo camino -firme y seguro-, una sola aspiración: esto es lo que expresan esas siete palabras latinas. Sobre el cum Petro hemos hablado ya; del ad Iesum trata todo el libro; nos queda por tratar del per Mariam.

Monseñor Escrivá de Balaguer no creó una «nueva Mariología», como tampoco creó una nueva escuela teológica (aunque el mensaje espiritual del Opus Dei suponga, también para la teología, un enorme enriquecimiento, lleno de un dinamismo rejuvenecedor). Siempre predicó la doctrina de fe de la Iglesia Católica y Romana, la doctrina asegurada por la Tradición, la doctrina vigente para todos. Exhortó a los miembros de la Obra a mantenerse firmes en ella, con fidelidad y humildad, rechazando cualquier acrobacia interpretativa individualista y seudointelectual. Desde este punto de vista, en el Opus Dei y en su Fundador no hay nada «original» o «sensacional»: hay tan sólo fidelidad. Cuando, en los años del Concilio y del posconcilio, ciertos teólogos comenzaron a poner en tela de juicio la doctrina de fe, removiendo sus sillares (a consecuencia de lo cual también comenzó a tambalearse la piedad popular tradicional), su fidelidad y su amor a la fe y la tradición cristiana fueron realmente extraordinarias y llamativas, por la fortaleza sobrenatural y humana con las que defendió la fe de la Iglesia. No constituye ningún descubrimiento para el lector de este libro la afirmación de que desde hace veinte años cada vez quedan menos creyentes (incluyendo a muchos de los que van a Misa o frecuentan los sacramentos) que sepan en qué creemos realmente los católicos y qué verdades estamos obligados a profesar si queremos permanecer en el seno de la Iglesia. Todo esto, qué duda cabe, es fruto de la ignorancia y también de esa teoría equivocada que sostiene que, en el fondo, no existen verdades de fe absolutas e inmutables, sino tan sólo afirmaciones y teorías humanas que surgen de la corriente de la historia y vuelven a desaparecer; eso, sin olvidar a quienes, desde una perspectiva falsa, proclaman la incompatibilidad entre la ciencia y la fe. Estas tres posturas, además, suelen potenciarse mutuamente.

Conocer la fe, vivirla, irradiarla y ponerla en práctica con caridad: son puntos que debieran interesar a todos los cristianos; algo que, para los católicos, supone la cercanía a la Madre de Dios. En este punto el Fundador del Opus Dei no tuvo necesidad de «inventar» o de «desenterrar» nada: la Iglesia ha edificado y promulgado una extensa doctrina mariana. Más de sesenta generaciones de cristianos han honrado a la Virgen y Madre de Dios con un tesoro de devociones que ha ido creciendo a lo largo de los siglos.

Las muestras de piedad mariana que encontramos a lo largo de la vida del Fundador del Opus Dei son innumerables: constituían el respirar, el latir del corazón de su vida interior, y encontró un tono muy personal, inconfundible, para hablar de María y para hablar con María. Casi todas sus meditaciones terminaban con una cariñosa alusión a la Virgen y permanecía en un continuo diálogo del corazón con Ella. Tal vez no exista otro autor espiritual del siglo XX que haya dado a la devoción mariana tanto brillo intelectual y lingüístico, que le haya dado una dimensión tan renovada (37), sacándola del ghetto de una piedad rutinaria o superficial, como mucho, que suscita la repulsa instintiva de los llamados cristianos «modernos» o «liberales». Contribuyó decisivamente a superar ese prejuicio de que la devoción mariana es tan sólo un añadido religioso, un sucedáneo para espíritus sencillos que «lo necesitan», porque no son capaces de «desarrollar intelectualmente las verdades religiosas». Para contrarrestar este error antepuso a su «Santo Rosario», del año 1934, la siguiente advertencia: «No se escriben estas líneas para mujercillas. -Se escriben para hombres muy barbados, y muy... hombres, que alguna vez, sin duda, alzaron su corazón a Dios... El principio del camino, que tiene por final la completa locura por Jesús, es un confiado amor haciaMaría Santísima. -¿Quieres amar a la Virgen? -Pues, ¡trátala! ¿Cómo? -Rezando bien el Rosario de nuestra Señora» (38).

Pienso que el lector ha podido comprobar ya, a lo largo de este libro, que el Opus Dei es importante para la vida y para el futuro de la Iglesia, de los cristianos e incluso de la humanidad; que es necesario, porque remedia necesidades; que es «operatio Dei»... Expresión que yo quisiera traducir por una vez, muy libremente, como «operación de Dios»: una intervención quirúrgica salvadora del Médico divino que quiere curar y ayudar a ponerse «en pie» (en sentido literal) a la Iglesia, Corpus mysticum Christi, Cuerpo de Cristo debilitado por la pérdida de la fe, que, a veces, camina como cojeando por el mundo moderno.

Pienso, también, que el Opus Dei no se corresponde con «el espíritu de nuestros tiempos», al que nada parece contrariar más que la humildad, el servicio, la obediencia, la abnegación, la castidad... es decir, todo aquello que caracterizó la vida de la «trinidad de la tierra», como Monseñor Escrivá solía llamar a la Sagrada Familia de Nazaret, Jesús, María y José. Ahora bien, si no conseguimos reactivar esas virtudes, ninguno de nuestros empeños tendrá éxito: ni la renovación de lo que se ha dado en llamar la sociedad posindustrial, ni un desarrollo armónico del Tercer Mundo, ni la conservación de la paz (de la que depende también nuestra existencia sobre este planeta); quien no ame esas virtudes y no intente, en una lucha personal, irlas viviendo día a día, no puede ser del Opus Dei ni perseverar en él. Y lo mismo se podría decir de cualquier otra obra de seguimiento activo de Cristo, de militia Christi. No hay duda: la filiación divina y el permanecer en ella -ambas cosas son dones de la gracia, aceptados con libertad- constituyen el fundamento de la santidad y de la santificación, pero la humildad es el cemento necesario para edificar.

«Señor, ¡no puedo!, ¡no valgo!, ¡no sé!, ¡no tengo!, ¡no soy nada!» Monseñor Escrivá repitió constantemente estas palabras durante toda su vida, ante Dios y ante los hombres (39). Y era absolutamente fidedigno cuando lo decía, porque era absolutamente sincero.El clérigo que se hacía pasar por humilde (cuando en realidad estaba dominado por la ambición de poder), astuto y lascivo, fue durante largo tiempo (especialmente en el Siglo de las Luces y en el «kulturkampf», o sea, durante la ofensiva del Estado bismarquiano contra la Iglesia y luego bajo Hitler) elemento imprescindible en el elenco de las diatribas contra los católicos. Caricaturas de este tipo (que surgen de un oscuro sector de la persona humana o de un impulso sentimental carente de formas concretas) han demostrado ser muy persistentes, precisamente porque escapan al control racional y pueden ser renovadas siempre que alguien tenga interés en hacerlo. Pues así como un ajetreado mariposeo puede desprestigiar la laboriosidad o una agarrotada mojigatería la castidad, una humildad pervertida (que no tiene por qué ser consciente, puede ser consecuencia de un malentendido) desprestigia la humildad verdadera..

Modestia no es dejación de derechos; humildad no es complejo de inferioridad. «A pesar de nuestras pobres miserias personales -escribía el Fundador del Opus Dei en 1931- somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos, con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor» (40). Una característica casi infalible de la humildad verdadera y sana es que pasa inadvertida, que no es una humildad chillona. Bien sabemos que todas las virtudes están concatenadas entre sí, formando una red, completándose y vivificándose mutuamente. Pero hay algunas virtudes, como la fortaleza o la justicia, que, en cierto modo, pueden aparecer aisladas: pueden avanzar resueltamente, arrastrando a las demás virtudes como en su séquito. La humildad verdadera, sin embargo, siempre es ya de por sí «séquito», es la servidora entre las virtudes. Nunca puede presentarse sola, sino que siempre tiene que existir en las demás virtudes, como parte de ellas, en una simbiosis. Es como el medio de conservación espiritual de todas las virtudes, tanto de las naturales como de las sobrenaturales. Sólo la humildad garantiza que las demás virtudes no se corrompan ni siembren corrupción. La humildad verdadera no consiste en evitar los resultados brillantes, o en rechazar los ascensos, los cargos, las responsabilidades del ejercicio de los propios derechos, sino en poner todo eso en las manos de Dios, como un niño que devuelve a sus padres cuanto ha ahorrado, porque de ellos procede. Ahora bien, entrega sus ahorros, no los de sus hermanos o los de otros niños. No existe una humildad por cuenta de los demás.

Un cristiano debe saber aceptar las humillaciones; y debe hacerlo uniéndose a Cristo y considerándolas «como don divino para reparar, purificarse y llenarse de más amor al Señor» (41). A Monseñor Escrivá nunca le dejaban abatido; nunca se defendía ante acusaciones injustas, nunca hacía «un drama» de esas cosas.

La otra cara de esa misma moneda era que si se equivocaba, si había sido injusto con alguien (o si le parecía haberlo sido), de inmediato y aun estando presentes otras personas, le pedía perdón. «A mí también me hacen advertencias -decía-, y las recibo con la cabeza baja. Si alguna vez pienso que no tienen razón, rectifico, y veo que el equivocado soy yo» (42).

La humildad verdadera y una inocencia natural -ni necia ni fingida- son virtudes que van unidas y que se reconocen cuando alguien, con toda sinceridad, sabe maravillarse, y cuando no existe envidia ni egocentrismo. En cierta ocasión, en febrero de 1947, el Fundador escuchó una emisión de Radio Vaticano en la que se hablaba elogiosamente de él y de la importancia de su labor. Aunque el locutor estaba mencionando al Padre con gran admiración, éste parecía ni darse cuenta; «estaba más bien ausente -narra un testigo-; yo aseguraría que estaba rezando, sin enterarse de lo que se refería a su persona» (43). Sin embargo, en otra ocasión, contemplando un programa de televisión, le llamó la atención un anciano profesor que, candoroso, mostraba un montón de libros que había escrito, fruto de muchos años de trabajo. Al verlo -comentaría al día siguiente- se había avergonzado ante el Señor, puesto que, al cabo de tantos años de vocación, no podía presentar ninguna obra acabada; no había hecho nada, le parecía ser un niño de primeras letras, un principiante en la vida interior...(44).

En este camino de humildad y secularidad hay trampas y escollos. Mucho se podría decir sobre este tema. Fue (o por lo menos así me lo parece) el único aspecto en la vida del Fundador en el que a veces dio pasos como vacilantes, siguiendo, en ocasiones, más el parecer de sus hijos que su propia opinión, obedeciendo a su director espiritual y a su confesor más que a su propia iniciativa. Está claro que no se trataba de encontrar una «alternativa» para la humildad, sino (y es aquí donde se daban y se dan las dificultades) de vivir concreta y ejemplarmente la virtud de la humildad de acuerdo con la secularidad. Josemaría Escrivá de Balaguer, con su humildad, que iba unida a su fidelidad, a su obediencia a su misión y a su prudencia, rechazó todas las ofertas -atrayentes muchas de ellas- que le habrían ayudado a hacer una brillante carrera eclesiástica, pero que habrían dificultado o imposibilitado que siguiera su camino. Por lo tanto era lógico (y supongo que no le resultaría un sacrificio especialmente duro) que en 1928 rechazara el ser nombrado «Capellán honorario de Palacio», algo que, por entonces, era el sueño dorado de muchos clérigos (45); o que en los años treinta no aceptara el ser nombrado canónigo de la Catedral de Cuenca (46), ni el cargo de Director espiritual de la «Casa del Consiliario» de Acción Católica (47). La contestación que dio a don Angel Herrera, cuando se lo propuso, es muy significativa: «No, no. Agradecido, pero no acepto; porque yo debo seguir... el camino por el que Dios me llama. Además, no acepto por eso mismo que usted me dice: porque en esa Casa se reunirán los mejores sacerdotes de España. Y es evidente que yo no valgo para dirigirles...» (48). Palabras estas últimas que, sin querer, recuerdan otras de Santo Tomás Moro; en los oídos de un escéptico desilusionado sonarán a ironía, pero, en realidad, fueron humildes, como de un niño.

Ser humilde en la forma adecuada no siempre es tan fácil como en los casos que hemos indicado: en otras situaciones puede convertirse en un camino surcado de dudas, en un itinerario acrobático... El modelo de vida para Monseñor Escrivá de Balaguer y para todos los miembros del Opus Dei fue, es y será siempre Jesucristo, también en los treinta años de vida oculta en Nazaret. Por eso no les gusta llamar la atención. Don Alvaro del Portillo recuerda que cuando en 1950, acompañando al Fundador, visitó Montecantini (Italia), se les acercó un alto Prelado de la Curia que empezó a hacerles preguntas sobre el número de centros y sobre otros detalles cuantitativos y de organización. El Padre, entonces, le habló de la eficacia de la oración, del espíritu de penitencia, del trabajo callado y humilde. «¿Cómo puede usted -dijo al Prelado- hacer estadísticas de todo esto, que es lo que verdaderamente cuenta?» Y, ante la cara de sorpresa del Prelado, añadió: «Lo que pasa es que hay quien trabaja por tres, y hace el ruido de trescientos. Nosotros hemos de hacer al revés: trabajar por trescientos y hacer el ruido de tres, con humildad. Hay quienes no entienden esta forma nuestra de trabajar... Y es que no se explican que no procuremos, aquí en la tierra, la alabanza personal y el honor -dicen- para la Obra» (49). Ante esta actitud, se comprende que, como ya dijimos, no le gustaran los focos, las cámaras, los micrófonos y las entrevistas, y que rechazara cualquier reportaje sobre su persona. Nunca participó en una conferencia de prensa, nunca apareció en la televisión.

Los hogares en los que se quieren vivir las virtudes que se vivían en la Casa de Nazaret (de la que el Opus Dei quiere ser un rinconcito en expresión de Mons. Escrivá de Balaguer) no han alterado el espíritu, el calor, el ambiente de aquella casa donde vivió Jesús: sólo varían -por decirlo así- los muebles. Hay teléfono, radio, televisión, periódicos..., todo lo que ha traído el inmenso desarrollo de los medios de comunicación. El que a uno le guste esto o no es cosa personal y privada. Pero, querámoslo o no, esos medios existen, actúan, ejercen una influencia grande, inevitable, sobre los hombres. Y como no es posible -ni tampoco conveniente- prescindir de ellos, hay que contribuir a darles forma y contenido. En este punto, Monseñor Escrivá de Balaguer no albergaba la más mínima duda. Sabía que tanto él como sus hijos tenían que ser apóstoles en una época tecnificada e industrializada. Ése era el marco en el que deberían cumplir el mandato divino en todo el mundo; por eso había que conseguir que los hombres tuvieran claro que Cristo pasa por el mundo de las fábricas, de las rotativas, de los omnipresentes medios de comunicación, de los aviones a reacción, de los reactores nucleares y de los microprocesadores; Cristo pasa por allí como pasó por los caminos polvorientos de Palestina; y Cristo está presente en el cine o en la televisión cuando en la pantalla aparece su representante en la tierra, el Papa...

Monseñor Escrivá de Balaguer apoyó e impulsó, con toda su energía, el apostolado en los medios de comunicación social, un apostolado que abarca un campo profesional muy amplio. No se cansaba de animar a todos los que trabajaban en él a que se comportaran de acuerdo con la gran responsabilidad apostólica que tenían, colaborando tanto por medio de su empeño personal en su puesto de trabajo como creando muy variadas iniciativas periodísticas. Así nació, como labor corporativa, la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Navarra. Y de la iniciativa personal de miembros del Opus Dei, junto con un número mucho mayor de personas que no pertenecen a la Obra, surgieron empresas editoriales, periódicos y revistas. Al Fundador le urgía «envolver el mundo en papel impreso», refiriéndose, con estas palabras, a un modo apostólico de propagar la doctrina de Cristo y de la Iglesia. No está en contradicción con esto el hecho de que ni la Obra, ni sus miembros en cuanto tales, incluido el Presidente General (o, actualmente, el Prelado), suelan aparecer públicamente en los medios de comunicación social, sobre todo de forma «oficiosa» u «oficial». Si Mons. Escrivá de Balaguer permitió, después de resistirse por algún tiempo (50), que, a partir de 1972, se filmaran sus largos viajes de catequesis, lo hizo por un solo motivo: para que Cri.

sto «se luciera» -también bajo los focos y las cámaras- y, con Él, su Iglesia y su doctrina.

No -hace falta insistir en que don Josemaría no ansiaba ni títulos, ni medallas, ni condecoraciones de ninguna clase. No pudo rechazarlas cuando se las ofrecieron: tenía que actuar en consonancia con el espíritu secular del Opus Dei.

A principios de 1947, después de la primera aprobación de la Obra por la Santa Sede, don Alvaro del Portillo, entonces Secretario General, en nombre y por encargo del Consejo General, inició ante la Santa Sede las gestiones para el nombramiento del Padre como Prelado Doméstico de Su Santidad. Don Josemaría no sabía nada de ello, por lo que cuando, el 22 de abril, llegó el nombramiento, don Alvaro le tuvo que convencer de que lo aceptara, pues estaba firmemente dispuesto a rechazarlo. En ésta, como en muchas otras ocasiones, sus hijos pudieron comprobar que siempre estaba dispuesto a aceptar los argumentos claros y sensatos.

Cuando había motivos espirituales claros, estaba dispuesto a revisar sus propias opiniones. Conocemos algunas fotos y cuadros que le muestran con todo el ornato prelaticio, vestimenta que para él era (él mismo lo decía) «como otro cilicio» (51).Cuando se le concedía un doctorado honoris causa, una ciudadanía de honor o una medalla,. se quedaba igual de tranquilo y de agradecido como cuando le llegaban calumnias o humillaciones. En los años cincuenta se le concedió una importante condecoración estatal, y un miembro de la Obra, oficial del ejército, le felicitó al verle. El Padre le contestó sonriente: «Hijo mío, para vosotros -los militares- esto de las condecoraciones es una cosa interesante; para mí, no. A mí -y sé que a ti en el fondo también- sólo me interesa una cruz, la Santa Cruz» (52).

 Yo no gobierno solo

Josemaría Escrivá de Balaguer, que, con la aprobación de la Obra como «Instituto Secular» en 1947, había pasado a ser «Presidente General», residía desde 1946 en Roma; no así el órgano de gobierno superior del Opus Dei, el Consejo General, que, con permiso de la Santa Sede, permanecía en Madrid. Esto, que lo podemos considerar como una separación poco natural, duró un decenio. Sólo cuando se llegue a escribir con detalle la historia de la Obra sabremos qué problemas planteó esta «bilocación» y cómo se superaron en la práctica. Lo cierto es que fue precisamente durante ese decenio cuando el Opus Dei llegó a extenderse por todo el mundo, lo que demuestra hasta qué punto su Fundador fue el motor espiritual y apostólico. El Congreso General del Opus Dei que se celebró en agosto de 1956 en Einsiedeln (Suiza) decidió, a propuesta del Presidente General, que ante la expansión de la Obra y ante las tareas de dirección que de ello se derivaban, sería conveniente que el Consejo General se trasladara a Roma. Así se hizo, después de haberlo comunicado a la Santa Sede. En este punto debemos recordar que el Opus Dei es algo así como un tronco doble; sus dos partes («Sección de varones» y «Sección de mujeres») están unidos en lo espiritual por una vocación, por un espíritu de entrega, por una labor apostólica y, naturalmente, por una cabeza que, dentro de la Obra, es el Padre de una familia, y hacia fuera, desde el punto de vista jurídico, el Presidente General (desde 1982, el Prelado) de una institución. Al Padre y Prelado le ayuda un Director espiritual para las dos Secciones, las cuales tienen una estructura análoga. La de la Sección de varones es la siguiente: el Consejo General consta dél Vicario General o Secretario General, que se podría llamar «la mano derecha» del Prelado (antes Presidente General); el Vicario para la Sección de mujeres o Sacerdote Secretario Central (53); los tres Vicesecretarios de San Miguel, San Gabriel y San Rafael (o sea, para los Numerarios y Agregados, los Supernumerarios y el apostolado entre la juventud); el Prefecto de Estudios, que se ocupa de la formación de los varones de la Obra, y el Administrador General, a quien conciernen las cuestiones económicas. Todos ellos trabajan en Roma y forman, por decirlo así, el «Gobierno», el «Gabinete» permanente, pero no el Consejo General completo, pues a él pertenecen también los representantes de las diversas Regiones del Opus Dei, los Delegados Regionales procedentes de los países en los que trabaja la Obra. Según las necesidades de cada caso, colaboran en la dirección diversos órganos asesores.

La estructura de la Sección de mujeres corresponde, como ya dijimos, a este esquema en todo, sólo que los nombres de los cargos son distintos para poder distinguirlos con más facilidad. Los representantes de las dos Secciones, procedentes de todo el mundo, son los que eligen al Prelado de por vida; el 15 de septiembre de 1975, tras la muerte del Fundador, se decidieron por don Alvaro del Portillo.

Los órganos directivos en cada país corresponden a los del gobierno central en Roma; a la cabeza está, en cada Región, el Vicario Regional o Consiliario; es siempre un sacerdote que en su Región representa al Padre y Prelado. El Padre le nombra de acuerdo con el Consejo General. En los directorios y anuarios que publica e1 episcopado de cada país se incluyen.

 también los nombres de los Directores de la Obra; todo el que lo desea puede conocerlos.Esto, que puede parecer algo complicado, se basa en dos principios sencillos y claros: descentralización y colegialidad. El principio de descentralización, que Monseñor Escrivá definió innumerables veces como «organización desorganizada», quiere decir, usando sus mismas palabras, «que se da primacía al espíritu sobre la organización, que la vida de los miembros no se encorseta en consignas, planes y reuniones. Cada uno está suelto, unido a los demás por un común espíritu y un común deseo de santidady de apostolado ...» (54). Cada miembro de la Obra actúa por su cuenta, con independencia, en la medida en que es sensato y factible desde el punto de vista práctico. Del mismo modo, cada Centro, cada labor corporativa (ya sea un Colegio Mayor, una Escuela de capacitación agraria o de servicio doméstico) funciona con gran libertad, con iniciativa y con responsabilidad propias; como es natural, con una condición previa: permanecer fiel al espíritu del Opus Dei y transmitirlo a los demás.Cada labor apostólica también se ocupa por cuenta propia de mantenerse en lo material y en lo económico. Esto se consigue gracias a las aportaciones procedentes de los miembros de la Obra; a los medios públicos de financiación, en el caso de labores formativas; a las pensiones de los residentes, en el caso de Colegios Mayores; a las subvenciones de Patronatos y Asociaciones de Amigos fundadas con este fin, etc. Y cuando todo esto no basta (lo que sucede a menudo) hay que cubrir los «agujeros» por medio de donativos. Y como éstos no llegan, la preocupación urgente y constante por recabar los medios necesarios es siempre parte de las ocupaciones de un Director, que, por muy cualificado que sea en otros terrenos, también tiene que ser un «mendigo diplomado», un mendigo honoris causa, es decir, por causa del honor de Jesucristo...- (55).

En cuanto al principio de colegialidad, el Fundador lo explicaba de la siguiente manera: «La labor de dirección en el Opus Dei es siempre colegial, no personal. Detestamos la tiranía, que es contraria a la dignidad humana... Yo no gobierno solo. Las decisiones se toman en el Consejo General del Opus Dei, que tiene su sede en Roma y que está compuesto actualmente- (56) por personas de catorce países. El Consejo General se limita a su vez a dirigir en líneas fundamentales el apostolado de la Obra en todo el mundo, dejando un amplísimo margen de iniciativa a los directores de cada país» (57).El término «director» es hoy en día una de esas palabras vacías de contenido que han devaluado la moneda de nuestro idioma. Pero en el Opus Dei este vocablo designa algo específico, característico y, por lo que sé, único en la Iglesia. El Director no sólo es responsable en sentido organizativo, jurídico o administrativo del desarrollo de las iniciativas apostólicas, del cuidado de las instalaciones y del funcionamiento de su Centro, entendido como parcela de la Obra, sino que también le compete la tarea espiritual de «dirigir» a otros miembros de la Obra, es decir, de ocuparse de su formación espiritual; los Directores casi siempre son laicos. Quiero precisarlo aún más: en el desarrollo histórico del Opus Dei llegó un momento (ya lo dijimos) en que el Fundador ya no podía transmitir personalmente a cada miembro el espíritu del Opus Dei (es decir, el modo específico de buscar la santidad en medio del mundo). Hubo un momento en que tuvo que sacrificar su cercanía paternal en la dirección y atención al personal, a cada uno, y transferirla a aquellas hijas e hijos que estaban preparados para esa tarea. En la familia espiritual del Opus Dei, la unión espiritual con el Padre común se realiza a través de la cercanía real a los hijos e hijas suyos que «en cada sitio» han recibido el encargo de hacer sus veces. Como no es posible que cada miembro de la familia esté continuamente en relación directa con el Prelado, como es imposible que el Padre le ayude en concreto y en detalle (de modo plenamente adaptado a su individualidad y personalidad) a seguir a Jesucristo de acuerdo con el espíritu del Opus Dei, otros miembros de la familia tienen que hacer sus veces, ocupándose de la labor de formación: ése es el «director».

Esto es algo nuevo y singular en la Iglesia. En otras épocas, y también en nuestros días, los que deseaban entregarse plenamente a Cristo sólo podían hacerlo con ayuda de un «director de almas», normalmente un confesor que se ocupaba además de su dirección espiritual, aunque ya desde los primeros siglos del cristianismo hubo también «dirección de almas» encomendada a laicos. Los príncipes, los gobernantes y los religiosos buscaban consejo de manos de su confesor, y a él acudían las personas normales y corrientes que querían amar a Dios y a la Igleisa y que, por eso, seguían un camino de maduración espiritual a través de un mejor aprovechamiento del Sacramento de la Penitencia y de la dirección espiritual. Pues bien, aunque los miembros del Opus Dei reciben dirección espiritual a través de la confesión frecuente, una de las cosas que, en mi opinión, merecería la denominación de «hazaña importante en la historia de la espiritualidad y de la pastoral católica» es la enseñanza del Fundador del Opus Dei, según la cual una persona corriente, secular y laical, para poder tomarse realmente en serio la «identificación con Cristo», el «hacerse como Cristo», necesita una ayuda continua y concreta de sus iguales- (58). De esta convicción, traducida en experiencia vital, sacó consecuencias muy concretas y eficaces, enseñando a vivirlas en la práctica. Fue una verdadera «revolución pastoral» en la Iglesia de Dios, quizá la revolución más radical desde los tiempos de los primeros cristianos.

Para que en un cristiano Cristo lo sea todo; para que -siguiendo las palabras de San Pablo- pueda hacerse todo para todos; para que todo lo pueda «en aquel que le conforta» (Phil 4,13), tiene que poner todos los medios que le ayuden a alcanzarlo. Es decir: vida de oración, recepción de los Sacramentos, lectura espiritual, conocimiento detallado del Evangelio, formación en la doctrina de la fe. Y a esto se debe unir la ayuda que cada uno recibe de los demás a la hora de esforzarse por mejorar. En el Opus Dei no hay nadie que no cuente con esa ayuda, que no disponga de un director, en el sentido indicado. Los directores tienen funciones determinadas, pero no son fucionarios, sino miembros de la Obra que, de acuerdo con su espiritualidad específica, toman parte, per delegationem, en la gracia de dirección del Padre. Los directores son también conductores, en el sentido que esta palabra tiene en la Física.

Monseñor Escrivá consiguió, mediante este sistema de dirección basado sobre la colegialidad y en la dirección espiritual laical entre hermanos, unir los principios de paternidad y de fraternidad, de tal manera que cada uno de ellos permanece íntegro y, a la vez, está unido inseparablemente al otro. En una carta de 1957 podemos leer: «Tened muy en cuenta que en la Obra el gobierno funciona a base de confianza. Todos en el Opus Dei tienen con sus Directores una franqueza, fraterna y filial a la vez, sin temores ni recelos; porque saben que sería un gran mal, para sus almas y para la eficacia del apostolado, que -por un falso respeto o por la cobardía de evitarse una reprensión- admitieran un pensamiento de miedosa timidez ante los que mandan (...) Si no hay confianza, nacen pronto la inquietud, el desconcierto, la falta de serenidad y de ponderación. Desde el principio procuré formar a vuestros hermanos en ese ambiente de familia, y también a los chicos de San Rafael que trataba» (59). Y en la misma carta se lee la conocida y bella frase del Fundador: «Más os creo a cada uno de vosotros que a cien notarios unánimes que me afirmasen lo contrario » (60).  

La persecución arrecia

Villa Tevere, en Roma: cabeza y corazón del Opus Dei, Centro de dirección para la Sección de varones y para la de mujeres. Un ir y venir ininterrumpido: peregrinos que, en número creciente cada año, acuden a la Cripta donde reposa el cuerpo de Monseñor Escrivá de Balaguer: visitantes del Prelado y Padre procedentes de todo el mundo: Cardenales de la Curia y Obispos; estudiantes, profesionales y padres con sus hijos pequeños; ancianos y enfermos; miembros de la Obra de los cinco continentes; parientes y amigos, también no católicos y no cristianos.

El flujo de visitantes no se interrumpe, y Villa Tevere, en algunas épocas, se desborda ante el número de personas que llegan. Por ejemplo, durante la Semana Santa se reúnen en Roma varios miles de universitarios de los cinco continentes con el fin de fortalecerse, por medio del espíritu del Opus Dei, para colaborar en la renovación ética y espiritual de la cristiandad y de todo el mundo. Pero Villa Tevere no deja nunca de ser un lugar de trabajo realizado sin nerviosismo y sin ruido: un lugar de silencio activo y de actividad silenciosa. Un lugar de lucha por la santidad en medio del mundo del trabajo; preside la casa Jesús, sacramentalmente presente. En ninguna habitación, escalera o rincón falta -como vigilando y saludando- una imagen de la Virgen, en escultura o en cuadro.

El primitivo edificio (una casa de tres pisos construida en los años veinte) fue sede de la Embajada de Hungría ante la Santa Sede. Los Prelados Tardini y Montini habían aconsejado a Monseñor Escrivá de Balaguer que buscara una sede en Roma y la encontraron a finales de 1947. Decidió comprar Villa Tevere entre grandes penurias económicas, cuya enumeración haría inacabable este relato. Basta con decir que, gracias a la oración constante de todos los miembros de la Obra, se resolvieron problemas materiales aparentemente insolubles, si se ven desde un punto de vista racional y «natural». La fuerza de la oración fue capaz de superar la falta de medios, encontrando donantes y bienhechores que había que «atraer rezando», movió muchos corazones y, lo que es más, la «prudencia comercial» de los vendedores y acreedores. En este terreno se dieron transformaciones sorprendentes. La del propietario del terreno en la calle Bruno Buozzi es una de ellas: acabó teniendo una gran estima por Monseñor Escrivá, y una gran amistad con don Alvaro del Portillo, y lo vendió por una suma relativamente aceptable y en condiciones de pago muy convenientes. Ah, eso sí: quería que se le pagara en francos suizos: «No nos importa nada -decía el Padre-, porque nosotros no tenemos ni liras ni francos suizos, y al Señor le es igual una moneda que otra» (61).

En julio de 1947, el Fundador se trasladó, con algunos de sus hijos, a la portería de la finca, que denominó «Villa Tevere». Allí vivían en condiciones muy precarias, de extremada pobreza; sobrevivían a base de pasar hambre, dormían sobre el suelo, sufrían bajo el calor y, aún más, bajo el frío por las noches; y esta situación duró hasta 1949, pues los antiguos inquilinos no acababan de abandonar la casa...

Sin tener en cuenta todo esto, el 29 de junio de 1948, fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo, comenzó la labor del Colegio Romano de la Santa Cruz. En aquellas modestas habitaciones se instalaron los alumnos del primer curso, para recibir una formación intelectual y espiritual. Desde entonces, en los casi cuarenta años transcurridos, miles de personas han estudiado Filosofía y Teología en el Colegio Romano de la Santa Cruz y muchos de ellos sirven a la Iglesia en el Opus Dei como sacerdotes en la actualidad. Suelen ser jóvenes profesionales en su mayoría, que provienen de todos los países donde trabaja el Opus Dei y que han ejercido su profesión durante algún tiempo. Todo un cuarto de siglo duró la situación provisional de los locales de Villa Tevere, hasta que en 1974 los primeros estudiantes pudieron trasladarse a Cavabianca, un conjunto de edificios, de carácter universitario, situado en la Vía Flaminia. Este nuevo centro comenzó a construirse en 1971, y en 1975 todavía no habían concluido las obras, aunque habían empezado ya las actividades. Monseñor Escrivá de Balaguer -que había denominado, en broma, a este ambicioso proyecto una de sus «últimas locuras»- no pudo contemplar en vida la terminación de Cavabianca.

Las obras de Villa Tevere duraron más de diez años. Como ya hemos dicho, el dinero y los medios materiales eran prácticamente nulos. Sin embargo, formaba parte de la «lógica divina» el que se erigiera en Roma este centro, vital para el Opus Dei; la gran aventura consistía en «transformar» y «materializar» esa «lógica» para que Villa Tevere llegara a ser una realidad que habría de tener una función muy específica para la Obra.El Fundador seguía incansablemente el desarrollo de las obras, y revisaba los planos arquitectónicos hasta el último detalle. Todo lo preveía, coordinaba, dirigía y revisaba personalmente. Se preocupaba con esmero especial, como es lógico, de todo lo relativo a los oratorios. Era raro el día en el que no daba varios paseos por las obras.

La falta de dinero fue una fiel compañera de aquellos años. Cada sábado surgía de nuevo el problema acuciante: había que pagar los jornales de los obreros. No resulta fácil imaginarse hoy las terribles preocupaciones que pesaban sobre don Alvaro del Portillo, que era el que se encargaba de las cuestiones económicas: cada semana tenía que suceder, como decía, un pequeño «milagro». Por eso, cuando el 9 de enero de 1960 el Padre bendijo y colocó, en una pequeña ceremonia, la última piedra, pudo decir, con justicia, que los muros de la casa «parecen de piedra y son de amor» (62).

En una zona separada del complejo de «Villa Tevere» se encontraba «Villa Sacchetti», dedicada a la Sección de mujeres; albergaba también el Colegio Romano de Santa María, que había sido erigido el 12 de diciembre de 1953. El número de las que cursaban estudios allí creció con tal rapidez que, ya en 1959, el espacio con el que se contaba resultaba insuficiente. Por eso, en julio de ese mismo año, cuando Villa Tevere estaba a punto de ser terminada, el Fundador, siguiendo la «lógica divina», tuvo que emprender una nueva «aventura». La Santa Sede había puesto a disposición de las mujeres de la Obra un terreno en Castelgandolfo, muy cerca de la residencia estival del Papa. Allí, en «Villa delle Rose», comenzaron enseguida las obra (63) , que durarían varios años. Y cuando, por fin, se terminaron, en febrero de 1963, comenzaron los proyectos para edificar «Cavabianca». Sin exagerar, se puede decir que el Fundador del Opus Dei vivió en Roma casi treinta años entre andamios.

Con su traslado a Roma y con la erección del centro de dirección y de los centros de formación para la Obra se ponía de manifiesto, también externamente, que la Obra era romana, lo que para él era sinónimo de universal. Las consagraciones (a la Sagrada Familia, al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María) confirmaban ante todo el mundo y ante la Iglesia universal, de manera visible, su carácter mariano.Romano y mariano: así había venido el Opus Dei al mundo; ahora estos dos factores se hacían visibles para todos; en el futuro podrían aplicársele las palabras del Evangelio: «No puede esconderse una ciudad puesta sobre la cima de un monte» (Mt 5,14). Tal vez por eso arreciaron por entonces los ataques al Opus Dei...

Al final de los años cuarenta, en España, los ataques tendían sobre todo a intranquilizar a los padres y a las familias de los miembros, aunque «intranquilizar» es un vocablo muy suave: se trataba de que padres y madres, tíos y abuelos, se convenciesen de que los jóvenes del Opus Dei habían emprendido un mal camino y sufrirían las consecuencias, con gran daño de su alma. Es fácil suponer cuánto dolor, preocupación y angustia causarían tales desinformaciones, que se repitieron en Italia en los años cincuenta. El Padre estaba convencido de que, contra ellas, no existía otra protección y defensa eficaz que el encomendar la protección y la defensa a Dios mismo. Por eso, el 14 de mayo de 1951, el Fundador consagró, en el oratorio de la Sagrada Familia en Villa Tevere, las familias de sus hijos a la Sagrada Familia de Nazaret.

Estaba claro que la aprobación de la Obra no había disipado todas las incomprensiones y animosidades. Y precisamente a comienzos de los años cincuenta debió de haber (es lo que supongo basándome en diversos testimonios) intrigas muy graves y serias por parte de personas influyentes que querían transformar el Opus Dei, separando la Sección de mujeres, o quizá incluso liquidando la Obra entera y dejando fuera a Monseñor Escrivá de Balaguer; al parecer, estuvieron muy cerca de conseguir su propósito (64).

Diez años después, recordando aquel episodio, el Fundador escribía: «Se me negaba el diálogo, no se me concedía la posibilidad de explicar, de aclarar las cosas. Fue mucha mi amargura... Aun después de obtenida la aprobación, no cesaron las calumnias. No sabiendo a quién dirigirme aquí, en la tierra, me dirigí, como siempre, al cielo» (65). El 14 de agosto de 1951 Monseñor Escrivá de Balaguer partió hacia la pequeña ciudad italiana de Loreto (66), en la provincia de Ancona, donde, según la tradición, se encuentra la casa de la Sagrada Familia de Nazaret, alrededor de la cual se ha construido una grandiosa basílica de estilo renacentista. Celebró al día siguiente allí la Santa Misa, poniendo el Opus Dei bajo la protección de la Virgen. Era la fiesta de la Asunción.

Siguió, finalmente, la Consagración de la Obra al Corazón Sacratísimo de Jesús, que el Fundador hizo el 26 de octubre de 1952, fiesta de Cristo Rey, en el oratorio del Sagrado Corazón en Villa Tevere. Desde entonces, estas tres consagraciones se renuevan cada año en los Centros del Opus Dei de todo el mundo.

Los peligros para la existencia del Opus Dei pasaron. Sólo dentro de algún tiempo, cuando haya avanzado suficientemente el proceso de sedimentación histórica y se abran los archivos, sabremos más concretamente de qué tipo fueron los peligros y cómo se pudieron superar. La Obra salió fortalecida de esta época de persecuciones; comenzó a trabajar en 1951 en Venezuela y Colombia; en 1952, en Alemania; en 1953, en Perú y Guatemala; en 1954, en Ecuador; en 1956, en Uruguay y Suiza; en 1957, en Brasil, Austria y Canadá; en 1958, en El Salvador, Kenia y Japón; en 1959, en Costa Rica; en 1960, en Holanda; en 1962, en Paraguay; en 1963, en Australia; en 1964, en Filipinas; en 1965, en Nigeria y Bélgica; en 1969, en Puerto Rico. Y, desde entonces, la lista se sigue alargando casi de año en año.

¿Cómo era la partida hacia un país lejano? ¿Qué consejos daba el Padre a sus hijos al enviarlos a cualquier rincón del mundo?... Un ejemplo, entre muchos, lo tenemos en las notas que tomó por escrito una de las mujeres de la Obra que, en 1952, partió de Roma para Irlanda. «No vamos a enquistarnos -le había dicho el Padre- en un país. Vamos a fundirnos. Si no, no va: porque lo nuestro no es hacer nacionalismo, es servir a Jesucristo y a su Iglesia santa» (67). Parte de ello sería el adaptarse a las costumbres del país en la comida, la bebida y el vestido y el no hacer propaganda del propio país. Monseñor Escrivá de Balaguer, al día siguiente, le escribió unos cuantos puntos, como un guión. Fueron veintinueve frases que se referían a los más diversos temas, desde el cuidado material de los Centros de varones hasta detalles de la labor apostólica. Finalmente, el Fundador le tomó el bloc de notas que tenía entre manos y escribió: «En Dublín, en Roma, en Madrid como en medio de Africa: ¡almas!» (68). El punto número 19 decía: «Finalmente, no hemos de olvidar que, poniendo todos los medios humanos que estén a nuestro alcance, hemos de poner siempre los medios sobrenaturales: la Confidencia, la Confesión con nuestros sacerdotes (siempre con completa libertad, para confesar con cualquier sacerdote que tenga licencias), estudio del Catecismo». Y también de propia mano escribía: «Comer (¡hay que comer!: es una humillación (69), pero, si no coméis, perdéis la chaveta y no podéis servir al Señor); dormir, al menos siete horas, mejor ocho; nunca más de ocho, si no manda otra cosa el médico» (70). Y, finalmente, el Padre dibujó un pato en el bloc, con el pico bien abierto: «Ésta eres tú... ¡patas a nadar!» (71). Y añadió: «Cuando te pido una cosa, hija, no me digas que es imposible, porque ya lo sé. Pero, desde que empecé la Obra, el Señor me ha pedido muchos imposibles... ¡y han ido saliendo! Por eso me gusta que seáis como las patas para echaros al agua: sin vacilaciones, sin miedos. Si Dios pide una cosa, hay que hacerla; hay que echarse adelante con valentía. ¿Veis ahora por qué les tengo simpatía aesos animales ?» (72).