VI. GUERRA EN ESPAÑA

Biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

La prehistoria de la Guerra

Una superficial visión de conjunto de la historia de España basta para comprobar que en ella las tendencias de fusión nacional y de centralización estatal, de una parte, y las del autonomismo que defiende la variedad regional por medio de un sistema particularista o incluso separatista, de otra, permanecen en tensión continua, sin que, en general, logre dominar una de ellas. La lucha multisecular contra los árabes, que terminó en 1492 con la conquista de Granada y con la destrucción del reino moro del mismo nombre, había sido, en su origen y en su finalidad, una lucha motivada esencialmente por causas religiosas: se trataba de restablecer la unidad de una España cristiana, es decir, católica. Esta lucha había cimentado la catolicidad con más fuerza que en otros países europeos, en los que la fe del pueblo no había estado sometida a una presión tan larga y tan fuerte a la hora de mantener y de afirmar su identidad. Si embargo, la integración de las diversas regiones y de sus habitantes en una sola nación española fue mucho menor de lo que reflejaba hacia fuera el sistema de gobierno monárquico-absolutista instaurado por Felipe II y mantenido, a pesar de todas sus transformaciones y conmociones, hasta finales del siglo XIX.

La emigración, necesaria para la hispanización y cristianización de América del Sur y Central y de la zona meridional de América del Norte, alteró y debilitó la sustancia de la nación española: fueron, sobre todo, las personas de naturaleza más vital y dinámica las que se encargaron de colonizar y poblar las tierras de ultramar, y más tarde, también, de provocar el movimiento de emancipación. En la época de los últimos Austrias, que sucedieron a Felipe II (estamos en el siglo XVII), España fue cayendo en un marasmo progresivo. Su triste figura-símbolo podría ser el último vástago ibérico de la «Casa de Austria», el pobre degenerado Carlos II. El final de la Guerra de Sucesión española, en 1713, puso a los Borbones en el trono; bajo su gobierno se fue elevando lentamente el nivel social y se consiguió un cierto saneamiento estatal: disminuyó la corrupción y mejoró la administración pública. Pero fue precisamente durante el largo reinado de Carlos III (1759-1788) cuando comenzaron a formarse las «dos Españas»: la tradicionalista, aferrada a la ortodoxia católica, y la ilustrada, proclive a un «catolicismo liberal». Cada una evolucionaría con una dinámica propia; la distancia que separaba a esas dos Españas fue aumentando progresivamente, hasta convertirse, en el primer tercio de nuestro siglo, en un verdadero abismo. Los dos bandos que habían surgido así se enfrentaron, el 18 de julio de 1936, en una sangrienta lucha a vida o muerte.

A finales del siglo XVIII, la corriente de ideas del llamado «Siglo de las Luces» empezó a traspasar los Pirineos; una corriente capaz de remover los espíritus «ilustrados», pero incapaz de originar una liberalización orgánica y creciente del Estado, como en Inglaterra, o una revolución burguesa coronada por el éxito, como en Francia. La firmeza en la fe de las capas altas de la sociedad comenzó a convertirse en escepticismo, pero los «nuevos ideales» no fueron capaces de encarnarse en ellas. No se consiguió una reconciliación o, por lo menos, un equilibrio entre la Iglesia y el espíritu racionalista y laicista en boga, ni entre el tozudo feudalismo tradicio nal y unas tendencias anarquistas y socialistas que, desde el principio, fueron explosivas.  Es preciso constatar estos hechos para poder comprender todo lo que sigue.

El impulso nacional que supuso la lucha contra Napoleón, en quien se veía no sólo un enemigo del país, sino también de la religión y de la Iglesia, dejó paso, poco después de la expulsión de los franceses, a una profunda división interna que duraría todo el siglo XIX y que se expresaría en las numerosas revoluciones, en los «pronunciamientos». Sólo puedo referirme aquí a algunos puntos capitales. Bastará con decir que, en último término, la disputa se refería a la transformación de España, es decir, al intento de conseguir que de una sociedad feudal y agraria y de un Estado absolutista con un catolicismo monolítico surgieran una sociedad industrial igualitaria y una democracia parlamentaria con neutralidad ideológica. Esta transformación, que pretendía adaptar España a los cambios experimentados por algunos países de la Europa occidental y central, hubiera supuesto la ruptura de los lazos tradicionales entre Iglesia y Estado, el fin de la posición singular de la Iglesia católica, la drástica limitación de los privilegios de la aristocracia y la transformación, de acuerdo con el modelo británico, del papel de la Corona, es decir, la limitación de su poder. Por diferentes motivos -entre ellos ciertos residuos de fanatismo y un «sentido común» poco desarrollado-, todo esto no pudo hacerse realidad, y el proceso de transformación resultó un fracaso (1).

A lo largo del siglo XIX, en España, como en Rusia, no se produjo esa «revolución industrial» que, de la mano del capitalismo liberal, creó una nueva burguesía y trajo a Europa una nueva era. Eso hizo que el abismo que se iba abriendo entre un conservadurismo «enquistado» -por decirlo así- y un progresismo cada vez más radicalizado fuera cada vez más profundo y el choque resultara inevitable. Como en Rusia, la capa social democrática y liberal, formada por una burguesía acomodada y una «intelligentsia» burguesa, era debilísima y no pudo crear un punto de equilibrio entre esos dos extremos. La Segunda República, surgida de las elecciones de 1931, careció por eso de soporte sociológico, es decir, de unas clases medias amplias capaces de servir de «colchón» entre las clases privilegiadas, por una parte, y las clases bajas, por otra, representadas por un campesinado atrasado e inculto y un proletariado de orientación anarquista o marxista (en sus dos versiones, socialista y comunista). Faltaba, en suma, un factor indispensable para lograr que fueran disminuyendo las tensiones y se alcanzara un auténtico Estado de Derecho, democrático y parlamentario (2).

Hoy en día no cabe duda alguna de que la democracia española sencillamente no funcionó: ni en la Primera República, en 1873-74, ni en la Segunda de 1931; y no podía funcionar, porque aquella contradicción tan profundamente anclada en el alma española, que se expresaba en la polarización entre «católico-conservador» y «socialista-revolucionario», hizo saltar el delgado barniz de un republicanismo formal que mantenía unidas dos fuerzas que, de por sí, tendían a un conflicto violento.

Un año después de que Alfonso XIII despidiera al Dictador Miguel Primo de Rivera, que había dirigido el país entre 1923 y enero de 1930, también sucumbió la Monarquía. Mejor dicho: capituló sin lucha, acuciada más por imaginarios temores que por apuros reales. La mayoría de votos que los republicanos consiguieron en las grandes ciudades durante las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 (3) hicieron que el gobierno pensara que estaba todo perdido y que el Rey abandonara el país. Los republicanos, integrados en el «Pacto de San Sebastián», formaron un gobierno provisional. En mayo de 1931 numerosas iglesias y conventos en Madrid sufrieron incendios provocados y saqueos; los hechos pronto se reprodujeron en provincias, sobre todo de Andalucía. Hay que reconocer que tanto intelectuales de corte liberal (por ejemplo, Ortega y Gasset o Marañón) como el partido socialista condenaron estas acciones, pero no por amor a la Iglesia, sino más bien por motivos «estéticos» o estratégicos. En las elecciones de junio para las Cortes Constituyentes -en las que los monárquicos, incomprensiblemente, aconsejaron la abstención-, los socialistas se convirtieron en el partido más potente, al conquistar 117 escaños, mientras que los partidos de la izquierda republicana sólo conseguían 80. Así se llegó a una coalición que disponía de la mayoría. A ella se oponía un grupo muy heterogéneo, formado por 80 republicanos conservadores y 100 radicales antisocialistas y anticlericales. El 9 de diciembre de 1931 se aprobó la Constitución de la Segunda República, con 368 votos a favor y 68 en contra.

No hay duda de que la Constitución no fue una obra maestra. Su tendencia era más bien «liberal-progresista»; no era una Constitución socialista, pero sentaba las bases para una evolución del país en dirección socialista-izquierdista. La Constitución alemana de Weimar, del año 1919, había servido de modelo en algunos puntos, en especial en lo referente al sistema de una sola Cámara, a la gran importancia que se daba a la figura del Presidente de la República y a las normas para establecer el «estado de excepción».Es indudale que el gobierno republicano tuvo buena voluntad y procuró dar pasos eficaces para mejorar la situación de la población agraria, que, en gran parte, vivía en la miseria, sobre todo los trabajadores en los latifundios andaluces y la del proletariado industrial de las ciudades. Pero se dieron tres circunstancias que resultaron fatales para el gobierno y para la República: a) el crecimiento de la izquierda radical, anarcosindicalista y marxista o comunista, cuyo fin era instaurar, por la violencia, si fuera necesario, una sociedad socialista, marcada por la «dictadura del proletariado»; b) la debilidad (una debilidad anclada en la Constitución) del poder ejecutivo y la incapacidad y lentitud de la administración pública a todos los niveles, también en el sector municipal; c) el conflicto, que se fue haciendo cada vez más agudo, entre el Estado y la Iglesia, o, dicho con más precisión, la persecución de la Iglesia por parte del Estado. Manuel Azaña, Presidente del Gobierno entre 1931 y 1933 y de la República entre 1936 y 1939, había proclamado, ya durante los debates parlamentarios en los que se elaboró la nueva Constitución, que España había dejado de ser católica. El problema político, por lo tanto, consistía, según él, en organizar el Estado de forma que correspondiera a esta nueva fase histórica -acatólica, o mejor, anticatólica- del pueblo español (4). Esta fórmula, tan absolutamente torpe -además de sectaria e incorrecta-, así como las consecuencias que se derivaban de ella, provocó una resistencia creciente, sobre todo a partir de 1933. Richard Konetzke, el mejor conocedor alemán de la historia de España, escribe: «Las leyes anticlericales dieron origen a una contraofensiva católica. Los círculos oposicionistas de derechas comenzaron a formarse políticamente. Partiendo de la "Acción Nacional" de Ángel Herrera, José María Gil Robles constituyó la "Acción Popular"; en febrero de 1933 la modificó, fusionándola con algunos grupos republicanos de derechas; así surgió la "Confederación Española de Derechas Autónomas" (C.E.D.A.). La divisa del nuevo partido consistía en la defensa de Dios y de la patria, considerando la forma de gobierno como una cuestión secundaria, es decir, dejando abierta la posibilidad de una colaboración parlamentaria en el marco de la República. La C.E.D.A. profesaba los principios de un catolicismo social» (5).

Un movimiento totalmente distinto respecto a los citados hasta ahora era la «Falange». Es imposible, por motivos de espacio, entrar aquí en una descripción de su complicada prehistoria, que comprende una mezcla de ideas y actitudes nacionalistas, católicas y corporativas con otras propias de un fascismo nacionalsindicalista. Desde 1934, el jefe de «Falange Española» fue José Antonio Primo de Rivera, hijo del ex dictador. El uniforme consistía en una camisa azul sobre la que se veían el yugo y las flechas, tomados del viejo escudo de los Reyes Católicos.

La coalición de las izquierdas republicanas se desintegró en. septiembre de 1933; en las nuevas elecciones, que tuvieron lugar en noviembre, salieron vencedores los grupos de derechas (con 217 escaños por 163 del centro y 93 de las izquierdas), pero no fue posible formar una clara mayoría. Muchos aspectos de la situación política en el país dos años y medio antes del estallido de la Guerra Civil recuerdan la situación de Alemania antes del gobierno de Hitler: el crecimiento y la radicalización de la extrema derecha y de la extrema izquierda, entre las que el centro quedo casi aplastado y condenado a una incapacidad cada vez mayor de actuar políticamente, y la impotencia física de un Estado que, en realidad, nadie había querido y, sobre todo, nadie había querido tal y como era; un Estado que ya no podía dominar las «milicias» de los partidos y las actividades terroristas, y que, al final, ni siquiera quería dominarlas...

Después de varios confusos y fugaces vaivenes políticos en los años 1934 y 1935, las elecciones de febrero de 1936 trajeron una victoria de las izquierdas, que reunieron unos 4,7 millones de votos, mientras que las fuerzas de derecha crecieron hasta acaparar unos 3,9 millones; el centro obtuvo sólo medio millón de votos, lo que supuso su colapso total. La victoria de Hitler y, por otra parte, el Gobierno del Frente Popular bajo León Blum, en Francia, ejercieron un influjo estimulante y fanatizante sobre el clima político de España, un clima que, ya medio año antes de la sublevación de parte del Ejército, hay que calificar como de casi-guerra civil.

La Junta militar creada por los sublevados se consideró a sí misma como la salvadora de la España nacional y católica, pues la posible instauración de una dictadura marxista-socialista, y finalmente comunista-soviética, en España no era tan sólo un espantapájaros inventado por las fuerzas de derechas, sino también una meta declarada de Moscú y de todos sus adeptos más o menos conscientes; una meta que -esto también es seguro- rechazaba por lo menos la mitad de los españoles.

Sobre este telón de fondo, el historiador no español hará bien en responder con cierta reserva a cualquier pregunta que se haga sobre la «culpabilidad» con respecto a la Guerra de España. Un solo culpable no suele existir, ni en asuntos privados ni ante la historia. El asesinato de un teniente de la Guardia de Asalto (una especie de fuerza de protección de la República) por los falangistas y el asesinato del diputado monárquico conservador Calvo Sotelo (que, por cierto, no pertenecía a la Falange) por policías republicanos en la noche del 12 al 13 de julio de 1936 actuaron como detonantes en un ambiente público envenenado por el odio; un ambiente que desde hacía años iba exigiendo cada vez más víctimas. Nadie puede decir con seguridad hasta qué punto el Gobierno fue o no corresponsable del asesinato de Calvo Sotelo, por saber lo que se tramaba e incluso estar implicado en ello; lo único seguro es que los dirigentes del partido comunista conocían el plan (6).

El historiador (y no sólo él), siempre, y en especial en un asunto como la Guerra de España y el subsiguiente régimen de Franco, debe tener cuidado de no dejarse llevar por simpatías o antipatías más de lo que es inevitable para la naturaleza humana; debe, pues, preocuparse de averiguar la verdad con objetividad. Si bien es cierto que una buena parte del Ejército y las fuerzas con él aliadas habían preparado desde hacía algún tiempo una sublevación como «última ratio», también es cierto que sus deseos de dar fin a una república liberal y democrática no eran mayores que los de diversos grupos socialistas y comunistas. Éstos pusieron por lo menos tanto empeño en convertir España en un estado al estilo de la Unión Soviética como lo pusieron Franco y sus seguidores en hacer de España una dictadura fascistoide. Y decimos «fascistoide» porque ni siquiera la Falange, sobre la que Franco se apoyó en sus primeros años de poder, fue un movimiento fascista en el sentido estricto de la palabra. Se distinguía netamente del movimiento de masas nacionalsocialista, pero también del fascismo italiano. La España de Franco nunca fue un país totalitario como Alemania o la Unión Soviética.

Al escoger los testigos y al analizar sus testimonios es necesario hacerlo con especial cautela. Tanto los de los soldados y emigrantes republicanos como los de los soldados y vencedores nacionales son partidistas. Teniendo en cuenta todos los datos, he llegado, cum grano salís, a las siguientes conclusiones:

1. A comienzos de los años treinta, tras un proceso de distanciamiento que duró unos ciento cincuenta años, el odio y el miedo habían separado al pueblo español en dos bloques enemigos, de tal manera que no existía la posibilidad de un entendimiento, por lo que parecía inevitable que el volcán explotara pronto. Estaba claro que el camino que iba a seguir España en el futuro ya no se podía resolver con «discusiones» o «acuerdos», sino sólo por una vía sangrienta. Es de lamentar que se den estas catástrofes en la vida de un pueblo, pero parece fuera de lugar el «aprobarlas» o «reprobarlas», sobre todo si se hace desde fuera, y más aún desde Alemania.

2. El curso de la Guerra se caracterizó por dos circunstancias: la crueldad y la intervención extranjera en general. La historia nos muestra que las guerras fratricidas suelen dirimirse con especial rigor y con encarnizada brutalidad. En nuestros días, a más de cuarenta años de distancia de los hechos, debemos valorar la intervención internacional con objetividad. Una cosa es segura: la intervención de tropas alemanas e italianas, de un lado, y de tropas rusas y de otros países, del otro, no fue tan sólo una maniobra de preparación para la Segunda Guerra Mundial.

3. Es posible que jugara un papel importante el que Hitler quisiera «probar» nuevas armas y soldados, pero no se debe exagerar la importancia que un motivo de este tipo puede tener para un «jugador de azar» como lo era Hitler. Para Hitler y para Mussolini, además del afán de notoriedad típico de los dictadores, un argumento tuvo gran importancia: el pensar qué consecuencias podría tener la victoria de una o de la otra parte. Es natural que regímenes étnico-nacionalistas, como los de Berlín y Roma, se inclinaran a tomar partido por el Franco antisocialista y antidemocrático, mientras la Rusia de Stalin apoyaba a la República izquierdista. Los dos bloques de poder -el bolchevique y el nazi-fascista-, al pretender que España se convirtiera en una dictadura roja o fascista, actuaban con una lógica que correspondía a sus intereses. Y los dos bloques podían apoyarse en fuerzas y en potenciales realmente existentes dentro del pueblo español.

4. Con total desacierto político, sin embargo, actuaron las democracias occidentales -Inglaterra y sobre todo Franciacuando intentaron defender, además, con medios totalmente insuficientes, algo que ni siquiera existía: una República parlamentaria libre e intacta. España no lo era. La decisión que se había de adoptar no se refería a una democracia como la del año 1776 ó 1789, sino que tenía que ver, sobre todo una vez comenzada la contienda militar, con la siguiente cuestión: ¿Una España soviética, sí o no? La derrota de Franco -hay motivos para suponerlohubiera traído consigo una república soviético-socialista en España; cuando las democracias «verdaderas» empezaron a apoyar, con excesiva tibieza y demasiado tarde, la «falsa» democracia de Madrid, ya no estaban sirviendo ni a sí mismas ni a la causa de la libertad, sino tan sólo a Stalin y a sus fines.

5. Aunque fuera cierto -como suele afirmarse- que la ayuda de Hitler y de Mussolini hizo posible la victoria de Franco, este hecho no haría mejores a aquéllos ni peor a éste. Pero durante decenios dificultó la situación de la España de Franco en Europa, siendo la causa de que los «maestrillos de la historia» lo descalificaran. Sin embargo, podemos partir de la base de que, después de la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, Francia e Inglaterra (y más aún en los Estados Unidos) no había casi nadie que quisiera que la Península Ibérica se hubiese convertido en una avanzadilla soviética (7).

6. Cuando terminó la Guerra con la entrada de los tropas «nacionales» en Madrid (una guerra que había durado tres años), la tierra de la patria común había acogido a más de un cuarto de millón de muertos. Konetzke escribe: «Son más las víctimas -en ambos bandos- de actos terroristas y de juicios sumarios que de los caídos en los campos de batalla» (8).

Un juicio histórico sobre Franco, sobre el Estado que él concibió y realizó y sobre los casi cuarenta años de su gobierno no son ni pueden ser tema de este libro; además, aún no es posible analizar esa época con la necesaria objetividad. 

Sin fanatismo y sin neutralismo

Muchas veces se suelen plantear preguntas sobre la actitud de Mons. Escrivá de Balaguer con respecto a la tragedia española, consistente, sobre todo, en la existencia de dos bloques enemigos enfrentados a muerte entre los que parecía no existir una «tercera vía», lo que hacía que cualquier tipo de neutralidad resultara imposible.

No es preciso destacar que el Fundador quería que en su país, al que amaba intensamente, se mantuviera la tradición cristiana -católica- y que la Iglesia gozara de libertad para poder dar al pueblo una formación cristiana permanente y profunda. Deseaba, también, un orden estatal y social que garantizara todo eso, por lo que es natural que no pudiera estar a favor de un Estado decididamente ateo y marxista, que perseguía a la Iglesia y a los sacerdotes, o que, por lo menos, aprobaba o no evitaba su persecución. Era lógico que viera la victoria de Franco como un mal menor. Me parece que estas palabras, «mal menor», dan con la fórmula exacta. Monseñor Escrivá de Balaguer, al margen de sus posibles simpatías personales hacia algún tipo de gobierno determinado, fue siempre un ciudadano leal que nunca se dejó atrapar por los lazos de las ideologías políticas. Nunca fue lo que se suele llamar un «partidario de Franco», y la cuestión «República o Monarquía», que en los años posteriores, tanto en España como en Italia, exaltó de tal manera los ánimos, le preocupó muy poco.

El hecho de que nunca expresara su opinión sobre temas políticos no significa -lo hemos señalado ya- indolencia respecto a cuestiones fundamentales. Para el católico, y especialmente para el sacerdote, rigen criterios claros: nunca puede aceptar algo que va contra los mandamientos del Señor y contra la doctrina de la Iglesia, como, por ejemplo, cualquier tipo de socialismo marxista, por muy humano que se presente. «La realidad del comunismo -hoy como ayer- es de persecución contra la Iglesia -escribía en 1965 el Fundador del Opus Dei-, de atentados continuos a los derechos más elementales de la persona. Algunos hacen declaraciones contrarias a la violencia, pero a las palabras no siguen los hechos: y la Iglesia es maltratada de común acuerdo por unos y por otros» (9).Hay numerosas declaraciones suyas de este tenor, siempre claras, comprensibles para cualquiera. Pero lo que algunas personas difícilmente entendían -y parece que siguen sin entender- era su convicción de que el peso de la lucha para defender la fe católica tiene que descansar, en primer lugar, sobre la imitación de Cristo que cada cristiano realiza en su vida cotidiana, una imitación que abarca todos los aspectos de la vida. Las «organizaciones» y los «instrumentos» pueden resultar una ayuda, pero también un peligro, en cuanto que el seguimiento personal y responsable de Cristo se puede diluir, sin mala voluntad y a menudo inconscientemente, en un activismo colectivo. Actuando en grupo, se atrofia fácilmente la disponibilidad personal y la capacidad de un encuentro con Dios «de tú a tú». «Me parece mucho mejor -opinaba Monseñor Escrivá en cierta ocasión- que haya muchos católicos bien preparados que, desde los puestos de responsabilidad, trabajen con esos instrumentos -aunque no se adornen con el nombre de católicos- y hagan de ese modo una verdadera labor católica, con sincero afecto por todos los hombres con los que trabajan» (10). Como realista que era, el Fundador del Opus Dei sabía que siempre ha habido y habrá conflictos políticos, sociales e ideológicos, ya que forman parte de la naturaleza del mundo secular; el cristiano no puede desentenderse de ellos y flotar en el aire sin tomar partido, declarándose «neutral». Forma parte de su vocación el ser testigo de Cristo, siempre y en todo lugar, y también (o mejor: precisamente) cuando los conflictos parecen querer desembocar en un «point de violence». En este camino, los pasos y el comportamiento de cada uno pueden ser diferentes; lo único que tiene que permanecer siempre igual es la fidelidad a la Iglesia y a su Fundador y Cabeza. Mons. Escrivá de Balaguer nunca se apartó de estos principios; incluso en el ambiente recalentado y fanatizado del verano de 1936 procuró que sirvieran de orientación a los suyos.

«Los suyos»: una docena de hombres jóvenes, de unos veinte años, casi todos estudiantes; entre ellos estaban Isidoro Zorzano -que era un poco mayor- y Juan Jiménez Vargas (de quienes ya hemos hablado) y Alvaro del Portillo, futuro Prelado de la Obra.

Además de Zorzano, había, entre los miembros del Opus Dei, otro «mayor», de la misma edad que el Padre (o sea, de treinta y cuatro años, lo cual no quiere decir que fuera «viejo»), que trabajaba ya profesionalmente y era un prestigioso investigador y profesor universitario: José María Albareda. Había nacido en 1902 y era químico y farmacéutico; sus investigaciones fueron innovadoras en el sector de la química del suelo; gracias a su prestigio científico y a sus experiencias internacionales (había estado en Alemania, Francia e Inglaterra), en 1939 llegó a ser Secretario General del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (11) y más tarde primer Rector de la Universidad de Navarra. A la edad de cincuenta y siete años fue ordenado sacerdote; murió en 1966. Su biografía es una importante fuente de conocimientos para la vida y la actividad del Fundador, también durante los años de la Guerra de España (12).

Albareda pidió la admisión en el Opus Dei en 1937. Desde ese momento se uniría a aquellas personas como Alvaro del Portillo o Pedro Casciaro, entre otros, cuya vida quedaría inseparablemente unida a la de Josemaría Escrivá de Balaguer. Albareda poseía una personalidad acusada -más aún, eminente-, capaz de aglutinar amigos y discípulos. Como a Zorzano, el Fundador le había hecho ver que su situación específica, vital y profesional era la materia sanctitatis que Dios le había otorgado: «Tú eres un científico, hombre de laboratorio; eres profesor. Ése es tu sitio: el laboratorio y la cátedra son los lugares de tu encuentro con Cristo» (13).

En la biografía de Albareda se recoge una meditación que don Josemaría Escrivá de Balaguer, «el Padre», dio en mayo de 1936 en el oratorio de Ferraz, 50. ¿Qué quiere decir «dar una meditación»...? El sacerdote toma como punto de partida un pasaje del Evangelio o, a veces, de otro libro de espiritualidad, conduciendo a los oyentes a «contemplar» su contenido de forma que se sientan personalmente aludidos e involucrados, animados así a que algo de lo que están oyendo se convierta en realidad, es decir, a ponerlo en práctica, a hacerlo parte de su vida. No es el análisis intelectual lo que figura en primer plano, sino la sencilla disposición para oír la Palabra de Dios y querer vivir de acuerdo con ella. Las meditaciones de Monseñor Escrivá -algunas de las cuales se han reunido en dos libros- han recibido el título de «Homilías», con lo que se las ha integrado en una de las categorías tradicionales de la literatura espiritual; ahora bien, en sentido estricto no son «homilías», aun cuando en ellas se trate de predicar e instruir, comentar y explicar; lo específico -lo propio de estas meditaciones- consiste en el encuentro real entre el que oye y medita y Cristo, en un diálogo callado, de tú a tú. Una «homilía», tal como la entendía Mons. Escrivá, es oración: oración común del sacerdote que habla y de los fieles que escuchan. Cada uno puede y debe mantener esa meditación en soledad, ante el Santísimo, en casa o donde sea; en el tren, en la sala de espera del médico, paseando... Y aun cuando siempre sea posible hacer esa meditación sin apoyo de ningún tipo, el Fundador del Opus Dei señaló muchas veces que el Evangelio o un libro de espiritualidad pueden suponer una ayuda que facilite el prevenir la distracción o el superar un «vacío» temporal. Por otra parte, las meditaciones que los sacerdotes de la Obra dan a los fieles son una expresión esencial de la piedad en el Opus Dei. Y como el Fundador fijó su forma característica para los miembros de la Obra -una forma que cualquiera que tenga contacto con el Opus Dei conocerá-, la descripción de una meditación de hace muchos años tiene un valor histórico documental.

«Antes de la Misa, don Josemaría Escrivá de Balaguer pronunció una plática. Estaba sentado ante una mesita con tapete granate, a un lado del altar. Una pequeña lámpara de pantalla opaca ponía un círculo de luz sobre la mesa; allí había un crucifijo, que sacó del bolsillo, y su reloj; a un lado, un pequeño tomo de los Evangelios; delante, en medias cuartillas, el guión de la plática. Luz de dos cirios a los lados del sagrario; el resto, en penumbra. Allí sólo había sagrario y palabra. Hablaba de santificación del trabajo ordinario. Con mucha frecuencia abría los Evangelios por lugares señalados por tiras de papel y leía despacio, como deletreándolo, un texto. Todo giraba en torno al Evangelio. Y dirigía miradas y frases encendidas, directas, al sagrario: la plática se hacía oración» (14).

En esa ocasión, don Josemaría expuso verdades claras y sencillas que no se cansaría de repetir hasta el fin de su vida; habló también del mensaje del Opus Dei y de su naturaleza, cosas que se fueron grabando indeleblemente en el corazón de Albareda: «Tenemos que convertir -decía el Fundador- en servicio de Dios nuestra vida entera: el trabajo y el descanso, el llanto y la sonrisa. En la besana, en el taller, en el estudio, en la actuación pública, debemos permanecer fieles al medio habitual de vida; convertirlo todo en instrumento de santificación y en ejemplo apostólico» (15). Pero para poder santificar el trabajo corriente de cada día, los deberes familiares, la educación de los hijos, la participación en la vida ciudadana y en la vida de la Iglesia, la multitud de cosas pequeñas de las que consta cada día, y la vida entera de la gran mayoría; para poder santificar todo esto (santificándose también con ello) y para poder ver en cada persona al «prójimo» y en el prójimo a Jesucristo, tratándole por eso como si fuera «otro Cristo» (así decía el Fundador en aquel día de mayo), es necesario amar la libertad. «Evitad -seguía diciendo, ocho semanas antes de que se desatara la furia de la guerra en España y tres años antes de que se ciñera sobre todo el mundo- ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos (está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo), que revela el deseo, contrario a la lícita independencia de los hombres, de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinales temporales y a defender ese falso criterio, con intentos y propaganda de naturaleza y sustancia escandalosa, contra los que tienen la nobleza de no sujetarse» (16).

La voz de don Josemaría Escrivá sonaba con apasionamiento al exhortar a sus jóvenes oyentes: «¡Sois libérrimos! Oídme bien: ¡Sois libérrimos!» (17). Y les explicaba cómo se expresa esta libertad: en el deber de defender la libertad de los demás, de forma concreta, en la vida cotidiana, «en medio de la calle» y, sobre todo, en el amor que sabe aceptar a los demás como se acepta uno a sí mismo, con sus debilidades y con sus errores -de los que nadie está exento-, pero ayudándoles, con la gracia de Dios y con bondad humana, a que los vayan superando, para que, finalmente, todos sean dignos del nombre de «cristianos». Si se entiende así la libertad, ésta lleva a ser tolerante en todo lo que Dios ha dejado al libre juicio de cada uno: «Respetad la libertad de los demás -así lo resumía el Fundador-; defended la vuestra» (18).

Ante cualquier empeño de renovación cristiana, surge una dificultad capital: el retorcimiento, el orgullo intelectual, que se extiende como una zona pantanosa entre el alma del hombre moderno y la verdad. Si no se supera personalmente, no se puede llegar hasta Jesucristo; y si no se consigue secar metro a metro esa zona pantanosa, no hay posibilidad de edificar un mundo mejor. «La inteligencia -son palabras de Albareda que cita su biógrafo Gutiérrez Ríos- ha de servir para algo más que para exhibir engreimientos, para lucir agilidades, para suscitar inquietudes, para organizar catástrofes, para acotar parcelas exentas de contribución al bienestar social» (19). Estas palabras, acuñadas para la situación de España en 1936, siguen siendo válidas para todo el mundo occidental. «Aunque no moviesen el dolor y la ruina, bastarían las veleidades intelectuales (...) para sentir cansancio ante ese vaivén de exhibiciones, ante ese intelectualismo que exige comparecer a los ojos de la pública atención admiradora, para lucir su agilidad en un toreo sin toro» (20). En el recuerdo de muchos españoles, el primer tercio de nuestro siglo aparece como «una época emponzoñada por los frutos amargos y tóxicos del diletantismo intelectual y por (...) los frutos del odio» (21). Frutos que, en aquella primavera de 1936, eran tangibles en todo el país y, especialmente, en Madrid: cada día había disturbios, manifestaciones, batallas callejeras, jóvenes fanáticos con pañuelos rojos y puños alzados en el «saludo proletario»... Madrid era la ciudad de las masas endurecidas en la miseria y enfurecidas por el odio, de las miradas turbias en las que, bajo la superficie, ardía la violencia esperando su hora... Era un barril de pólvora al que ya se había aplicado la mecha.

Todos los testigos concuerdan en afirmar que don Josemaría, tanto en los años anteriores a la Guerra como durante ésta, permaneció al margen de todo fanatismo, de cualquier gesto de amargura o incluso de odio o de miedo; no caía en el desánimo o la desesperación, ni se daba a ilusiones; no dudaba ni de que la lucha sería larga y cruel ni de que el Opus Dei la superaría y, después, se extendería con más vigor. Opus Dei, opus divinum: ya no era posible borrarlo del mapa. La conciencia de este hecho es una parte fundamental del realismo que siempre distinguió a Mons. Escrivá de Balaguer y que confirman todos los que entraron en contacto con él en aquella época: «El Padre -escribe Jiménez Vargas- (22) veía como todo el mundo la gravedad de la lucha que estaba planteada (...) Pero nunca perdió la serenidad ni consintió que la alarma por lo que estaba ocurriendo, ni la expectación por lo que se veía venir, pudiera perturbar, lo más mínimo, las actividades de apostolado, la labor de la Residencia, la regularidad de los medios de formación, etc.» Sólo una cosa tenía importancia: «mantener el curso normal de la vida de la Obra» y «hacer la voluntad de Dios (...) sin sombra de pesimismo, pasara lo que pasara. Nosotros, naturalmente, no hacíamos más que intentar seguirle». La unidad de la Obra tenía prioridad; por eso «se hacía lo que había que hacer -por ejemplo, participar normalmente en unas elecciones-, pero con mucha vista y mucha prudencia para no intervenir en ninguna actuación que pudiera perjudicar a la Obra o que pudiera dar motivo a que nos confundieran con algún grupo político» (23).

El Fundador sabía que para aquellos jóvenes suponía una gran tentación el caer en un activismo político apasionado y que era muy fácil sucumbir a la tendencia a exagerar los aspectos naturales y humanos de las cosas; caer en eso hubiese supuesto, quizá, descuidar la vida interior, alejarse de Dios, relegar la espiritualidad de esa Obra que aún se estaba desarrollando... Al fin y al cabo, era grande el peligro de dejarse llevar por el amor propio..

Jiménez Vargas comenta que ellos no siempre comprendieron esta preocupación, sobre todo cuando se trataba de cosas muy personales. Por ejemplo, al Padre no le gustaba que participasen en manifestaciones políticas o hechos similares. No se trataba de limitar su libertad, sino de actuar con prudencia: eran todavía tan pocos, que resultaban inadecuadas ciertas actividades que, en el futuro, por formar parte de la normalidad ciudadana, quedarían al libre arbitrio de cada uno.

Vivir en peligro 

La Guerra de España comenzó como una revolución; como una revolución roja, para ser más exactos. El asesinato del parlamentario Calvo Sotelo hizo que sobre el Gobierno republicano recayera incluso la sospecha de estar implicado en el crimen. «A la indignación por este hecho -escribe Dahms- se unía la preocupación y el miedo ante la posibilidad de nuevos desmanes. Personalidades de renombre comenzaron a abandonar el país, intelectuales de corte liberal como Marañón, Ortega y Gasset, Menéndez Pidal...» (24).

Es una falsedad histórica afirmar que todos estos intelectuales huyeron de la «dictadura fascista»; en realidad huyeron de la anarquía, de los horrores de una guerra fratricida, de un régimen que, cada vez más, se deslizaba hacia el caos. Ya varios días antes del levantamiento de los generales, las milicias revolucionarias habían tomado posición ante edificios oficiales de Madrid y Barcelona; mezclados con los trabajadores del campo, asolaron en muchos lugares conventos e iglesias, y saquearon también edificios oficiales, quemando actas y documentos. Sindicatos anarquistas, socialistas y comunistas -CNT (Confederación Nacional del Trabajo), FAI (Federación Anarquista Ibérica) y POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista)- comenzaron a expropiar terrenos por cuenta propia. Inmediatamente después del asesinato de Calvo Sotelo se empezó a apresar a muchos falangistas; el Primer Ministro, el liberal Santiago Casares Quiroga, que también tenía, como suele suceder a menudo cuando se malentiende la «liberalidad», parte de culpa en la desintegración de la autoridad estatal, prohibió dos importantes diarios, «Ya» y «La Época», que habían informado (correctamente por cierto) sobre el asesinato del diputado. Así pues, el «alzamiento nacional», en sus causas, fue la respuesta (una respuesta preparada de antemano, en previsión de lo que pudiera pasar) a un intento de subversión marxista del que nadie podía dudar, puesto que estaba prevista la movilización de unos 250.000 milicianos. Es importante destacar estos datos, pues la opinión pública en Alemania -y en general en todas las democracias occidentales- está siendo víctima, desde hace bastantes años, de una falsificación de la historia de aquellos sucesos (una falsificación de cariz ideológico izquierdista), aunque las causas y los hechos reales son hoy en día perfectamente conocidos por todos los historiadores serios.

El 17 de julio empezó el «alzamiento nacional» en el Marruecos español; Franco, que al principio no era el jefe reconocido por todos, estaba en Tenerife; el 18 de julio se trasladó a Las Palmas y el 19 llegó a Tetuán y tomó el mando del ejército de África. En unas pocas horas, el 18 de julio, se fueron sublevando contra el gobierno de Madrid nuevas guarniciones, apoyadas por gran parte de la población. La primera ciudad grande de la que se apoderaron los rebeldes fue Sevilla. El Frente Popular, en la capital, reaccionó rápidamente, proclamando la huelga general; las milicias y los «guardias de asalto» construyeron barricadas en las calles y empezaron a encarcelar a muchas personas; si conseguían detener a oficiales del ejército, les fusilaban enseguida; también empezaron a asesinar a muchos católicos y a personas «ricas» o «distinguidas». Los sacerdotes pasaron a ser casi «piezas» de caza sobre las que se ha levantado la veda. Con extraordinaria rapidez, el país quedó dividido en esas «dos Españas» que durante tantos años habían vivido ya en muchos corazones. A lo largo de más de un siglo habían luchado bajo el delgado manto, tantas veces roto y tantas veces reparado, de la unidad nacional: ahora se lanzaban una contra otra llenas de odio, quedando separadas durante treinta meses incluso desde el punto de vista territorial.

Para el 1.° de septiembre se había alcanzado una cierta consolidación (inestable, por supuesto) que dividió el suelo español, hablando en términos generales, en una zona este y una zona oeste. El gobierno de Madrid mantenía toda la parte oriental del país, además de una gran «lengua de tierra» hacia el oeste, que llegaba más allá de la mitad de la Península (alzando casi la ciudad de Badajoz), así como la costa cantábrica desde Oviedo, ciudad dominada por los nacionales, hasta la frontera francesa. Las tropas nacionales ocupaban la mitad occidental, también con una «lengua de tierra» voluminosa hacia el noreste: junto a Teruel estaban casi tan cerca del Mediterráneo como los republicanos lo estaban de la frontera con Portugal junto al Guadiana. En el corto espacio comprendido entre el lunes 13 y el domingo 19 de julio de 1936 la revolución roja se había convertido en una guerra civil.

La revuelta militar fracasó en Barcelona y Valencia, segunda y tercera ciudades del país, y también en Madrid. El nuevo centro del Opus Dei, en la calle Ferraz, 16, de esta última ciudad, que se había instalado pocos días antes, se encontraba frente al punto donde se desarrolló la lucha entre los militares sublevados y las milicias populares: el Cuartel de la Montaña. Don Josemaría y los suyos pudieron seguir los sangrientos sucesos desde la ventana. Lo que verían se puede describir con palabras de Dahms: «En la tarde del 18 de julio, varios miles de milicianos cercaron el Cuartel de la Montaña, donde esperaban ser aprovisionados con cerrojos para cincuenta mil fusiles. La guardia del cuartel no les permitió el acceso; ya entonces se anunciaba un conflicto sangriento. El general Joaquín Fanjul (...) hizo un llamamiento a la sublevación, reuniendo voluntarios que comenzaron a disparar contra los milicianos. Pero su intento de abandonar el cuartel fracasó, pues se iba acercando a las puertas una masa que crecía por momentos; además, en las primeras filas se empujaba a muchas mujeres y niños (...) En la mañana del 19 de julio, las milicias hicieron que sus cañones y carros blindados tomaran posición ante el cuartel. Un bombardeo de cinco horas de duración (en el que también intervino la aviación) demolió la moral de aquella parte de los soldados entre los que los "activistas de las células rojas" habían tomado el mando. Otros siguieron luchando. Por fin, al amanecer del 20 de julio, comenzó el asalto del Cuartel de la Montaña por los piquetes de milicianos. Los "activistas de las células" les mostraron el mejor camino, segregando -de acuerdo con la orden del 6 de junio (25)- a los "enemigos del pueblo", a los que fueron reuniendo en el patio: allí esperaban los pelotones de fusilamiento que fueron asesinando a todos los detenidos (...) Los oficiales, despojados de sus armas, fueron arrojados desde la galería más alta del edificio...» (26).

Por deseo expreso del Fundador, los que tenían familia en Madrid abandonaron el centro de la calle Ferraz el domingo 19 de julio, hacia la diez de la noche. Entre ellos se encontraban Alvaro del Portillo, Juan Jiménez Vargas y José María Hernández Garnica, luego sacerdote y, en los años sesenta, uno de los directores del Opus Dei en Alemania. Con el triunfo de las milicias populares se aseguró no sólo la victoria de la República en la capital, sino también la continuación de la lucha. Aquel 20 de julio de 1936 comenzó una época en la vida de Monseñor Escrivá que, con sus cuatrocientos noventa y ocho días, es muy breve respecto a los setenta y tres años que vivió, pero también infinitamente larga, porque en ella corrió continuamente peligro de muerte.

En la España republicana hubo ciertas zonas en las que no se llegó a graves excesos de crueldad, pero en Madrid, en las semanas y meses siguientes, se desarrolló un verdadero régimen de terror. Ya un día después de la matanza en el Cuartel de la Montaña, Jiménez Vargas, que quiso hacerse una idea de la situación, pudo ver cómo en el depósito de cadáveres se amontonaban los muertos (27). En la mañana del 20 de julio, el Fundador, vestido con un mono (si le hubieran reconocido como sacerdote le habrían asesinado), había abandonado el centro de la Obra, acompañado por los pocos que habían pasado allí la noche, entre ellos Isidoro Zorzano. La tonsura, que no tapaba ningún sombrero, hubiese podido delatarle, pero nadie se dio cuenta de ella, y así pudo encontrar un primer refugio en casa de su madre. Allí tuvo que permanecer escondido, sin poder salir a la calle, porque todo el mundo, en aquel barrio, sabía que era sacerdote; de inmediato le habrían detenido o quizá una patrulla de milicianos le hubiera asesinado. Todo esto no son exageraciones: cerca de la casa de su madre ahorcaron a un hombre al que habían confundido con don Josemaría; desde el punto de vista humano, un error con consecuencias mortales; a los ojos de Dios, un mártir. Desde el mismo momento en que se enteró de la terrible noticia y hasta el fin de sus días, el Fundador del Opus Dei rezó y ofreció sufragios por él... (28).

El 25 de julio fue confiscada la casa de Ferraz, 16. Los documentos referentes a la Obra los había sacado de allí el Fundador, dándoselos a su madre para que los custodiara; ella consiguió salvarlos durante toda la guerra, escondiendo una parte en el colchón de su cama.

¿Cómo proseguir ahora el camino? (29) -se preguntaba don Josemaría-. Si la victoria definitiva correspondía a los comunistas y a sus correligionarios, el Opus Dei no podría seguir trabajando en España... Sería necesario salir al extranjero. «Pero si Dios -así pensaban Juan Jiménez Vargas y Alvaro del Portillo mientras deambulaban por las calles de la capital- ha querido que la Obra empezara en Madrid, y ya tiene un cierto desarrollo, no es probable que esto sea para volver a empezar. Por eso hay que esperar que todo acabará bien y continuarán con normalidad las labores que ya están empezadas» (30). Estas consideraciones, tan escuetas como llenas de fe, las apuntó Juan en su diario. «Nosotros no dudamos en ningún momento -escribe cuarenta años más tardeque al Padre no le pasaría nada. Sabíamos que el Padre tenía que hacer la Obra y la consecuencia lógica más elemental era la seguridad de que todo aquello saldría bien. Con esta idea bien clara, sin embargo, comprendíamos la necesidad de hacer todo lo posible para su seguridad personal» (31). La fuente de esta confianza era don Josemaría. Aunque él mismo sufría -y mucho más de lo que nadie pueda imaginar- porque no podía celebrar Misa ni rezar ante el Santísimo (todas las iglesias estaban cerradas), no se veía en él abatimiento ni tristeza, y mucho menos depresión, aunque no le hubieran faltado motivos: la labor apostólica estaba paralizada, el «pequeño rebaño» disperso en todas direcciones, cada uno tratando de esconderse cómo y dónde podía... Eso, sin tener en cuenta que hablar de «esconderse» era casi una ironía, porque ningún escondite resultaba seguro a la larga. Cada uno vivía al día, en el sentido estricto de la palabra; eran constantes los registros en las casas y los controles en las calles; cada casa, cada habitación eran inspeccionadas; cada persona tenía que llevar una tarjeta de identidad que indicara su profesión y lugar de trabajo... Quien nunca ha pasado por una situación similar, no se lo puede imaginar: cada golpe a la puerta, cada timbrazo, cada paso en las escaleras es un motivo de alarma; la desconfianza del portero, el odio de alguna persona enemistada por motivos personales, la locuacidad de una vecina, la sordera de un viejo, el ruido inocente que mete un niño o el ladrido de un perro, pueden acarrear la detención, la tortura y la muerte.

A don Josemaría no sólo le llamaban «Padre», sino que lo era de verdad; cada uno de sus hijos le preocupaba con toda el alma, y no sólo en cuanto a su seguridad física, sino también su crecimiento y maduración en la vida interior, en el trato con Dios: «No descuidéis la oración; no abandonéis el plan de vida; acudid al Señor constantemente, pidiéndole que acorte este período tan duro de prueba» (32). El que Isidoro Zorzano tuviera nacionalidad argentina fue una circunstancia muy favorable, ya que podía moverse con cierta libertad; así se pudo mantener la comunicación entre don Josemaría y los miembros de la Obra, sobre todo por medio de cartas; además, Zorzano ganaba dinero: un punto importante, pues el Fundador no tenía absolutamente nada. Durante toda la Guerra, Isidoro permaneció en Madrid. Allí, además, ayudó a la familia de don Josemaría, que permaneció en la capital.

El peligro de que don josemaría fuera descubierto en casa de su madre -lo cual podía acarrear la muerte de todos- iba creciendo de día en día. El 9 de agosto (33) pudo abandonar aquella casa para irse a la de un amigo, en la calle de Sagasta, donde permaneció escondido hasta final de mes. En la casa había una sirvienta mayor que era muy sorda, lo que fue providencial, porque el 30 de agosto se presentaron unos milicianos para registrar el piso, pero tuvieron que gritar tanto a la buena mujer para hacerse entender que don Josemaría y Juan Jiménez Vargas los oyeron y pudieron escaparse por una escalera de servicio (34).

Durante el mes de septiembre les sirvió de escondite la casa de unos amigos de la familia de Alvaro del Portillo en la que habían puesto un papel con la bandera argentina, de modo que parecía estar bajo la protección de ese país (35). El Fundador del Opus Dei tuvo que abandonar este asilo el 1.0 de octubre, porque les avisaron de que les amenazaba un peligro inminente (36). Siguieron algunos días y noches en los que se fue escondiendo en casas de diversos amigos, porque sólo podía permanecer unas pocas horas en cada sitio. No poseía ningún documento en regla y la frecuencia de los controles iba en aumento. Cualquier control por la calle o registro en la casa podía suponer el fin.

Cada día traía nuevas noticias sobre detenciones, encarcelamientos, fusilamientos o rumores de matanzas... Por mucha confianza en Dios que se tuviera y por muy seguro que se estuviera de la vocación, habría que encontrar una solución para que el Padre sobreviviese: era imposible vivir por mucho tiempo como un fugitivo acorralado, escondiéndose hoy aquí y mañana quién sabe dónde...

La solución que se encontró fue curiosa, macabra y grotesca a la vez. El Dr. A. Suils, hijo de una familia de Logroño, que se había especializado en psiquiatría, dirigía un pequeño manicomio en lo que hoy es el madrileño barrio de Ciudad Lineal. Este médico sería, de momento, la salvación que se buscaba, porque, sin dudarlo mucho, admitió a don Josemaría en su clínica como «enfermo mental». Allí permaneció unos cinco meses. La clínica estaba colectivizada y controlada por el sindicado socialista (UGT), por lo que era un lugar relativamente seguro. Durante estos meses en la clínica, don Josemaría no debía llamar la atención por «demasiado normal» o como «paciente especial». Un día, una enfermera sospechó que no era un enfermo mental y no le quedó más remedio que hacer el papel de loco. Si le hubieran descubierto, seguramente le hubiera costado la vida y habría comprometido seriamente al Dr. Suils.

El invierno de 1936-37, en Madrid, fue muy duro para todos. Se hacía sentir el hambre, el frío y el miedo. Para don Josemaría lo fue de manera especial. Estaba separado de su familia de sangre y de su familia espiritual. Sólo le acompañaba su hermano Santiago, a quien el Dr. Suils también había admitido en el manicomio. Estaban los dos prácticamente presos, manteniendo relación con el mundo exterior sólo por medio de Isidoro Zorzano, quien, por su nacimiento en Argentina, podía visitarles con cierta regularidad. El único consuelo verdadero que tuvo fue que comenzó a celebrar la Santa Misa en secreto, lo cual no había podido hacer desde el comienzo de la guerra.En la clínica del Dr. Suils se resintió su salud. Tuvo que ser tratado de una poliartritis reumática y, ya fuese por la enfermedad o por efecto de la medicación, permaneció en cama durante varias semanas.

A medida que pasaba el tiempo, se iba viendo más claro que las cosas no podían seguir así. No era previsible un fin próximo de la guerra. El frente de Madrid se había estabilizado y el gobierno había conseguido afianzarse, a la par que crecía más y más su radicalismo comunista.

La protección relativa que le daba a don Josemaría su «enfermedad mental» se reducía cada vez más (37). Además, ninguna persona sana puede soportar, a la larga, una vida como paciente en una clínica psiquiátrica. Había que procurar que la abandonase cuanto antes.

Desde el principio del régimen de terror en Madrid, algunos habían encontrado refugio en diversas representaciones diplomáticas extranjeras, como las de los Países Bajos, Portugal, Noruega o Panamá. Entre los posibles lugares de asilo diplomático, aunque no fuera uno de los más seguros, estaba la «Legación de Honduras», que tenía a su frente un genérico «Cónsul honorario». Su rango no era ni siquiera el de embajada. Venía a ser un simple consulado que representaba los intereses del pequeño estado centroamericano. A pesar de eso, había conseguido la protección de una guardia en el portal de la casa y que se respetase su extraterritorialidad. Un miembro del Opus Dei, Jose María González Barredo, consiguió, a través de un amigo, que se le admitiera en la Legación y que también pudieran refugiarse don Josemaría y su hermano Santiago, que se trasladaron allí en los primeros días de marzo de 1937.

Comenzó así una nueva época de su vida como fugitivo, que habría de durar casi medio año. Don Josemaría podía celebrar diariamente la Santa Misa, con falta de medios -sin ornamentos, etc.-, pero con corrección y con gran dignidad. Además, se le pudieron unir Alvaro del Portillo, Juan Jiménez Vargas y algún otro. El piso de la Legación de Honduras, en la Castellana, suponía una seguridad relativa, pero a la vez era una prisión. Sin una documentación adecuada, era imposible abandonarlo, ya que la menor salida podía tener consecuencias gravísimas.

La forma de vida en aquella casa llena a rebosar era totalmente anormal y bastante deprimente. «Encerrados en un mismo piso -cuenta Jiménez Vargas- vivíamos unas treinta personas de lo más heterogéneo: matrimonios con algunos niños, tipos de vida nada limpia dispuestos siempre a hablar de sus cosas, chicas jóvenes, algún religioso, etc. Toda esta mezcla, en un clima de ansiedad que facilitaba la relajación (38). Es fácil imaginarse que, bajo estas condiciones, el Fundador del Opus Dei y los que le acompañaban suponían, para algunos de los que estaban allí, casi una provocación, y para otros quizá un apoyo o incluso un ejemplo atrayente. El punto 687 de «Camino» se refiere a ello: «Jesús: por dondequiera que has pasado no quedó un corazón indiferente. -O se te ama o se te odia. Cuando un varón-apóstol te sigue, cumpliendo su deber, ¿podrá extrañarme -¡si es otro Cristo!- que levante parecidos murmullos de aversión o de afecto?».

El Fundador del Opus Dei sabía, y cualquiera que haya sido prisionero de guerra puede confirmarlo, que en esas situaciones la condición más importante para no desmoralizarse es trazarse un plan disciplinado para cada día, sin dejar horas muertas ni lugar para el aburrimiento. Por eso su primera preocupación se refería al cumplimiento exacto de ese plan diario, tal como es corriente en la vida personal y familiar de los miembros del Opus Dei: oración a horas fijas, Santa Misa, Rosario, lectura del Evangelio y, si es posible, de otro libro de espiritualidad; trabajo y tertulia (más breve al mediodía y de mayor duración por la noche). El trabajo comprendía también pequeños arreglos, el cuidado de la ropa y de las habitaciones, además del estudio y la formación, la correspondencia y el aprendizaje de idiomas. El Fundador animaba sobre todo a cuidar este último punto, pues pensaba en la expansión de la Obra en el futuro, un tema sobre el que no dudaba lo más mínimo. No dejaba por eso de mantener un trato normal con los demás refugiados, pero, a pesar de ciertos comentarios malintencionados, no se apartaba de su horario.

Su contacto con el mundo exterior siguió siendo Isidoro Zorzano; así, don Josemaría intentaba mantener en lo posible la conexión con los miembros de la Obra para garantizar su unidad espiritual y humana. Una parte de los que habían quedado en la llamada zona republicana estaban lejos de Madrid. A todos les escribía con regularidad; fue ésta una decisión nada fácil para el Padre, porque sabía el riesgo que suponía, ya que la censura, por la que pasaban todas las cartas, podía percatarse de algo; le podía llamar la atención el número de cartas o las direcciones que se repetían, y esto podía acarrear graves consecuencias. Pero era absolutamente imprescindible mantener un mínimo de unión y de intercambio en la joven familia espiritual, y no existía otro medio de lograrlo que las cartas. Por eso el Fundador confiaba, con la fuerza de su fe, que todo saldría bien y escribía a menudo largas cartas a cada uno de sus hijos que estaban lejos y quizá en peligro...

Mientras tanto, don Josemaría continuaba planteándose una cuestión acuciante: ¿Cómo seguir adelante?... No parecía que la guerra fuera a terminar pronto; cualquier actividad sacerdotal o apostólica era prácticamente imposible; el encierro que a la larga, sin duda, traería consecuencias negativas, se iba haciendo cada vez más penoso. ¿Tendrían que permanecer durante largo tiempo, años quizá, acorralados en este encierro, cuya seguridad tenía fundamentos bastante frágiles?.

En abril de 1937 se planteó por primera vez la idea de abandonar la Legación de Honduras y ganar la otra zona huyendo a través del frente. Hubiera existido tal vez una posibilidad, ya que varios miembros de la Obra eran soldados en el ejército republicano, unos porque habían sido reclutados y otros para evitar males peores. Al final se abandonó el plan, por irrealizable. Entonces, don Josemaría, que carecía de cualquier tarjeta de identidad, puso todo su empeño en conseguir un «documento» que le permitiera salir a la calle con un mínimo de seguridad. Después de muchos esfuerzos consiguió por fin un certificado que le acreditaba como «intendente general» de la Legación de Honduras y abandonó su encierro. Así, al cabo de trece meses pudo volver a salir a la calle con un riesgo que, si no era nulo, por lo menos era menor que el de antes.

Fue a vivir a un pequeño ático en la calle de Ayala, una zona donde nadie le conocía de vista. Había adelgazado mucho y, con su traje de calle gris, aunque le estaba algo grande, y su corbata, no tenía aspecto de sacerdote disfrazado. De inmediato volvió a su vida acostumbrada. Con increíble rapidez empezó a desarrollar una intensa actividad apostólica, hablando con muchas personas de amigo a amigo y como consejero espiritual, celebrando Misa (en casas privadas, por supuesto, en secreto y con graves peligros), administrando los Sacramentos e incluso dando ejercicios espirituales. Gutiérrez Ríos ha descrito unos que duraron tres días; participaron unas cinco o seis personas jóvenes, Zorzano y Albareda entre ellas. Llegaban por separado. Escuchaban una meditación y enseguida se iban, cada uno por su lado. Por la calle meditaban sobre lo que habían escuchado y rezaban en silencio el Rosario; luego se reunían para la segunda meditación en otra casa, para la Misa en una tercera (39).

En esas circunstancias, cada día que transcurría sin percances era un regalo de Dios. Don Josemaría y los que le rodeaban pensaban que, al final, la victoria sería de los llamados «nacionales» y con ello la persecución de la Iglesia llegaría a su fin: Dios había salvado a su Iglesia a través de las persecuciones de los emperadores romanos, de los árabes y los turcos, de las revoluciones francesas y rusa, y Él haría que también sobreviviera a esta guerra... Ahora bien, la seguridad que les proporcionaba la fe y la experiencia histórica no daba respuesta clara a la pregunta de cómo debe comportarse cada cristiano en una situación concreta; no daba respuesta a la alternativa que se le planteaba a don Josemaría: permanecer en Madrid o salir de allí; ¿debería huir?... ¿podría irse?... ¿tendría que hacerlo?.

Dios quiere nuestra confianza, no nuestra pasividad. En aquellas circunstancias difíciles el Fundador del Opus Dei se mantuvo con fe firme y confiada como la de un niño, obediente siempre al querer de Dios; pero esa fe estaba siempre unida al oído más atento a las inspiraciones del Espíritu Santo. Y la cuestión que ahora se planteaba era: ¿Cuál es la Voluntad de Dios en esta situación especial de comienzos del otoño de 1937? De seguro que Dios esperaba, en primer lugar, que pusiera todos los medios: entre ellos, el juicio sereno, la valoración de las propias fuerzas físicas y psíquicas. Don Josemaría podía argumentar diciendo: «Si Dios quiere realizar el Opus Dei a través de mí, entonces me protegerá y me salvará donde estoy ahora, y me salvaría incluso en el calabozo de una checa». Ese razonamiento parece humilde y lleno de confianza... pero, de haberlo aplicado, hubiera sido temerario e incluso impertinente; algo así como si un hijo que estuviera en dificultades le dijese a su padre: «A ver qué haces, tú me has traído al mundo; ahora tienes que sacarme de apuros, al fin y al cabo es tu deber; yo no hago nada, espero a ver qué haces tú ... » Esto sería absurdo; un hijo tiene que intentar resolver por sí mismo las dificultades, y buscar el camino para arreglárselas por su cuenta. Su padre le quiere, pero precisamente por eso no le quita la libertad en sus decisiones. Y la decisión, en este caso, era enormemente difícil: por una parte, la supervivencia y el desarrollo de la Obra exigían que el Fundador abandonara la zona republicana, pues permanecer allí y exponerse cada día y cada hora al riesgo de encarcelamiento o de la muerte suponía tentar a Dios, querer forzarle... Por otra, en la capital quedaban su madre, su hermana y su hermano de dieciocho años, así como Isidoro, Alvaro y todos los que no podrían huir. Irse ¿no significaba dejarlos en la estacada? ¿No se podría pensar que era miedo o falta de audacia? Con fuerza inaudita se planteaba el problema de la «rectitud de intención», que obligaba al Padre a examinar lo más profundo de su corazón: ¿Qué respondería mejor a la caridad: quedarse o huir? Fue una lucha en la oración, una lucha que fue creciendo hasta convertirse en un tormento, pero, al final, la decisión estaba tomada: huir. Sin duda fue aquélla una de las situaciones más difíciles de su vida, pues en las semanas y meses que siguieron, casi hasta el último día de la aventura, cuando pensaba en los que se habían quedado, renacían las dolorosas dudas, y en más de una ocasión faltó poco para que se volviera atrás (40). El mes de septiembre transcurrió haciendo planes y estudiando posibilidades. Por fin se decidió que se intentaría la fuga a través de los Pirineos, un camino que habían recorrido ya muchas expediciones con mejor o peor suerte.

En primer lugar había que ir a Barcelona, para tratar de establecer contacto con alguno de los guías que, de cuando en cuando, conducían grupos de fugitivos a Andorra. Eran hombres jóvenes, duros y atrevidos que conocían las rutas escondidas en las montañas como la palma de su mano, contrabandistas que llevaban «mercancía humana». La peligrosa profesión había surgido en aquellas circunstancias anormales, y peligro era también seguirles por aquellas rutas intrincadas. En bastantes ocasiones, los guardias fronterizos descubrían a grupos de fugitivos que eran fusilados de inmediato.

De Madrid no partían trenes, porque la ciudad estaba casi sitiada. La única salida era la carretera de Valencia. Conseguir un coche y la gasolina necesaria no era fácil, pero por fin se arregló todo y llegó la hora difícil de la despedida: de la madre y de los hermanos, de Isidoro Zorzano y Alvaro del Portillo, de todos los que tenían que quedarse en Madrid.

El 7 de octubre partieron hacia Valencia. Acompañaban a don Josemaría, Juan Jiménez Vargas, José María Albareda, Manolo Sainz de los Terreros -en cuya casa de la calle Sagasta había pasado el mes de agosto de 1936- y Tomás Alvira, un profesor de Instituto, amigo de José María Albareda, al que había conocido hacía pocos días (41).

En Valencia se encontraron con Pedro Casciaro y Francisco Botella, dos estudiantes de arquitectura que pertenecían a la Obra. Los dos estaban dispuestos a acompañar al Padre, aunque en aquel momento no se veía la forma de hacerlo. Estaban movilizados y destinados a servicios auxiliares en el ejército republicano. Pedro trabajaba en la oficina de la Dirección General de los Servicios de la Remonta.

Pedro Casciaro rememora una conversación que tuvo con su compañero de estudios, que refleja bien las disposiciones interiores de aquellos dos jóvenes: «Desde esa tarde habíamos pasado a ser de los "mayores" de la Obra, de los que el Padre necesitaba para sacar adelante lo que era voluntad de Dios. Recuerdo que hasta hicimos un comentario con buen humor: "Convéncete –dijo uno- que hoy hemos dejado de ser un par de jovenzuelos inconscientes y que no hay más remedio que comenzar a ser hombres responsable? » (42).

Estaba previsto que Pedro Casciaro y Francisco Botella se quedaran en Valencia hasta que recibieran nuevas noticias e indicaciones desde Barcelona. Mons. Escrivá y sus acompañantes recorrieron los trescientos cincuenta kilómetros que separan Valencia de Barcelona en tren... en compañía del Señor, pues el Fundador llevaba sobre el pecho las Hostias consagradas, en una pitillera de plata que metía en una bolsita rectangular con los colores de la bandera hondureña. Aquella pitillera era entonces el único Sagrario del Opus Dei. Por el camino, el Padre estuvo continuamente rezando en voz baja, sin nerviosismo alguno, pero con preocupación y pesar por los que había dejado en Madrid y en Valencia. Al oír las blasfemias que algunos viajeros pronunciaban continuamente, el Padre decidió consumir las Sagradas Formas. No tuvo más remedio que hacerlo en el lavabo del vagón. Alguna vez, en años posteriores, habló, siempre con el mismo dolor y con el mismo amor a Jesús Sacramento, de esta Comunión nocturna que se había quedado muy grabada en su memoria (43).

  La huida: de España a España 

En Barcelona estuvieron seis semanas, que se convirtieron en una dura prueba para los nervios de todos. Había que conseguir tomar contacto con posibles guías para pasar el Pirineo. Eso, además de no ser fácil, costaba dinero. Del dinero dependía todo; sin dinero no habría admisión en un grupo de fugitivos... Los guías exigían que se pagara en billetes del Banco de España expedidos antes del 18 de julio de 1936. Con esta actitud daban a conocer qué victoria preveían: la junta de Defensa Nacional, formada en Burgos, había declarado por radio que una vez terminada la guerra no reconocería el dinero acuñado posteriormente en Madrid por el gobierno republicano.

La estancia en Barcelona también costaba dinero, por mucho que trataran de ahorrar pasando hambre. Buscaron diversos alojamientos. Don Josemaría, Juan Jiménez Vargas, Tomás Alvira y Manolo Sainz de los Terreros se alojaron al principio en un hotel, pero a los pocos días el Padre y Juan se trasladaron a la pensión de una señora, viuda de un Coronel. Tomás y Manolo encontraron otra pensión (44).

Superando graves riesgos, Juan Jiménez Vargas, que se estaba convirtiendo en motor y organizador de la empresa, logró traer a Barcelona a Pedro Casciaro, Paco Botella y Miguel Fisac, un estudiante que desde el principio de la guerra había permanecido escondido en el desván de una casa en La Mancha. Los tres jóvenes, desertores del ejército republicano, no sólo se encontraban continuamente en peligro de muerte, sino que, además, constituían un grave riesgo para todo el grupo, por ser los primeros que podrían llamar la atención. Habían encontrado alojamiento en una casa en la que reinaba una absoluta distinción... y un hambre absoluta; incluso el pobre perro pasaba tanta hambre que, en su desesperación, llegó a devorar un cinturón de cuero de Pedro, los calcetines que Paco había colgado a secar e incluso un pedazo de jabón, por lo que durante días estuvo soltando espuma...

José María Albareda vivía en casa de su madre. Estaban allí también dos sobrinos de cinco y siete años de edad, que pasaban horas haciendo cola para conseguir una ración de tabaco para un soldado, que se lo premiaba con un pedazo de pan. La suerte (aunque las había más crueles) de los dos chiquillos hambrientos, cuyos padres habían tenido que huir a Francia, le partía el alma a don Josemaría. «Juega con ellos -solía decir a Pedro-, entretenlos un rato.» En cierta ocasión, Pedro les preguntó si querían que les dibujara algo. Le pidieron, unánimes, «que les pintara un plato con un par de huevos fritos», lo que Pedro hizo, sin pensarlo más, y añadiendo por su cuenta unas salchichas. Cuando el Padre vio la escena, dijo a Pedro, sin que los niños lo oyeran: «¿Pero no te das cuenta, hijo mío, que es una crueldad mental dibujarle eso a estos niños hambrientos ?» (45).

Tras largos esfuerzos y bajo enormes dificultades, finalmente habían podido tomar contacto, a través de intermediarios, con los guías. Pero en la segunda mitad de octubre, un grupo bastante numeroso de fugitivos que se encontraba ya en territorio andorrano había sido descubierto por las tropas republicanas en un descampado visible desde territorio español y habían acribillado a balazos a todos los componentes de la expedición. La prensa informaba con júbilo sobre el hecho. De inmediato, los intermediarios desaparecieron, a la vez que se reforzaba enormemente la vigilancia en la frontera y en el camino hacia los Pirineos. De golpe todo el empeño de fuga parecía peligrar. Sin embargo, no se desalentaron y siguieron esperando que se presentase la ocasión oportuna.

Como la espera se prolongaba, el Fundador fue a visitar a un viejo amigo, compañero de estudios en la Universidad de Zaragoza, que ocupaba un importante cargo como Magistrado al servicio de la Generalidad de Cataluña. El Padre, que, según se ve, sabía leer en los corazones, le confió que pensaba pasar a Francia con algunos jóvenes. El juez le ofreció su ayuda, pero don Josemaría rechazó la oferta para no comprometerle. Entonces, aquel hombre, que apreciaba mucho a su antiguo compañero de estudios, le hizo ver lo arriesgado de su plan y le propuso proporcionarle un trabajo como abogado en Barcelona, pero don Josemaría no quiso aceptar. A continuación el juez le invitó a la Audiencia para que presenciara el juicio de unos que habían intentado fugarse y que fueron condenados a muerte. Aunque esto le conmovió profundamente, permaneció fiel a su decisión. Al final, el juez, aunque sabía que con ello se ponía a sí mismo y a su familia en peligro, le dijo que, si les capturaban y no les fusilaban en el acto, dijera que era hermano suyo; quién sabe si de este modo abriría una remotísima posibilidad de salvarle... Aquel hombre no era creyente; estaba, por decirlo así, «de parte del enemigo»... pero tenía corazón y gran cariño por aquel sacerdote. Más tarde, el Fundador comentaría muchas veces que le recordaba y rezaba por él.

Era como si cada día que pasara no tuviera fin. Un verdadero tormento. El Padre celebraba todos los días la Misa en la pensión en la que vivía, aun cuando no todos pudieran asistir, porque no era prudente tener una reunión de tantas personas. A diversas horas acudían a la pensión para comulgar. La consigna más importante era no llamar la atención. Tenían que pasar por personas que habían sido evacuadas, como tantas otras que habían abandonado sus hogares por causa de la guerra, y que tenían una ocupación regular en la ciudad. Siempre y en todas partes se les podía descubrir, claro está, pero en la calle era donde más posibilidades tenían de pasar inadvertidos. Por eso pasaban prácticamente todo el día paseando, rezando el Rosario o sumidos en una oración sin palabras; horas y horas caminando, sin dinero en el bolsillo y siempre con hambre... El hecho de sentarse en un banco de cualquier calle para descansar un poco podía despertar sospechas y suponía un riesgo. Cada policía que veían, hacía que el corazón les latiera más fuerte; cada hoja del calendario que se arrancaba recordaba la urgencia de salir de allí, porque corría ya el mes de noviembre, se acercaba el invierno y pronto los Pirineos se harían intransitables para los fugitivos.

Por fin, el intermediario con quien el Padre había establecido contacto dio señales de vida. Todo sucedió con gran rapidez y pronto les llegaron indicaciones precisas sobre la fecha, el modo y el lugar donde se reuniría el grupo.

Quien haga en coche ahora el recorrido entre Barcelona y Andorra le costará hacerse idea de lo que era hacerlo en aquellos tiempos de la guerra. Hoy encontrará una buena carretera, a pesar de que en la segunda mitad atraviesa una zona montañosa, siguiendo el curso del río Segre.

Los fugitivos debían alcanzar el pequeño Principado por caminos muy diferentes. La primera etapa desde Barcelona la hicieron en autobús. Después, la única posibilidad era marchar a pie hacia el norte, caminando únicamente de noche, para no ser vistos, por agotadores senderos de montaña que sólo los guías conocían.

Podemos distinguir tres fases en la peligrosa expedición. Primero, el viaje desde Barcelona hasta el punto de reunión acordado, en el que se formaría el grupo, fase que cubrieron entre el 19 y 22 de noviembre. Después, una estancia de cinco días, del 22 al 27, esperando el momento oportuno. Finalmente, el paso del Pirineo, caminando cinco noches consecutivas, entre el 27 de noviembre y el 2 de diciembre, hasta conseguir llegar a la frontera con Andorra y pasarla sin ser descubiertos.

Don Josemaría, José María Albareda, Juan Jiménez Vargas, Francisco Botella, Pedro Casciaro y Miguel Fisac partieron de Barcelona el 19 de noviembre (46). Estaba previsto que los otros dos, Tomás Alvira y Manuel Sainz de los Terreros, les siguieran algunos días más tarde y se reunieran con ellos por el camino. Para no llamar la atención, subieron al autobús de Seo de Urgel en dos grupos de tres personas; Albareda, que era quien mejor podía hacerlo, había conseguido los billetes; en un momento determinado casi se le paró el corazón cuando, en la larga cola, un señor mayor, correctamente vestido, le preguntó muy cortés e inocentemente, pero en voz alta: «Por favor, señor: ¿es éste el autobús que va a Andorra?» (47). Los seis que estaban en el autobús no viajaron juntos hasta el pueblecito de Peramola, primer punto de reunión, sino que, por motivos de seguridad, Pedro Casciaro, Francisco Botella y Miguel Fisac se bajaron antes para recorrer a pie el resto del camino. Pero no llegaron al tiempo convenido a Peramola, por lo que el Padre pasó momentos de gran preocupación, a la que se añadía la inseguridad respecto a los dos «rezagados», Tomás Alvira y Manolo Sainz de los Terreros.

La consigna era caminar de noche y mantenerse escondidos durante el día. Y nada de iniciativas personales; de la obediencia incondicional a las indicaciones de los guías dependía el éxito.

Estos guías eran, en su mayoría, jóvenes atrevidos, acostumbrados a penas y fatigas; conocían la zona como los rincones de su casa y ejercían una «profesión» tan arriesgada para sus vidas por una serie de motivos, entremezclados entre sí: a la aversión contra el régimen republicano se unía sin duda el aprovechamiento material de una situación de emergencia. Esto no era tan indigno como puede parecer. Se trataba de personas que habían llevado una vida dura, llena de privaciones, a menudo al borde del mínimo necesario para subsistir: ¿se podía esperar o exigir de personas así que pusieran su vida en juego sólo «por caridad»? El primero de los guías, que condujo a don Josemaría, Albareda y Jiménez Vargas desde la carretera donde había parado el autobús hasta Peramola, respondía al nombre de Tonillo, tenía unos cuarenta y cinco años y era algo así como el «factotum» del pueblo: cartero, sacristán, ayudante del alcalde, relojero... O sea, una persona imprescindible. Enseguida entabló conversación con el Fundador. Le impresionó que no escondiera su condición sacerdotal. Muchos años después recordaría su encuentro con él: «Era jovial, decidido, valiente. Se le veía muy listo. Le dije: "Si usted sale de ésta, hará carrera"» (48).

La primera noche, del 19 al 20 de noviembre, la pasaron en un pajar de Peramola. La segunda, en la masía de Vilaró; iba creciendo la inquietud, porque los tres estudiantes no aparecían. Por fin, en la mañana del 21, llegaron; el Fundador les estaba esperando para celebrar la Misa (49). Al anochecer del 21 de noviembre salieron de la masía. Hacía un frío intenso. La ropa y el calzado eran absolutamente inadecuados. Les condujeron a Pallerols, situado a media hora escasa de camino. Junto a la pequeña iglesia parroquial estaba la casa que había sido del cura. Estaba todo abandonado y desmantelado. Encontraron un viejo horno; tenía en el suelo, para proteger del frío, algo de paja que alguien había extendido. Como pudieron, los seis intentaron acomodarse en su «vivienda».

«Entre las sombras que proyectaba dentro del horno una mugrienta candela -escribe Casciaro- pude vislumbrar el rostro abatido del Padre: nunca lo había visto así. Conversaba con Juan como discutiendo en voz baja. De pronto oí decir a Juan una frase que me desconcertó aún más: "¡Usted va adelante vivo o muerto!"». El joven Casciaro no podía creer lo que oía. Ninguno de ellos había hablado nunca en ese tono con el Padre, a quien ahora estremecían sollozos convulsivos. Y, sin embargo, esa forma de hablar no había sido una falta de respeto, sino una muestra del cariño que Juan Jiménez Vargas le tenía: estaba convencido de que en ese momento lo único que podía ayudar al Padre era una palabra enérgica. Pues parecía claro que se encontraba en una grave crisis respecto a su decisión. Las dudas le asaltaban: ¿estaba actuando bien al abandonar a algunos de sus hijos? Por eso quería regresar a Madrid, de inmediato, ahora mismo (50).Mientras que los demás, agotados, pronto cayeron en un profundo sueño, el Fundador pasó las largas horas hasta el amanecer en vela, rezando. Desde lo más profundo de su corazón pedía a Dios y a su Madre una señal, una señal de que estaban de acuerdo, de que decían que sí a esta su decisión, que comprendía también la responsabilidad por la suerte de sus acompañantes y por el Opus Dei, aún tan frágil. Al hacerse de día se levantó para hacer oración, como acostumbraba cada mañana; bajó a la iglesia por una escalera interior. Estaba totalmente vacía, porque todo -el altar, las imágenes...- había sido destruido y quemado. Al cabo de una media hora regresó, absolutamente cambiado. La angustia de la noche pasada había cesado. Ahora irradiaba paz, alegría y serenidad. En la mano traía una rosa de madera: una rosa de la Virgen. Quizá procedía del altar o de una imagen de la Virgen del Rosario que había estado en la iglesia y que habían quemado. Aquella rosa había quedado intacta y el Padre la había descubierto allí, entre los restos de los escombros y cenizas que quedaban. Era el 22 de noviembre de 1937. Conservó la rosa con gran cuidado. En la actualidad se encuentra en la Sede central de la Obra, en Roma, y su imagen adorna muchos altares del Opus Dei en todo el mundo. Era y es una prenda del amor de Dios... y también de la respuesta a ese Amor (51).

Cinco días permanecieron los fugitivos en los extensos bosques de la baronía de Rialp. Estaban casi encerrados en una inmensa prisión natural; había transcurrido una semana y seguían en los alrededores de Peramola, es decir, en la primera etapa. Hacía falta esperar a que el grupo de fugitivos fuese suficientemente numeroso, pues aquello también era un negocio. Acechaba el peligro, porque aunque los campesinos, en general, apoyaban los planes de fuga, en ocasiones también había traidores.

No se podía decir que los que guiaban a los fugitivos fueran personas especialmente idealistas. En caso de ser descubiertos, seguirían el lema del «sálvese quien pueda»: se darían a la fuga y abandonarían a los demás a su suerte; no veían ningún motivo razonable para dejarse asesinar junto con los demás. No tomaban en consideración ni el cansancio, ni la enfermedad, ni un accidente. Quien no podía seguir estaba perdido. Por otra parte, como siempre en situaciones extremas, entre estas figuras atrevidas -a veces tipos bizarros y románticos que parecían haber salido de una ópera como «Carmen»-, había también verdaderos héroes, personas sin miedo y capaces de grandes sacrificios, con nervios de acero y a veces muy jóvenes. Josemaría y los suyos tuvieron suerte, porque los tres guías que se sucedieron eran gente de esta índole.

En los bosques de Rialp se alojaron en una cabaña que casi no sobresalía del nivel del suelo; el Fundador la denominó enseguida «La Cabaña de San Rafael», el Arcángel protector de los viajeros (52). El día 22 llegaron los dos rezagados: Tomás Alvira y Manolo Sainz de los Terreros. En aquella cabaña, en medio de una situación realmente anormal, trataron de vivir con normalidad. Por la mañana, el Padre dirigía la meditación y luego decía la Santa Misa, que celebraba sobre el altar que construyeron con grandes piedras y troncos de pino silvestre. El día estaba exactamente distribuido con arreglo a un plan de vida. Cada uno tenía su encargo; Juan Jiménez Vargas y Francisco Botella, por ejemplo, se ocupaban de la comida. El menú consistía en setas, trigo y ardilla asada. Nadie permanecía inactivo: los estudiantes de arquitectura dibujaban, Albareda estudiaba ruso con una gramática y todos daban conferencias sobre temas profesionales. Hacían juntos un rato de oración y la lectura del Evangelio. No todos pertenecían a la Obra, pero no importaba, porque estas «normas» del Plan de vida eran válidas para una vida de piedad en medio del trabajo cotidiano y de gran utilidad para cualquier buen cristiano. La situación excepcional en la que se encontraban confirmó que la espiritualidad y la forma de vida del joven Opus Dei era realista y apta para superar cualquier crisis; no era una «chifladura» de unos cuantos extravagantes, sino algo sumamente eficaz para aquellos cristianos que quieren ser de verdad lo que su nombre indica.

El Padre y sus acompañantes no eran los únicos refugiados en el bosque. Había un gran número de personas esperando, en diversos escondites. A una hora de camino, en otra cabaña, vivían algunos sacerdotes de pueblos cercanos que habían escapado allí al comenzar la Guerra. Don Josemaría les hizo una fraternal visita; fue la «tertulia sacerdotal» más extraña que imaginarse pueda. Les dio ánimos e intentó que pasaran unas horas alegres en medio de aquella difícil situación, que ya duraba largo tiempo.

Al mediodía del 27 de noviembre comenzó el ascenso a los montes, la etapa decisiva de la fuga. Se reunieron varios grupos de fugitivos. Eran unas veinticinco personas, todos ellos campesinos catalanes, con excepción de un estudiante (53). Por la noche llegaron a una cueva donde pudieron dormir algunas horas; después continuaron hasta la siguiente parada: Ribalera, al pie del Aubens (1.583 metros), a donde llegaron al amanecer. Era el domingo 28 de noviembre, y el Padre celebró Misa. El altar, una piedra sobre la que colocaron un pañuelo blanco. El cáliz, un vaso pequeño de vidrio. Hasta Andorra no le sería posible volver a celebrar Misa... Y sólo Dios sabía si llegaría a hacerlo. Se les unió otro grupo de diez personas, fugitivos también. Durante el día permanecieron escondidos en aquel lugar, y por la tarde, con luz todavía, se pusieron en marcha.

Antes de hacerse de noche llegó Antonio, el guía de la última parte que aún les quedaba por recorrer «del camino de la muerte»... ¡Una persona increíble! Era muy joven todavía (no llegaría a los veinte), fuerte como un toro, raudo e indómito como las escabrosas rocas por entre las que tenían que trepar. Se ganó enseguida las simpatías de todos y, además, les infundió una gran seguridad. «Aquí mando yo -dijo-; los demás, a obedecer, pase lo que pase.» Empezó a dar instrucciones con rapidez: marchar en fila india y en silencio, pasar todas las indicaciones en voz baja al siguiente...

Hacía frío y la subida era muy empinada. Tomás Alvira tuvo un desfallecimiento y se tuvo que sentar. Antonio dio orden de abandonarlo... Al darse cuenta de la resistencia pasiva de los demás, les explicó que, antes de que se hiciera de noche, tenían que alcanzar la cima, y trató de hacerles comprender que quien ya ahora no podía seguir, con más motivo sería incapaz de superar los obstáculos de los próximos días. Pero don Josemaría habló a solas con Antonio, y el duro guía se ablandó. Tomás se alzó trabajosamente y pudo seguir, bien que mal, la ascensión.

Antes de que se hiciera de día -el 29 de noviembre-, el grupo pudo alcanzar una solitaria masía. Un establo caliente les brindó alojamiento. Agotados por las horas de marcha, se tumbaron sobre la paja. No todos consiguieron dormir; les dolían todos los huesos, pero la fantasía y los nervios estaban activísimos. En la masía vivían algunas mujeres que, al mediodía, les prepararon la comida. Los fugitivos trataron de arreglar como mejor pudieron la ropa y sobre todo los zapatos. Al llegar la noche se reanudó la marcha. En esta etapa tenían que coronar dos montes -Santa Fe y Ares- de 1.200 y 1.500 metros de altitud, respectivamente. Entre uno y otro se extendía un valle que estaba sólo a unos 700 metros. Era una etapa muy dura, como la anterior, en que habían pasado el Aubens.Lo más peligroso fue el paso del valle, porque, además de ser el lugar de más fácil vigilancia, las personas de las masías podían alertar a los de un pueblo cercano. La subida del monte Ares fue agotadora para todos, porque la pendiente era muy empinada, quizá más empinada aún que la de la noche anterior; a veces se soltaban piedras y ponían en peligro a los que venían detrás. Al Padre comenzaron a fallarle las fuerzas; su respiración se hizo irregular, y varias veces cayó al suelo: «Le ayudaban Paco y Miguel -dice Juan Jiménez Vargas-, que a ratos lo llevaban casi sin poner los pies en el suelo» (54). Además, Antonio empezó a ponerse nervioso... y con motivo, pues el éxito de la expedición dependía de que se cumpliese el minucioso plan que preveía exactamente las horas de marcha y de descanso. Pero tuvo cierta comprensión. Así, llegaron, todavía de noche, a un corral de ganado que parecía estar aislado en medio del campo. Era el martes 30 de noviembre.

Apenas oscureció, comenzó la nueva etapa: la cuarta marcha nocturna desde que salieron de los montes de Rialp. En ésta no fue preciso subir ningún monte, pero encontraron otras dificultades: la humedad y el frío, pues gran parte del tiempo tuvieron que caminar chapoteando en los ríos. La primera parte de la etapa transcurrió con relativo desahogo: primero, un largo descenso, y luego, una caminata por el llano. La segunda parte seguía el río Arabell: «Lo atravesábamos y volvíamos a atravesarlo; a ratos caminábamos dentro del agua, cerca de la ribera» (55). Una docena de veces tuvieron que cruzar sus heladas aguas. Los pantalones y los zapatos, empapados, pesaban cada vez más.

Al amanecer del 1 de diciembre divisaron, lejanas, las luces de Seo de Urgel. Quedaban menos de diez kilómetros hasta la frontera, los más peligrosos. Pasaron el día -un día muy fríoocultos en un lugar de piedras y matorrales. Casi no les quedaban vituallas y consumieron lo poco que tenían. Durante el día se espesaron las nubes y empezó a nevar, pero por suerte pasó pronto..

Al anochecer comenzaron a caminar de nuevo. Era la decimotercera noche desde que salieron de Barcelona, la última etapa del camino. Aparecieron nuevas figuras sombrías: catorce o quince personas, con carabinas y enormes mochilas a la espalda, de las que se desprendía un intenso olor a perfume: contrabandistas. Dos o tres horas después, un valle; y la expedición se detuvo cerca del río. Antonio y los contrabandistas les hicieron guardar silencio y les dejaron solos. Los fugitivos tuvieron que permanecer en un lugar húmedo y frío que calaba hasta los huesos. Fue un parón de dos horas. Mons. Escrivá de Balaguer parecía encontrarse ya al final de sus fuerzas, pero los otros no estaban mucho mejor. Tenía los miembros entumecidos y los dientes le castañeaban. Juan intentó ayudar al Padre con un masaje en las piernas y en los brazos. En aquel momento nadie debía desplomarse, porque entonces todo hubiera sido en vano y la catástrofe, inevitable.

Por fin regresaron los guías, después de haber explorado el terreno. Cruzaron el río por una pasarela hecha con troncos; luego, un camino. Había llegado el momento de correr, sin preocuparse del miedo, pero iban cuesta arriba y la pendiente era muy fuerte.Pronto pararon en medio del bosque y el guía indicó, de nuevo, que se ocultasen bien entre los matorrales y el arbolado. Se imponía otra pausa de espera. El silencio era total. Se veía cerca la luz de una casa y el resplandor de una hoguera. Por los ruidos que llegaban podían suponer que no estaba lejos alguna patrulla de soldados.

Después de una espera de media hora les dieron la orden de avanzar. Comenzaron a moverse. Treinta hombre encorvados, caminando en hilera en medio de un silencio absoluto. De repente, unos perros comenzaron a ladrar furiosamente. Todos se asustaron, pero los guías no hicieron caso, seguros ya de que el terreno estaba libre. Cruzaron un arroyo y atacaron una subida muy fuerte. Al poco tiempo, los guías les avisaron que se encontraban ya en Andorra. Era el jueves 2 de diciembre de 1937, poco antes del amanecer, todavía noche cerrada. Gritos de alegría, júbilo, risas, vivas y abrazos. El pequeño grupo rodeó a don Josemaría y él, de repente, comenzó a rezar la Salve. Una oración de acción de gracias subía al cielo, un cielo aún nocturno, pero que ya anunciaba el alba.

Los guías indicaron claramente la dirección que habían de seguir. El camino estaba bien señalizado. Algunos fugitivos se pusieron en marcha, pero el grupo de don josemaría prefirió esperar a que fuese de día.

Cuando comenzó a clarear, siguieron caminando hasta Sant Juliá de Loria, a donde llegaron algo pasadas las nueve de la mañana. Tomaron un café caliente y entraron en la iglesia: el primer templo no profanado que veían desde hacía año y medio.Poco después reanudaron la marcha, a pie, hasta Andora la Vella, capital del Principado. Encontraron alojamiento en un hotel de Les Escaldes. El 3 de diciembre, por fin, don josemaría Escrivá pudo celebrar la Santa Misa en una iglesia, en un verdadero altar y revestido con ornamentos sagrados, después de dieciséis meses de hacerlo en la clandestinidad. Durante la noche había caído una nevada tan fuerte e intensa que era impensable reanudar el camino. Los ocho se tuvieron que quedar una semana en Andorra.

Por fin dejó de nevar, pero las carreteras estaban intransitables y para ir a Francia había que pasar un puerto a 2.400 ó 2.500 metros de altitud. Sin embargo, era urgente partir. A don Josemaría le apremiaba llegar enseguida a la otra zona de España; además, la cuenta del hotel -aunque fuese modesto- aumentaba, y no tenían dinero.

El día 9 de diciembre hicieron los preparativos y el 10 salieron, después de haber celebrado muy temprano la Misa en Andorra la Vella. La expedición la formaban unas 25 personas, que viajaron en un camión con cadenas hasta donde fue posible llegar. Después continuaron a pie; tras una dura caminata que duró hasta las dos de la tarde, llegaron a la frontera francesa..

Un hermano de José María Albareda, al que habían avisado por teléfono, les envió dos taxis. Una vez obtenido el visado de tránsito, partieron hacia Saint Gaudens, donde hicieron noche. En la mañana del día 11 pudieron hacer una romería de acción de gracias en Lourdes, donde el Padre celebró la Santa Misa. Por la noche llegaron a Hendaya, en la frontera hispano-francesa. Gracias al aval del Obispo de Pamploma, pasaron la frontera de Irún sin complicaciones, y llegaron a San Sebastián.A los pocos días, el Padre marchó a Pamplona, invitado por el Obispo, su viejo amigo Marcelino Olaechea. En el palacio episcopal estuvo unos días de retiro para dar gracias por los dones recibidos en las semanas y meses pasados y para disponerse a la labor que le esperaba en los próximos meses en la «zona nacional», que tampoco serían nada fáciles. 

Burgos o la preparación para tiempos de paz

 La castellana ciudad junto al Arlanzón, famosa por su Catedral (una joya gótica de renombre europeo), tiene, precisamente en ella, un punto de contacto con Alemania: dos alemanes, padre e hijo, contribuyeron decisivamente, en el siglo XV, a terminar la edificación comenzada en el XIII: Juan y Simón de Colonia. En los años treinta de nuestro siglo, la ciudad del Cid contaba con unos treinta mil habitantes. Burgos, que en 1808 había sido tomada por los franceses y liberada en 1813 por Wellington, se puso de lado del general Mola el 20 de julio de 1936. Allí se constituyó, el 26 de julio, una junta de Defensa Nacional y allí se proclamó, el 1 de octubre de 1936, a Francisco Franco como nuevo Jefe del Estado español. Burgos fue, hasta el final de la guerra, la sede del gobierno de la España «nacional».

Había motivos claros para que don Josemaría Escrivá de Balaguer fuera a vivir a esa capital provisional; allí podía ponerse en relación con el Obispo de Madrid y esperaba encontrar unas condiciones relativamente favorables para continuar su labor apostólica y la del Opus Dei, por lo menos en esa media España nacionalista. A comienzos de febrero llegó a la ciudad, procedente de Pamplona. Se alojó en una pobre pensión de la calle de Santa Clara, donde ya vivía Albareda, que trabajaba en las oficinas de un organismo oficial, y más tarde se mudaron al modesto hotel Sabadell. Todos los jóvenes que habían escapado de la zona roja, muchos de ellos desertores del ejército republicano, habían sido alistados inmediatamente en el «otro» ejército. Por eso, hacia el final de la Guerra, la mayoría de los miembros y amigos de la Obra formaban parte del ejército «nacional», y muchos estaban en los frentes. Y como en esta guerra fratricida casi no se hacían prisioneros y un desertor a quien se apresara no quedaba con vida, nos podemos imaginar qué preocupación suponía para el Fundador la suerte de cada uno de sus hijos.

Francisco Botella, Paco, y Pedro Casciaro, los compañeros de fatigas de los Pirineos, cumplían el servicio militar en Burgos y podían acompañar al Padre. Pasaron a ser así sus colaboradores más inmediatos. Los recuerdos que han escrito para la Causa de Beatificación son un testimonio precioso -y también amenosobre aquel tiempo en Burgos. Muestran, en una densa concentración referida al año 1938, el perfil humano de Mons. Escrivá de Balaguer en todas sus facetas: su enorme capacidad de trabajo; su heroico espíritu de pobreza, que entonces -y en muchas ocasiones futuras- comprendía el soportar gustosamente, con humor y sin quejas, la falta de lo más elemental; su serenidad y prudencia en las más difíciles situaciones; su pedagogía, que sabía combinar cariño y autoridad sin pedantería, con amor al sacrificio, fortaleza de ánimo y buen humor.

Pedro Casciaro brinda ejemplos elocuentes de todas estas actitudes (56). Por él sabemos que en la historia de la Obra ha habido no sólo personas santas y audaces que consiguieron cosas extraordinarias, sino también... algún que otro «jaimito». Este papel lo compartían, a conciencia, Paco y él mismo. Un ejemplo: el Fundador había recibido un regalo de su amigo, el Obispo de Pamplona: un sombrero negro, ya usado, pero que por lo menos serviría hasta que se pudiera comprar uno nuevo. Sin embargo, la compra se demoraba, pues el dinero apenas llegaba para pagar el hotel y la comida, y el pobre sombrero cada vez estaba más gastado y deslucido, de tal forma que llegó a tener un brillo verdoso. Con gran realismo se dieron cuenta de que tendrían que obligar al Padre... Pero ¿cómo? Hablar con él no servía de nada. «Decidimos -escribe Casciaro- "actuar"... En ese momento estábamos acabando de preparar el envío de un número de "Noticias"... De pronto se nos ocurrió una idea que nos pareció luminosa: ¿Y si recortáramos el sombrero en trocitos y los enviáramos de recuerdo a los que estaban fuera? Ellos se llevarían una alegría y el Padre..., al no tener sombrero que ponerse, no tendría más remedio que comprarse uno nuevo. Dicho y hecho. Creo que fui yo quien se decidió a cortar el primer trozo de fieltro. Una vez comenzado el desaguisado, no había más remedio que continuar, colaborando Paco con gran entusiasmo. Los recortes fueron lo suficientemente pequeños para no tener que aumentar la franquicia postal, que ya estaba puesta. Echamos al Correo inmediatamente los sobres, de modo que cuando volvió el Padre al Hotel ya no había cuerpo alguno del delito» (57).

Bien está lo que termina bien: tras una severa reprimenda, quieras que no, sombrero nuevo. Sin embargo, una segunda coacción de ese estilo, esta vez con respecto a una nueva sotana, fracasó plenamente. Dicho y hecho: rasgaron de arriba abajo y a conciencia, ris-ras, la parte de atrás de la vieja y gastada sotana, reluciente ya por el uso..., pero se equivocaron en las consecuencias: cuando volvieron a la habitación, don Josemaría estaba allí, sentado y cosiendo, con paciencia y sin decir una palabra, su «funda de paraguas», como llamaba a veces a su sotana. Y siguió llevándola durante mucho tiempo..., pero ahora con un aspecto todavía mucho peor (58).

Durante el día, mientras Albareda y los dos soldados iban a sus quehaceres, el Padre trabajaba muchas horas solo. En esos meses completó las «Consideraciones espirituales» del año 1934, que recibieron así su forma definitiva, publicada en 1939 bajo el título de «Camino». La mayoría de los puntos estaban escritos a mano, y prácticamente todos eran el resultado de su propia experiencia espiritual y del trato sacerdotal con hombres de carne y hueso, con personas que vivían en situaciones concretas de la vida real. El Fundador tenía por costumbre ir anotando en pocas palabras pensamientos, ideas y experiencias que le parecían dignas de ser fijadas por escrito. Para ello llevaba unas hojas sueltas en el bolsillo izquierdo de la sotana; cuando hablaba con una persona o cuando estaba con un grupo, en cosa de segundos -casi nadie se percataba- tomaba unas notas. Al principio las iba pasando a limpio usando una vieja máquina de escribir con bastante esfuerzo, pues para algunas cosas tenía poca habilidad manual; al afeitarse, se cortaba, y más de una vez, al querer borrar alguna cosa, raspando con una hoja de afeitar, hizo un agujero en el papel. Más tarde se acostumbró a dictar en cinta y a corregir el borrador (59).

También en Burgos dio forma al libro «La Abadesa de las Huelgas», del que ya hemos hablado. Muchas mañanas las pasaba en el archivo de ese monasterio de monjas cistercienses situado en las afueras de la ciudad, a donde se llega dando un pequeño paseo. Allí se dedicaba a estudiar unos documentos que tenían más de siete siglos (60).

El Padre dedicaba muchas horas del día al apostolado epistolar, que seguía siendo la única posibilidad para mantener el contacto con los miembros de la Obra y con los demás amigos. Pero las cartas, para él, no eran un sucedáneo, sino una expresión con valor propio de mutua simpatía humana; fue un apasionado escritor de cartas y, tanto en las muchas que durante su vida dirigió a todos los miembros de la Obra como en las cartas personales, sabía unir una naturalidad humana llena de cariño a un afán muy sobrenatural de dar testimonio del Amor de Dios. «Del "apostolado epistolar" -se lee en «Camino»- me haces un buen panegírico. -Escribes: "No sé cómo emborronar papel hablando de cosas que puedan ser útiles al que recibe la carta. Cuando empiezo, le digo a mi Custodio que si escribo es con el fin de que sirva para algo. Y, aunque no diga más que bobadas, nadie puede quitarme -ni quitarle- el rato que he pasado pidiendo lo que sé que más necesita el alma a quien va dirigida mi carta" » (61)..

Cada mes salía de Burgos una carta circular. Se enviaba a todos los frentes de guerra: al de Madrid, al de Teruel, al del Norte, al de Andalucía... Contenía comunicaciones del Padre, consejos y estímulo, consuelo y asistencia espiritual, así como copia de cartas que habían llegado a Burgos, pues no se trataba de una corriente epistolar de dirección única, que partía de Burgos, sino que muchos miembros y amigos de la Obra escribían con profusión; lo que era interesante para todos se recogía en las circulares. Así surgió una red de comunicación epistolar que funcionaba bien y que constituiría un factor importante para, al final de la guerra, recomenzar enseguida la labor.

El Opus Dei iba a cumplir diez años y parecía haber retrocedido enormemente. Pero las apariencias engañaban: como demostraría la enorme «explosión apostólica» en su segundo decenio, había crecido para dentro. «Seguimos trabajando -escribía el Fundador en marzo de 1938- con el mismo empeño de siempre. ¡Diez años de trabajo! Dentro del undécimo, que comenzará pronto, Jesús y yo esperamos mucho de vosotros. Ahora mismo en el cuartel, en la trinchera, en el parapeto, en el forzoso descanso del hospital, con vuestra oración y vuestra vida limpia, con vuestras contradicciones y vuestros éxitos, ¡cuánto podéis influir en el impulso de nuestra Obra! Vivamos una particular comunión de los santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora de la pelea con las armas, la alegría y la fuerza de no estar solo» (62).

Escribir era sólo una parte de su actividad burgalesa, y ni siquiera la más importante. El Fundador pensaba continuamente en el futuro de la Obra, en su fortalecimiento interno y en su expansión, que, sin duda, comenzarían en España en cuanto callaran las armas y se extenderían pronto a todo el mundo (63). Es decir, ahora era fundamental ganar a más «apóstoles de apóstoles» y seguir formando espiritualmente a los que ya habían dicho que sí. Pues para éstos la Guerra tampoco pasaba sin dejar huellas; aquellos hombres jóvenes estaban expuestos a todos los peligros del embrutecimiento, de la confusión sentimental y moral que puede traer consigo una guerra de larga duración y aún más una guerra civil. Hacía falta una gran firmeza interior, además de prudencia y tacto, para mantener y profundizar, en un ambiente militar, la vida de piedad y la actitud moral de un cristiano entregado. Las visitas que hacía a los hijos suyos que estaban en el frente suponían una gran ayuda; servían, entre otras cosas, para afianzarles en su vocación e impulsar su formación espiritual y ascética en el espíritu del Opus Dei, que también puede ser vivido entre soldados, como les aclaraba el Fundador. A veces, alguno sentía que le faltaban las fuerzas para seguir el camino de la vocación, y el Padre, entonces, iba a verle para tomarle de la mano y levantarle de nuevo. No fueron pocas las ocasiones en las que se sometió a viajes largos, incómodos y extenuantes, para apoyar a algunos de sus hijos, en cualquier sitio que estuviera, a veces cerca del frente. En este sentido, nunca le pareció excesivo ningún esfuerzo. Pero también hay que decir que su cariño era correspondido: los jóvenes soldados no escatimaban esfuerzos para, con sacrificio, ir a visitarle; muchos pasaban en Burgos gran parte del permiso -que solía ser muy breve- para poder estar con el Padre, o realizaban un viaje de veinte horas para poder hablar una sola vez con él.

Además del apostolado personal, realizaba, siempre que se lo pedía algún Obispo, una auténtica labor pastoral y de formación espiritual en bien de la Iglesia y de las almas: catequesis, retiros, ejercicios espirituales en el mismo Burgos y en Vitoria, en Avila, en Salamanca... Don Josemaría sabía transmitir a los que le escuchaban el convencimiento de lo que era más importante para ellos; no lo que les parecía más importante, sino lo que, bajo la luz del Espíritu Santo y con los ojos del Maestro, realmente lo era. En sus recuerdos, Casciaro (64) cuenta que un domingo el Fundador predicó un retiro en una iglesia burgalesa, a la cual concurrió un gran número de «intelectuales»: académicos, científicos, personalidades de relieve en la vida pública. Al ver a este público, comentó que le parecía ser un relojero que se encuentra en su taller, donde hay una enorme cantidad de valiosas piezas sueltas: ruedecillas dentadas de platino, puntos de apoyo de zafiro, etc. Esas piezas son para construir un reloj, pero si se intenta hacerlo, quizá se constate que no encajan bien unas con otras, con lo cual se tendría un reloj al que no se le podría dar cuerda o que, al cabo de pocos minutos, se pararía (65). «El reloj no funciona: ¡no me sirve! (diría el dueño) ¡Prefiero un despertador de cinco pesetas, de los que venden en Sepu!» Quizá a alguno le molestara la comparación, pero don Josemaría siguió diciendo que lo fundamental no es ser de platino, de oro o de zafiro, sino servir para un reloj que funcione bien, porque los mejores talentos, las capacidades más brillantes, el «material» más valioso adquieren valor sólo por el Amor y la rectitud con que se emplean en servicio de Dios y de los hombres.

Ya en otra ocasión había dicho que la cultura no podía ser un fin en sí misma, que la investigación científica no podía limitarse a «círculos cerrados» ni organizarse sobre la base de «sociedades de bombos mutuos»; que sería inadecuado «fabricar» intelectuales construyéndoles pedestales falsos, dirigir un instituto de investigación como un coto cerrado o utilizar una cátedra como arma de poder (66). «No se trata -así terminó aquella homilía en Burgosde estar en alto o en bajo, sino de servir a Dios y a los demás: de poner en alto a Dios, no de ponerse uno en alto; si lo hacéis así, ese trabajo vuestro sería entonces santo y santificador» (67).

Durante los dieciséis meses que don Josemaría permaneció en la zona nacional, desde diciembre de 1937 hasta el fin de la guerra, mantuvo relación con la «otra» España, principalmente a través de Isidoro Zorzano. Por medio de un amigo que vivía en Francia, podía mantener correspondencia frecuente. Su madre, sus hermanos y los miembros del Opus Dei que habían quedado en Madrid sufrían muchas dificultades, pero estaban bien.

En el verano de 1938 Alvaro del Portillo y algún otro pudieron salir de sus escondites e incorporarse al ejército republicano para intentar pasar también a la zona nacional, tal como había hecho Ricardo Fernández Vallespín unos meses antes que el Padre. El 12 de octubre consiguieron escapar por el frente de Guadalajara, que estaba estabilizado desde hacía mucho tiempo. El 14 de octubre llegaron a Burgos.

La guerra iba llegando a su fin. El territorio dominado por el gobierno de la República iba disminuyendo paulatinamente. Entre marzo y julio de 1938, las tropas franquistas consiguieron introducir una extensa cuña que llegó hasta el Mediterráneo, rompiendo en dos partes el territorio que aún tenían los republicanos: Cataluña quedó aislada del resto. Tras una cruenta batalla en el Ebro -la más sangrienta de la guerra-, comenzó la campaña de Cataluña, que sería muy rápida: el 26 de enero de 1939 caía Barcelona.

Las tropas nacionales entraron en Madrid el 28 de marzo, sin ninguna lucha, y al día siguiente las operaciones cesaron en todos los frentes (68). El 1 de abril de 1939, el cuartel general del Generalísimo dio el último parte: «la guerra ha terminado». Había durado dos años, ocho meses y catorce días y había costado la vida a más de un cuarto de millón de personas..

Josemaría Escrivá de Balaguer regresó a Madrid el mismo día 28 de marzo. En la calle Ferraz se encontró con las ruinas de la Residencia. Entre los escombros, lo único que halló fue un pergamino con unas palabras del Evangelio de San Juan que había hecho poner, enmarcado, en una habitación de la casa: «Mandatum novum do vobis, ut diligatis invicem; sicut dilexi vos, ut et vos diligatis invicem. In hoc cognoscent omnes quia me discipuli estis: si dilectionem habueritis ad invicem». «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros» (~,o 13, 34-35). Muy conmovido, lo recogió; seis meses más tarde 'encontraba su sitio en el nuevo Centro del Opus Dei en la calle Jenner, de Madrid.