V. CONQUISTADORES Y GRANOS DE TRIGO

Biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Un joven sacerdote del Opus Dei, recién ordenado, estaba dando una meditación en el oratorio de un Centro del Opus Dei. Sin que los demás se diesen cuenta, entró el Fundador y se sentó en el último banco. Cuando el sacerdote comentó que el fundamento de la vocación al Opus Dei es la humildad, Mons. Escrivá de Balaguer, en contra de su costumbre, le interrumpió diciendo: «No, hijo mío, la filiación divina».

Todos los hombres son hijos de Dios, su Creador. Los cristianos, además, lo saben -o deberían saberlo-, y no sólo en teoría, sino de forma existencial: Jesucristo les ha mostrado que Dios es Padre, y se lo ha mostrado no «en imágenes», sino en carne y hueso, en Sí mismo. En un libro dedicado a establecer las concordancias del Nuevo Testamento (1) se citan, referidos sólo a los cuatro Evangelios, ciento treinta y un lugares en los que el Señor da testimonio de la paternidad de Dios y, por lo tanto, también da la filiación divina del hombre; y se da testimonio de este hecho considerándolo como la realidad fundamental y central de la vida, como «el principio de Amor» de toda la Creación; Dios es Amor, y lo es como Padre que nos hace hermanos de su Hijo, quien, siendo consustancial a El, se ha hecho hombre. Éste es el núcleo central de la religión cristiana. La Revelación de Jesucristo como «Hijo del Padre», igual a Él en su esencia, es algo sobrecogedor..., y postular que la Sagrada Escritura no afirma nada sobre la Divinidad de Jesús, sino que esta afirmación sería tan sólo una «interpretación» posterior, es una afirmación sin fundamento. En mi opinión, aquella conversación de Jesús con Tomás ., Felipe en la noche anterior a la Pasión, que recoge el Evangelista Juan Un 14, 5-11), es una de las pruebas más conmovedoras, y a la vez más lógicas, de que Jesucristo es Dios y Hombre, una prueba que ningún «escritor piadoso» hubiera podido inventar. «Tomás le dijo: Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino? Le respondió Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre sino por mí. Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto. Felipe le dijo: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le contestó: Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo, no las hablo por mí mismo. El Padre, estando en mí, realiza sus obras. Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí.» Éste es el pasaje del Evangelio que, a mis diecinueve años, me hizo pasar de forma instantánea, en pocos segundos, de la fría situación marginal de una «religión» liberal-humanística al calor de la fe.Ahora bien, entre el darse cuenta de que se es hijo de Dios porque se es «hermano pequeño» de Cristo y el realizarlo realmente en la vida hay una enorme diferencia. La palabra «filiación divina» es uno de esos vocablos religiosos que se expresan muy fácilmente; parece sencillo, normal, quizá incluso un poco «simple». Pero ¡cuántas veces lo más sencillo es lo más difícil! La filiación divina, que Cristo explicó y vivió con la mayor perfección y autoridad posibles, es para cada cristiano la «programación» que la gracia hace en su alma por el Bautismo; pero, como el hombre es libre, es un programa que no «funciona» automáticamente, sino que tiene que ser elegido y querido como camino de Amor. Evidentemente, Mons. Escrivá de Balaguer no «descubrió» este camino, que es la esencia de toda vocación cristiana, pero lo predicó y lo vivió de nuevo, sentando las bases para que otras personas pudieran vivirlo; fue él quien predicó con palabras y con obras que esa «normalidad sobrenatural» de la filiación divina se tiene que vivir en la normalidad natural de la vida en el mundo. De una filiación divina realmente vivida se desprende todo lo demás: la humildad que aquel joven sacerdote había situado, con razón, en tan eminente lugar; la confianza, llena de fe; la alegría, la serenidad, la pureza, la sinceridad y el afán de servicio; el amor al Padre y a Jesucristo, hermano y Señor nuestro: un amor que se expresa en un trato continuo del alma con la Trinidad Beatísima, con la Virgen, con los santos, y se pone de manifiesto en la fidelidad a la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, y en la constante atención al prójimo, lo que también incluye el abrazar la Cruz. Y todo esto constituye una unidad que se proyecta en la vida, porque una filiación divina que realmente se vive, origina la unidad de vida; una unidad de vida que consiste precisamente en vivir realmente la filiación divina.

Éste fue el mensaje de Monseñor Escrivá; el Opus Dei es el camino para llegar a esa unidad de vida, un camino que Dios mostró al joven de Barbastro, haciéndole así «Fundador» y mandándole que abriera, ensanchara e hiciera transitable un camino que habrían de andar innumerables personas en el futuro. El Opus Dei es, pues, la familia de los que se esfuerzan realmente por recorrer este camino. A los primeros que vinieron a esa familia, que tanto habría de crecer en el futuro, los llamó Dios a través de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Lo cual quiere decir que los llamó «a través» de su filiación divina vivida en plenitud; es decir, a través de su oración, de su trabajo, de su lucha ascética; en una palabra: de su Amor; de un Amor que despertaba Amor en muchas otras personas.   

Cristóbal Colón y Josemaría Escrivá de Balaguer

Todo esto se daba dentro del marco de las actividades profesionales propias de don Josemaría, que para nada cambiaron a partir del 2 de octubre; es decir, se manifestaba como ejercicio de la profesión. Por lo tanto, si consideramos su plan de vida en un día cualquiera, obtenemos una impresión de primera mano de lo que es el Opus Dei en la práctica, pues la Obra es vida cotidiana, la vida cotidiana de Cristo: a Él se le ofrece, a Él pertenece. Don Josemaría Escrivá de Balaguer sigue cumpliendo sus tareas sacerdotales, que ya describimos, y, a través de ellas, conoce a muchas personas. A todas las trata con cariñoso afecto, con un optimismo contagioso, dándoles ánimos e interesándose por sus cosas; allí donde va, enseguida surge un ambiente de confianza. Desde un punto de vista humano, impresiona por su gran simpatía. El conocimiento lleva a la conversación; la conversación a la confesión; y, todo junto, a la dirección espiritual. Don Josemaría va desplegando poco a poco, ante aquellos que se le abren con confianza, toda la plenitud grandiosa de lo que significa «vocación cristiana» para un laico, enseñándoles, a la vez, a llenarse de esa plenitud gracias a cortos pasos que paulatinamente van siendo más largos. No les puede entregar un manual y decirles: «¡Tomad! Leed esto y sabréis lo que es el Opus Dei y cómo se hace...» Sólo puede mostrarlo a través de su propia vida y del ejemplo: sólo así puede invitar a sus amigos a seguirle y a intentar ejercitarse en la lucha por la santidad de la vida cotidiana. «A la vuelta de tantos siglos -escribe en 1932-, quiere el Señor servirse de nosotros para que todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificador y santificante de la vida ordinaria -del trabajo profesional- y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad y la confidencia» (2).

Monseñor Escrivá de Balaguer y los primeros que le siguieron me recuerdan en cierto modo a los descubridores. Fueron jóvenes con una gran capacidad de entusiasmo, con una sed espiritual de aventuras y con un corazón generosamente dispuesto para un camino rico en descubrimientos espirituales. Se reunieron con confianza en torno al Padre, que los guiaba, a su lado, hacia regiones desconocidas. Los caminos aún no existían: había que abrirlos. Acechaban peligros, que alguno no superaría. Esas regiones .de conquista no se pierden en la niebla de lo 'lejano ni son islas de leyenda, sino que están muy cerca: en el suelo que se pisa, en los alrededores donde viven los vecinos y los colegas y los conciudadanos. Sin embargo, sigue siendo terra incognita, tierra por descubrir.

Aunque la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo con sus millones de miembros, vive y actúa desde hace mil novecientos noventa años en la Historia de la humanidad, ahora se ha recibido un nuevo impulso, definitivo y lleno de vida, para poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas. La Iglesia ha conocido, a lo largo de su historia -también la contemporánea-, muchos de estos grandes impulsos «renovadores» e «innovadores». Gran fuerza espiritual y docente tuvo el Concilio Tridentino y los años posteriores. ¡Qué imponente el número de santos en la época de la Contrarreforma y también en los siglos XIII y XIX! Y el romanticismo europeo, ¿no fue en buena parte también una « renovatio catholica»? Sin embargo, hemos de reconocer un hecho innegable: los últimos quinientos años, con el Renacimiento, el Humanismo, el Protestantismo, el Siglo de las Luces, los diversos socialismos -sin entrar en juicios y dejando de lado el papel que puedan tener en el plan divino de salvación-, han mostrado y demostrado que la «impregnación del mundo con el espíritu cristiano» fue mucho menor de lo que se tiende a creer al ver tantos testimonios de la cultura cristiana. Entre las convicciones más duras, pero más necesarias, que el siglo xx ha traído a los cristianos que no quieren seguir durmiendo, sino despertar del sueño, se cuenta la de que la «cultura cristiana», con sus catedrales y conventos, sus esculturas, cuadros y libros, sus costumbres y usos, es una cosa, y otra muy distinta la santidad personal de los cristianos, su identificación con Cristo. Esas dos cosas no van necesariamente unidas; incluso podríamos decir que la grandeza y la belleza de la cultura cristiana pueden servir como excusa o como coartada, provocando un insuficiente seguimiento personal de Cristo, encarnado individualmente: la «cultura cristiana» puede ahogar la «santidad», sin que la conciencia del hombre de la calle sea capaz de distinguir entre los dos conceptos.

A la luz de estas consideraciones, la figura de Monseñor Escrivá de Balaguer, su mensaje y el Opus Dei adquieren su verdadera dimensión histórica y salvífica, pues de ese mensaje se desprende que la belleza y la riqueza de los caminos y de las obras cristianas caracterizadas por lo especial, lo extraordinario (que glorifica a Dios y que, por eso, podemos y debemos admirar y querer), no debe excluir el impregnar el mundo con el fermento de Cristo por medio de personas corrientes que aspiran a alcanzar la santidad en la vida ordinaria, que es, para ellos, lugar y medio de santificación. «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Tes 4,3). En este punto -hoy como ayer- estamos comenzando... y no sólo eso, sino que tenemos mucho terreno que recuperar.Explicaba el Fundador del Opus Dei el significado de todo esto en una homilía que se ha hecho famosa; fue pronunciada el 8 de octubre de 1967 ante los estudiantes, profesores, empleados y amigos de la Universidad de Navarra, reunidos en Pamplona: «Debéis comprender ahora -con una nueva claridad- que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir» (3). Cuando no lo descubrimos, entonces -digámoslo con palabras de Mons. Escrivá de Balaguer- «el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él » (4)

Es el mismo Fundador del Opus Dei quien nos dice que esto, y nada más que esto, era el núcleo de lo que había predicado ya treinta y nueve años antes: «Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarles así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida): interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena d¡e pequeñas realidades terrenas. ¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser -en el alma y en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca» (5).Este encuentro, este descubrimiento, tiene sus particularidades: nadie puede realizarlo por los demás, cada uno tiene que hacerlo por sí mismo. Cuando Cristóbal Colón llegó a América buscando el camino occidental hacia las Indias, realizó un descubrimiento único en lo subjetivo y de validez universal en lo objetivo. Ese Nuevo Mundo aportaba una masa ingente de «materia prima» para el esfuerzo humano, para la lucha y el sacrificio, para victorias y derrotas; un tesoro en bruto en el que todo estaba por hacer, sin excluir trabajos, sufrimientos, heroicidades y crímenes..., pero excluyendo, eso sí, una sola cosa: ncp podía ser descubierto otra vez; desde el 12 de octubre de 1492, América existía para todos los hombres; también antes había existido, pero sólo a partir de ese momento empezaban a tener conciencia de ello.

Ahora bien, para tener esa conciencia no hace falta emprender personalmente el viaje e investigar si Colón ha tenido razón con su descubrimiento. Esta es la diferencia, notable diferencia, respecto al descubrimiento espiritual que realizó Mons. Escrivá de Balaguer: Dios espera a los hombres en medio del mundo; Dios quiere que el hombre le encuentre en la vida cotidiana, en la vida de ese hombre de la calle, que quiere dar forma al mundo; Dios quiere que el hombre sea su colaborador a la hora de cristianizar el mundo, y desde el principio de la creación ha previsto que debe colaborar mediante el ejercicio normal de todas las actividades humanas, personales o sociales, que no son pecaminosas... Y todas esas tareas deben ser realizadas en unión con Cristo, para poder ofrecerlas a Dios. Pero este descubrimiento no es transferible; sólo se hace realidad cuando cada cual, personalmente, lo realiza. Por eso, para todo aquel que no se pone en camino y trata de encontrar a Cristo (al Cristo vivo, es decir, también al Cristo con la Cruz) en las «cosas pequeñas» de cada día, identificándose así con Él, la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer y su mensaje no son más que una especie de fantasía.Si se establecen bien los términos, la comparación entre Cristóbal Colón y Mons. Escrivá de Balaguer (que no es, en principio, más que una ocurrencia mía) tiene consecuencias tan sugerentes, que me voy a permitir profundizar algo más en ella. Sabemos que América, antes del «Descubrimiento», ya había sido «encontrada» varias veces por pueblos provenientes de Europa. Pero la llegada de quién sabe qué barcos vikingos en los siglos x y xI no tuvo consecuencia alguna: la escasa o nula toma de conciencia de aquellos navegantes, así como el contexto global de la época (en lo intelectual y religioso, en lo económico y social), impidieron que aquel suceso se convirtiera en un hecho de resonancia universal. Y es que, en la humanidad y en la cristiandad, todavía no existía «demanda» de un Nuevo Mundo; no había llIgado la hora, el «kairós». Por eso, todo el asunto volvió a caer en el olvido o, por lo menos, en el claroscuro de la leyenda, tal y como había caído el saber que antaño se tuviera de que la tierra es redonda.No es que los hombres, antes del descubrimiento de América, hubieran permanecido inactivos en lo que se refiere a la exploración y la conquista del mundo; lo que sucedía era que miraban en otra dirección; se centraban en Europa y en los países mediterráneos o se dirigían hacia el oriente; sólo relativamente tarde empezaron a interesarse también por el África central o meridional. Para que Cristóbal Colón pudiera entrever y realizar su misión de cara a la historia universal fue preciso que, a finales del siglo xv, se produjera, junto a un desarrollo multisecular de Europa en la historia de las ideas, una conjunción muy singular de factores políticos y económicos, especialmente en el mundo ibérico, con su especial desarrollo del poder real gracias a la unión de Castilla y Aragón y su situación geográfica. Por otra parte, la biografía del navegante genovés fue, entre su nacimiento en 1451 y aquel viernes 12 de octubre de 1492, en el que a las dos de la mañana vio la tierra que habría de ser como la avanzadilla del «Nuevo Mundo» (la costa de la isla Guanahaní, que más tarde se denominaría San Salvador), como una larga preparación para llevar a cabo su misión. Sabemos, además, que, al otro lado del Atlántico, las culturas precolombinas estaban sumid s en la decadencia. En definitiva: había llegado la hora.Pues bien, lo que quiero ostrar con esta comparación entre estos dos descubridores de un, mundo nuevo -geográfico o espiritual- es que también aquí llo que Dios mostró a Josemaría Escrivá de Balaguer el 2 de octubre de 1928 (lo que luego se convirtió en el contenido de su mensaje y en la realidad del Opus Dei) era «conocido», y más que conocido, pues en los tres primeros siglos del cristianismo había sido lo normal y corriente. Mucho antes de que hubiera «padres del desierto» y «eremitas», órdenes religiosas y conventos, en las ciudades del inmenso imperio romano multitud de cristianos habían llevado una vida completamente normal como ciudadanos del imperio, cada uno en su estado, como solteros, casados o viudos, como terratenientes o funcionarios, como militares o civiles, como libres o esclavos, como niños, hombres o mujeres... Para ellos no existía otra cosa que esa vida normal, y por eso estaban convencidos de que en ella habían de santificarse y hacer apostolado para que así aumentara el número de los cristianos. ¿Dónde habrían de hacerlo, sino en la vida corriente? ¿Cómo habrían de hacerlo, sino por la santificación de la vida ordinaria? Los primeros mártires y la gran mayoría de los cristianos que fueron asesinados por su fe no eran personas en una situación especial, sino miembros normales y corrientes de las comunidades cristianas, del «pueblo»... Fue más tarde, a lo largo del multisecular desarrollo histórico de la cristiandad y de la Iglesia, cuando se fue oscureciendo la conciencia de que hay que «empapar» el mundo con el espíritu cristiano, algo que, normalmente, sólo pueden realizar los' que viven en el mundo y que sólo excepcionalmente se puede llevar a cabo desde fuera, actuando ab externo

Es indudable que en y a través de los conventos se han dado -y se siguen dando- estupendas floraciones de vida cristiana y un tesoro inabarcable de santidad, muy digno de veneración, en y a través de los conventos, y a nadie se le ocurrirá querer prescindir de la herencia monástica de milenio y medio, o negar o despreciar su importancia; ahora bien, precisamente quien ama ese tesoro y quiere conservarlo y tomarlo como punto de partida para un nuevo futuro de la Iglesia sabe que sólo será posible cuando se reconozca de nuevo como norma habitual de la existencia cristiana la santidad de los primeros cristianos, una santidad que Mons. Escrivá redescubrió,, concretó y puso como fundamento de la misión cristiana en el' mundo; santidad que el Concilio Vaticano II presentó ante la cristiandad como norma universal, válida en todo tiempo.Y, como en el caso de Colón, la misión de Mons. Escrivá de Balaguer -aquel redescubrimiento espiritual- requería una preparación, un largo desarrollo en la historia de la Iglesia y una evolución de las ideas, así como las duras pruebas que la Iglesia ha tenido que superar en los últimos quinientoss años. Necesitaba que se produjeran esas situaciones históricas tan especiales que se han dado en el primer y segundo tercio de nuestro siglo en España, en Europa, en el mundo y también dentro de la Iglesia. Y, sobre todo, precisaba la preparación del «descubridor», de la que ya hemos hablado. Del año 1928 se puede decir lo mismo que del año 1492: había llegado la hora...

Cristóbal Colón-Josemaría Escrivá de Balaguer: dos descubridores; sirviendo a España el uno, español el otro. Los dos habían tenido antecesores: varias veces se habían hecho los navegantes a la mar rumbo al occidente, pero los vientos contrarios y las circunstancias adversas les habían obligado a volver sobre sus pasos... El que el apostolado e los laicos es necesario, el que es preciso activar al «pueblo de ios», el que se debe y se puede santificar la vida corriente, ya habían sido expresados antes de la fundación del Opus Dei. Se habían expuesto esas ideas y se había tratado de realizarlas: basta nombrar a San Francisco de Sales (6), a San Vicente Palotti (7), al Movimiento de Oxford y al Cardenal Newman (8), a las declaraciones de los Papas Pablo III, Pío VII, Pío IX, León XIII y Pío X (9). Sin embargo, estas iniciativas no abordaban el problema con toda su hondura y radicalidad, porque su punto de partida no era la vida del laico en su propio estado, con una llamada específica a a santidad. Intentaban acercar el estado del laico al del religioso, con una consecuencia casi inevitable: la de prestarle al hombre corriente de la calle una espiritualidad cuasi-religiosa, extraña a su propio estado.

Colón y Mons. Escrivá de Balaguer: hombres atrevidos, sin miedo, totalmente convencidos de la existencia de una providencia divina, perseverantes, dispuestos y capaces para los mayores sacrificios y esfuerzos... Ambos realizaron lo que se les había encomendado. Tuvieron que poner en movimiento una vigorosa activación de la potencialidad humana que parecía olvidada. Realizaron una revolución de gran alcance que paulatinamente se fue haciendo visible en todas sus !dimensiones y consecuencias. A ninguno de los dos les faltaron enemigos: el descubridor del Nuevo Mundo retornó en 1500 de su tercer viaje a América... encadenado. Al Fundador del Opus Dei se le calumnió tanto a comienzos de los años cuarenta en España, y sobre todo en Madrid y Barcelona (le llamaban hereje y masón), que en más de una ocasión temió verse encarcelado, por lo que tuvo que esconderse o disimular su propio nombre. Pero aquí terminan los puntos de comparación que parten del concepto común de «descubrimiento». Pues mientras que Cristóbal Colón casi no tuvo ninguna influencia sobre las consecuencias de su hecho ni sobre su desarrollo, porque no era necesario, la naturaleza del «descubrimiento» de Monseñor Escrivá implicaba el que él mismo tuviera que extenderlo y profundizarlo hasta que llegara a formar parte del tesoro de la Iglesia en tiempos futuros y de la conciencia de la humanidad. Cristóbal Colón murió convencido de haber descubierto el camino occidental hacia las «Indias»: otros hicieron de aquellos países «América». Mons. Escrivá de Balaguer no sólo fue el primero en pisar las nuevas «tierras» de la santidad laical, sino que además, con la gracia de Dios, fue formando el pueblo que habría de habitar, cultivar y extender aquellas «tierras».

 «Fundamentos de piedra y granito»

Durante el mes de junio de 1981 hice un viaje por España. Pensaba que una «inspección ocular» enriquecería los trabajos preliminares de este libro. Deseaba ver la tierra, el paisaje, los lugares en los que había vivido el Fundador del Opus Dei. Me detuve primero en Roma; y allí, en Villa Tevere, puedo decir que casi aspiré el ambiente de la vida cotidiana, de Mons. Escrivá de Balaguer. Había vivido allí durante treinta años: resultaba fácil evocar su presencia física al recorrer los pasillos, las salas de estar en las que se reunía con sus hijos, su mesa de trabajo, su oratorio... Pero yo buscaba los comienzos: por eso pasé de la cripta silenciosa en la que reposa su cuerpo, bajo' el oratorio de Santa María de la Paz, a las calles ruidosas y llenas de luz de Madrid, en las que había desgastado muchos pares de zapatos con el ir y venir de sus afanes apostólicos. Quería visitar aquellos lugares en los que había crecido el Opus Dei. Mis amigos comprendieron este deseo, retrasaron un poquito el reloj del tiempo (¿qué es medio siglo en la historia de la humanidad?) y me acompañaron en su recorrido por los años treinta, siguiendo las huellas de don Josemaría.

En el capítulo anterior hemos hablado ya de los hospitales en los que atendió espiritualmente a innumerables pacientes. Eran, por lo general, personas pobres, que vivían en la miseria y sin ayuda de ningún tipo. Muchos sufrían enfermedades incurables y don Josemaría los atendió no sólo como sacerdote, administrándoles los Sacramentos, consolándoles y queriendo reconciliarles con Dios, sino también como hermano: les prestaba los servicios más humildes, que no resultaban precisamente ni «estéticos» ni agradables. No solía hacer estas labores solo: a partir de 1931, por lo menos, le acompañaban -sobre todo los domingos por la tarde- algunos jóvenes que había ido conociendo a través de sus variadas actividades profesionales (como sacerdote, como estudiante y docente, como catequista, renovando viejas amistades o reuniendo nombres entre sus alumnos o entre las personas que se confesaban con él), jóvenes a los que había «contagiado» su amor a Dios y al prójimo. No les daba conferencias sobre «Problemas sociales en los hospitales de Madrid» o sobre «Mejoras en la estructura de la atención médica a las clases pobres»; sencillamente, les decía: acompañadme, que-el domingo ,vamos al Hospital General a ayudar; en esta sala hay que cortar las uñas a los pacientes, lavarles el pelo, peinarles y hacerles las camas, y en aquella otra hay que volver a limpiar las escupideras, los vasos de noche y las bañeras...Esta preocupación por los enfermos no es ninguna «novedad»; su atención y la de los pobres ha sido, desde siempre, una de las actitudes básicas del espíritu cristiano; las órdenes hospitalarias y caritativas, por ejemplo, han actuado benéficamente en este sector, y lo siguen haciendo, aunque, en nuestros días, el cuidado de los enfermos y de los pobres se ha especializado, profesionalizado y comercializado, con su jornada laboral de ocho horas, su pago según convenio, su explosión de gastos y su falta de personal: un problema social y médico de primera magnitud. Nada tenemos que objetar contra la profesionalización, pero sería fatal que ésta llevara a los hombres, y especialmente a los cristianos, a dispensarse internamente de los deberes fundamentales de la caridad. Y como el Fundador del Opus Dei tenía que volver a traer al mundo, de forma nueva, la conciencia de la unidad de una vida cotidiana de identificación con Cristo, tenía también que enseñar a los primeros a vivir esta unidad de trabajo profesional, vida interior . y obras de misericordia; es decir: tenía que vivirla con ellos. Nadie llega a la Obra sin haber conocido esta unidad tridimensional de la vida cristiana.Siempre recordó el Fundador de la Obra que, entre las muy diferentes actividades que pueden ponerse en práctica para la formación de la juventud, «dos son obligatorias:' la catequesis y la visita a los pobres»; la eficacia de las demás dependerá de su entraña apostólica (10). «Empezamos a llamar pobres de la Virgen a las personas que íbamos a visitar -contaría más tarde-. Al chico que no tenía ninguna preocupación de apostolado le reventaba ir, y no iba. De este modo se hacía ya una selección»(11).

Destacaba siempre que la visita a los pobres o enfermos era más importante para el que la hacía que para el que la recibía: era un medio de formación imprescindible en la vida cristiana. Don Josemaría Escrivá de Balaguer no quería que se utilizara en este contexto la palabra «social», que le parecía rimbombante y exagerada. «Con estas sencillas visitas -escribía en 1942- no vamos a resolver ningún problema social. Explicadlo así a los chicos: se trata de llevar un pequeño regalo extraordinario que conforte a un pobre, a un enfermo, a alguno que está solo; hacer que pase un rato agradable, prestarle quizá un pequeño servicio, nada más... Lo entenderán enseguida, si van teniendo vida interior; y si además saben que hacemos esto también para honrar a Nuestra Señora» (12). «No tratamos tampoco con estas visitas de despertar superficiales inquietudes sociales. Se trata -ya os lo he dicho- de acercar esta gente joven al prójimo necesitado. Nuestros chicos de San Rafael ven -de una manera práctica- a Jesucristo en el pobre, en el enfermo, en el desvalido, en el que padece la soledad, en el que sufre, en el niño» (13). Y lo que valía para aquellos primeros que acompañaban al Fundador, siempre seguirá siendo válido: «Este contacto con la miseria o con la humana debilidad es una ocasión de la que suele valerse el Señor para encender en un alma quién sabe qué deseos de generosas y divinas aventuras» -por algo he hablado antes de los «descubridores» de Escrivá-. «A la vez, sensibiliza a los más jóvenes, para que tengan siempre entrañas de justicia y de caridad» (14).

Recordaba estas palabras al recorrer las estancias del Hospital General de Madrid, que se encuentra en la callé de Santa Isabel.

Estábamos en pleno verano madrileño: la mañana era calurosa y deslumbrante. Aunque no vi más que un inmenso edificio vacío, que se encontraba en obras para dedicarlo a otra finalidad, me produjo la impresión de un viejo coloso algo fantasmagórico. En Alemania ya casi no quedan hospitales así: éste me recordaba mi época de estudiante de medicina, y no me resultaba difícil imaginarme los pasillos interminables, las salas abarrotadas de camas -casi cien-, los altos ventanales por donde se filtraba con dificultad la luz del sol, las lánguidas bombillas colgando del techo, sin pantallas, las pertenencias del enfermo sobre un taburete junto a la cama... Así sería, más o menos, el Hospital General de la Diputación Provincial de Madrid hacia 1930.

Tuve la misma sensación al pasar por el lugar donde estuvo el Hospital de la Princesa y, sobre todo, ante los pabellones del Hospital del Rey, inaugurado en 1925 y destinado a los enfermos infecciosos (con tifus, viruela, disentería o, principalmente en aquel tiempo, tuberculosis).

Como consecuencia de la legislación anticlerical de 1931, se había suprimido del presupuesto de este hospital el dinero destinado a la capellanía, y los gastos derivados de la atención sacerdotal corrían a cargo de las religiosas que lo atendían. En esta situación, don Josemaría Escrivá se prestó a colaborar gratuitamente.

En el verano de 1931 había dejado la Capellanía del «Patronato de Enfermos» para dedicarse más plenamente a la labor que Dios le había señalado cuando le hizo ver la Obra, que, recién nacida todavía, ya crecía y se iba desarrollando.

El Hospital del Rey estuvo atendido por un joven sacerdote asturiano, don José María Somoano Verdasco, hasta 1932, año en que falleció. Era un buen amigo del Fundador y pertenecía al Opus Dei. Hombre de ardiente amor a Cristo y con profunda preocupación por las almas, tenía un gran cariño a don Josemaría, y había comprendido el Opus Dei con tal profundidad que había visto claro que también un sacerdote diocesano podía recibir la llamada a la santidad, propia de todos los miembros del Opus Dei. En el poco tiempo que pudo estar junto al Fundador, Somoano fue un precursor de algo que sólo se haría una realidad jurídica muchos años más tarde, cuando los sacerdotes diocesanos pudieron pedir la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Todavía era muy joven cuando murió el 16 de julio de 1932, envenenado, quizá, por algún fanático del odio. En la breve nota necrológica (15) que don Josemaría Escrivá dedicó a su amigo indica que, antes de que supiera nada del Opus Dei, un día le descubrió -creyéndose solo- en el oratorio, ofreciéndose a Jesús en voz alta como víctima «por esta pobre España», en la que se iba extendiendo el odio a Dios y a su Iglesia y en la que, precisamente en los años 1931 y 1932, aumentaban la persecución religiosa y las quemas de iglesias y conventos. «Nuestro Señor Jesús -se sigue leyendo en ese documento- aceptó el holocausto y, con una doble predilección, predilección por la Obra de Dios y por José María, nos lo envió: para que nuestro hermano redondeara su vida espiritual, encendiéndose más y más su corazón en hogueras de Fe y Amor; y para que la Obra tuviera junto a la Trinidad Beatísima y junto a María Inmaculada quien de continuo se preocupe de nosotros» ... «Yo sé -así termina el Fundador- que harán mucha fuerza sus instancias en el Corazón Misericordioso de Jesús, cuando pida por nosotros, locos -locos como él, y... ¡como Él!-, y que obtendremos las gracias abundantes que hemos de necesitar para cumplir la Voluntad de Dios.»

Este texto deja entrever algo muy importante: la Obra de Dios había recibido su nombre con pleno derecho; el nombre significa que no puede faltar la Cruz, una Cruz que llega hasta el testimonio cruento. El Opus Dei no sólo se preparó y nació con ayuda de los sufrimientos que ofrecieron los pobres, enfermos y moribundos; para que la Obra echara raíces perdurables en la sociedad humana y para que creciera era además necesario el martirio de algunos de los primeros miembros; sin el martirio no se puede establecer en el mundo nada que sea santo; por eso, los fundamentos de la Obra tenían que contener también la entrega de la vida (no en sentido «metafórico», sino en sentido real, físico) de algunos de los primeros que don Josemaría había reunido y que Dios escogió para esta entrega de su vida, una entrega aceptada con amor y con alegría. Pero, de acuerdo con el espíritu de la Obra, habría de ser un martirio callado, dicreto y escondido, no un martirio «ante los bastidores de la historia».También otro sacerdote que, como Somoano, quiso unirse a la Obra llegó a ser, como él, un «mártir silencioso»: don Lino Vea-Murguía, asesinado en Madrid durante la guerra (16).

Unos cuatro meses después del fallecimiento de Somoano, el 5 de noviembre de 1932 moría el ingeniero Luis Gordon, uno de los primeros laicos del Opus Dei. Tenía más o menos la misma edad que don Josemaría y era uno de los que le ayudaban en sus visitas a los hospitales. «Ya tenemos dos santos: un sacerdote y un seglar», escribía poco después el Fundador (17), que, a continuación, diseñaba, con trazos sucintos, una biografía del fallecido y, a la vez, una versión breve de lo que se espera de un miembro de la Obra: «Buen modelo: obediente, discretísimo, caritativo hasta el despilfarro, humilde, mortificado y penitente..., hombre de Eucaristía y de oración, devotísimo de Santa María y de Teresita (del Niño Jesús)..., padre de los obreros de su fábrica, que le han llorado sentidamente a su muerte». En esta nota necrológica de «nuestro hermano Luis», el Fundador expresaba su firme convicción de que los miembros y amigos del Opus Dei que han fallecido siguen apoyando la Obra con su intercesión constante desde el purgatorio o desde el Cielo, formando así como la «columna vertebral» -sobrenatural y santa- de sus hermanos que luchan en la tierra.Tan sólo diez meses más tarde, el 13 de septiembre de 1933, víspera de la Exaltación de la Santa Cruz, moría en el Hospital del Rey María Ignacia García Escobar, una de las primeras mujeres del Opus Dei.Don

Josemaría le había explicado algunas cosas, pero María Ignacia había sido introducida en profundidad en el espíritu de la Obra por el capellán del Hospital del Rey, José María Somoano, de quien ya hemos hablado. «María -le dijo ya en 1931-, hay que pedir mucho por una intención, que es para bien de todos. Esta petición no es de días: es un bien universal que necesita oraciones y sacrificios, ahora, mañana y siempre» (18). En la primavera de 1932, María, que ya estaba enferma, pidió la admisión en la Obra; poco después se le diagnosticó una tuberculosis intestinal que haría necesarias varias operaciones; comenzó así un largo camino de dolor. María Ignacia García Escobar tuvo conciencia cierta de estar haciendo la Obra de Dios desde su cama en el Hospital: «Hay que cimentarla bien -escribe en su diario-. Para ello, procuremos que los cimientos sean de piedra de granito, no nos ocurra lo que-a aquel edificio de que habla el Evangelio, que fue edificado en la arena. Los cimientos, ante todo; luego vendrá lo demás» (19). «La oración y el sufrimiento -escribió don Josemaría inmediatamente después de su fallecimiento- han sido las ruedas del carro de triunfo de esta hermana nuestra. No la hemos perdido: la hemos ganado. Al conocer su muerte, queremos que la pena natural se trueque pronto en la sobrenatural alegría de saber ciertamente que ya tenemos más poder en el cielo» (20).

En septiembre de 1931 el Fundador había aceptado el puesto de capellán en el Patronato de Santa Isabel. Este Real Patronato (como se llamaba antes) comprendía un colegio que llevaban las monjas de la Asunción y un convento de Agustinas Recoletas fundado en 1589 por el Beato Alonso de Orozco (21), con el apoyo del Rey Felipe II. Los dos conventos tenían en común la iglesia de Santa Isabel. Aquí era donde don Josemaría celebraba Misa y confesaba. A partir de 1934 pasó a ser Rector del Patronato y a vivir en la casa rectoral, situada junto al convento. Este cargo lo mantendría hasta 1946, en que trasladó su residencia a Roma.

No han cambiado el aspecto exterior de la Iglesia ni el del convento; siguen teniendo una fachada amarillenta o gris, sin adorno alguno: no llaman la atención en medio de una lisa hilera de casas. El interior es más bien pobre; a la izquierda del sencillo altar está la reja que separa el coro de las monjas del resto de la iglesia. No existe ya en España casi ningún otro lugar tan íntimamente unido a la historia de la fundación y de la «infancia» del Opus Dei como este Patronato de Santa Isabel. Ignoro si posee valiosas obras de arte, como afirma una postal de «El Niño de Monseñor Escrivá». Para el historiador el verdadero tesoro del convento es precisamente esa imagen del Niño Jesús en madera barnizada. Una simpática monjita nos la enseñó en el locutorio; es una figura de unos treinta centímetros, tallada seguramente en el siglo XVII: un niñito de unos cinco meses, desnudo y tumbado, que cruza gentilmente sus piernecitas y sus bracitos; la cabeza está vuelta hacia la derecha; la cara está enmarcada por el pelo, que llama la atención porque parece muy de persona mayor. La expresión de los ojos semicerrados, de las delgadas cejas, de la nariz ya marcada y de la pequeña boca, alrededor de la cual parece jugar una levísima sonrisa, es, curiosamente, de alguien que sabe y se entrega; una expresión que, cuanto más se mira, tanto más parece reflejar todavía el paso del cielo a la tierra. La buena religiosa nos explicó (y la postal también lo dice) que esta imagen se venera por los fieles, tradicionalmente y hasta nuestros días, durante la Navidad. Pero ¿por qué se llama «el Niño de Monseñor Escrivá»? Nos dice la monja que el Fundador del Opus Dei, aquel joven sacerdote que amaba con locura la Eucaristía y vivía entregado a la oración, según se recuerda todavía, seguramente recibió del Niño divino muchas gracias para su vida interior. «Se cree que le concedió una gracia muy extraordinaria...» Según atestigua la religiosa, don Josemaría, con permiso de la Madre Priora, llevaba a menudo la imagen a su casa y siempre que la devolvía estaba profundamente conmovido y radiante de felicidad.

Desde hace dos mil años, millones de cristianos han repetido estas palabras: «Padre nuestro...», pero eso es una cosa, y otra muy distinta experimentar, en la propia vida, que esa relación filial con Dios, tratándole como Padre, que pasa a través de la Humanidad de Cristo, es tan concreta, tan real, que comprende todas las demás relaciones que puede haber sobre la tierra, y las eleva a la plenitud que les corresponde. Posiblemente, como tantos otros cristianos de todos los tiempos, algunos lectores de este libro sabrán ya, en mayor o menor medida, lo que supone, en su propia existencia, ese vivir sabiéndose «hijo de Dios». Porque no basta con saberlo «en teoría». Hay muchos que se esfuerzan por mantener y profundizar esa filiación por medio de la oración, de los Sacramentos, de la lectura del Evangelio, del fortalecimiento de la vida interior; pero sólo la gracia concede al alma esa luz interior que le hace ver el sentido último de esa filiación. El Fundador del Opus Dei recibió esa gracia de modo muy singular, adecuada para la misión que Dios le había confiado. No hay que pensar, por esto, en situaciones espectaculares: su profundo sentido de la filiación divina le llevaba al completo abandono en las manos paternales de Dios precisamente en esas situaciones que, consideradas en sí mismas, parecen insignificantes. Lo que sobre la filiación divina narran los Artículos del Postulador puede servir de ejemplo: A comienzos del verano de 1931 -se lee allí- «advirtió con una luz muy viva el sentido de la filiación divina, que constituye el fundamento de la espiritualidad del Opus Dei» (22). Él mismo habló de ello: se encontraba «en momentos humanamente difíciles, en los que tenía sin embargo la seguridad de lo imposible -de lo que hoy contempláis hecho realidad-» (23).

En esa situación, humanamente tan poco esperanzadora, según recuerda, «sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía; la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración» (24).

Ese espíritu de filiación divina suele encontrar un obstáculo en el alma: esa incapacidad -tan comprensible humanamentepara ver la relación que existe entre ese confiado abandono en las manos de nuestro Padre Dios y la realidad dolorosa de la Cruz. Muchos hombres -incluso cristianos- llegan a echarle la culpa a Dios de las crueldades, los atropellos y las injusticias humanas. Y algunos, en sus protestas, llegan a hacerle reproches a Dios: «Cómo puedes permitir que me suceda esto y lo de más allá si eres mi Padre y me quieres...». Y sigue una larga retahíla de amarguras y de sufrimientos. Realmente, no se puede decir que esta actitud no sea la de un niño, porque los niños, a veces, son un poco tontos y se enfadan y patalean absurdamente... Además, la existencia del dolor, sus causas, su sentido y sus consecuencias nos resultan tan incomprensibles como su enormidad. Pero si no luchamos, esa actitud puede llevarnos a la pérdida del Amor y de la fe. Los teólogos y los escritores eclesiásticos de todos los siglos (empezando por San Pablo) han librado verdaderas batallas en su interior para aceptar el insondable misterio de la Cruz, que es el misterio del amor paternal de Dios. Para Mons. Escrivá de Balaguer la filiación divina, la santificación del trabajo, el apostolado y la aceptación de la Cruz (mejor dicho, el amor a la Cruz) forman una unidad en la que todo depende de todo, en la que todo se condiciona y se presupone mutuamente.

No sabemos de qué tipo fue la cercanía mística del Niño Jesús que proporcionó a Mons. Escrivá de Balaguer la imagen del convento de Santa Isabel. Pero yo me imagino que el que llega amorosamente a la contemplación del Niño Jesús (que el arte ha representado tantas veces) empieza a ver con el tiempo una corona casi imperceptible sobre su cabeza, en la que apuntan ya unas pequeñas y tiernas espinas. Una corona que se convertirá, en los días de su Pasión, en terrible instrumento de martirio, con sus espinas punzantes y dolorosas... En ese verano de 1931, en el que se dio cuenta, de forma casi física, de que la filiación divina está en el centro de la vida de cada hombre, comprendió también, con la misma fuerza, que la Cruz es el corazón de la existencia humana. Durante la Santa Misa, en la festividad de la Transfiguración del Señor, que en la diócesis de Madrid se celebraba el 7 de agosto, «recibió otra luz clara del Cielo y desde entonces predicó con más fuerza y con incansable insistencia la necesidad apostólica de "poner a Cristo en la entraña de todas las actividades humanas", mediante un trabajo santificado, santificante y santificador, realizado por personas que se unen a Cristo Crucificado con una sólida vida interior de oración y de penitencia» (25).

Ese engarce entre la filiación divina y el sufrimiento humano es un tema sobre el que el Fundador del Opus Dei habló muchas veces. Las páginas más bellas, en este sentido, se encuentran, quizá, en el «Vía Crucis» que se publicó en 1981 como obra póstuma. «Dios es mi Padre -leemos en la meditación sobre la primera estación: "Condenan a muerte a Jesús"-, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo» (26). Considerando la séptima estación: «Jesús cae por segunda vez», Mons. Escrivá advierte: «Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida» (27). Y en la novena estación, «Jesús cae por tercera vez», lo vuelve a recordar: «¿Me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos» (28).

Si la filiación divina es la forma de la relación entre Dios y el hombre, y si el corazón de esa relación no es otro que la Cruz, su irradiación, lo que los hombres deben advertir de esa relación, debe ser la alegría. «Nuestro camino -decía el Fundador- es de alegría, de fidelidad amorosa al servicio de Dios. Alegría que no es el cascabeleo de la risa tonta, puramente animal. Tiene raíces muy hondas... Pero es compatible con el cansancio físico, con el dolor -porque tenemos corazón-, con las dificultades en nuestra vida interior, en nuestra labor apostólica. Aunque alguna vez parezca que todo se viene abajo, no se viene abajo nada, porque Dios no pierde batallas. La alegría es consecuencia de la filiación divina, de sabernos queridos por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona siempre» (29).

La alegría de Mons. Escrivá de Balaguer: eso es lo que las monjas de Santa Isabel recordarán durante decenios; esa alegría es la que hizo mella en los hombres que encontró en su camino: una alegría totalmente contagiosa, el signo distintivo más inconfundible de la Obra; allí donde falte, quizá se esté haciendo algo muy bueno y provechoso, pero indudablemente no se tratará del Opus Dei. 

El Opus Dei es familia

No recuerdo ya las calles por las que fuimos caminando después de haber visitado el convento de las Agustinas Recoletas; además, sus nombres no serían muy elocuentes para quien no conozca bien Madrid. Lo que sí sé es que fueron las calles por las que el Fundador recorrió kilómetros y kilómetros, cuando, con prisa, iba de uno de sus lugares de trabajo a otro. En esos recorridos, tan largos a veces, iba descubriendo imágenes de la Virgen, por muy escondidas que estuvieran o por muy inadvertidas que pasaran al transeúnte, como, por ejemplo, aquel mosaico en la parte alta de una fachada en la calle Atocha, un mosaico que yo nunca hubiera descubierto si no me lo hubieran indicado. Y supongo que también hubiera pasado de largo ante la estatua de la Virgen de la Almudena, en una hornacina incrustada en una parte de la antigua muralla de Madrid, cercana al Palacio Real (30), una imagen ante la que el Fundador, en ocasiones, pasó una hora de rodillas sobre el suelo, rezando... (¡los transeúntes le tomarían por loco!).Estas calles no fueron sólo vías de comunicación entre los diversos lugares de _trabajo de don Josemaría; también fueron lugares de trabajo; porque el Opus Dei creció en la calle, como crecen los niños más fuertes. A las mujeres sólo podía dirigirlas y formarlas en confesión, pero con los jóvenes que se confiaban a su dirección espiritual, que sentían crecer en su interior una vocación o que ya habían dicho que sí -un «sí» sin condiciones-a la Obra de Dios, se veía a menudo en plazas, calles y parques. Cada vez más «Padre» de los suyos, se reunía con los jóvenes, en pequeños grupos o con uno solo. Mientras paseaba con ellos les iba explicando el espíritu del Opus Dei: porque aquellos estudiantes, trabajadores y empleados solían tener una actitud cristiana basada en el convencimiento de que la piedad y la Iglesia eran una cosa y «la vida» otra, y de que, quien se sintiera atraído «más de lo corriente» por Dios y por la Iglesia, tenía que hacerse fraile o sacerdote. Tenía que ayudarles a entender que el Opus Dei, viejo y nuevo a la vez, venía a romper aquel esquema tradicional; era preciso explicárselo bien, con fundamentación teológica, y, sobre todo, había que aclararles en concreto y con detalle el cómo del nuevo camino, el cómo de la unidad de la vida.

Hoy como ayer, y especialmente en épocas de cambio como la que atravesamos, resulta poco eficaz el simple uso de los términos especializados -viejo o nuevos- de la Teología o de la espiritualidad, y a veces resulta incluso contraproducente.

Se parte de ese caso del principio -falso- de que esos términos «los conoce todo el mundo». Por esa razón, el Fundador del Opus Dei nunca se contentaba con dar consejos genéricos, al estilo de: «mejora en tu vida de oración», «santifica el trabajo» o «considera tu filiación divina». Don Josemaría enseñaba a sus hijos, con su palabra y con su ejemplo, a materializar la vida espiritual: es decir, les mostraba cómo se hace todo eso. Les hacía ver la necesidad de dedicar todos los días un tiempo fijo a la oración y, si es posible, en una hora concreta, sin dejarse llevar por el capricho o por los estados de ánimo. Les recordaba que el verdadero espíritu de mortificación lleva, en la práctica, a hacer cada día pequeños -o grandes- sacrificios de los sentidos, de los caprichos y de los propios gustos, y hacerlos sin desfallecer, sin llamar la atención y con alegría. Ese espíritu de mortificación en las cosas pequeñas de la jornada no nace de un oscuro odio al mundo o hacia uno mismo, sino del amor a Cristo que lleva a querer identificarse con Él. Y esa identificación supone desear vivir como Él vivió. Sabemos que el Señor se alegraba con los demás y que tomaba parte en algunos banquetes, pero que lo hizo siempre con una sobriedad absoluta y con una entrega plena hacia los hombres. Por tanto, esa entrega que se quiere imitar presupone la mortificación del propio yo, como Cristo la vivió.Ésta era la constante enseñanza del Fundador del Opus Dei: se puede rezar, dialogar con Dios, en todo momento y en todo lugar, porque la oración es como el latir del corazón. Ese trato con Dios no puede limitarse al tiempo previsto para la meditación personal. Pero para alcanzar este diálogo continuo con el Señor hay que ejercitarse: con jaculatorias, con el rezo del Rosario, con visitas al Santísimo, con el saludo a las imágenes de la Virgen...

Todo esto no es más que una pequeña parte de lo que el Fundador enseñaba a los primeros: con sencillez, con naturalidad, como «de pasada», en un sentido absolutamente literal del término.

A veces entraban en algún café. Me enseñaron, por ejemplo, el edificio en el que estuvo, hasta los años cincuenta, «El Sotanillo», una chocolatería típica que se encontraba cerca de Correos, en la calle de Alcalá. Una de las primeras advertencias que hacía don Josemaría a las personas que trataba era que no debían ir a su lado por la calle, por lo que suponía de falta de secularidad. Sin mbargo, como tenía un gran sentido práctico, en ocasiones hacía una excepción y dejaba que le acompañaran. Lo hacía porque veía la necesidad de reunirse en una tertulia familiar con ellos, y quería facilitarles que le presentaran a sus amigos.

Desde finales de 1932, el Padre empezó a reunirse con sus jóvenes amigos en la vivienda de la familia Escrivá, ya que, cuando don Josemaría se trasladó de Zaragoza a Madrid, su madre, su hermana Carmen y el pequeño Santiago no habían tardado en seguirle. Entre diciembre de 1932 y febrero de 1934 (año en que se instaló en la vivienda rectoral de Santa Isabel), el Fundador vivió con su familia en la calle Martínez Campos, 4, en un piso acogedor, montado con buen gusto en todos los detalles, en contraste con la escasez de medios económicos. Puede decirse que esta vivienda fue el primer centro de la Obra, pues en ella encontramos ya la célula primitiva del futuro espíritu de familia del Opus Dei. Quien allí acudía por primera vez a visitar al Fundador, vislumbraba el espíritu de la Obra a través de la charla con un sacerdote que vivía en una familia enteramente normal. Por eso puede decirse que la familia del Fundador -sus padres y hermanos- cimentó la «estructura» de la Obra. El Opus Dei no es ni una asociación, ni una peña de amigos, ni una orden religiosa; es una familia. La dificultad que a veces se encuentra para comprender esto se basa en que no se trata de una «familia» en sentido alegórico o figurado, sino de una familia en sentido real y esencial; una familia espiritual, ciertamente (puesto que no está basada en unos «lazos de sangre», sino en una espiritualidad común, consecuencia de la vocación divina), pero familia al fin y al cabo: una familia en el sentido real de la palabra, puesto que los llamados son hombres de carne y hueso, unidos por el Espíritu Santo, que mantienen entre sí una lealtad y fidelidad naturales (como entre personas de una misma familia de sangre), llenas de cariño y de confianza.¿Cuál es el origen de una familia?

El matrimonio, del que nacen los hijos, que son un regalo de Dios. En este sentido, el «matrimonio» del que nació el Opus Dei fue la unión espiritual del Fundador con Jesucristo en el Sacramento del Orden Sacerdotal y la plena realización de esta unión en la entrega total. También el Opus Dei fue un regalo de Dios y, por lo tanto, fruto de esa unión. Es la gracia la que hace que, sin mérito alguno por su parte, los miembros del Opus Dei nazcan a su vocación: es un don gratuito de Dios. Pero su paternidad espiritual pertenece -también a los que vendrán al Opus Dei en el futuro- a aquel sacerdote que Dios había llamado para ser Padre mediante su oración, su sacrificio, su obediencia y su amor, es decir, su identificación plena con Cristo y con el encargo recibido. «No puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor -escribía Monseñor Escrivá de Balaguer en 1945-..., por haberme dado esta paternidad espiritual, que, con su gracia, he asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla. Por eso os quiero con corazón de padre y de madre» (31). Y algunos años más tarde lo expresaba con las siguientes palabras: «Hijos míos, yo os he engendrado como las madres, con dolor como las madres» (32).

El que el Fundador sea Padre hace que los miembros de la Obra sean hermanos entre sí, que la Obra sea una familia. Este punto es de una importancia tan capital para poder entender el Opus Dei que tenemos que hacer un alto para considerarlo, pues del concepto de familia como forma de vida se deduce todo lo demás. Un padre quiere a sus hijos y quiere que sean felices. En este caso, quiere, también, que alcancen la felicidad eterna; que, con alegría, sigan a Cristo en la vida cotidiana en medio del mundo y logren que muchas otras personas emprendan ese mismo seguimiento alegre, «iluminando los caminos de la tierra» (33). Es lógico que un padre quiera que los hermanos se tengan cariño entre sí y se ayuden mutuamente, y un padre también quiere que la ropa que usan esté limpia y con todos los botones, que vivan con decoro... Pero la paternidad no es una «calle de dirección única», sino que, como contrapartida, tiene (y produce) la filiación. «Tenéis que rezar por mí -¡cuántas veces lo dijo Mons. Escrivá de Balaguer!-; rezad por mí mucho. Yo rezo por vosotros, y esto sería correspondencia; pero correspondencia es poco. Por piedad, necesito que me ganéis, que me ayudéis, que me sostengáis. Rezad por mí para que sea niño ante Dios, fuerte en el trabajo -ya soy viejo y se me hace de noche-, para que sepa recibir con alegría la llamada definitiva, camino del amor que barrunto» (34) ... «Y si algo os cuesta, ofrecedlo por mí, para que sea bueno y fiel y alegre. ¡Cuántas cosas ofrezco yo durante el día por mis hijos !» (35).

Pero una «familia» es algo más; comprende también, por ejemplo, un hogar, tanto en el sentido material como en el sentido espiritual-afectivo del término. La palabra «hogar» indica ambiente, calor de familia, responsabilidad personal, cuidado por los demás: si resulta que hay un miembro de la familia que se convierte en «la oveja negra», como dice la expresión popular, todos sufren por él e intentan ayudarle. No se conforman, en esos casos, con la mentarse por su situación. Se preguntan si no habrán sido culpables, en cierto modo, por no atajar el mal a tiempo, por no haberle dado mejores ejemplos o haberle corregido con más cariño o con más severidad. Por eso decía el Fundador del Opus Dei que «el proselitismo más fino es hacer que no se pierda ningún hermano tuyo» (36). Todos deben trabajar para sostener la familia cada uno en su ambiente -en el que debe poner a Cristo- ha de velar por el honor de su familia y, además, tiene que poner todo su empeño para que muchas personas se acerquen a ese hogar de amistad y de alegría. Dice el Fundador: «Que aprendan los hijos míos que querrían vivir encerrados en casa a abrirse en abanico, acudiendo a todos los ambientes. Es un deber nuestro, de primera categoría, sustancial, ir a buscar las almas donde estén, para traerlas luego a la barca -dice, haciendo alusión a la pesca milagrosa que narra San Juan Un 21,6)-, heridas de amor, de compunción, de entrega, de deseos de entrega al menos» (37).

Y, finalmente, la salud de una familia se muestra en la voluntad de crecer en calidad y en cantidad. El Fundador no vacilaba en prever la posibilidad de cualquier debilidad humana, y siempre estaba dispuesto a perdonar cada falta de sus hijos, siempre y cuando pudiera estar seguro de que no dejaban de luchar. Sin embargo, había un tipo de comportamiento que le indicaba que la vocación corría un peligro grave: la indiferencia o la negativa a colaborar en el crecimiento de la propia familia. «El hijo mío que no es proselitista... hace mal. Algo en él no anda bien. Porque el que ama de verdad su camino, siente la ambición de traer otras criaturas a su felicidad, porque el bien es difusivo. ¡Pobre del hijo mío que no tuviera este afán de traer otras almas!» (38).

Las familias grandes suelen tener la costumbre de celebrar de vez en cuando reuniones de toda la familia -abuelos, tíos, nietos, biznietos...- y conservan con cariño sus propias fiestas, sus costumbres y sus tradiciones familiares. Conozco a algunas especialmente numerosas que confeccionan incluso una especie de «boletín» o revista con el fin de informar y fomentar la unión entre sus miembros. Lo que a ninguna persona normal se le ocurriría es ponerse un botón con la inscripción «Miembro de la Asociación familiar de los Meyer» o de presentarse diciendo: «Me llamo Karl, pertenezco a la familia Meyer y, como tal, vengo a arreglar su lavadora». Es cosa esencial en cualquier familia que cada uno de sus miembros actúe en el contexto social con independencia y de acuerdo con su situación personal; por eso es imposible hacer justicia al Opus Dei si no se entiende este aspecto. La Obra es, en verdad, una familia laical y secular, aun cuando algunos de sus miembros sean clérigos. En ocasiones se oye comentar que el Opus Dei es «poco cooperativo», que no envía «una representación» a este encuentro o a aquella reunión, que no actúa como grupo, no presenta soluciones, no hace propaganda, no lleva insignias ni tiene bandera... Todo esto el Opus Dei no puede hacerlo, pues, como cualquier otra familia, cada uno de sus miembros tiene el derecho y el deber de actuar en la vida civil (en esa vida civil en la que está integrado), según su propio parecer y criterio. Los límites para esta libertad -como para cualquier cristiano- los señala tan sólo la obediencia debida al magisterio y a los mandamientos de la Iglesia. Ya en mayo de 1935 decía el Fundador en una «Instrucción» a la que daría forma definitiva quince años más tarde: «No olvidéis que solteros, casados, viudos o clérigos continúan (después de su vinculación al Opus Dei) siendo miembros de su propio hogar, con dependencia plena de su familia de sangre y con los deberes y derechos que de ahí se siguen» (39). Y más tarde, el entonces Secretario General y actual Prelado del Opus Dei, Alvaro del Portillo, escribía el siguiente comentario a estas palabras: «Su vinculación a la propia familia de sangre sigue siendo la de antes de pertenecer a la Obra: pero la llamada de Dios les ha trazado un nuevo camino divino en la tierra. Porque, al elevar y sobrenaturalizar todos sus sentimientos y afectos, todos los derechos y deberes, que les competen en la propia familia, se abren horizontes insospechados de alegría y de paz, se transforma todo con la gracia inherente a la vocación y se produce el encuentro con Dios. Como procuran que su hogar sea cristiano, luminoso y alegre, "contagian" fácilmente la gracia divina de la vocación, y las familias se convierten en fecundos focos de santidad» (40).

Queda aún por aclarar la íntima conexión entre entrega y desprendimiento. Sobre la pertenencia al contexto biológico-social de la familia y sobre los lazos de sangre que de ella se desprenden, Jesucristo mismo adoptó una actitud clara y tajante, con palabras que no sólo suenan «duras», sino que en cierto modo lo son. Cuando habla de la «espada» que ha venido a traer (Mt 10,34), se refiere a ese filo cortante que rompe todas las ataduras que pueden retener a aquellos que Dios llama a su seguimiento y que dicen que sí a la llamada. Es la espada del amor supremo, que libera de las cadenas que atenazan el corazón e impiden que se entregue totalmente. Ahora bien, en un corazón que ha sido liberado de este modo, todos los demás afectos subordinados encuentran también su lugar; es más, se hacen mucho más profundos, ricos y fecundos. Jesucristo no exige que no se ame a los padres o a los hijos, sino que no se les ame más que a Él, al Dios hecho Hombre. Y esto no supone un debilitamiento o una devaluación de los lazos y de las inclinaciones naturales, sino más bien una intensificación al integrarlos en ese amor perfecto, el amor de Jesucristo.En aquel hogar de la calle Martínez Campos, el ama de casa era doña Dolores Escrivá, a quien ayudaba su hija Carmen. Se preocupaba de que los jóvenes que se reunían en torno a su hijo comprendieran, desde el primer momento, que formaban una familia; no como un «concepto abstracto» o como un «símbolo», sino experimentándola como una realidad, siendo ellos mismos familia, bajo la paternidad espiritual de don Josemaría, «el Padre»

.La primera impresión que tuve al ver el retrato de doña Dolores fue el de una dignidad natural sin rigideces; llama la atención su frente alta, clara tenaz, que me hace sospechar que aquella «tozudez aragonesa», de la que el Fundador tantas veces hacía gala, provenía de ella; da la impresión de gran serenidad, y alrededor de la boca parece insinuarse una leve sonrisa. Sabemos que, con su marido, llevó sin quejas y sin amargura las duras pruebas de las que ya hablamos; todos los testimonios concuerdan en que tenía un carácter muy recio, que era muy laboriosa y nunca estaba mano sobre mano; una mujer, además, muy cariñosa y con sentido del humor. El hijo también había heredado de su madre esta última cualidad (41). Aquella amonestación al pequeño Josemaría que, como suele suceder con los niños, se avergonzaba cuando venían visitas («Josemaría, vergüenza sólo para pecar»), se convirtió en un lema que influyó sobre toda la vida del Fundador del Opus Dei (42).

Ese ambiente de familia que, al principio, se basó en la familia de sangre del Fundador se convirtió después en un principio general para todos los centros del Opus Dei. La Sección de mujeres de la Obra hace posible que el espíritu de familia se viva realmente, pues se ocupa de la «administración es decir, del cuidado de las habitaciones, de la comida, de la atención de los que vienen, de la ropa personal, de las pequeñas fiestas familiares, de la ropa destinada al culto, etc. Doña Dolores Escrivá realizó estos trabajos hasta su fallecimiento en 1941 y, además, se preocupó de formar a las mujeres del Opus Dei para estas tareas. Luego, Carmen Escrivá fue la organización y el alma de la administración de los primeros centros, que, como es natural, se fueron multiplicando a la par que se extendía la Obra.«Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto» Un 12,24); aquellos primeros años treinta trajeron para la Obra no sólo «granos de trigo» que murieron físicamente, sino también aquellos otros cuya vida, más o menos larga (algunos siguen trabajando con la misma fuerza por el Opus Dei), ha sido aquel «morir» al que se refiere San Juan Evangelista, un morir al egocentrismo, que tanto fruto ha traído. Quisiera referirme a dos de estos primeros hijos espirituales del Fundador, no para «destacarlos» de entre los demás, sino para explicar cómo suelen comportarse todos los que se esfuerzan por andar por el sendero del Opus Dei.

Uno de ellos es Isidoro Zorzano. Vivió entre 1902 y 1943 y fue, con Luis Gordon, uno de los primeros en recibir la vocación al Opus Dei. Fuera de la Obra, su nombre será conocido en cuanto concluya la Causa de Beatificación, iniciada en 1945. Nació en Buenos Aires, como hijo de españoles residentes en Argentina (el que gozase de la nacionalidad argentina llegó a tener gran importancia para la Obra durante la Guerra Civil) y creció en España, a donde la familia había venido en 1905, con ánimo de regresar al Nuevo Mundo una vez que los niños hubieran salido del colegio. Josemaría e Isidoro se habían conocido cuando cursaban el bachillerato en Logroño. Después, sus caminos se habían separado. Zorzano había terminado la carrera de ingeniero, había trabajado una temporada en unos astilleros de Cádiz y en 1928 había encontrado un nuevo puesto de trabajo en la «Compañía de Ferrocarriles Andaluces». «Es un trabajo monótono», se lee en su biografía (43).

Una mañana de agosto, en 1930, los dos compañeros de colegio se encontraron «casualmente» en Madrid. Ese día, por excepción, don Josemaría había tomado un camino distinto del acostumbrado para regresar a su domicilio, presintiendo -con un presentimiento de origen sobrenatural- un encuentro que reavivó la antigua amistad. Isidoro descubrió muy pronto su vocación a la Obra, que entonces no llegaba a los dos años de existencia, y, de acuerdo con la esencia misma de la vocación al Opus Dei, siguió trabajando como antes en su «prosaica» labor, pero «buscando al mismo tiempo hacer del trabajo un instrumento de santificación y apostolado» (44). Había comprendido al Fundador. Ahora bien, estaba claro que la Obra crecería y que, en su día, habría Residencias de estudiantes, Centros diversos y Cursos de formación; se necesitarían entonces personas que ayudaran y cargaran con el peso de la labor, pues el Padre estaba todavía completamente solo. ¿No convendría que estuviera plenamente disponible? «Si el Señor me llama -solía decir-, conviene que le diga que sí» (45). Pero todavía no era necesario; Dios quería que, de momento, siguiera donde estaba, en su trabajo, pero lleno de un nuevo amor a Cristo, un amor que impulsa al que ama a querer ser santo y a ayudar a los demás a que también lo sean.

Isidoro constituyó un primer ejemplo de unión con el Padre: vivía en perfecta sintonía con el Fundador y se iba formando, a pesar de la lejanía física que los separaba, en el espíritu del Opus Dei. Mons. Escrivá de Balaguer le escribía con frecuencia, e Isidoro hacía con regularidad viajes breves a Madrid para ir profundizando en la formación espiritual y en la comprensión del espíritu y de la vida del Opus Dei. Pero su lugar de trabajo, hasta 1936, siguió siendo Málaga, la «ciudad roja».

La fortaleza humana de la Obra -como recordaba el Fundador al hablar de los comienzos- fueron los enfermos de los hospitales de Madrid. Isidoro entendió esta lección; en Málaga practicó obras de misericordia, principalmente con muchachos sin hogar, realizando así un magnífico apostolado entre la juventud, un apostolado que recuerda al de San Juan Bosco (46): les proporcionaba alojamiento en el internado para chicos abandonados que dirigía el jesuita padre Aricarda, les servía la mesa, comía con ellos y los acompañaba a jugar al fútbol. «No les llevaba en procesiones, ni les obligaba a arrodillarse para rezar; pero cuando les exhortaba a que estudiasen o trabajasen, a que se debía jugar al fútbol con corrección, repetía con energía: «No sirves si no cambias"... Los chicos no entendían fácilmente esta frase; tampoco Isidoro la había entendido cuando la oyó decir por primera vez a Mons. Escrivá de Balaguer. Pero los muchachos entendían la obligación de hacer las cosas bien, conscientemente, y advertían que algo crecía lentamente en sus corazones, acercándoles a Dios. Lo que no entendía nadie era que Isidoro encontrase tiempo para todo» (47).

Poco antes de que estallara la Guerra Civil lo destinaron a Madrid. En el próximo capítulo tendremos ocasión de volver a hablar de él.De entre los más de setenta mil miembros con que cuenta la Obra, Juan Jiménez Vargas es quien pertenece a ella desde hace más tiempo: a principios de 1933, aproximadamente en las mismas fechas que González Barredo. A comienzo de 1932, siendo un joven estudiante de diecinueve años, conoció al Fundador. Cuando en el verano de 1981 hablé con él (actualmente es catedrático de Fisiología en la Universidad de Navarra, en Pamplona), se refirió a ello: «En mi pandilla de amigos, en su mayor parte estudiantes de Medicina, se encontraban dos que conocían a don Josemaría y decían que era su confesor. Nosotros admirábamos a aquel sacerdote sin haberle visto nunca y sin saber exactamente qué era aquella labor de apostolado que, según ellos, realizaba. Le admirábamos, pero no mostrábamos el menor interés en conocerle. Sólo les oíamos hablar de apostolado, de dirección espiritual y también de visitas a pobres y enfermos de hospitales, y por eso algunos de nosotros decíamos que no nos interesaba "la mística" de don Josemaría... A principios de 1932 tuve ocasión de conocerle, en un encuentro casual en la calle Martínez Campos, a la salida del Metro. Hablamos muy poco rato, aunque lo suficiente para que me quedara una impresión inolvidable, pero seguí sin tener demasiado interés en volver a verle» (48). En los recuerdos que Jiménez Vargas escribió con ocasión de la apertura de la Causa de Beatificación de Mons. Escrivá de Balaguer explica también por qué: España se encontraba en una situación de efervescencia febril, las tensiones religiosas, políticas y sociales crecían constantemente, el país comenzaba a disgregarse en dos bloques enfrentados...En este ambiente -dice Jiménez Vargas- «se comprende que la actitud exclusivamente religiosa de don Josemaría no resultase demasiado atractiva para gentes de pocos años que consideraban la situación de España como un grave problema religioso (...), pero que no veían otra solución que la política, y por eso estaban metidos de lleno en un activismo orientado a la solución violenta de todo» (49).

El 10 de agosto de 1932 se produjo en Sevilla, protagonizado por el general Sanjurjo, un intento de sublevación militar que quedó sofocado en menos de veinticuatro horas. Los más destacados de entre los jóvenes «rebeldes» (estudiantes en gran parte), que habían actuado movidos por motivos ideológicos y políticos muy variados, fueron a parar a la cárcel (50). Don Josemaría fue a visitarles con frecuencia, casi a diario; no le preocupaba que visitar a los detenidos supusiese «significarse» -mucho más tratándose de un sacerdote- y fuese motivo suficiente para quedar fichado por la policía; con la valentía y la fortaleza de raíz sobrenatural que no le faltó nunca, hacía lo que pensaba que tenía que hacer.

En sus conversaciones (siempre a través de la reja del locutorio de presos políticos) no hacía distinciones entre personas «de derechas» y «de izquierdas»: charlaba con algunos en grupos, mantenía conversaciones más personales con otros, les confesaba... En charlas de circunstancias, y en medio de comentarios sobre las cosas del momento, aun de lo más instrascendentes, brotaba su empuje sobrenatural con alguna sugerencia penetrante o una frase que impresionaba de modo más directo. Además se ofrecía a hacerles encargos personales, aun de cosas materiales, como llevar un paquete de ropa a su casa, lo que era motivo de profundo agradecimiento. No hablaba de la Obra, pero lo que decía formaba parte del espíritu de la Obra. Hablaba de trabajo y estudio, cosa que en aquel momento, y en tan extrañas circunstancias, hasta podría desentonar; además, intentaba conseguirles libros; les aconsejaba dejar de lado la rivalidad política. Como consecuencia de estas conversaciones decidieron jugar al fútbol en equipos «mixtos» con los anarcosindicalistas encerrados también en la cárcel Modelo de Madrid; y jugar con ilusión y con corrección, lo que, desde el punto de vista humano, daría mejores resultados que largas discusiones en un ambiente de disputa (50 a). En contra de las tendencias reinantes que pretendían obligar «en conciencia» a todos los católicos a apoyar un determinado partido, ponía de relieve que también los católicos tienen derecho a la libertad política, siempre y cuando permanezcan fieles a la doctrina de la Iglesia (50 b).

Siempre y en todo lugar se comportaba como sacerdote; un sacerdote que, como no se cansaba de repetir, no podía -ni quería- hablar más que de Dios. A la distancia de casi cincuenta años, Jiménez Vargas recuerda que, por aquel entonces, lo que más le impresionó fue cómo hablaba el Fundador del Sacramento de la Penitencia -al que más tarde a menudo llamaría el «Sacramento de la alegría»-, y también con qué naturalidad, con qué cariño profundamente humano se refería a la Virgen. Nunca daba la impresión de ser una persona ajena al mundo, esotérica o extravagante. Todas sus palabras se fundaban en el cariño de un verdadero padre; además, ponían de manifiesto una gran cultura general, unos conocimientos muy exactos; estaba perfectamente al tanto de los hechos de actualidad en España, pero no se quedaba encerrado en ellos como en una jaula, sino que -como expresa Jiménez Vargas- siempre «era evidente el carácter espiritual de las conversaciones».

Durante toda su vida Mons. Escrivá de Balaguer estuvo ligado a la Universidad. Para todos los hombres, de cualquier proveniencia, encontró siempre la palabra justa, específica, capaz de hacer mella en su corazón y su cabeza, pero entre los estudiantes se encontraba «como en su casa». Ellos se daban cuenta y se lo agradecían con confianza y franqueza (50 c). En la «entraña» del Opus Dei, por decirlo así, estuvieron siempre los estudiantes, y durante los primeros veinte años la mayor parte de las vocaciones surgieron entre ellos. Esto -lo veremos con más detalle- no tenía nada que ver con un suspuesto «elitismo», sino que correspondía a las necesidades de desarrollo y de crecimiento; la Obra sólo podía arraigar en la sociedad, en la vida corriente, por medio de aquellos que todavía eran jóvenes y capaces de aceptar cosas nuevas y, a la vez, de entender la Obra con tal profundidad y realizarla con tal autenticidad que, más tarde, en su madurez y actuando con eficacia en las diversas profesiones, serían capaces también de convertirse en «multiplicadores», de ser cada uno de ellos un «foco de irradiación» del amor de Cristo, un «foco» que contagiase por un motivo muy sencillo: su propia felicidad.

A principios de. enero de 1933, Juan Jiménez Vargas pidió la admisión en el Opus Dei, después de una conversación con el Fundador (50 d), que éste había preparado con una novena al Espíritu Santo. En esa conversación mostró a aquel joven estudiante el panorama de la belleza y grandeza del nuevo camino, es decir, los fundamentos de la Obra (51). Le contó lo que el 2 de octubre de 1928 había «visto» y cómo, antes, había pasado muchos años queriendo conocer la Voluntad de Dios y pidiendo por aquello que no conocía, pero presentía. «Todo, por supuesto, sin la menor nota de sensacionalismo, ni mucho menos con detalles personales incompatibles con su profunda humildad. Pero quedaba bien patente su correspondencia a la gracia -recuerda Jiménez Vargas-. En medio de aquella naturalidad y sencillez con que hablaba, resultaba evidente que don Josemaría era la persona que Dios había elegido para hacer la Obra, y que se había entregado de tal manera que su decidida voluntad de realizar aquella misión divina era algo que había llegado a constituir la característica más decisiva de su propia personalidad. Esto era así de claro para todos los que le conocieron entonces. Había visto la Obra, y, con palabras verdaderamente inspiradas, lo contaba de tal modo que después de oírle no era posible dudar que la Obra, que entonces no era nada, llegaría a ser todo eso que él sabía. Por otra parte, resultaba muy claro -y en este punto concreto procuraba remachar las ideas que en el conocimiento que tenía de la Obra no había nada que pudiera considerarse como inspirado en ninguna otra cosa conocida, ni remotamente. Se procuró información acerca de organizaciones que se pudieran parecer a lo que él sabía que tenía que ser la Obra, pero eso sólo sirvió para confirmar que todo era radicalmente distinto.» 

Las obras de los Arcángeles

Aún se conserva el inmueble de la calle Martínez Campos, 4, donde vivió la familia Escrivá, y la casa -el número 33 de la cercana calle de Luchana- en cuyo primer piso se instaló, en diciembre de 1933, la Academia DYA, la primera «obra corporativa» del Opus Dei. Bajo esta denominación se comprenden las labores cuya orientación cristiana garantiza el Opus Dei como tal, como corporación; son labores a las que han dado vida los miembros de la Obra, que también las dirigen y atienden en lo espiritual: universidades, colegios, talleres para aprendices, residencias de estudiantes, centros de formación para campesinos y trabajadores, clubs juveniles y tantas cosas más. Existe hoy una variedad muy diversificada de actividades apostólicas florecientes en docenas de países; todas ellas tratan de ayudar a preparar y a capacitar a personas en todas las condiciones para que conviertan el lugar que ocupan y su entorno en «terra firma Christi», en tierra firme de una fe vivida, a la que puedan inmigrar cada vez más «colonos». Los principios de estas labores corporativas han quedado definitivamente fijados desde el establecimiento de la Academia DYA; definitivamente, decimos, porque esos principios expresan el espíritu del Opus Dei (52): no se trata de iniciativas eclesiásticas, sino seculares, de carácter civil, cuya estructura es totalmente laical; para las personas que las dirigen, ésa es su tarea profesional normal.

La abreviatura DYA tiene un doble significado: las tres letras significan «Derecho y Arquitectura», y se refieren a las materias a las que se dedicaba mayor atención en las clases de la Academia. Pero también se pueden interpretar como «Dios y audacia», y entonces expresan un lema que el Fundador había formulado ya en 1928 y que iba a caracterizar toda su vida. La Academia ofrecía clases especializadas en las materias indicadas, y seminarios y charlas sobre doctrina católica. Junto a la formación cristiana y apostólica de los miembros de la Obra, que seguían siendo muy pocos, se daba formación y atención religiosa a muchos jóvenes que no pertenecían a la Obra, pero que eran amigos, se sentían atraídos por ella y tenían gran confianza en don Josemaría.La puesta en marcha y el mantenimiento de la Academia, a pesar de funcionar en un marco muy modesto, traía consigo considerables dificultades materiales y económicas. Y poco ha cambiado, desde entonces hasta nuestros días, en lo que se refiere a esas dificultades (la palabra es un simple eufemismo para descubrir los apuros económicos que a veces cobraban tintes dramáticos). Don Josemaría era y siguió siendo pobre, en el sentido más exacto de la palabra, y el Opus Dei, igual. El hecho de que se procure que los centros de la Obra estén cuidados e instalados con gusto, no es consecuencia de la riqueza, sino de la pobreza personal de sus miembros, que se esfuerzan por dar a su familia espiritual lo que está al alcance de sus posibilidades. De este modo logran un ambiente familiar y confortable en las diversas sedes donde se realiza la labor apostólica. Ese ambiente es fruto del trabajo esforzado de los miembros del Opus Dei, de su sacrificio y sus privaciones personales. En ese esfuerzo colaboran, con generosidad ejemplar, muchos amigos, y en ocasiones no falta la ayuda de algún mecenas o bienhechor, como suelen designarse habitualmente en la tradición cristiana. La familia del Fundador vendió todo lo que le quedaba (y no era mucho, unas cuantas tierras) y puso el importe de la venta a disposición de la Obra para colaborar así en la instalación de los primeros centros.

Los problemas económicos nunca han dejado de existir, y seguirán existiendo siempre, porque en todos los lugares en los que comienza su labor el Opus Dei se empieza prácticamente desde cero, también en lo económico; la Obra no cuenta con patrimonio propio y no amontona capital alguno. De acuerdo con su carácter laical y secular, cada miembro, con responsabilidad personal y por cuenta propia, tiene que reunir los medios, con su labor profesional, buscando y aprovechando las posibilidades locales y regionales. El «pedir limosna» forma parte de cualquier labor apostólica cristiana, y no sólo en el Opus Dei. Es una escuela de humildad y no se refiere tan sólo al dinero. El Fundador pidió siempre «la limosna de la oración». Hay millones de personas hambrientas o enfermas que piden, hoy como al comienzo de la humanidad; son incontables los que, de forma más o menos abierta, están pidiendo la limosna de un poco de caridad. Quien nunca ha pedido no ha seguido las huellas de Cristo; a quien nunca se le ha pedido, no ha encontrado a Cristo.

Cualquier cosa grande que viene al mundo como un ideal lleno de pureza y, sobre todo, cualquier cosa de Dios, encuentra de inmediato incomprensión, ceguera y malicia (y tiene que encontrarlas, porque Cristo mismo no tuvo otras experiencias). Tampoco el Fundador y su fundación quedaron dispensados de estos sufrimientos. Desde el principio o, por lo menos, desde el día en que se colocó la primera placa con el nombre de la primera labor del Opus Dei, se produjo en algunos sectores rechazo e incomprensión, actitudes que fueron creciendo a la par que la Obra, aunque, en último término, mucho más lentamente que ésta.

En 1933, sin embargo, y hasta la explosión de la Guerra Civil, no hubo que inquietarse por ello, pues eran otras las preocupaciones. La más importante consistía en encontrar gente joven. Por supuesto que, desde el principio, el Opus Dei estuvo abierto a personas de todas las edades; ahora bien, para poder cumplir esa misión universal que venía a realizar hacía falta un buen núcleo de miembros jóvenes, sanos en cuerpo y alma y con la vida por delante, dispuestos a poner esa vida al servicio de la Obra de Dios para ser, como le gustaba decir al Fundador, «apóstoles de apóstoles», sillares en los cimientos. «Cuando el cristiano -escribía en 1933- comprende y vive la catolicidad de la Iglesia, cuando advierte la urgencia de anunciar la nueva de salvación a todas las criaturas, sabe que ha de hacerse todo para todos, para salvarlos a todos» (I Cor IX, 22) (53). Y un poco antes había escrito que, «al querernos en su Obra, también nos ha dado un modo apostólico de trabajar, que nos mueve a la comprensión, a la disculpa, a la caridad delicada con todas las almas» (54).

Es un ideal para el que muchas personas están dispuestas naturalmente, pero que se va perdiendo a lo largo de la vida si no se refuerza día tras día. En aquella época había que encenderlo progresivamente en las almas de aquellos jóvenes. El profesor Jiménez Vargas me contó que el Padre vio pronto, con toda claridad, que Dios quería que comenzara con los jóvenes, como primer paso en el desarrollo de la Obra. Había que empezar con la labor que pondría bajo el patrocinio de San Rafael (54 a). Después vendrían los casados, las madres y los padres de familia, labor que se encomendaría a San Gabriel. (Ya hemos dicho que la estructura, el soporte del Opus Dei, debían ser los miembros que se comprometían a vivir el celibato, cuya disponibilidad total estaría confiada a la protección especial del Arcángel San Miguel.) Dicho con otras palabras: la «obra de San Rafael» abarcaría toda la labor con la juventud, esa fase en el desarrollo y crecimiento de cada persona previa a una integración plena en la vida profesional y a la importante opción personal -siempre por amor a Cristo- entre el matrimonio y el celibato. A la «obra de San Miguel» o a la «obra de San Gabriel» pertenecerían justamente los que ya habían realizado esa opción. Más adelante, los miembros del Opus Dei que viven el celibato se denominarían Numerarios o Agregados, y aquellos otros que tienen previsto casarse y fundar una familia, o que ya lo han hecho, se llamarían Supernumerarios. Pero en los años treinta, de los que estamos ahora hablando, no existía aún esta nomenclatura.

Incluso desde un punto de vista meramente pragmático y organizativo se comprende enseguida que lo primero que necesitaba el Opus Dei para poder crecer y extenderse era un núcleo de miembros Numerarios que sacara adelante e impulsara el apostolado, sobre todo entre los jóvenes, en estrecho contacto con el Fundador. Entre éstos deberían salir más vocaciones para la «obra de San Miguel». Los que querían casarse o ya lo habían hecho, así como los sacerdotes seculares que sentían en su alma la llamada al Opus Dei, permanecerían en estrecho contacto humano y espiritual con el Fundador, vinculados a la pequeña familia de la Obra, pero, de momento, no podrían integrarse todavía en ella. Era necesario, en primer lugar, que el Opus Dei encontrara un lugar jurídico adecuado dentro de la Iglesia Católica: es decir, que la autoridad eclesiástica reconociera su estructura interna.

La «labor de San Rafael»: empeño apostólico por entusiasmar a la juventud en un seguimiento laical de Cristo, hasta la entrega plena en los afanes de la vida cotidiana. Era eso lo que venía enseñando desde 1928. Algo que en 1934 ya «estaba claro» para aquel pequeño grupo que ayudaba al Fundador, un grupo fiel, maduro para el sacrificio por Cristo cualquiera que fuera.

Así fue posible abrir la Academia DYA y, un año después, en el otoño de 1934, la primera Residencia de estudiantes del Opus Dei. Es evidente, sin embargo, que el apostolado entre la juventud y el apostolado entre los adultos están entrelazados y concatenados entre sí, como lo están las diversas edades. Donde los padres encuentran a Cristo también lo encontrarán sus hijos. Donde le siguen profesores, maestros, jefes, también lo seguirán sus alumnos, discípulos y colaboradores. Y donde los niños y los jóvenes se acercan a Cristo y se ponen a su servicio, arrastrarán también a sus padres, educadores y amigos mayores. «Os he hecho considerar -decía el Fundador en 1960- que en nuestra tarea apostólica no se puede hacer como en un laboratorio: sacar una fibra, y decir: ¡ésta es la obra de San Rafael!... No; tiene que ser un solo tejido. Si hay obra de San Rafael, hay obra de San Gabriel y hay todo tipo de vocaciones para nuestra Familia y, por tanto, hay obra de San Miguel y obras corporativas » (55).

Sin restar validez en absoluto a esta afirmación fundamental, ya entonces y muchas veces más en años sucesivos, Mons. Escrivá de Balaguer destacó también la importancia excepcional de la labor de la Obra «entre la juventud», por utilizar una expresión moderna. Una de las leyes vitales de cualquier asociación que quiera influir sobre el mundo es que no puede existir sin que tenga siempre sangre joven. La vocación al Opus Dei, por ser cosa de Dios, no conoce fronteras de edad; el Señor, si quiere, puede llamar también a una persona de ochenta años para servirle en su viña; pero no hay que olvidar que, normalmente, una persona joven que comienza su andadura en la vida se deja encontrar, «contratar» y enviar a trabajar en la viña con más facilidad que un jubilado cargado de años; y, además, por muy maravilloso que sea que una persona pueda trabajar para el Señor la última hora o media hora de su vida, antes de que el sol se ponga para él, el Reino de Dios necesita sobre todo aquellas personas que desde el amanecer aguantan el peso y el calor de todo el día...

En cierta ocasión, el Fundador se preguntaba si no vendrían al Opus Dei muchas vocaciones al margen de la «labor de San Rafael», y se contestó: «Sí, hijos míos. Las habrá siempre. Pero el caudal más numeroso debe venir de ahí. Ése es el camino y no hay otro» (56). A comienzos de los años setenta, en cierta ocasión, estaba hablando en Roma de los primeros años. Cuando alguien planteó la cuestión de cómo se puede iniciar un apostolado así, le replicó: «¿Y cómo se comienza esta labor? ¡Como se puede! ¿Y dónde se comienza? ¡Donde se puede! Hijos míos, estamos cansados de hacer la obra de San Rafael en casas de amigos, en hoteles, en dos habitaciones que se alquilan..., de cualquier forma. ¡Pero se hace! Es para nosotros tan imprescindible como respirar (...) ¿Cómo creéis que comencé yo? Comencé en casa de mi madrecon tres chicos, hace ya cuarenta años ...» (57).

Mons. Escrivá de Balaguer dejó establecidos, hasta en los menores detalles, el espíritu y la práctica de este apostolado con la juventud; un apostolado que se fundamenta (por lo menos así me parece) en cinco columnas: la catequesis, que afianza y profundiza (y a veces incluso facilita por vez primera) los conocimientos de la religión; la vida de piedad, que no es otra cosa que el trato personal con Jesucristo en la oración, en los Sacramentos, en la devoción eucarística, en la lucha ascética; el enseñar a santificar el estudio y el trabajo; el servicio a los pobres y enfermos como muestra práctica de caridad y como obra de misericordia, y, finalmente, el trato alegre, amistoso, familiar, que ayuda a trabajar, a compartir, a festejar y a estar siempre de buen humor. Estos puntos son intocables. «No está en nuestras manos -escribía el Fundador ya en 1934- ceder, cortar o variar nada de lo que al espíritu y organización de la Obra de Dios se refiera» (58). Alienta de un modo y otro, constantemente: ¡No perdáis los ánimos! ¡Dad la clase de formación o la meditación prevista aun cuando venga una sola persona en vez de las ocho o nueve que se esperaban! Recordando el comienzo de la labor de San Rafael en 1935, comentaría más tarde que, en aquella ocasión, «al dar la bendición con el Santísimo, no vio solamente tres muchachos, sino tres mil, trescientos mil, tres millones...; blancos, negros, cobrizos, amarillos, de todas las lenguas y de todas las latitudes» (59).

Nunca faltarán dificultades de diversos tipos, ataques de fuera, preocupaciones materiales, fallos personales, decepciones. Nunca faltará la Cruz, no puede ni debe faltar. Pero el que las dificultades, al final, supongan una victoria o una derrota, lo deciden tan sólo la vida interior del alma y la medida de la santidad de cada uno y de todos.

 La semilla va creciendo

En septiembre de 1934 la Academia DYA se trasladó al tercer piso de la calle Ferraz, 50; en el segundo se instaló una Residencia universitaria, la primera del Opus Dei. El ordinal «primero, primera» se repite muchas veces en estas páginas, y es natural: el primer Círculo de San Rafael, la primera vocación para la Sección de mujeres, el primer centro... y ahora el primer oratorio y el primer Sagrario de la Obra.

El Fundador obtuvo permiso del Obispo de Madrid para instalar en la Residencia un oratorio en el que quedara reservado el Santísimo. Si se tiene en cuenta que las prescripciones a este respecto eran rigurosas en extremo, hay que ver en el permiso episcopal un importante paso para la Obra: no suponía, es cierto, un reconocimiento canónico del Opus Dei, pero era una expresión pública de la confianza de un Obispo en don Josemaría Escrivá y en sus hijos. Desde el primer momento de la existencia de la Obra, el Fundador quiso mantener una estrecha unión con la Iglesia toda, con la jerarquía y con los Obispos diocesanos, y no lo hizo por «táctica», sino como consecuencia de su concepción de la Iglesia, de su actitud llena de amor para con la Iglesia Católica y Romana, instituida por Jesucristo; una obra de renovación cristiana -lo que por Voluntad de Dios había de ser el Opus Dei-, separada o distanciada de la Iglesia y de su jerarquía y Magisterio, ni siquiera le habría cabido en la cabeza.

Es natural que no siempre resultara fácil que las autoridades eclesiásticas comprendieran la naturaleza del fenómeno del Opus Dei y que, a veces, no se dieran cuenta de que valía la pena apoyarlo y estimarlo. También los Obispos son hombres, anclados en el espíritu de su tiempo y apegados a ciertas concepciones sobre el clero, los religiosos y los laicos que, en parte, tienen una tradición multisecular; por eso, quizá, algunos, al principio, tuvieron ciertas reservas o no comprendieron bien de qué se trataba. Ahora bien, al Opus Dei nunca le han faltado amigos y bienhechores entre los Obispos españoles y, más tarde, entre los de todo el mundo. Monseñor Escrivá mantuvo contactos personales, casi siempre sumamente cordiales, con todos los Obispos de España. El que, ya a los seis años de su muerte, se abriera su Causa de Beatificación, con la aprobación del Papa y por deseo expreso de gran parte del episcopado mundial, se debe, en parte, a los lazos de sincera y perdurable amistad que, desde los primeros años del Opus Dei, unían a don Josemaría con una multitud de religiosos y sacerdotes seculares, muchos de los cuales hicieron luego una brillante carrera eclesiástica. De entre los impresionantes testimonios sobre el Fundador puestos por escrito y reunidos para la Causa de Beatificación, muchos proceden de amigos de su juventud, de los años treinta y cuarenta, que luego llegaron a ser Obispos. Entre sus mejores amigos se contaban el que sería Arzobispo de Madrid, Casimiro Morcillo, y el Obispo Administrador Apostólico de Vitoria, Xavier Lauzurica Torralba, que escribió el prólogo a la primera edición de «Camino» (Valencia, 1939). Se pueden nombrar más ejemplos: el Cardenal José María Bueno y Monreal, Arzobispo dimisionario de Sevilla; el Arzobispo dimisionario de Valencia, José María García Lahiguera; su antecesor Marcelino Olaechea, que también había sido Obispo de Pamplona; el Arzobispo titular de Grado, José López Ortiz; el ya fallecido Pedro Cantero Cuadrado, que fue Arzobispo de Zaragoza; el Obispo dimisionario de Sigüenza-Guadalajara, Laureano Castán Lacoma, y Juan Hervás Bonet, fallecido, que fue Obispo de Ciudad Real.

Todos ellos conocieron al Fundador entre 1924 (López Ortiz) y 1934 (Hervás) y mantuvieron contacto con él durante toda la vida; por lo tanto, sus testimonios tienen un valor documental de primera importancia. Laureano Castán Lacoma, que fue Obispo de Sigüenza-Guadalajara, por ejemplo, es algo más joven que Monseñor Escrivá; en 1926-27 era seminarista; en algunas ocasiones ayudó a Misa a don Josemaría en Fonz, el lugar natal de Castán, donde vivía y ejercía su ministerio sacerdotal don Teodoro Escrivá, tío de don Josemaría, a quien éste en ocasiones hacía breves visitas. Don Laureano recuerda ciertas conversaciones mantenidas a solas con don Josemaría en los años 1931 a 1935. «Me habló de la Fundación que le pedía el Señor, refiriéndose a ella como a la "Obra de Dios", y aunque me decía que estaba trabajando para realizarla, la daba ya como cosa hecha: con tal claridad la veía, ayudado evidentemente por el Señor, proyectada en el futuro ...» (60).

Le comentaba Mons. Escrivá de Balaguer que, en su día, conocería a los miembros de la Obra, «jóvenes que parecen unos "pollos peras", con elegancia y distinción», pero que vivían la mortificación y el espíritu de penitencia, que tenían «una profesión o un oficio bien remunerado, del que podrían vivir holgadamente», y que, con total libertad, vivían una pobreza total. «Refiriéndose a determinados mentores de la juventud católica española, se dolió con frase gráfica de que cortaran los vuelos de no pocos jóvenes, al no proponer a los que tenían capacidad para ello una entrega plena al apostolado, que, para que fuese eficaz, tenía que ser consecuencia de una intensa vida interior» (61). Un testimonio especialmente interesante sobre los años treinta es el de don Pedro Cantero, que fue Arzobispo de Zaragoza y falleció en diciembre de 1978. Conoció a Monseñor Escrivá en el otoño de 1930, en la Universidad de Madrid. Con el primer encuentro -escribe Cantero- «empezó una amistad que duraría toda la vida»; una afirmación que se repite muchas veces y que confirma el «carisma de la amistad» del Fundador. Como tantos otros españoles en aquella revuelta época anterior a la Guerra, también Cantero estaba comprometido en política y con deseos de «hacer carrera»; «pensaba incluso -recuerda- que podía llegar un día en que se me presentase la oportunidad de ganar una cátedra». Es fácil imaginárselo: un sacerdote joven y capaz, no sin ambiciones y concentrado en su propio futuro; y si bien es cierto que don Josemaría le animó a trabajar intensamente, la amistad con él también le transformó; con «su ejemplo -escribe el Arzobispo a la vuelta de cuarenta y cinco años- me fue preparando (...) para el encuentro con que me hizo ver la necesidad de un cambio total en el enfoque de mi vida». Y esto sucedió durante una visita en agosto de 1931, en la que Mons. Escrivá de Balaguer le comentó con toda claridad: «Mira, Pedro, estás hecho un egoísta: fíjate cómo está la Iglesia en España hoy y cómo está España misma. No piensas más que en ti mismo. Hemos de pensar en la Iglesia y darnos cuenta de la situación en que se encuentra el catolicismo en nuestro país. Hemos de pensar en lo que podemos hacer personalmente en servicio de la Iglesia» (62). Don Pedro Cantero fue uno de los que acompañaban al Padre en sus visitas a los hospitales (por lo que conocía también a Somoano) y hace alusión a que el Fundador nunca le habló de vocación a la Obra: «Respetaba siempre la libertad para que cada cual eligiese su propio camino y siguiese su personal vocación. Mejor dicho, no sólo la respetaba, sino que sinceramente alababa todo cuanto se promoviese en servicio de Jesucristo y de su Iglesia» (63).

No contradice esto el afán natural de ganar miembros para la Obra: «Estamos designados por Dios -escribía un residente de Ferraz en mayo de 1936, recogiendo las ideas de Monseñor Escrivá de Balaguer- para extendernos rapidísimamente...» (64); pero este «extenderse» sólo conoce un método: Dios llama a quien quiere, y aquellos a los que llama deben dar su libre consentimiento. Ahora bien, Dios se sirve también de otras personas como «instrumentos» libres para llamar a los hombres a su servicio. Durante toda su vida, Monseñor Escrivá de Balaguer destacó la prioridad de la amistad personal como marco natural del apostolado y de encuentro con personas que se entregaran libremente al servicio de Cristo en el Opus Dei. Lo que no admitía era que se instrumentalizara la amistad, es decir, que se redujera a un simple medio para alcanzar ciertos fines, porque el único fin de la amistad es el bien del amigo. Puede ser, desde luego, un medio divino cuando el amigo es capaz de amar desinteresadamente, con honradez y sacrificio. A veces es imposible saber cuál es ese bien, que, en ocasiones, no tiene por qué ser la vocación al Opus Dei.

Junto con una mirada que calibraba cada personalidad y su verdadera vocación, el Fundador de la Obra tenía en grado máximo una capacidad natural para acercar libremente cada alma al querer de Dios. Y actuaba, en consecuencia, confiando en los demás y ganándose su confianza. Así se explica que en una persona descubriera y fomentara la vocación a la Obra, con otra persona esperara años para hacerlo y con una tercera nunca hablara de este tema; o bien, que a uno le recomendara el camino de la profesión religiosa y a otro el del matrimonio. Y la amistad nunca sufría por eso.

Ya no se conservan los lugares vinculados a la historia del Opus Dei en la calle Ferraz de Madrid. La casa número 50 es otra, y también tiene nueva construcción la número 16, a la que se trasladó la Residencia DYA en julio de 1936 y que fue destruida durante la Guerra Civil. El solar donde estuvo situado el Cuartel de la Montaña, con cuyo asalto por las milicias republicanas se inició el 19 de julio de 1936 la época de terror comunista en Madrid, lo ocupan ahora unos bellos jardines. Y, sin embargo, mientras paseábamos con calma por esa calle me resultaba fácil imaginar la situación de entonces: la agravación del enfrentamiento político, ideológico y social que, entre 1930 y 1936, había llevado a la amarga enemistad entre la España tradicional y católica y la revolucionaria, anarquista, comunista o socialista; los profundos abismos llenos de odio que abrían zanjas en toda la sociedad, separando regiones y provincias, la ciudad y el campo, los estamentos y las clases... ¡Qué seguridad sobrenatural de estar cumpliendo la Voluntad de Dios necesitaba Josemaría Escrivá para seguir trabajando en la edificación del Opus Dei; y lo hacía sin nerviosismos y sin intranquilidades, con optimismo y buen humor constantes, pero con sentido de la realidad y sin hacerse ilusiones; esto es, con una profunda preocupación por la paz interior del país, que se deterioraba rápidamente. Aun cuando iba encontrando personas que le ayudaban (y a veces también algún bienhechor generoso), en el fondo todo dependía de él, por lo menos en cuanto a la «iniciativa»: él tenía que ir buscando el dinero, como un mendigo; él tenía que ocuparse de la instalación y acondicionamiento de los centros; él tenía que dar los Círculos de estudio (varios al día), las meditaciones y las clases de formación... Cientos de estudiantes durante los años 1934, 1935 y 1936, hasta el estallido de la Guerra, recibieron de sus manos una profunda formación cristiana, que suponía también la formación humana y espiritual. No le gustaban las largas discusiones que se acostumbraba tener en las sedes de los partidos y organizaciones (también en las eclesiásticas). Lo que le interesaba, siempre y en todo lugar, era concretar (65); no se trataba de discutir sobre la virtud de la humildad o sobre la conveniencia del rezo del Rosario, sino de ser humilde, de rezar el Rosario... Un residente de la calle Ferraz, 50, que, muchos años después, siendo ya padre de familia, llegó a ser miembro de la Obra, recuerda al cabo de decenios que el Padre conseguía ir «comunicando su vibración simplemente con dos palabras: ¡hijo mío!» (66); dos palabras que no eran una fórmula de cortesía, sino que transmitían un contenido existencial.

Con piedad filial, el Padre, ante los interminables agobios económicos, se dirigía a San Nicolás: «Sancte Nicolae, curam domus age!» («San Nicolás, ¡cuida de esta casa!»). Dejando de lado todas las dificultades y los densos nubarrones que se cernían sobre España, el Fundador iba preparando ya la expansión de la Obra a Valencia e incluso, rebasando las fronteras nacionales, a París.

El 31 de marzo de 1935 había podido celebrar por primera vez la Santa Misa en un centro del Opus Dei y dejar al Señor - reservado en el Sagrario. Este primer oratorio de la Obra era sencillo, pero digno; el Tabernáculo, de madera dorada, lo habían prestado unas religiosas. En realidad, estaba previsto que aquella primera Misa tuviera lugar en la festividad de San José, el 19 de marzo, pero en esa fecha todavía faltaba parte de lo necesario: los candeleros, las vinajeras, el atril, etc. Días más tarde, un desconocido entregaba al portero un gran paquete que contenía exactamente lo que faltaba. Nunca se pudo saber quién trajo aquel paquete; la procedencia de los regalos quedó para siempre en la sombra (67).

Con clara luminosidad, sin embargo, se ve todo lo que el Fundador y el Opus Dei deben al Obispo de Madrid, don Leopoldo Eijo y Garay. No sólo permitió la instalación del primer oratorio de la Obra, sino que, en los años posteriores a la Guerra, cuando el Opus Dei tenía que luchar con graves dificultades y resistencias en España, fue su promotor y protector. Desde el principio tuvo un gran cariño a don Josemaría. Con él comienza la larga lista de los amigos y bienhechores de la Obra entre los Obispos de todo el mundo; a él le corresponde ante la historia el mérito de haber sido el pionero en el camino del Opus Dei hacia la aprobación eclesiástica. Eijo y Garay, que antes había sido Obispo de Vitoria, llegó a la sede de Madrid-Alcalá en 1923; fue el séptimo Obispo de esta diócesis, que se había creado muy tardíamente, en 1885 (68). La dirigió durante cuarenta años, hasta su muerte en 1963. Formaba parte de una generación de Obispos que veían su función no sólo como la de un padre y pastor, sino también como la de un regente, y se comportaba de acuerdo con esta concepción de su cargo.

En este punto se parecía al Cardenal Soldevila y también a muchos Obispos alemanes anteriores al Concilio. Pero a la irradiación y al ejercicio de la autoridad se unía, como se dice hoy, «la cercanía a la base». Eijo y Garay convocó sínodos diocesanos, amplió la capacidad de los seminarios, erigió nuevas parroquias y construyó iglesias en los barrios extremos de Madrid, que iban creciendo a gran ritmo. Aun cuando ocupó numerosos e importantes cargos en el sector de la educación y de la ciencia (69), siguió siendo un hombre de la Iglesia, un Obispo para el que la responsabilidad pastoral era la pauta fundamental de su actuar. Y precisamente esta responsabilidad pastoral fue la que le llevó a comprender tan pronto al Opus Dei y a apoyarlo con decisión.

Si el oratorio estaba instalado en la mejor habitación de la Residencia de estudiantes, el Fundador ocupaba la más modesta: tenía pocos metros cuadrados y la luz entraba únicamente por una pequeña ventana que daba a un estrecho patio interior; estaba amueblada con un escritorio, una pequeña mesa con una silla, una «cama turca» y un armario para la ropa litúrgica, pues a la vez servía como sacristía. Don Josemaría -todos los testigos lo afirman- tenía una «jornada laboral» de dieciocho horas diarias; fuera de las brevísimas comidas, no le quedaba momento de descanso alguno. Y, aun así, es casi inexplicable cómo conseguía atender a todo: sus deberes como Rector de Santa Isabel, las visitas a los enfermos, las catequesis, las clases en la Academia DYA, la responsabilidad por la marcha de la Residencia, los esfuerzos por conseguir los medios económicos, una labor apostólica de dimensiones casi inimaginables basada en la amistad, la conversación, el paseo, la correspondencia con cada uno (es decir, con cientos y, en toda su vida, con miles de «cada uno»)... Además, estaba la formación humana y espiritual de los miembros de la Obra, una Obra cuya fisonomía familiar, espiritualidad específica y situación canónica había que ir perfilando día a día, sin descuidar por eso su propio desarrollo y el de las labores corporativas; tareas que, a pesar de la excelente disposición y del empeño desinteresado de los miembros de la Obra, recaía en último término sólo sobre don Josemaría. Y eso que la enumeración que hemos hecho no es exhaustiva, ni mucho menos, pues especialmente en aquellos años desarrolló una importante actividad como escritor, no sólo con sus «cartas doctrinales» y con una correspondencia personal que iba aumentando continuamente, sino con otros escritos; fue en aquella época cuando también surgieron algunos de sus libros más significativos, como las «Consideraciones espirituales», editadas en 1934 y publicadas de nuevo en 1939, notablemente ampliadas, con el título de «Camino». En ese mismo año de 1934, un día, después de celebrar la Santa Misa en la iglesia del Patronato de Santa Isabel, el Fundador escribió, «de un tirón», «Santo Rosario», una obra de la literatura religiosa profundamente poética e intimista.

Junto a un máximo de disciplina, que le llevaba tanto a aprovechar el tiempo lo mejor posible como a luchar contra el cansancio y el agotamiento, hubo en su vida algo así como un «milagro de la multiplicación de las horas», pues nunca había concesiones respecto a los tiempos fijos dedicados a la oración, la lectura espiritual y otras normas de piedad, que jamás acortaba o suprimía, como tampoco prescindía de la obligación de formarse continuamente y de seguir leyendo textos científicos. Todos los que le conocieron concuerdan en que nunca parecía apurado, inquieto, nervioso o distraído al escuchar, sin mirar al reloj descaradamente o a hurtadillas (entre otras cosas porque, a partir de 1946, dejó de llevarlo, pues -decía- «no lo necesito; cuando termino una cosa, comienzo otra, y en paz» (70). No conocía esa fórmula, carente de contenido, del «no tengo tiempo», fórmula que suelen utilizar sobre todo aquellos que se dedican a «matar el tiempo» o a perderlo con un absurdo activismo; él tenía tiempo, mucho tiempo (algo casi inimaginable, milagroso), porque Dios le había otorgado el don de saber aprovecharlo y en sus manos era como un tesoro que parecía aumentar cuanto más se gastaba. «No nos debe sobrar el tiempo -decía en 1956-, ni un segundo: y no exagero. Trabajo hay; el mundo es grande y son millones las almas que no han oído aún con claridad la doctrina de Cristo. Me dirijo a cada uno de vosotros. Si te sobra tiempo, recapacita un poco (...) Me dirás, quizá: ¿y por qué habría de esforzarme? No te contesto yo, sino San Pablo: el amor de Cristo nos urge (II Cor V, 14). Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad» (71).

Sólo así se comprende que en el comienzo del verano de 1936, cuando toda España vivía como atenazada por el presentimiento de una catástrofe, el Fundador, en vez de cruzarse de brazos y esperar, se dedicara, con grandes sacrificios y esfuerzos, al traslado de la Residencia a su nueva sede. No conocía ni la medrosa cautela ante el futuro ni la resignación paralizante ante las consecuencias de lo pasado. Al final de la Guerra la Residencia de la calle Ferraz, 16, se encontraba en ruinas y tenía que volver a empezar prácticamente desde cero en cuanto a medios materiales para el desarrollo de la Obra. Pero no derrochó ni un solo suspiro por ello, como tampoco se amedrentó antes de comenzar la labor en cualquiera de los numerosos países a los que envió a sus hijos a lo largo de su vida, aunque indudablemente se podría haber dicho que era demasiado pronto, demasiado difícil o incluso imprudente o carente de perspectivas... Con serenidad, sin titubeos, fue recorriendo su camino en el «tiempo aritmético», fue envejeciendo hasta que Dios le llevó a su lado y en el «tiempo histórico» que le tocó vivir. Un tiempo en el que nunca faltaron guerras, catástrofes, revoluciones y crisis, en el teatro del mundo y en muchos corazones. Pero, en medio de todo, inmutables, fijos desde la eternidad, tenía siempre presentes el encargo y la meta: «Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos permanecer pasivos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de Él los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi (I Cor XII, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, misioneros con misión -sin llamaros misioneros-, que tenéis el mandato concreto de negociar hasta la venida del Señor con vuestro trabajo responsable -vocacional- del que Cristo os pedirá cuenta» (72).

En mayo de 1935 don Josemaría hizo, con dos de sus hijos, una romería a la ermita de la Virgen de Sonsoles, cerca de Ávila. En febrero de 1974 recordaba el esfuerzo del camino: «Íbamos a campo traviesa, para llegar antes a la pequeña colina sobre la que se alza el Santuario de la Virgen de Sonsoles. Veíamos la ermita durante todo el trayecto hasta que de pronto, cuando ya estábamos muy cerca, desapareció de nuestra mirada. Pero no se nos ocurrió pensar: si no la vemos, hemos perdido el camino...». Era como una imagen de la propia vida interior, de la lucha, de las ansias del alma por estar junto a Dios: «Algunos días después -siguió diciendo al recordar aquella romería- escribí una ficha (...): cuando perdemos la luz de Dios, la visión sobrenatural de las cosas, hay que recordar que en otras ocasiones la tuvimos, y seguir adelante, sin desmayos, aunque sea cuesta arriba y a ciegas» (73). Sólo una cosa es necesaria: seguir andando camino arriba, con firmeza y fidelidad, sin flaquear ante un repentino repecho, sin ceder a la tentación de tumbarse sobre un buen prado.

2 de octubre de 1962: el Opus Dei cumple treinta y cuatro años, un tiempo en el que el camino del Fundador ha sido mucho más empinado y pedregoso y lleno de peligros que aquel camino de Sonsoles. «No os podéis imaginar -dice a los miembros del Opus Dei que están reunidos con él en Roma para celebrar ese día- lo que ha costado sacar adelante la Obra. Pero ¡qué aventura más maravillosa!» (74). Y sigue hablando en presente, el tiempo del hoy que permanece siempre: «Es como cultivar un terreno selvático: primero hay que talar los árboles, arrancar la maleza, apartar las piedras..., para después arar la tierra a fondo, echar el abono (...). Una vez roturada, hay que dejar reposar la tierra, para que se airee bien. Luego viene la siembra, y los mil cuidados que exigen las plantas: prevenir las plagas; el temor a que descargue una tormenta... Es necesario esperar mucho, trabajar mucho y sufrir mucho, hasta que el trigo se encierra en los graneros.» Y tras una breve pausa agrega: «Granos de trigo apretados en las manos llagadas de Cristo: eso somos nosotros».