Rosalía Cruz o cómo sonreírle a la vida sin piernas y sin manos

Esta salmantina de 74 años lleva siete amputada y ha sobrevivido a dos comas y un infarto con alegría y sin venirse abajo a pesar de tener que renunciar a prácticamente todo en su día a día.

Sonríe frente al Belén que tanto ella como el resto de mujeres que viven el el Centro Cultural «El Rincón» de Tordesillas han preparado para estas fechas / Foto: Dos Santos

La Razón Rosalía Cruz o cómo sonreírle a la vida sin piernas y sin manos

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¿Es posible sobrevivir a dos comas, un infarto y a una amputación de piernas y brazos y sonreírle a la vida como si no pasara nada? Aunque parezca mentira, Rosalía Cruz demuestra que tanto coraje es posible.

Hace siete años Rosa, como la conoce su familia, no paraba quieta y la natación era su deporte favorito. De pronto se sintió mal y le fue diagnosticada una septicemia. Cuando salió del quirófano algunas personas, a su lado, le dijeron: «a partir de ahora nosotras seremos tus brazos y tus piernas». Descubrió así que era una persona amputada. Desde ese día su dependencia sería total. Solo le quedaba una falange del dedo gordo del brazo izquierdo.

Cuando le preguntamos a Rosalía Cruz, numeraria auxiliar del Opus Dei -que son lo mejor de ese movimiento (sic) universal católico y las que de verdad mandan en esa familia- cómo pudo sobreponerse a semejante impacto, ella nos dice que lo aceptó con naturalidad: «no dudé ni por un momento de que eso era lo que Dios tenía dispuesto para mi», asegura.

En septiembre de 2010 Rosa entró en un coma de 27 días. Una piedra en el riñón le había provocado una infección grave y generalizada de todo el organismo que había pasado a la sangre.

Sería su hermano quien firmara las correspondientes autorizaciones y Rosa recuerda que al principio a su familia le dijeron que solo le iban a quitar un dedo, «y ya les parecía un mundo ¡Pues fíjate ahora!», añade entre risas.

Porque eso es algo que Rosalía Cruz nunca ha perdido, el entusiasmo y el buen humor.

Este pasado verano otra infección volvió a atacar a Rosa, que volvió a enfrentarse de nuevo a un coma de 22 días y a un infarto, pero lo superó, para sorpresa de todos. No de ella. Recuerda que al despertar se encontró «un poco rara, no podía hablar bien», le costaba mucho. «La verdad es que esta vez sí me dieron ganas de decir: ¡hasta luego!», confiesa.

Sin embargo, tuvo que esperar hasta el pasado 22 de noviembre para que un doctor se «atreviera» a quitarle la piedra del riñón que tantos problemas le ha causado en una operación considerada de mucho riesgo.

Se tuvieron que coordinar los equipos de Urología, Cardiología y Medicina Interna para que Rosa saliera adelante. «Ellos trabajan muy bien, muy unidos, lo hicieron fenomenal», dice con gratitud.

«El día que me dieron el alta llorábamos todos», asegura. «Lo importante es aceptar el dolor, ya sea físico o moral. En la vida no todo son rosas y champán. Y eso es lo que hice con la ayuda de tantos que me acompañaron. No hay más misterio», insiste.

Las manos y las piernas de Rosa se llaman Ana. Una enfermera que la cuida con esmero desde el primer día. A pesar de sus limitaciones, Rosa ha aprendido a manejarse y a ser lo más independiente que puede. Una buena parte de su tiempo lo dedica a la lectura, a la música y a ver alguna que otra competición. El deporte siemrpe le ha fascinado.

«Me gustan, sobre todo, los libros de historia y geografía», dice. También está muy al tanto de los éxitos de nuestros motoristas y tenistas, que «son estupendos. Es una gozada verlos ganar».

Rosa es así. Aunque ha tenido que renunciar a muchas cosas, no pierde el ánimo. Asegura que en Amputados son como una gran familia y que en las sesiones de rehabilitación se animan los unos a los otros porque a partir de una amputación «la vida cambia, pero vivir puede seguir siendo maravilloso igualmente».

Recuerda que un joven de 24 años que perdió las dos piernas le decía que se iba a tirar por la ventana, a lo que Rosa le contestaba «¿pero qué dices? ¡Eso no sucederá porque yo estaré allí para sujetarte!». Y el muchacho se sonreía.

Su mirada serena y su sonrisa apacible y de oreja a oreja sorprenden a cualquiera, después de todo lo que ha pasado. Claro que, ella, le resta importancia. Le parece todo como si nada. Como si fuera algo normal atravesar semejante calvario. «No tengo piernas ni manos pero para amar, que es lo que a mi me importa, lo que hace falta es corazón y cabeza, y eso lo tengo entero», concluye.

L. Magdaleno

La Razón