Resumen de las intervenciones de las Jornadas Sacerdotales

Se ofrece a continuación una selección de párrafos de las intervenciones de los cardenales Darío Castrillón y Antonio Mª Rouco Varela y de las palabras de bienvenida de Mons. César Augusto Franco. Si desea los textos completos solicítelos a info@opusdei.es

Intervención del cardenal Darío Castrillón: “El sacerdocio ministerial al servicio del sacerdocio común de los fieles y la llamada universal a la santidad”

¡Estimados hermanos en el Episcopado y en el Presbiterado, muy queridos profesores y formadores de este seminario!

“Quam bonum et jucundum habitare fratres in unum!” (Sal. 132,1). Expresamos así, con palabras del salmista, el clima de fraternidad sacramental y de alegría que se establece entre nosotros, y que se fundamenta en la verdad ontológica de nuestra configuración a Cristo, a su único, Sumo y Eterno Sacerdocio. De este modo, nuestra mirada se extiende más allá de los límites de esta querida Archidiócesis de Madrid, y nuestra reunión se enriquece de una dimensión más universal y misionera.

“Pues bien, yo os digo: alzad vuestros ojos y ved los campos que blanquean ya para la siega” (jn 4, 35). Estas palabras del Señor, resuenan hoy todavía en nuestro corazón y señalan el vasto horizonte de la misión de amor del Verbo encarnado, misión que, en primer lugar, es nuestra: El la deja en herencia a toda la Iglesia, pero de modo especial a cada uno de nosotros, sus ministros ordenados. Verdaderamente es grande el misterio de amor del cual somos servidores.

Es necesario proyectar, con luz y con iniciativas nuevas, la dynamis Thenu, el mismo Evangelio, que es "fuerza de Dios para la salvación de todos los que creen" (Rm 1,16). De esta tarea bella y noble, hacemos los sacerdotes nuestro proyecto de vida, que no sería completo si operativamente no nos dirigiésemos, a la vez, no ayudáramos a quienes son miembros de nuestro ‘pusillus grex’, es decir a los fieles laicos, también llamados, por su vocación bautismal, a una participación efectiva, madura y responsable en la única misión salvífica de la Iglesia.

Si los sacerdotes tenemos la sacra potestas, conferida por la Ordenación presbiteral, para actuar, no sólo en nombre, sino también en la persona misma de Cristo, y participar de la autoridad con la cual Cristo edifica, santifica y gobierna a su Cuerpo mistíco (cf. Conc. de Trento, sec. XII, cap. II; Pío XII Carta Enc. Mediator Dei, 20.11.1947; LG n. 10, 28; Decr. Presbiterorum Ordinis, n° 2), solamente la vida de los fieles laicos, en su actuación capilar en las rendijas de la sociedad, como agua limpia y regeneradora entre las rocas, puede y debe reconciliar todas la realidades del mundo con Dios en Cristo.

Vienen a mi memoria aquellas palabras del Fundador del Opus Dei en que se puede resumir la misión de todos los fieles cristianos: "¡abrir e iluminar los caminos divinos de la tierra!" (cf Decreto Pontificio sobre la heroicidad de las virtudes del Siervo de Dios Josemaría Escrivá: en AAS LXXXII, n. 12, 5.11.1990, pp. 1451-1452).

Y para que esta espiritualidad laical crezca y se difunda para el bien de la Iglesia universal y de vuestras diócesis, me permito detenerme brevemente sobre unos aspectos de las relaciones entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles, y referirme especialmente a nuestro ser y obrar como ministros ordenados, al servicio de la llamada universal a la santidad.

Con palabras del Santo Padre recordamos que "se debe insistir en el concepto de servicio, que vale para cada ministerio eclesiástico, empezando por aquel de los Obispos" (Catequesis del miércoles 18.10.1992, in L'O.R. 19.10.1992, p. 4).

Desde luego sabemos que nuestra vida es toda ministerial ya que nuestra constante disposición es seguir con fidelidad la voluntad fundante de Cristo (cf. Lc 22, 26-27): servir a los demás propter Christum, sin acomodarnos al ambiente de indiferentismo religioso o relativismo moral que con frecuencia se manifiesta en la cultura actual, sino adhiriendo con prontitud y espíritu de iniciativa a lo que quiere Cristo (cf Acta Synodalia Sacrusuncti Concilii Oecumenici Vaticanii II, II/TT 824-825).

Pero servir no implica dejar de gobernar, ya que el sacerdocio ministerial se ejerce con la autoridad propia de Cristo, en comunión con el Obispo, autoridad de guía, es decir de Pastor (cf. LG n. 27). No podemos olvidar aquella lograda expresión del Obispo de Hipona en la que se integra el espíritu de servicio con el uso de la potestas, cuando tuvo que actuar vigorosamente por la presurosa solicitud a la Iglesia que le había sido confiada: "non tam praeesse quam prodesse" (San Agustín, Ep. 134,1: CSEL 44,85).

Seguimos experimentando en nosotros mismos la sacra potestas que nos ha sido confiada por Cristo en la Ordenación sacerdotal, para servir a su Iglesia y a la humanidad entera; no vacilamos en constatar nuestros límites y errores, sabiendo que precisamente en nuestra debilidad humana se radica la exousía, el poder divino, que transforma, fortalece y rejuvenece continuamente nuestro ministerio, que es anuncio vivo del misterio de Cristo.

Queremos reafirmar nuestra misión divina para ser gozo y esperanza ante el hombre nuevo de este milenio. Sabemos que el sacerdote es ministro de la esperanza porque es ministro de Cristo (cf LG, 21) y es el primero en ser llamado por Dios a responder a quien le pida razón de la esperanza que alberga en él (cf. 1 Pt 3.15).

No puedo dejar de señalaros la ejemplaridad de la vida sacerdotal del Beato Josemaría, sacerdote secular que, en su vida enteramente gastada al servicio de la Iglesia, ha sabido amar al mundo con la caridad de Cristo, de modo ejemplar, heroico. Sabemos que a partir de aquel 2 de octubre de 1928, en que Dios le hizo ver al Opus Dei, aquel joven sacerdote aragonés gastó todas sus energías en realizar la voluntad de Dios. "¡Aquí tienes a tu burrito sarroso!", solía repetir, en su humildad y espíritu de servicio, dirigiéndose a Dios. Y así saludó una vez, al comienzo de los años treinta, al Señor acercándose al Sagrario, aquí en Madrid, en la iglesia del Patronato de Santa Isabel. Oyó como respuesta, en una locutio divina, con palabras "interiores", esta delicada aclaración de Jesús: "un borrico fue mi trono en Jerusalén" (cf Mons. Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, Ediciones Rialp S.A., Madrid 2000, p. 180).

¿Cuál es nuestro ser, para que podamos obrar con mayor y plena fidelidad a nuestra identidad sacerdotal? ¿Cómo es nuestro estado de salud en la vida de santidad, para ser, cada uno de nosotros, camino seguro de encuentro con el Verbo encarnado? ¿Cuales son nuestras relaciones con los demás fieles? ¿Quiénes son los fieles laicos para el sacerdote? ¿Cómo ayudarlos más con caridad en la verdad, siendo esa verdad Cristo mismo?

El sucesivo Magisterio de la Iglesia lo ha aclarado aun más (cf. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n, 17; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1538, 1576, 1592); la diferencia esencial entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial no se encuentra en el sacerdocio de Cristo, el cual permanece siempre único e indivisible, ni tampoco en la santidad a la cual todos los fieles son llamados. La diversidad está en relación al modo de participación al sacerdocio de Cristo y es esencial en el sentido que mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal , de la Confirmación y en muchos casos de la gracia sacramental del Matrimonio, el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden a la unión de los sacrificios espirituales del cristiano al único sacrificio redentor de Cristo que se hace presente, actual y eficaz por medio de nuestro sacerdocio.

Conviene, por tanto, reafirmar, una vez más, la necesidad del sacerdocio ministerial en su servicio específico e insustituible. Sin embargo, para mostrar con nitidez esta necesidad, no basta con proclamarla: es imprescindible plasmarla en nuestra vida y en nuestros planes pastorales y programas formativos.

En particular se debe subrayar el carácter sobrenatural y sagrado del sacerdocio. Esto es de fundamental importancia: naturaleza y misión del sacerdocio resultan incomprensibles sin la fe.

No se pueden aceptar tendencias funcionalistas a la hora de entender y vivir nuestro sacerdocio: el servicio propio que prestamos con toda nuestra vida sacerdotal, no deriva de un mandato o encargo de la comunidad; no es una función a la cual somos destinados por otros hombres para interceder en su favor ante la divinidad. Nuestro sacerdocio es, en verdad, una misión a la cual un hombre es elevado por Dios para ser, en medio de los demás, signo viviente y no mero recuerdo de la presencia de Cristo, único Sacerdote y Mediador, Cabeza y Pastor de su Pueblo.

En la actual cultura de sincretismo religioso, de difusión de las sectas y de una religiosidad supersticiosa y sentimental no anclada en la verdad de Cristo, no estamos en presencia de un rechazo de lo sagrado en cuanto tal y de su consiguiente reducción a lo profano. Se va más lelos, pues se proclama la negación de un Dios personal y trascendente, de un Dios encarnado y presente en la historia y en la humanidad.

Volviendo a lo que decíamos hace poco, la empresa de la nueva evangelización "exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral, marcado por la profunda comunión con el Papa, con los Obispos y entre sí, y por una colaboración fecunda con los fieles laicos, en el respeto y la promoción de los diversos cometidos, carismas y ministerios dentro de la comunidad eclesial .... Y estos son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como camino específico hacia la santidad" (Exhort. Ap. Post-sinodal PdV, n 18; 82).

Para que sea así, es de fundamental importancia que cada unos de los sacerdotes volvamos a descubrir cada día la necesidad absoluta de nuestra santidad personal. Esta finalidad se concreta en la búsqueda de una profunda unidad de vida que nos conduzca a tratar de ser, de vivir y de servir en Cristo, revistiéndonos de sus mismos sentimientos, en medio de todas las circunstancias de la vida.

¿Cómo será posible adquirir este Espíritu de Cristo, que nos hace testigos de su don, si no regresamos a la práctica frecuente y regular de la Confesión individual, y si no regresamos a la celebración profundamente sentida y vivida de la Santa Misa, que se debe prolongar en la adoración eucarística, a la cual debemos dar nuevamente espacio y tiempo adecuado durante nuestro día?

El sacerdote es como si tomara alimento de la adoración eucarística que, junto con la Confesión frecuente, llega a ser para él el descanso más eficaz, la paz profunda y el bálsamo del alma. No nos salvarán, en efecto, ni las actividades, ni los discursos, ni los convenios que, a veces, también con éxito, habremos tenido, sino el amor por Jesús Cristo, cuyo absoluto señorío debe resplandecer en la vida de cada sacerdote. Precisamente de este señorío nace el impulso misionero del "omnia instaurare in Cristo"; Solamente desde aquí se alcanza aquel entusiasmo que es irrenunciable!" (Carta del 8. 5.2002).

Todo eso lo expresaba el Beato Josemaría, con aquella expresión tan concisa y profunda: "El sacerdote tibio, ése es el gran enemigo de las almas" (Apuntes íntimos, n. 696 del 15.6.1932), queriendo subrayar que el primer deber del sacerdote es el cuidado de la propia vida interior.

Sacerdotes y fieles laicos, hijos de este tiempo: las relaciones entre ellos no pueden prescindir del mundo actual y de sus vivencias. Pero, como ya hemos recordado, en el mundo no seria posible la presencia y la santidad de esos fieles sin la existencia previa de los ministros ordenados.

Se comprende entonces con facilidad cómo los sacerdotes, sin dejar de ser hermanos entre los hermanos, somos constituidos sacramentalmente frente a los laicos para proclamar con autoridad la palabra del único Maestro destinada a todos los hombres, repitiendo sus gestos de perdón y de oferta de salvación, sobre todo con la Penitencia y la Eucaristía, haciendo así presente la amorosa solicitud de Cristo hasta la total entrega de sí mismo.

En cuanto Pastores del Pueblo de Dios, seremos "forjadores" de una caridad plena y autentica de los laicos, y procuraremos que todos los fieles estén atentos a los desafíos del mundo actual y sensibles a las angustias y esperanzas de sus gentes, compartiendo sus vicisitudes y, sobre todo, asumiendo una actitud de solidaridad con los pobres, especialmente con los más pobres, es decir con los sedientos y hambrientos de la Verdad y de la Justicia, pobres de Cristo mismo.

El respeto de la vida humana, la defensa de la familia, las responsabilidades en el campo profesional y político, serán los frutos de la plena coherencia de sus vida con los valores evangélicos.

Conclusión

Los tiempos lo reclaman y todo el Pueblo de Dios está convocado e impulsado por el Sucesor de Pedro "a continuar bajo la guía del Espíritu Paráclito, la obra del mismo Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, a salvar y no a condenar, a servir y no a ser servido" (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, 3).

Por eso, la Iglesia y el mundo tienen necesidad de ministros sagrados de la Nueva Alianza (cf. 2 Cor 3.6), es decir de sacerdotes llamados a anunciar el nuevo adviento (Carta enc. Redemptor hominis, n. 1), de ministros santos que, conscientes de los propios límites, se esfuerzan con decisión en recorrer los caminos de 1a santidad, de la perfección en la caridad, de identificación con Cristo, en fiel correspondencia a la gracia divina.

Palabras de bienvenida de Mons. César Augusto Franco

El Fundador del Opus Dei se definía a sí mismo como un “sacerdote secular, sacerdote de Jesucristo”. Durante dos décadas recorrió las calles de este Madrid en una incesante labor de apostolado, tratando a todo tipo de personas; desde jóvenes universitarios a enfermos en los hospitales; desde señoras que colaboraban en labores de benficencia a chicas que trabajaban en los hogares.

Trató, sobre todo, a muchos sacerdotes con los que empezó a reunirse recién llegado a la capital para animarles a vivir con celo sus tareas pastorales. En esta casa precisamente, el beato José María acudía a confesarse y a abrir su corazón con Don José María García Lahiguera, Arzobispo de Valencia, entonces director espiritual del Seminario, cuyo proceso de canonización está incoado. No hay que imaginar mucho al suponer que no faltaría, entre los temas tratados, el de la santidad de los seminaristas y de los sacerdotes.

Fruto de esa pasión por sus hermanos, dispuso Dios que fundase aquí en Madrid, el 14 de Febrero de 1943, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, siempre bendecida y alentada por la Jerarquía, primero por el obispo diocesano, el Patriarca Don Leopoldo Eijo y Garay, y posteriormente por la Santa Sede. Los centros de esta Sociedad Sacerdotal, erigidos en Madrid, le rinden con esta jornada el tributo de su acción de gracias y sencillo homenaje.

Para todos los que pertenecemos al presbiterio diocesano, es motivo de gozo y de esperanza reconocer que un hermano nuestro, que recorrió nuestras calles y frecuentó tantas veces el Seminario Conciliar, se santificó en el ejercicio de su ministerio y será propuesto por la Iglesia como modelo digno de imitación al ser elevado a los altares. Para todos nosotros supone además un estímulo más para devolver a la Iglesia la santidad que de ella recibimos en el sacramento del Orden que nos permite edificar, en el nombre de Cristo, al pueblo cristiano. Esta relación entre el ministerio sacerdotal y el pueblo de Dios fue, sin duda, una de las preocupaciones y tareas que más acaparó el celo pastoral del Beato Josemaría. De ahí que su atención a los sacerdotes redundara siempre en beneficio de los seglares; y la preocupación por la santidad del laicado, le llevara a cultivar con generosa entrega la santidad sacerdotal.

Que el don que Dios nos hace con la santidad de Don José María, acreciente en nosotros el deseo de llegar a la única meta que Dios nos ha trazado cuando, en Cristo Jesús, nos eligió para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia por el amor. No nos faltará en este empeño la intercensión maternal de la Inmaculada Concepción, patrona de este Seminario. Por supuesto, contaremos también con la intercesión del beato Josemaría. Muchas gracias.

Palabras del Cardenal Antonio María Rouco Varela: “La fraternidad Sacerdotal, espíritu de comunión”

No podía faltar en esta Jornada Sacerdotal, en el marco del centenario del Beato Josemaría Escrivá y de su próxima canonización, una reflexión sobre la fraternidad sacerdotal que constituyó uno de sus mayores desvelos y afanes apostólicos.

Mis reflexiones pretenden profundizar en la fraternidad sacerdotal que, para un obispo, supone un reto a su propio ministerio: conservar la unidad y el amor mutuo en "la preciosa corona espiritual del presbiterio"(3) es sin duda un presupuesto indispensable de la misión apostólica que el obispo comparte con sus sacerdotes.

Para responder a este desafío, Juan Pablo II, propone, antes de organizar iniciativas concretas, "promover una espiritualidad de la comunión ...como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades"(5). Al aclarar en qué consiste esta espiritualidad de comunión, el Papa dice, en primer lugar, "que significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado"(6). La comunión, viene a decir, tiene su fuente en Dios y abarca a todos los hombres. Sólo en este contexto trinitario podemos entender el misterio de la Iglesia y de todo lo que la constituye, empezando por el ministerio ordenado.

La fraternidad sacerdotal, que nace del sacramento del orden, no debe considerarse como una mera exigencia nacida de un corporativismo de tipo sociológico, semejante al que une a quienes trabajan, por ejemplo, en una misma empresa. La fraternidad sacerdotal es el signo de la comunión que el Espíritu crea en quienes han sido incorporados al único sacerdocio de Cristo(10). Es la consecuencia de haber sido consagrados trinitariamente en Cristo Jesús, que nos concede así la gracia de participar de su obra salvífica, que es por naturaleza obra de las tres divinas personas. Dicho de otra manera, la fraternidad sacerdotal es la expresión de lo que ha sucedido en el sacramento del Orden: la gracia recibida nos identifica con Cristo quien nos envía al mundo como él mismo fue enviado por el Padre, bajo la acción vivificadora del Espíritu(11).

La fraternidad sacramental, de origen trinitario, tiene ya en el ministerio público de Cristo su inmediata preparación. Cristo, en efecto, llama a los Doce a su seguimiento y los une a él de modo estable y permanente incorporándolos a su persona y a su misión. La fórmula de Mc 3,14, "hizo Doce" (fecit duodecim), indica que Cristo constituye el grupo apostólico como tal en un acto único de su voluntad que viene precedido por su llamada. "Con la formación del grupo de los doce, Jesús se presenta como la cabeza de un nuevo Israel; como su origen y fundamento se escogen doce discípulos. No se podía expresar con mayor claridad el nacimiento de un pueblo, que ahora no se forma ya por descendencia física, sino a través del don de ‘estar con Jesús’, recibido de los doce, que son enviados por él a transmitirlo. Aquí es ya posible reconocer también el tema de unidad y multiplicidad donde, en la indivisible comunidad de los doce, que sólo en cuanto tales realizan su simbolismo -su misión-, domina ciertamente el punto de vista del nuevo pueblo en su unidad"(14).

Conviene subrayar que esta acción del Espíritu, agente de toda comunión en la Iglesia como Amor que une al Padre y al Hijo, es una acción comunitaria. Los Doce reciben la gracia sacramental personalmente, pero en cuanto tal grupo unido a Cristo. El orden sagrado les ha hermanado con unos lazos indestructibles que les comprometen a vivir, desde la comunión recibida, al servicio de su único Señor, el Resucitado, y de los hombres sus hermanos. Vivir la gracia trinitariamente quiere decir, por tanto, que deben crecer en la comunión recibida gracias a la acción del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y que la fidelidad a dicha comunión les obliga a ser ellos mismos "uno" como el Padre y el Hijo son "uno" en el Espíritu Santo (cf. Jn 17,21-23). Sin esta comprensión de la misteriosa unidad que se da entre el Padre y el Hijo, y entre éste con los suyos, la fraternidad sacramental que se genera en el sacramento del orden queda desprovista de sus verdaderas raíces ontológicas. De ahí la importancia de vivir y crecer trinitariamente, que es lo mismo que hacerse ‘communio’.

Un sacerdote nunca debería encontrarse solo. Las rápidas pinceladas que hemos ofrecido sobre la dimensión colegial y comunitaria del ministerio, basadas en el misterio trinitario, revelan un aspecto fundamental del ministerio sacerdotal. Desde la "colegialidad" que caracteriza el discipulado de Jesús hasta la comprensión del término "apóstol" que aparece en las cartas paulinas, encontramos la existencia de un "nosotros" que sustenta a la persona concreta del ministro. En 2 Cor 5, donde san Pablo expresa ya su idea del ministerio, aparece la primera persona del plural: nosotros ... apóstoles; nosotros ... enviados en nombre de Cristo. No hay que olvidar que el mismo título de presbítero recuerda también su estructura colegiada. "Se es presbítero en el presbiterio"(25).

Es en el presbiterio, por tanto, donde cada sacerdote está llamado a vivir su experiencia de fraternidad sacramental. En el presbiterio y con su obispo. De ahí que resulten más dolorosos aún si cabe los casos de soledad sacerdotal teniendo un ámbito natural donde redimirla. Por ello, una auténtica promoción de la espiritualidad de comunión en el seno del presbiterio debe favorecer que éste sea un ámbito enriquecedor para la vida de todos los presbíteros. Y, para evitar que la estructura se convierta, como dice el Papa, en "medio sin alma", o en "máscara de comunión", todos los sacerdotes, y el presbiterio en su totalidad deben vivir la realidad sacramental que lo sustenta. Sólo así se cumplirá aquello tan hermoso que dice san Ignacio de Antioquía: "Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred todos a una, sufrid, dormid, despertad todos a la vez, como administradores de Dios, como asistentes y servidores "(26)

¿Cómo conseguir esta unidad que puede ser definida de corazón y de acción? La Constitución dogmática Lumen Gentium, al hablar de los presbíteros, dice que "los presbíteros, como colaboradores diligentes de los obispos y ayuda e instrumentos suyos, llamados a estar al servicio del Pueblo de Dios, forman con su obispo un único presbiterio". Y, precisando aún más lo que significa formar un solo presbiterio, añade: "Todos los presbíteros, en virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, están íntimamente unidos entre sí como hermanos. Lo han de manifestar de manera espontánea y de buena gana en la ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones y en la comunión de vida, de trabajo y de amor”(27).

En estos párrafos aparece claramente que la unidad de los presbíteros entre sí, que los constituye en un único presbiterio en torno al obispo, es consecuencia de la consagración y misión recibidas en el sacramento.

La fraternidad sacerdotal no es sin más un concepto de orden sicológico ni sociológico, sino teológico; pertenece al ámbito mismo de la fe sobre el sacramento del Orden. Por ello, las motivaciones para vivir la fraternidad en el presbiterio deben arrancar necesariamente de la vivencia del mismo sacramento. También para la fraternidad sacerdotal vale la fórmula paulina: "reaviva el carisma que hay en ti por la imposición de mis manos" (2 Tim 1,6). Este carisma no nos ha hecho presbíteros aisladamente sino que nos ha introducido en la comunión de un presbiterio presidido por un Obispo, sucesor de los Apóstoles. La vivencia del propio carisma lleva unida, en razón de la misma ordenación, la fraternidad "sacramental" de todos los que forman el único presbiterio de la diócesis. Las actitudes de fe, comunión, trabajo apostólico e, incluso, vida común, a las que invita el Concilio Vaticano II, tienen su raíz última, teológica, en la gracia de comunión que comporta el sacramento del Orden.

A la luz de estos principios de orden teológico, resulta contradictorio y dramático que un sacerdote pueda encontrarse solo en el presbiterio, que es el ámbito natural de la fraternidad sacerdotal. Naturalmente, son muchos los factores que pueden conducir al aislamiento, a la marginación y a la soledad. Factores que provienen de dificultades de todo tipo, psicológico, institucional y moral, estas úiltimas las más dolorosas pues son consecuencia de nuestros propios pecados. Se impone, por tanto, que los sacerdotes, en su mutua relación personal e institucional, a través de las diversas estructuras que existen hoy en las diócesis, nunca pierdan de vista el carisma del ministerio recibido que, como dice Juan Pablo II, tiene una "forma comunitaria" y sólo puede ser ejercido como "una tarea colectiva"(36).

El celibato por el Reino de los cielos nos pide el sacrificio de renunciar a una familia. No hay que olvidar, sin embargo, que el Señor nos ha convertido en familia suya, uniéndonos a él, por lazos más grandes que los de la carne y sangre, y nos ha enriquecido mutuamente con el don del hermano. Vivir en la fe esta nueva realidad no se opone a vivirla humanamente, fraternalmente dentro de una amistad que, cultivada al modo de Jesús con sus apóstoles, nos hará poseer, ya en esta tierra, padres, madres, hermanos y hermanas, hijos e hijas, en número mayor que aquél al que renunciamos. "La fraternidad del ministerio, escribe con acierto G. Greshake, exige precisamente hoy una realización existencial más intensa. En una sociedad cada vez más 'profana, el sacerdote necesita de una vinculación personal más estrecha y de un espacio vital marcado por unas relaciones de amistad fraterna donde pueda vivir como cristiano y sacerdote. Jesús tampoco sacó de la familia para aislarlos, sino para asignarles su 'nueva familia”(40).

En esta perspectiva se entiende las recomendaciones que hace el Concilio Vaticano II sobre el modo de ejercer la fraternidad sacerdotal. Desde las exhortaciones a acogerse y comprenderse bien los sacerdotes mayores y los jóvenes superando tanto las naturales diferencias generacionales como las que se refieren a las diferentes formas de entender la acción pastoral y el cuidado de las almas. Como signo de la fraternidad que les une, "sintiéndose hermanos", el Concilio recuerda que "los presbíteros no han de olvidar la hospitalidad, y deben practicar la beneficencia y la comunidad de bienes, y preocuparse, sobre todo, de los enfermos, los afligidos, los demasiado agobiados por los trabajos, los aislado, los exiliados y los perseguidos"(41).

En razón de la misma comunión en el sacerdocio (ratione eiusdem communíonís ín sacerdotío) el decreto Presbyterorum ordínís declara la obligación de los sacerdotes con sus hermanos que pasan por mayores dificultades, sin olvidar la corrección fraterna como gesto de auténtica amistad: "Han de prestarles la ayuda oportuna, incluso haciéndoles discretamente alguna advertencia si es necesario. Deben manifestar siempre su amor fraterno y su generosidad a los que han tenido algún fallo, y pedir insistentemente a Dios por ellos y mostrándose continuamente con ellos hermanos y amigos de verdad”(42).

La gracia del orden sacerdotal tiene, en sí misma, un potencial inmenso para provocar también hoy, en medio de una cultura que se caracteriza por la descomposición de lazos afectivos, una corriente de fraternidad y amistad sinceras que ayude a vivir el don recibido superando la tentación del individualismo que es, además, fuente de esterilidad apostólica. Para ello, es preciso que los presbíteros reconozcan que están unidos "con sus hermanos por los lazos de amor, oración y todo tipo de colaboración "(43). ¡De cuánto no seríamos capaces, si superando prejuicios, desconfianzas, superficiales descalificaciones, sospechas infundadas, y reconociendo en el otro el don que Dios nos da para nuestro enriquecimiento, viviéramos la gracia del don recibido mirando únicamente la expansión del Reino de Dios y la salvación de los hombres! ¿No sería entonces la fraternidad sacramental de los sacerdotes un a signo eficaz de evangelización y santificación?

3. "Cuidad de vosotros" (Hch 20,28)

Cuando san Pablo reúne a los presbíteros de Éfeso para despedirse de ellos, con el anuncio de que ya nunca volverían a verlo (cf. Hch 20,38), les dice lo siguiente: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con su propia sangre" (Hch 20,28). Esta exhortación pone de relieve que el cuidado del presbiterio y de la grey están íntimamente relacionados. El cuidado de los pastores redunda en beneficio del rebaño. Las palabras de san Pablo muestran la solicitud que él tenía por sus presbíteros a quienes durante tres años consecutivos, noche y día, no cesó de "exhortar con lágrimas a cada uno en particular" (Hch 20,31).

El presbítero necesita, sin embargo, ayudas que, como a todo cristiano, le hagan vivir con fidelidad la gracia del ministerio. Y estas ayudas deben venir normalmente de su obispo y de sus hermanos que constituyen el presbiterio en el que queda incardinado mediante el orden sagrado.

El Concilio Vaticano II reconoce, además, que "hay que tener en mucha estima y favorecer diligentemente las asociaciones que, con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, favorecen por una ordenación apta y convenientemente aprobada de la vida y por la ayuda fraterna la santidad de los sacerdotes e intentan servir así a todo el Orden de los presbíteros"(45). La necesidad que el sacerdote tiene, en la vida diaria, de mantener los compromisos asumidos; de buscar consejo y ayuda ante las dificultades personales y pastorales; y de fomentar los lazos de amistad y comunión presbiteral justifican plenamente el surgimiento de dichas asociaciones que no pretenden suplantar ni la responsabilidad del obispo en todo lo que concierne a la vida y ministerio del presbiterio, ni menos aún dotar a los presbíteros de otros fundamentos de vida espiritual que no sean los que dimanan del sacramento del orden. Como muy bien dice el Decreto Prsbyterorum ordinis, estas asociaciones "fomentan la santidad de los sacerdotes en el ejercicio de su ministerio e intentan servir así a todo el Orden de los presbíteros".

Resulta claro en este texto que las diversas formas asociativas para los sacerdotes diocesanos no son instancias que se interponen entre el Obispo con su Iglesia particular y el presbítero, sino ayudas que fomentan precisamente esta relación sacramental y la santidad que deriva del carisma recibido por la imposición de las manos. Más aún, cuanto más se dirijan estas ayudas asociativas al núcleo de la vida y ministerio del presbítero, más y mejor encontrarán su razón de ser en el misterio de comunión que es la Iglesia. Nada puede suplir al sacramento y a la vida permanente que dimana de él. Todo debe contribuir a que la energía del sacramento se mantenga viva y fecunda en quien lo ha recibido.

El Beato José María entendió perfectamente esta doctrina conciliar. Siendo él mismo sacerdote secular, y formado por tanto en una espiritualidad cuyas raíces se alimentaban de la teología del sacramento del orden, presentaba la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz como "la ayuda ascética continuada que desean recibir (los sacerdotes), con espiritualidad secular y diocesana, e independientemente de los cambios personales y circunstancias que pueda haber en el gobierno de la respectiva Iglesia local. Añade así a la dirección espiritual colectiva que el Obispo da con su predicación, con sus cartas pastorales, conversaciones, instrucciones, etc., una dirección espiritual personal, solícita y continua en cualquier lugar que se encuentren, que complemente -respetándola siempre, como un deber grave- la dirección común impartida por el Obispo"(47).

En una adecuada eclesiología de comunión, la figura del Obispo no es la de un simple organizador, menos aún moderador, de las acciones que se realizan en su diócesis. Es, como enseña el Concilio Vaticano II, "el principio y fundamento visible de unidad" en su iglesia particular (LG 23), y, por consiguiente, principio y fundamento visible de la unidad de su propio presbiterio. La fraternidad sacerdotal tiene su fuente en el ministerio del obispo, a quien corresponde mantener, fomentar y velar por la unidad. Por ello, las asociaciones sacerdotales que agrupan clero diocesano deben fomentar esta relación con el obispo y con el presbiterio de forma que se haga más patente la fraternidad sacramental. Y deben también animar a los sacerdotes a vivir dentro del presbiterio aquellas actitudes ascéticas que exige la pluralidad, no sólo de los diversos carismas, sino de las formas naturales de ser. "Se pide además a todos, dice Juan Pablo II, un sincero esfuerzo de estima recíproca, de respeto mutuo y de valoración coordinada de todas las diferencias positivas y justificadas, presentes en el presbiterio. Todo esto forma parte también de la vida espiritual y de la constante ascesis del sacerdote"(48).

No hay lugar ni momento en la vida de la Iglesia donde la fraternidad sacerdotal encuentre su máximo significado y expresividad que en la celebración de la Eucaristía (50). La Eucaristía es "el centro y la raíz de toda la vida del presbítero" y la fuente de donde "brota la caridad pastoral"(51), que constituye el núcleo de su espiritualidad. Por ello, me parece indispensable terminar mis reflexiones con una alusión a este tema, teniendo en cuenta además, que la caridad pastoral "exige que los presbíteros trabajen siempre en comunión con sus obispos y con los demás hermanos en el sacerdocio para no correr en vano"(52).

Celebrar la Eucaristía es, para un sacerdote, la mayor exigencia para construir con todos sus hermanos la unidad del pueblo santo de Dios, y para edificar la unidad interna del propio presbiterio. Se podría aún argumentar diciendo que si Cristo confirió al grupo de los Doce el sacerdocio de la nueva alianza, la Eucaristía les fue otorgada no sólo como el don que él mismo les hizo de sí mismo, sino como la memoria viva de que su sacerdocio había nacido en la comunión de su Cuerpo y de su Sangre, y que, por tanto, sólo en esa comunión y al servicio de la misma alcanzaba su pleno significado. Y al revés: si la Eucaristía es el fruto del único sacerdocio de Cristo, su celebración puede llegar a ser un contrasentido si los ministros del altar no viven entre sí la fraternidad sacramental de la que hemos hablado.