«Me refugié en las drogas sin saber que iba a refugiarme en el infierno»

La vida de Ángel es la más dura de todos los hijos de Ítaca. Nació en el madrileño barrio del Puente de Vallecas, en el que ha vivido siempre. Un lugar humilde donde las drogas camparon a sus anchas en los años 80, llevándose por delante las ilusiones de cientos de familias. Entre otras, la suya. Ni la fe que le transmitieron sus padres, ni el trabajo, ni su matrimonio fueron suficientes para superar la tentación. Al final, la muerte de su madre acabó por empujarle directamente hacia el abismo.

«Me vi solo. Abandonado. Con una pena y vacío enorme. Y me refugié en las drogas sin saber que iba directamente a refugiarme en el infierno». Fotos: Mónica de Solís.

Si hay un hijo de Ítaca en el que reconocer la biografía de Ulises, ese es Ángel. Ángel tiene 54 años… y aventuras y desgracias para rellenar un siglo. Nació en 1964 en el Puente de Vallecas. Sus padres le educaron, a él y a sus hermanos, en la fe católica y en el esfuerzo por salir adelante. Ángel empieza a trabajar muy pronto, con 14 años. Y de ahí, hacia arriba, hasta emplearse en La perdiz de Somontes, un famoso restaurante situado muy cerca del palacio de la Zarzuela.

A los 17 años se enamora de Petri y después de un largo noviazgo se casan en el año 1991. Al poco tiempo tienen una preciosa hija: Mª Jesús.

En los brazos de Calipso

Aquello parecía un cuento… que, en realidad, había empezado a resquebrajarse hacía ya tiempo… Primero fue su hermano Jesús el que cae en la droga. Una bestia que, en el Madrid de los años 80, cabalgaba desbocada arrasando vidas. A Jesús le mata una sustancia edulcorada con 22 años.

Fue la primera de una cadena de desgracias.

La depresión por la muerte del hermano pequeño, sus primeros escarceos con las drogas, unidos a dificultades económicas y a temas personales que Ángel prefiere no confiar al micrófono, se llevan también por delante su matrimonio.

El remate fue la muerte de mi madre. Era lo único que tenía. La que, a pesar de todo, me seguía queriendo. Mi puerto. Y se va. Para siempre. Y ahí definitivamente rompo con Dios.

A partir de ahí, cuesta abajo y sin frenos. Me vi solo. Abandonado. Con una pena y vacío enorme y me refugié en las drogas sin saber que iba directamente a refugiarme en el infierno. Nadie lo sabe hasta que no estás dentro, pero la droga es un infierno. Es estar muerto pensando que estás vivo. El cuerpo te hierve. Tienes al diablo dentro. Y, Dios, claramente no entraba en mi vida.

Ángel como Ulises, después de vivir unos años en Ítaca, se ve preso en los brazos de la ninfa Calipso. Una ninfa embustera y tramposa que le va absorbiendo la vida.

El remate fue la muerte de mi madre. Era lo único que tenía. La que, a pesar de todo, me seguía queriendo. Mi puerto. Y se va. Para siempre. Y ahí definitivamente rompo con Dios. ¿Cómo puedes ser tan malvado?, le decía yo a Dios. Además, parte de mi familia, me achacaba que yo había matado a mi madre por mis desvaríos. Y llegué a creérmelo.

Ángel, expulsado de su territorio, alejado de los suyos y envenenado por la droga sigue su aciago recorrido luchando contra demonios exteriores e interiores.

Trataba de levantarme… y volvía a caer. Empecé un tratamiento de desintoxicación y conseguí un trabajo en Correos. Parecía que el viento empezaba a soplar a favor… cuando tuve que ingresar en prisión para cumplir una antigua condena por estafa.

Otra vez el abismo…


►Escucha la historia contada por Ángel.


Luces en el horizonte

Y, sin embargo, entre rejas, Ángel comienza tímidamente su regreso a la fe. No sabría explicarlo pero, en medio de esa amargura, y, a pesar de estar muy lejos de cualquier práctica religiosa, empecé a sentir a Dios cerca. A veces iba a la capilla y hablaba con Dios. Notaba su compañía.

Al salir de la cárcel, a Ángel le espera la calle. Hace lo que puede para sobrevivir. Fueron tiempos durísimos. Vivía en una psicosis tremenda de miedo, humillación y soledad. Estoy radicalmente solo. Y tengo miedo. En la calle no hay respeto. Un día te roban, otro te insultan, y el tercero, te agreden. No duermes y el stress te vuelve loco.

Se dedica a la venta ambulante para poder ganar algo de dinero y cada vez va más a la iglesia de San Ramón Nonato. A su parroquia de siempre.

De todas formas, Ángel, como Ulises, no se rinde. Y sigue peleando por llegar a tierra firme. Como lleva toda su vida en Vallecas, los vecinos y, también la policía, le conocen y le ayudan en lo que pueden. Empieza a acudir a Cáritas. Se dedica a la venta ambulante para poder ganar algo de dinero y cada vez va más a la iglesia de San Ramón Nonato. A su parroquia de siempre. A veces para dormir. A veces para pedir y siempre para rezar.

Ángel sigue peleando a brazo partido contra la desesperación. En ocasiones quiere morirse y lo intenta. Pero otras veces, llegan lo que él llama señales del Cielo, que le impulsan a seguir navegando, por muy fuertes que sean las corrientes.

Telémaco reconoce a Ulises

Una de estas señales nos remite directamente al relato de Homero que, en una de las páginas más emotivas de la Odisea, cuenta el encuentro de Ulises con su hijo Telémaco, 20 años después de su partida.

También Ángel encontró a su hija, casi dos décadas después. A Mª Jesús no la veía desde que la pequeña tenía un año. Fue aquí, al lado de la parroquia –narra Ángel, que tiembla todavía de la emoción-. Ella estaba en la parada del autobús, fumando y yo me acerqué para pedirle un cigarro. Espere —me dijo— mientras rebuscaba en el bolso. Al levantar la mirada, clavamos los ojos el uno en el otro. Fue impresionante. Ella me dijo: ¿Eres Ángel? Yo le contesté, “Sí… y tú eres Mª Jesús, mi hija”. Llevábamos 18 años sin vernos y a ella le habían dicho que yo había muerto. Pero nos reconocimos. Estuvimos media hora abrazados, llorando. Desde entonces, ella sabe que su padre está aquí, para lo que necesite.

Ella me dijo: ¿Eres Ángel? Yo le contesté, “Sí… y tú eres Mª Jesús, mi hija”. Llevábamos 18 años sin vernos.

Dios, desde la orilla de Ítaca, hacía señales de humo. El fin del viaje estaba cerca.

Pero todavía quedaba el tramo final y algunas batallas contra cíclopes que vencer y cantos de sirenas que acallar.

Estoy en casa

En esos momentos de calle, de subidas y bajadas y de visitas a la iglesia encuentra a la hermana Sara que, como si de la nereida Leucótea se tratara (y que perdone la comparación la hermana Sara), le ofrece algo más que una manta. Le ofrece cobijo en la residencia Nazaret, un lugar para personas sin hogar muy cercano a la parroquia de San Ramón Nonato.

Son las últimas brazadas antes de pisar la costa. Mi vida empieza a cambiar. Me siento acogido. Como no tengo trabajo me exigen ayudar en la residencia, en un comedor social y en la parroquia. Y empiezo a trabajar, a coger responsabilidades. Ayudo en lo que puedo y empiezo a recobrar la autoestima. Tengo el día lleno, ocupándome de los demás. Empiezo a desarrollar algunas habilidades que me había enseñado mi madre; de orden y organización. Cada vez me siento más fuerte, he dejado de consumir y empiezo a ser dueño de mi mismo.

Yo, que he estado tan lejos, tan separado de Dios, que he habitado en el infierno, ahora no puedo vivir sin Él.

Una noche, sentado en la cama, ve recortarse el campanario de la iglesia. No sé explicarlo, pero, por dentro, siento una voz que me dice: Ánimo Ángel, sigue así, que vas bien. Y rompí a llorar. No dormí en toda la noche.

Para Ángel, aquellas palabras que siente en su corazón son el empujón definitivo. Él, que llevaba toda su vida escuchando reproches, se siente alentado, querido, perdonado, animado, curado.

Con infinito esfuerzo pero también —como él mismo reconoce— con la ayuda continua de Dios, ha conseguido llegar a Ítaca. A su casa.

Ahora trabaja en el Retiro, en un puesto de bebidas, y “gasta” sus horas ayudando a la parroquia en lo que puede. Yo, que he estado tan lejos, tan separado de Dios, que he habitado en el infierno, ahora no puedo vivir sin Él. Después de una vida tan intensa y dolorosa he llegado a casa. A mi casa.

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