La Navidad 2009 de Benedicto XVI

En este artículo puede leer los textos de las predicaciones de Benedicto XVI en estos días de Navidad. (Última actualización: 7 de enero)

"Los Magos, modelos del saber iluminado por la fe" (6.01.2010)

Los Magos descubrieron “un nuevo rostro de Dios, una nueva realeza: la del amor”, afirmó Benedicto XVI, al introducir la oración mariana del Ángelus con los peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro.

En la solemnidad de la Epifanía, en la que se celebra el “misterio de la Manifestación del Señor a todos los pueblos, representados por los Magos, venidos desde Oriente para adorar al Rey de los Judíos”, el Papa recordó cómo según el Evangelio de Mateo llegaron a Jerusalén siguiendo una estrella, “avistada en su surgimiento e interpretada como signo del nacimiento del Rey anunciado por los profetas, o sea, el Mesías”.

“Llegados sin embargo a Jerusalén, los Magos necesitaron las indicaciones de los sacerdotes y de los escribas para conocer exactamente el lugar a donde dirigirse, es decir, Belén, la ciudad de David”.

Aun siendo “ sabios, que escrutaban los astros y conocían la historia de los pueblos” y “ observaban el cosmos considerándolo casi un gran libro lleno de signos y de mensajes divinos para el hombre”, no se avergüenzan de “pedir instrucciones a los jefes religiosos de los judíos”, observa el Pontífice.

“Habrían podido decir: hagámoslo solos, no necesitamos a nadie, evitando, según nuestra mentalidad actual, toda “contaminación” entre la ciencia y la Palabra de Dios”.

“En cambio los Magos escuchan las profecías y las acogen; y, apenas se vuelven a poner en camino hacia Belén, ven nuevamente la estrella, casi como confirmación de una perfecta armonía entre la búsqueda humana y la Verdad divina, una armonía que llenó de alegría sus corazones de auténticos sabios”.

El culmen de su itinerario de búsqueda, añadió Benedicto XVI, fue cuando se encontraron ante "el niño con María su madre" y “postrándose, le adoraron".

“Habrían podido quedarse desilusionados, es más, escandalizados. En cambio, como verdaderos sabios, se abrieron al misterio que se manifiesta de modo sorprendente; y con sus dones simbólicos demostraron que reconocían en Jesús al Rey y al Hijo de Dios”.

Un último detalle confirma, añade, la “unidad entre inteligencia y fe”: el hecho de que “advertidos en sueños de que no volvieran a Herodes, volvieron a su tierra por otro camino".

Según el Papa, “habría sido natural volver a Jerusalén, al palacio de Herodes y al Templo, para proclamar su descubrimiento”. En cambio, los Magos, “que han elegido como soberano al Niño, lo custodian escondiéndolo, según el estilo de María, o mejor de Dios mismo, y tal como habían aparecido, desaparecieron en el silencio, apagados, pero también cambiados tras el encuentro con la Verdad”.

“Habían descubierto un nuevo rostro de Dios, una nueva realeza: la del amor. Que nos ayude la Virgen María, modelo de verdadera sabiduría, a ser auténticos buscadores de la verdad de Dios, capaces de vivir siempre la profunda sintonía que hay entre la razón y la fe, entre la ciencia y la revelación”.

“Los Magos, maestros de humildad”

Los Magos fueron los primeros de la larguísima fila de aquellos que han sabido encontrar a Cristo en su propia vida y que han conseguido llegar a Aquel que es la luz del mundo, porque tuvieron humildad y no confiaron sólo en su propia sabiduría.

Así lo afirmó Benedicto XVI hoy, Solemnidad de la Epifanía del Señor, durante la celebración esta mañana de la Misa en la Basílica vaticana.

A Belén, explicó, llegaron “no los poderosos y los reyes de la tierra, sino unos Magos, personajes desconocidos, quizás vistos con sospecha, en todo caso indignos de particular atención”.

“Estos personajes procedentes de Oriente no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión de aquellos que, a través de todas las épocas de la historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, saben caminar por los caminos indicados por la Sagrada Escritura y saben encontrar, así, a Aquél que es aparentemente débil y frágil, pero que en cambio es capaz de dar la alegría más grande y más profunda al corazón del hombre”, recordó el Papa.

“En Él, de hecho, se manifiesta la realidad estupenda de que Dios nos conoce y está cerca de nosotros, de que su grandeza y poder no se expresan en la lógica del mundo, sino en la lógica de un niño inerme, cuya fuerza es sólo la del amor que se nos confía”.

Los dones de los Magos, acto de justicia

El Papa recordó que los Magos llevaron en regalo a Jesús oro, incienso y mirra. “No son ciertamente dones que respondan a necesidades primarias”, admitió, subrayando que en aquel momento “la Sagrada Familia habría tenido ciertamente mucha más necesidad de algo distinto que el incienso y la mirra, y tampoco el oro podía serle inmediatamente útil”.

Estos dones, sin embargo, “tienen un significado profundo: son un acto de justicia”, afirmó.

Según la mentalidad oriental, “representan el reconocimiento de una persona como Dios y Rey: es decir, son un acto de sumisión”.

“La consecuencia que deriva de ello es inmediata. Los Magos no pueden ya proseguir por su camino”, explicó, “Han sido llevados para siempre al camino del Niño, la que les hará desentenderse de los grandes y los poderosos de este mundo y les llevará a Aquel que nos espera entre los pobres, el camino del amor que por sí solo puede transformar el mundo”.

“No sólo, por tanto, los Magos se han puesto en camino, sino que desde aquel acto ha comenzado algo nuevo, se ha trazado una nueva vía, ha bajado al mundo una nueva luz que no se ha apagado”.

Esa luz, añade el Papa, “no puede ya ser ignorada en el mundo: los hombres se moverán hacia aquel Niño y serán iluminados por la alegría que solo Él sabe dar”.

La importancia de la humildad

Sin embargo, destacó el Papa, aunque los pocos de Belén que reconocieron al Mesías se han convertido en muchos a lo largo de la historia, “los creyentes en Jesucristo parecen ser siempre pocos”.

“Muchos han visto la estrella, pero son pocos los que han entendido su mensaje”, constató.

“¿Cuál es la razón por las que unos ven y encuentren, y otros no? ¿Qué es lo que abre los ojos y el corazón? ¿Qué les falta a aquellos que permanecen indiferentes, a aquellos que indican el camino pero no se mueven?”, se pregunta el Papa.

El obstáculo que lo impide, explicó el Papa, es “la demasiada seguridad en sí mismos, la pretensión de conocer perfectamente la realidad, la presunción de haber ya formulado un juicio definitivo sobre las cosas volviendo cerrados e insensibles sus corazones a la novedad de Dios”.

“Lo que falta es la humildad auténtica, que sabe someterse a lo que es más grande, pero también el auténtico valor, que lleva a creer a lo que es verdaderamente grande, aunque se manifieste en un Niño inerme”.

Falta, añadió, “la capacidad evangélica de ser niños en el corazón, de asombrarse, y de salir de sí para encaminarse en el camino que indica la estrella, el camino de Dios”.

“El Señor sin embargo tiene el poder de hacernos capaces de ver y de salvarnos”, concluyó el Papa, pidiendo para los fieles “un corazón sabio e inocente, que nos consienta ver la estrella de su misericordia, nos encamine en su camino, para encontrarle y ser inundados por la gran luz y por la verdadera alegría que él ha traído a este mundo”.

"Nuestra esperanza está en Dios, que nos guía a su Reino" (3.01.2010)

 

"¡En este domingo -segundo después de Navidad y primero del año nuevo- me alegra poder renovar a cada uno mis deseos de todo bien en el Señor!", dijo el Papa antes de rezar el Ángelus con los fieles congregados en la Plaza de San Pedro.

 

"Problemas -dijo el Santo Padre- no faltan ni en la Iglesia ni en el mundo, así como en la vida cotidiana de las familias. Pero, gracias a Dios, nuestra esperanza no tiene en cuenta los improbables pronósticos, ni tampoco, aun siendo importantes, las previsiones económicas". 

 

Benedicto XVI aseguró que "nuestra esperanza está en Dios, no en el sentido de una genérica religiosidad, o de un fatalismo encubierto de fe. Nosotros confiamos en el Dios que en Jesucristo ha revelado de manera completa y definitiva su voluntad de estar con el hombre, de compartir su historia, para guiarnos a todos a su Reino de amor y de vida. Ésta es la gran esperanza que anima y a veces corrige nuestras esperanzas humanas".

"Ésta -continuó- es la verdadera razón de esperanza de la humanidad: la historia tiene un sentido, porque está "habitada" por la Sabiduría de Dios. Y sin embargo, el designio divino no se cumple automáticamente, porque es un proyecto de amor, y el amor genera libertad y exige libertad. El Reino de Dios viene ciertamente; es más, ya está presente en la historia y, gracias a la venida de Cristo, ha vencido ya la fuerza negativa del maligno. Pero cada hombre y cada mujer es responsable de acogerlo en la propia vida, un día y otro. Por esto, también el 2010 será más o menos "feliz" en la medida en que cada uno, según su propia responsabilidad, sepa colaborar con la gracia de Dios".

 

El Papa pidió a todos los fieles que se dirijan a la Virgen María "para aprender de Ella esta actitud espiritual. El Hijo de Dios tomó carne de Ella con su consentimiento. Cada vez que el Señor quiere dar un paso hacia adelante, con nosotros, hacia la "tierra prometida", llama primero a nuestro corazón, espera, por decirlo de alguna forma, nuestro "sí", tanto en las pequeñas como en las grandes decisiones".

 

"¡Que María -terminó- nos ayude a acoger siempre la voluntad de Dios, con humildad y valentía, para que también las pruebas y los sufrimientos de la vida cooperen a acelerar la venida de su Reino de justicia y de paz".

Homilía en la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios (1.01.2010)

“Meditar sobre el misterio del rostro de Dios y del hombre es una vía privilegiada que conduce a la paz”, indicó.

“Ésta, de hecho, comienza por una mirada respetuosa, que reconoce en el rostro del otro a una persona, cualquiera que sea el color de su piel, su nacionalidad, su lengua, su religión”, añadió.

Seguidamente, preguntó: “¿Pero quién, si no Dios, puede garantizar, por así decirlo, la “profundidad” del rostro del hombre?”

Y explicó: “En realidad, sólo si tenemos a Dios en el corazón, estamos en condiciones de detectar en el rostro del otro a un hermano de humanidad, no un medio sino un fin, no un rival o un enemigo, sino otro yo, una faceta del infinito misterio del ser humano”.

Según Benedicto XVI, “nuestra percepción del mundo y, en particular, de nuestros similares, depende esencialmente de la presencia en nosotros del Espíritu de Dios”.

“Es una especie de “resonancia” -explicó-: quien tiene el corazón vacío, no percibe más que imágenes planas, privadas de espesor”.

“En cambio, cuanto más estemos habitados por Dios, seremos también más sensibles a su presencia en lo que nos rodea: en todas las criaturas, y especialmente en las otras personas, aunque a veces el rostro humano, marcado por la dureza de la vida y del mal, pueda resultar difícil de apreciar y de acoger como epifanía de Dios”, afirmó.

“Con mayor razón, por tanto, para reconocernos y respetarnos como realmente somos, es decir, como hermanos, necesitamos referirnos al rostro de un Padre común, que nos ama a todos, a pesar de nuestros límites y nuestros errores”, añadió.

En la homilía de la Misa de este primer día del año 2010, el Santo Padre ofreció una meditación sobre el tema del Rostro de Dios y de los rostros de los hombres, que ofrece “una clave de lectura del problema de la paz en el mundo”.

“El rostro es la expresión por excelencia de la persona, es lo que la hace reconocible y por lo que se muestran sentimientos, pensamientos, intenciones del corazón”, recordó.

“Dios, por su naturaleza, es invisible, sin embargo la Biblia le aplica también a Él esta imagen -añadió-. Toda la historia bíblica se puede leer como progresivo desvelo del rostro de Dios, hasta llegar a su plena manifestación en Jesucristo”.

Refiriéndose al título de “Madre de Dios”, explicó que “el rostro de Dios ha tomado un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María”.

Benedicto XVI destacó que “Ella, que ha custodiado en su corazón el secreto de la divina maternidad, ha sido la primera en ver el rostro de Dios hecho hombre en el pequeño fruto de su vientre”.

“La madre tiene una relación muy especial, única y de todos modos exclusiva con el hijo recién nacido”, dijo.

“El primer rostro que el niño ve es el de la madre, y esta mirada es decisiva para su relación con la vida, con sí mismo, con los demás, con Dios -añadió-; es decisiva también para que él pueda convertirse en un “hijo de la paz”.

A continuación, el Papa ofreció una pequeña meditación sobre el icono de la Virgen de la ternura, que representa al niño Jesús con el rostro apoyado -mejilla a mejilla- en el de la Madre.

“El Niño mira a la Madre, y ésta nos mira a nosotros, casi como reflejando al que observa, y reza, la ternura de Dios, bajada en Ellos del Cielo y encarnada en aquel Hijo de hombre que lleva en brazos”, explicó.

“Pero ese mismo icono nos muestra también, en María, el rostro de la Iglesia, que refleja sobre nosotros y sobre el mundo entero la luz de Cristo, la Iglesia mediante la cual llega a toda persona la buena noticia”, añadió.

El pontífice señaló que “desde pequeños, es importante ser educados en el respeto al otro, también cuando es diferente a nosotros”.

Y renovó su llamada a “invertir en educación, poniéndose como objetivo, además de la necesaria transmisión de nociones técnico-científicas, una más amplia y profunda “responsabilidad ecológica”, basada en el respeto a la persona y a sus derechos y deberes fundamentales”.

“Sólo así el compromiso por el medio ambiente puede convertirse verdaderamente en educación a la paz y construcción de la paz”, aseguró.

“Hoy cada vez es más común la experiencia de aulas escolares compuestas por niños de varias nacionalidades, aunque también cuando esto no ocurre, sus rostros son una profecía de la humanidad que estamos llamados a formar: una familia de familias y de pueblos”, dijo.

Y destacó que esos niños, “a pesar de sus diferencias, lloran y ríen de la misma manera, tienen las mismas necesidades, se comunican de manera espontánea, juegan juntos...”.

“Los rostros de los niños son como un reflejo de la visión de Dios sobre el mundo -afirmó-. ¿Por qué entonces apagar su sonrisa? ¿Por qué envenenar sus corazones?”

“Desgraciadamente, el icono de la Madre de Dios de la ternura encuentra su trágico opuesto en las dolorosas imágenes de tantos niños y de sus madres en las garras de la guerra y la violencia: prófugos, refugiados, emigrantes forzados”, lamentó.

Benedicto XVI habló entonces de “rostros minados por el hambre y la enfermedad, rostros desfigurados por el dolor y por la desesperación”.

Y declaró: “Los rostros de los pequeños inocentes son una llamada silenciosa a nuestra responsabilidad: ante su impotente condición, se derrumban todas las falsas justificaciones de la guerra y de la violencia”.

El Papa afirmó que “debemos simplemente convertirnos en diseñadores de la paz, deponer las armas de todo tipo y comprometernos todos juntos para construir un mundo más digno de la persona”.

En su homilía de la Misa en la Jornada Mundial de la Paz, el Santo Padre aseguró que “la persona es capaz de respetar a las criaturas en la medida en la que lleva en su propio espíritu un sentido pleno de la vida”.

“De otro modo, será llevado a despreciarse a sí mismo y a lo que lo rodea, a no tener respeto por el entorno en el que vive, por lo creado”, advirtió.

Benedicto XVI afirmó que “quien sabe reconocer en el cosmos los reflejos del rostro invisible del Creador, es llevado a tener mayor amor a las criaturas, mayor sensibilidad por su valor simbólico”.

“Existe de hecho un nexo muy estrecho entre el respeto a la persona y la salvaguarda de lo creado”, afirmó.

Y destacó que “los deberes hacia el medio ambiente derivan de aquellos hacia la persona considerada en sí misma y en relación con los demás”.

“Si la persona se degrada, se degrada el entorno en el que vive; si la cultura tiende a un nihilismo, si no teórico, práctico, la naturaleza no podrá dejar de pagar las consecuencias”, explicó.

El Papa destacó que se puede constatar un recíproco influjo entre el rostro de la persona y el “rostro” del medio ambiente.

“Cuando la ecología humana es respetada en la sociedad, también la ecología ambiental saca beneficio”, afirmó, citando su última encíclica “Caritas in veritate”.

Finalmente, Benedicto XVI destacó que “la venida de Dios transfigura lo creado y provoca una especie de fiesta cósmica”, y dijo que “la fiesta de la fe se convierte en fiesta de la persona y de lo creado”.

Y concluyó: “La Iglesia renueva el misterio para las personas de todas las generaciones, les muestra el rostro de Dios, para que, con su bendición, puedan caminar por la senda de la paz”.

En la Fiesta de la Sagrada Familia (27.XII.2009)

Intervención durante el Ángelus a los peregrinos congregados en el Vaticano

Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy el domingo de la Sagrada Familia. Podemos seguir poniéndonos en el lugar de los pastores de Belén que, nada más recibir el anuncio del ángel, acudieron de prisa a la gruta y encontraron a "María, José y al niño, acostado en el pesebre" (Lucas 2,16). Detengámonos también nosotros a contemplar esta escena, y reflexionemos en su significado. Los primeros testigos del nacimiento de Cristo, los pastores, se encontraron no sólo ante el Niño Jesús, sino también ante una pequeña familia: la mamá, el papá y el hijo recién nacido. ¡Dios quiso revelarse naciendo en una familia humana, y por este motivo la familia humana se ha convertido en imagen de Dios! Dios es Trinidad, es comunión de amor, y la familia, con toda la diferencia que existe entre el Misterio de Dios y su criatura humana, es una manifestación que refleja el Misterio insondable del Dios amor. El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, se convierten en el matrimonio en "una sola carne" (Génesis 2, 24), es decir, en una comunión de amor que engendra nueva vida. La familia humana, en cierto sentido, es imagen de la Trinidad por el amor interpersontal y por la fecundidad del amor.

La liturgia de hoy presenta el famoso episodio evangélico de Jesús, a los doce años, que se queda en el Templo, en Jerusalén, sin que se dieran cuenta sus padres, quienes, sorprendidos y preocupados, vuelven a encontrarlo tres días después discutiendo con los doctores. A su madre que le pide explicaciones, Jesús le responde que tiene que estar "en la propiedad", en la casa de su Padre, es decir de Dios (Cf. Lucas 2, 49). En este episodio, el muchacho Jesús se nos presenta lleno de celo por Dios y por el Templo. Preguntémonos: ¿de quién había aprendido Jesús el amor por las "cosas" de su Padre? Ciertamente, como hijo, tuvo un íntimo conocimiento de su Padre, de Dios, una profunda relación personal permanente con Él, pero, en su cultura concreta, ciertamente aprendió las oraciones, el amor por el Templo y por las instituciones de Israel, de sus propios padres. Por tanto, podemos afirmar que la decisión de Jesús de quedarse en el Templo era sobre todo fruto de su íntima relación con el Padre, pero también fruto de la educación recibida de María y de José. Podemos entrever aquí el sentido auténtico de la educación cristiana: es el fruto de una colaboración que siempre hay que buscar entre los educadores y Dios. La familia cristiana es consciente de que los hijos son don y proyecto de Dios. Por tanto, no los puede considerar como una posesión propia, sino que, sirviendo en ellos al designio de Dios, está llamada a educarlos en la libertad más grande, que consiste precisamente en decir "sí" a Dios para hacer su voluntad. De este "sí" la Virgen María es ejemplo perfecto. A ella le encomendamos todas las familias, rezando en particular por su misión educativa.

Y ahora me dirijo, en lengua española, a los que participan en la fiesta de la Sagrada Familia en Madrid.

[En español]

Saludo cordialmente a los pastores y fieles congregados en Madrid para celebrar con gozo la Sagrada Familia de Nazaret. ¿Cómo no recordar el verdadero significado de esta fiesta? Dios, habiendo venido al mundo en el seno de una familia, manifiesta que esta institución es camino seguro para encontrarlo y conocerlo, así como un llamamiento permanente a trabajar por la unidad de todos en torno al amor. De ahí que uno de los mayores servicios que los cristianos podemos prestar a nuestros semejantes es ofrecerles nuestro testimonio sereno y firme de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, salvaguardándola y promoviéndola, pues ella es de suma importancia para el presente y el futuro de la humanidad. En efecto, la familia es la mejor escuela donde se aprende a vivir aquellos valores que dignifican a la persona y hacen grandes a los pueblos. También en ella se comparten las penas y las alegrías, sintiéndose todos arropados por el cariño que reina en casa por el mero hecho de ser miembros de la misma familia. Pido a Dios que en vuestros hogares se respire siempre ese amor de total entrega y fidelidad que Jesús trajo al mundo con su nacimiento, alimentándolo y fortaleciéndolo con la oración cotidiana, la práctica constante de las virtudes, la recíproca comprensión y el respeto mutuo. Os animo, pues, a que, confiando en la materna intercesión de María Santísima, Reina de las Familias, y en la poderosa protección de San José, su esposo, os dediquéis sin descanso a esta hermosa misión que el Señor ha puesto en vuestras manos. Contad además con mi cercanía y afecto, y os ruego que llevéis un saludo muy especial del Papa a vuestros seres queridos más necesitados o que se encuentran en dificultad. Os bendigo a todos de corazón.

[Al final del Ángelus, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. En este domingo de la Sagrada Familia, invito a todos a poner los ojos en el hogar de Nazaret, escuela incomparable de virtudes humanas y cristianas, para aprender de Jesús, José y María a vivirlas personalmente y dar ejemplo de ellas ante los que os rodean con humildad y convicción. De nuevo os deseo que, en estas fiestas de Navidad, la alegría del Señor Jesús, nacido en Belén, sea vuestra fortaleza. En su Nombre os bendigo con gran afecto.

MENSAJE DE NAVIDAD DE BENEDICTO XVI “Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor”

Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero,

y a todos vosotros, hombres y mujeres a quien Dios ama

"Lux fulgebit hodie super nos, quia natus est nobis Dominus.

Hoy brillará una luz sobre nosotros,

porque nos ha nacido el Señor"

La liturgia de la Misa de la aurora nos ha recordado que la noche ya pasó, el día está avanzado; la luz que proviene de la gruta de Belén resplandece sobre nosotros.

Pero la Biblia y la Liturgia no nos hablan de la luz natural, sino de una luz diferente, especial, de algún modo proyectada y orientada hacia un "nosotros", el mismo "nosotros" por el que el Niño de Belén "ha nacido". Este "nosotros" es la Iglesia, la gran familia universal de los creyentes en Cristo, que han aguardado con esperanza el nuevo nacimiento del Salvador, y hoy celebran en el misterio la perenne actualidad de este acontecimiento.

Al principio, en torno al pesebre de Belén, ese "nosotros" era casi invisible a los ojos de los hombres. Como nos dice el Evangelio de san Lucas, incluía, además de a María y José, a unos pocos sencillos pastores, que llegaron a la gruta avisados por los Ángeles. La luz de la primera Navidad fue como un fuego encendido en la noche. Todo alrededor estaba oscuro, mientras en la gruta resplandecía la luz verdadera "que alumbra a todo hombre" (Juan 1,9). Y, no obstante, todo sucede con sencillez y en lo escondido, según el estilo con el que Dios actúa en toda la historia de la salvación. Dios quiere ir poniendo focos de luz concretos, para dar luego claridad hasta el horizonte. La Verdad, como el Amor, que ella contiene, se enciende allí donde la luz es acogida, difundiéndose después en círculos concéntricos, casi por contacto, en los corazones y en las mentes de los que, abriéndose libremente a su resplandor, se convierten a su vez en fuentes de luz.

Es la historia de la Iglesia que comienza su camino en la gruta pobre de Belén, y a través de los siglos se convierte en Pueblo y fuente de luz para la humanidad. También hoy, por medio de quienes van al encuentro del Niño Jesús, Dios sigue encendiendo fuegos en la noche del mundo, para llamar a los hombres a que reconozcan en Él el "signo" de su presencia salvadora y liberadora, extendiendo el "nosotros" de los creyentes en Cristo a toda la humanidad.

Dondequiera que haya un "nosotros" que acoge el amor de Dios, allí resplandece la luz de Cristo, incluso en las situaciones más difíciles. La Iglesia, como la Virgen María, ofrece al mundo a Jesús, el Hijo que ella misma ha recibido como un don, y que ha venido para liberar al hombre de la esclavitud del pecado. Como María, la Iglesia no tiene miedo, porque aquel Niño es su fuerza. Pero no se lo guarda para sí: lo ofrece a cuantos lo buscan con corazón sincero, a los humildes de la tierra y a los afligidos, a las víctimas de la violencia, a todos los que desean ardientemente el bien de la paz.

También hoy, dirigiéndose a la familia humana profundamente marcada por una grave crisis económica, pero antes de nada de carácter moral, y por las dolorosas heridas de guerras y conflictos, la Iglesia repite con los pastores, queriendo compartir y ser fiel al hombre: "Vamos derechos a Belén" (Lc 2,15), allí encontraremos nuestra esperanza.

El "nosotros" de la Iglesia vive donde nació Jesús, en Tierra Santa, para invitar a sus habitantes a que abandonen toda lógica de violencia y venganza, y se comprometan con renovado vigor y generosidad en el camino hacia una convivencia pacífica. El "nosotros" de la Iglesia está presente en los demás Países del Medio Oriente. ¿Cómo no pensar en la borrascosa situación en Irak y en el aquel pequeño rebaño de cristianos que vive en aquella región? Sufre a veces violencias e injusticias, pero está siempre dispuesto a dar su propia contribución a la edificación de la convivencia civil, opuesta a la lógica del enfrentamiento y del rechazo de quien está al lado.

El "nosotros" de la Iglesia está activo en Sri Lanka, en la Península coreana y en Filipinas, como también en otras tierras asiáticas, como fermento de reconciliación y de paz. En el continente africano, no cesa de elevar su voz a Dios para implorar el fin de todo abuso en la República Democrática del Congo; invita a los ciudadanos de Guinea y del Níger al respeto de los derechos de toda persona y al diálogo; pide a los de Madagascar que superen las divisiones internas y se acojan mutuamente; recuerda a todos que están llamados a la esperanza, a pesar de los dramas, las pruebas y las dificultades que los siguen afligiendo. En Europa y en América septentrional, el "nosotros" de la Iglesia impulsa a superar la mentalidad egoísta y tecnicista, a promover el bien común y a respetar a los más débiles, comenzando por los que aún no han nacido. En Honduras, ayuda a retomar el camino institucional; en toda Latinoamérica, el "nosotros" de la Iglesia es factor de identidad, plenitud de verdad y caridad que no puede ser reemplazado por ninguna ideología, un llamamiento al respeto de los derechos inalienables de cada persona y a su desarrollo integral, anuncio de justicia y hermandad, fuente de unidad.

Fiel al mandato de su Fundador, la Iglesia es solidaria con los afectados por las calamidades naturales y por la pobreza, también en las sociedades opulentas. Ante el éxodo de quienes emigran de su tierra y a causa del hambre, la intolerancia o el deterioro ambiental se ven forzados a marchar lejos, la Iglesia es una presencia que llama a la acogida. En una palabra, la Iglesia anuncia por doquier el Evangelio de Cristo, no obstante las persecuciones, las discriminaciones, los ataques y la indiferencia, a veces hostil, que más bien le permiten compartir la suerte de su Maestro y Señor.

Queridos hermanos y hermanas, qué gran don es formar parte de una comunión que es para todos. Es la comunión de la Santísima Trinidad, de cuyo corazón ha descendido al mundo el Enmanuel, Jesús, Dios-con-nosotros. Como los pastores de Belén, contemplemos embargados de maravilla y gratitud este misterio de amor y luz. Feliz Navidad a todos.

HOMILÍA DE BENEDICTO XVI EN LA NOCHEBUENA “Jesucristo, tú que has nacido en Belén”, “entra en mí, en mi alma”

Queridos hermanos y hermanas:

"Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is 9,5). Lo que, mirando desde lejos hacia el futuro, dice Isaías a Israel como consuelo en su angustia y oscuridad, el Ángel, del que emana una nube de luz, lo anuncia a los pastores como ya presente: "Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor" (Lc 2,11). El Señor está presente. Desde este momento, Dios es realmente un "Dios con nosotros". Ya no es el Dios lejano que, mediante la creación y a través de la conciencia, se puede intuir en cierto modo desde lejos. Él ha entrado en el mundo. Es quien está a nuestro lado.

Cristo resucitado lo dijo a los suyos, nos lo dice a nosotros: "Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Por vosotros ha nacido el Salvador: lo que el Ángel anunció a los pastores, Dios nos lo vuelve a decir ahora por medio del Evangelio y de sus mensajeros. Ésta es una noticia que no puede dejarnos indiferentes. Si es verdadera, todo cambia. Si es cierta, también me afecta a mí. Y, entonces, también yo debo decir como los pastores: Vayamos, quiero ir derecho a Belén y ver la Palabra que ha sucedido allí. El Evangelio no nos narra la historia de los pastores sin motivo. Ellos nos enseñan cómo responder de manera justa al mensaje que se dirige también a nosotros. 

¿Qué nos dicen, pues, estos primeros testigos de la encarnación de Dios? Ante todo, se dice que los pastores eran personas vigilantes, y que el mensaje les pudo llegar precisamente porque estaban velando. Nosotros hemos de despertar para que nos llegue el mensaje. Hemos de convertirnos en personas realmente vigilantes. ¿Qué significa esto? La diferencia entre uno que sueña y uno que está despierto consiste ante todo en que, quien sueña, está en un mundo muy particular. Con su yo, está encerrado en este mundo del sueño que, obviamente, es solamente suyo y no lo relaciona con los otros. Despertarse significa salir de dicho mundo particular del yo y entrar en la realidad común, en la verdad, que es la única que nos une a todos. El conflicto en el mundo, la imposibilidad de conciliación recíproca, es consecuencia del estar encerrados en nuestros propios intereses y en las opiniones personales, en nuestro minúsculo mundo privado. El egoísmo, tanto del grupo como el individual, nos tiene prisionero de nuestros intereses y deseos, que contrastan con la verdad y nos dividen unos de otros. Despertad, nos dice el Evangelio. Salid fuera para entrar en la gran verdad común, en la comunión del único Dios.

Así, despertarse significa desarrollar la sensibilidad para con Dios; para los signos silenciosos con los que Él quiere guiarnos; para los múltiples indicios de su presencia. Hay quien dice "no tener religiosamente oído para la música". La capacidad perceptiva para con Dios parece casi una dote para la que algunos están negados. Y, en efecto, nuestra manera de pensar y actuar, la mentalidad del mundo actual, la variedad de nuestras diversas experiencias, son capaces de reducir la sensibilidad para con Dios, de dejarnos "sin oído musical" para Él. Y, sin embargo, de modo oculto o patente, en cada alma hay un anhelo de Dios, la capacidad de encontrarlo. Para conseguir esta vigilancia, este despertar a lo esencial, roguemos por nosotros mismos y por los demás, por los que parecen "no tener este oído musical" y en los cuales, sin embargo, está vivo el deseo de que Dios se manifieste. El gran teólogo Orígenes dijo: si yo tuviera la gracia de ver como vio Pablo, podría ahora (durante la Liturgia) contemplar un gran ejército de Ángeles (cf. In Lc 23,9). En efecto, en la sagrada Liturgia, los Ángeles de Dios y los Santos nos rodean. El Señor mismo está presente entre nosotros. Señor, abre los ojos de nuestro corazón, para que estemos vigilantes y con ojo avizor, y podamos llevar así tu cercanía a los demás.

Volvamos al Evangelio de Navidad. Nos dice que los pastores, después de haber escuchado el mensaje del Ángel, se dijeron uno a otro: "Vamos derechos a Belén... Fueron corriendo" (Lc 2,15s.). Se apresuraron, dice literalmente el texto griego. Lo que se les había anunciado era tan importante que debían ir inmediatamente. En efecto, lo que se les había dicho iba mucho más allá de lo acostumbrado. Cambiaba el mundo. Ha nacido el Salvador. El Hijo de David tan esperado ha venido al mundo en su ciudad. ¿Qué podía haber de mayor importancia? Ciertamente, les impulsaba también la curiosidad, pero sobre todo la conmoción por la grandeza de lo que se les había comunicado, precisamente a ellos, los sencillos y personas aparentemente irrelevantes. Se apresuraron, sin demora alguna. En nuestra vida ordinaria las cosas no son así. La mayoría de los hombres no considera una prioridad las cosas de Dios, no les acucian de modo inmediato.

Y también nosotros, como la inmensa mayoría, estamos bien dispuestos a posponerlas. Se hace ante todo lo que aquí y ahora parece urgente. En la lista de prioridades, Dios se encuentra frecuentemente casi en último lugar. Esto - se piensa - siempre se podrá hacer. Pero el Evangelio nos dice: Dios tiene la máxima prioridad. Así, pues, si algo en nuestra vida merece premura sin tardanza, es solamente la causa de Dios. Una máxima de la Regla de San Benito, reza: "No anteponer nada a la obra de Dios (es decir, al Oficio divino)". Para los monjes, la liturgia es lo primero. Todo lo demás va después. Y en lo fundamental, esta frase es válida para cada persona. Dios es importante, lo más importante en absoluto en nuestra vida. Ésta es la prioridad que nos enseñan precisamente los pastores. Aprendamos de ellos a no dejarnos subyugar por todas las urgencias de la vida cotidiana. Queremos aprender de ellos la libertad interior de poner en segundo plano otras ocupaciones - por más importantes que sean - para encaminarnos hacia Dios, para dejar que entre en nuestra vida y en nuestro tiempo. El tiempo dedicado a Dios y, por Él, al prójimo, nunca es tiempo perdido. Es el tiempo en el que vivimos verdaderamente, en el que vivimos nuestro ser personas humanas.

Algunos comentaristas hacen notar que los pastores, las almas sencillas, han sido los primeros en ir a ver a Jesús en el pesebre y han podido encontrar al Redentor del mundo. Los sabios de Oriente, los representantes de quienes tienen renombre y alcurnia, llegaron mucho más tarde. Y los comentaristas añaden que esto es del todo obvio. En efecto, los pastores estaban allí al lado. No tenían más que "atravesar" (cf. Lc 2,15), como se atraviesa un corto trecho para ir donde un vecino. Por el contrario, los sabios vivían lejos. Debían recorrer un camino largo y difícil para llegar a Belén. Y necesitaban guía e indicaciones. Pues bien, también hoy hay almas sencillas y humildes que viven muy cerca del Señor. Por decirlo así, son sus vecinos, y pueden ir a encontrarlo fácilmente. Pero la mayor parte de nosotros, hombres modernos, vive lejos de Jesucristo, de Aquel que se ha hecho hombre, del Dios que ha venido entre nosotros.

Vivimos en filosofías, en negocios y ocupaciones que nos llenan totalmente y desde las cuales el camino hasta el pesebre es muy largo. Dios debe impulsarnos continuamente y de muchos modos, y darnos una mano para que podamos salir del enredo de nuestros pensamientos y de nuestros compromisos, y así encontrar el camino hacia Él. Pero hay sendas para todos. El Señor va poniendo hitos adecuados a cada uno. Él nos llama a todos, para que también nosotros podamos decir: ¡Ea!, emprendamos la marcha, vayamos a Belén, hacia ese Dios que ha venido a nuestro encuentro. Sí, Dios se ha encaminado hacia nosotros. No podríamos llegar hasta Él sólo por nuestra cuenta. La senda supera nuestras fuerzas. Pero Dios se ha abajado. Viene a nuestro encuentro. Él ha hecho el tramo más largo del recorrido. Y ahora nos pide: Venid a ver cuánto os amo. Venid a ver que yo estoy aquí. Transeamus usque Bethleem, dice la Biblia latina. Vayamos allá. Superémonos a nosotros mismos. Hagámonos peregrinos hacia Dios de diversos modos, estando interiormente en camino hacia Él. Pero también a través de senderos muy concretos, en la Liturgia de la Iglesia, en el servicio al prójimo, en el que Cristo me espera.

Escuchemos directamente el Evangelio una vez más. Los pastores se dicen uno a otro el motivo por el que se ponen en camino: "Veamos qué ha pasado". El texto griego dice literalmente: "Veamos esta Palabra que ha ocurrido allí". Sí, ésta es la novedad de esta noche: se puede mirar la Palabra, pues ésta se ha hecho carne. Aquel Dios del que no se debe hacer imagen alguna, porque cualquier imagen sólo conseguiría reducirlo, e incluso falsearlo, este Dios se ha hecho, él mismo, visible en Aquel que es su verdadera imagen, como dice San Pablo (cf. 2 Co 4,4; Col 1,15). En la figura de Jesucristo, en todo su vivir y obrar, en su morir y resucitar, podemos ver la Palabra de Dios y, por lo tanto, el misterio del mismo Dios viviente. Dios es así. El Ángel había dicho a los pastores: "Aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2,12; cf. 16).

La señal de Dios, la señal que ha dado a los pastores y a nosotros, no es un milagro clamoroso. La señal de Dios es su humildad. La señal de Dios es que Él se hace pequeño; se convierte en niño; se deja tocar y pide nuestro amor. Cuánto desearíamos, nosotros los hombres, un signo diferente, imponente, irrefutable del poder de Dios y su grandeza. Pero su señal nos invita a la fe y al amor, y por eso nos da esperanza: Dios es así. Él tiene el poder y es la Bondad. Nos invita a ser semejantes a Él. Sí, nos hacemos semejantes a Dios si nos dejamos marcar con esta señal; si aprendemos nosotros mismos la humildad y, de este modo, la verdadera grandeza; si renunciamos a la violencia y usamos sólo las armas de la verdad y del amor.  

Orígenes, siguiendo una expresión de Juan el Bautista, ha visto expresada en el símbolo de las piedras la esencia del paganismo: paganismo es falta de sensibilidad, significa un corazón de piedra, incapaz de amar y percibir el amor de Dios. Orígenes dice que los paganos, "faltos de sentimiento y de razón, se transforman en piedras y madera" (In Lc 22,9). Cristo, en cambio, quiere darnos un corazón de carne. Cuando le vemos a Él, al Dios que se ha hecho niño, se abre el corazón. En la Liturgia de la Noche Santa, Dios viene a nosotros como hombre, para que nosotros nos hagamos verdaderamente humanos. Escuchemos de nuevo a Orígenes: "En efecto, ¿para qué te serviría que Cristo haya venido hecho carne una vez, si Él no llega hasta tu alma? Oremos para venga a nosotros cotidianamente y podamos decir: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)" (In Lc 22,3).

Sí, por esto queremos pedir en esta Noche Santa. Señor Jesucristo, tú que has nacido en Belén, ven con nosotros. Entra en mí, en mi alma. Transfórmame. Renuévame. Haz que yo y todos nosotros, de madera y piedra, nos convirtamos en personas vivas, en las que tu amor se hace presente y el mundo es transformado. “LA NAVIDAD ES LA FIESTA EL AMOR INERME DE DIOS”, (23.12.09)

“En ese Niño, Dios se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos tratarle de tu y mantener con él una relación confiada de profundo afecto, como lo hacemos con un recién nacido”.

“Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no pretende conquistar, por así decirlo, desde fuera, sino que quiere más bien ser acogido por el hombre en libertad; Dios se hace Niño inerme para vencer la soberbia, la violencia, el ansia de poseer del hombre”.

De esta forma quiso “vencer con el amor y conducirnos a nuestra verdadera identidad”, añadió el Papa.

Primer Belén

La Navidad, observó, no es la fiesta cristiana más antigua, sino que lo es la Pascua, ya que “la resurrección de Cristo funda la fe cristiana, está en la base del anuncio del Evangelio y hace nacer a la Iglesia”.

“El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario del Libro del profeta Daniel, escrito hacia el 204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la Dedicación del Templo de Jerusalén, instituido por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo”.

La coincidencia de fechas afirma el Papa, “vendría entonces a significar que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios sobre esta tierra”.

“En la cristiandad la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el siglo IV siglo, cuando esta tomó el sitio de la fiesta romana del "Sol invictus", el sol invencible; se puso así en evidencia que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado”.

Sin embargo, la forma de celebrar la Navidad que conocemos “se desarrolló en el Medioevo, gracias a san Francisco de Asís”.

San Francisco, “por encima de las demás solemnidades, celebraba con inefable premura la Navidad del Niño Jesús, y llamaba fiesta de las fiestas el día en que Dios, hecho un niño pequeño, había mamado de un seno humano”, explicó el Papa, citando la biografía del santo escrita por Tomás de Celano.

Este biógrafo es el que narra la conocida aparición milagrosa del Niño Jesús en el belén de Greccio, con el que san Francisco quería revivir el misterio de la Navidad.

“Lo que animaba al Pobrecillo de Asís era el deseo de experimentar de forma concreta, viva y actual la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar su alegría a todos”, explica Benedicto XVI.

La noche de Greccio “ha devuelto a la cristiandad la intensidad y la belleza de la fiesta de la Navidad, y ha educado al Pueblo de Dios a aprehender su mensaje más auténtico, su calor particular, y a amar y adorar la humanidad de Cristo”.

“Este cuadro describe con mucha precisión cómo la fe viva y el amor de Francisco por la humanidad de Cristo se han transmitido a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de que Dios se revela en los tiernos miembros del Niño Jesús”, concluyó.

BENEDICTO XVI: LOS SANTOS, PROPUESTAS DE FUTURO (22.12.09) Audiencia a los miembros de la Congregación para las causas de los Santos

1. ¡Queridos hermanos y hermanas, deseo expresaros a todos la alegría de encontraros!

Saludo con viva cordialidad a los señores cardenales, los arzobispos y los obispos presentes. Dirijo un pensamiento particular al Prefecto del Dicasterio, el arzobispo Angelo Amato, y le agradezco por las gentiles y afectuosas palabras que, en nombre de todos, ha querido dirigirme. Con él saludo al secretario de la Congregación, al subsecretario, a los sacerdotes, los religiosos, los consultores históricos y teológicos, los postuladores, los oficiales laicos y peritos médicos, con sus familiares, y a todos los colaboradores.

2. La circunstancia especial que os reúne en torno al Sucesor de Pedro es la celebración del 40 aniversario de la institución de la Congregación para las Causas de los Santos, que ha conferido una forma más orgánica a la acción de discernimiento que la Iglesia, desde sus orígenes, ha llevado a cabo para reconocer la santidad de tantos hijos suyos. La creación de vuestro dicasterio fue preparada por las intervenciones de mis predecesores, especialmente Sixto V, Urbano VIII y Benedicto XV, y fue realizada en 1969 por el Siervo de Dios Pablo VI, gracias al cual se ha ido configurando un conjunto de experiencias, de contribuciones científicas, de normas procesales, en una síntesis inteligente y equilibrada, confluyendo en la erección de un nuevo dicasterio.

Me es bien conocida la actividad que, en estos cuarenta años, ha llevado a cabo la Congregación, con competencia, al servicio de la edificación del Pueblo de Dios, ofreciendo una significativa contribución a la obra de la evangelización. De hecho, cuando la Iglesia venera a un santo, anuncia la eficacia del Evangelio y descubre con alegría que la presencia de Cristo en el mundo, creída y adorada en la fe, es capaz de transfigurar la vida del hombre y producir frutos de salvación para toda la humanidad. Además, cada beatificación y canonización es, para los cristianos, un fuerte ánimo a vivir con intensidad y entusiasmo el seguimiento de Cristo, caminando hacia la plenitud de la existencia cristiana y la perfección de la caridad (cfr. Lumen gentium, 40). A la luz de tales frutos, se comprende la importancia del papel llevado a cabo por el Dicasterio de acompañar cada etapa de un acontecimiento de tan singular profundidad y belleza, documentando con fidelidad la manifestación de ese sensus fidelium que es un factor importante para el reconocimiento de la santidad.

3. Los santos, signo de esa radical novedad que el Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, ha insertado en la naturaleza humana, e insignes testigos de la fe, no son representantes del pasado, sino que constituyen el presente y el futuro de la Iglesia y de la sociedad. Éstos han realizado en plenitud esa caritas in veritate que es el sumo valor de la vida cristiana, y son como las caras de un prisma, sobre las cuales, con matices distintos, se refleja la única luz que es Cristo.

La vida de estas extraordinarias figuras de creyentes, pertenecientes a todas las Regiones de la tierra, presenta dos constantes significativas, que quisiera subrayar.

Ante todo, su relación con el Señor, también cuando recorre caminos tradicionales, nunca es cansada y repetitiva, sino que se expresa siempre con modalidades auténticas, vivas y originales, y brota de un diálogo con el Señor intenso y envolvente, que valora y enriquece también las formas exteriores.

Además, en la vida de estos hermanos nuestros resalta la continua búsqueda de la perfección evangélica, el rechazo de la mediocridad y la tensión hacia la pertenencia total a Cristo. “Seréis santos porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo”: es la exhortación, recogida en el libro del Levítico (19, 2), que Dios dirige a Moisés. Esta nos hace entender que la santidad es tender constantemente a lo más alto de la vida cristiana, conquista comprometida, búsqueda continua de la comunión con Dios, que hace al creyente empeñado en “corresponder” con la máxima generosidad posible al designio de amor que el Padre tiene sobre él y sobre toda la humanidad.

4. Las principales etapas del reconocimiento de la santidad por parte de la Iglesia, es decir, la beatificación y la canonización, están unidas entre sí por un vínculo de gran coherencia. A estas se añaden, como fase preparatoria indispensable, la declaración de la heroicidad de las virtudes o del martirio de un Siervo de Dios y la constatación de algún don extraordinario, el milagro, que el Señor concede por intercesión de un fiel Siervo suyo.

¡Cuánta sabiduría pedagógica se manifiesta en este itinerario! En un primer momento, el Pueblo de Dios es invitado a mirar a esos hermanos que, tras un primer discernimiento cuidadoso, son propuestos como modelos de vida cristiana; por tanto, es exhortado a dirigirles un culto de veneración y de invocación circunscrito al ámbito de las Iglesias locales o de las Ordenes religiosas; finalmente, es llamado a exultar con toda la comunidad de los creyentes por la certeza de que, gracias a la solemne proclamación pontificia, un hijo o hija suyo ha alcanzado la gloria de Dios, donde participa en la perenne intercesión de Cristo en favor de los hermanos (cfr. Hb 7, 25).

En este camino la Iglesia acoge con alegría y estupor los milagros que Dios, en su infinita bondad, gratuitamente le da, para confirmar la predicación evangélica (cfr. Mc 16, 20). Acoge, también, el testimonio de los mártires como la forma más límpida e intensa de configuración a Cristo.

Esta manifestación progresiva de la santidad en los creyentes corresponde al estilo elegido por Dios al revelarse a los hombres y, al mismo tiempo, es parte del camino con el que el Pueblo de Dios crece en la fe y en el conocimiento de la Verdad.

El acercamiento gradual a la “plenitud de la luz” surge de modo singular en el paso de la beatificación a la canonización. En este recorrido, de hecho, se realizan acontecimientos de gran vitalidad religiosa y cultural, en los cuales la invocación litúrgica, la devoción popular, la imitación de las virtudes, el estudio histórico y teológico, la atención a los “signos de lo alto” se entrecruzan y se enriquecen recíprocamente. En esta circunstancia se realiza una modalidad particular de la promesa de Jesús a los discípulos de todos los tiempos: “El Espíritu de la verdad os guiará hacia la verdad plena” (cfr. Jn 16, 13). El testimonio de los santos, de hecho, pone en claro y da a conocer aspectos siempre nuevos del Mensaje evangélico.

Como ha sido bien subrayado por las palabras del Excelentísimo Prefecto, en el itinerario para el reconocimiento de la santidad surge una riqueza espiritual y pastoral que implica a toda la comunidad cristiana. La santidad, es decir, la transfiguración de las personas y de las realidades humanas a imagen de Cristo resucitado, representa el fin último del plan de salvación divina, como recuerda el apóstol Pablo: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Ts 4, 3).

5. Queridos hermanos y hermanas, la solemnidad de la Navidad, a la que nos estamos preparando, hace resplandecer con luz plena la dignidad de cada hombre, llamado a ser hijo de Dios. En la experiencia d ellos santos, esta dignidad se realiza en la concreción de las circunstancias históricas, de los temperamentos personales, de las elecciones libres y responsables, de los carismas sobrenaturales.

Confortados por tan gran número de testigos, apretemos también nosotros el paso hacia el Señor que viene, elevando la espléndida invocación con la que culmina el himno del Te Deum: “Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari”; en tu venida gloriosa, acógenos, oh Verbo Encarnado, en la asamblea de tus santos.

Con estos deseos, de buen grado expreso a cada uno de vosotros mis fervientes augurios por las inminentes fiestas de Navidad e imparto con afecto la Bendición Apostólica.