La ilusión de hacer felices a los demás

"D. Josemaría Escrivá te daba toda la confianza, te hacía sentir su alegría y te pedía un esfuerzo sin pedírtelo. Infundía el amor a Dios, el amor al trabajo y la ilusión de hacer felices a los demás".

Álvaro Domecq

Si la memoria no me falla, fue en otoño de 1967 cuando conocí a monseñor Escrivá. Asistí a la Misa que celebró al aire libre con motivo de una asamblea de amigos de la Universidad de Navarra, en el campus de Pamplona. Al acabar la ceremonia, pasé a saludarlo y, ante mi sorpresa, me llamó por mi nombre y me hizo la señal de la cruz en la frente. Me quedé admirado al ver cómo me conocía sin conocerme y también por el afecto con el que me alentó a que siguiera con mi trabajo, "pero un trabajo hecho con mucho amor de Dios", añadió sonriéndome. En esos mismos días, acompañé a los toreros que habían participado en un festival en Pamplona y que querían conocerle. Con cada uno tenía una broma, una palabra de aliento o un detalle de cariño. Al terminar, Domingo, el hermano de Luis Miguel Dominguín que presumía de no creyente, me dijo en un aparte: "¿Sabes que me voy a tener que hacer partidario de este cura tuyo?"

Luego le pude tratar en Jerez; siempre recordaré un almuerzo en Pozoalbero, donde tienen lugar convivencias y cursos de retiro del Opus Dei. Allí me agradeció lo poquito que yo había podido hacer para poner en marcha esa casa que han conocido ya tantos miles de andaluces, pero no hubo complacencia: con su agradecimiento, te alentaba para seguir haciendo lo corriente, pero mejor hecho y con más amor de Dios. D. Josemaría Escrivá te daba toda la confianza, te hacía sentir su alegría y te pedía un esfuerzo sin pedírtelo. Infundía el amor a Dios, el amor al trabajo y la ilusión de hacer felices a los demás. Estar con el fundador del Opus Dei era sentirse ilusionado; después, ya no importaban los propios defectos ni las debilidades, porque se podían superar con la ayuda de Dios, que está ahí esperando que se lo digamos.

Con monseñor Escrivá me di cuenta de que el gran negocio de la vida es el de buscar la santidad. No esa santidad falsa que algunas personas consideran verdadera, esa que parece sacada de estampas antiguas y hecha de cartón piedra. Me refiero a una santidad accesible al común de la gente, porque se compone de amor de Dios con que se lleva a cabo cada trabajo, cada pequeña acción. Y es que metido en esa búsqueda, le da uno a su vida corriente, nuevos horizontes, más alegría.

Personalmente, me considero un hombre de suerte. Por los libros descubrimos la vida y obra de muchos santos, pero yo he conocido uno en carne y hueso. A partir de ahora, cuando le rece, le llamaré San Josemaría.

Álvaro Domecq y Díez //ABC (Sevilla)