Juan Jiménez Vargas

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

Poco a poco el joven Fundador fue reuniendo en torno suyo, con mucho esfuerzo, a un pequeño grupo de personas: jóvenes universitarios que le ayudaban a cuidar a los enfermos de los hospitales, y a los que encendía en el amor a Dios; y también artistas, obreros, artesanos... a los que les mostraba la perspectiva de una vocación cristiana vivida en toda su radicalidad, en el lugar que tenían en el mundo, bien identificados con Jesucristo.

En sus apuntes personales se encuentra, a finales de 1932, una anotación que le recordaba aquella conversación pendiente con Jiménez Vargas. ¿Qué habría sido de aquel estudiante de Medicina -se preguntaba- que le habían presentado a principios de año y al que no había vuelto a ver?

Juan seguía dando excusas; y hay que reconocer que, para un joven activo y preocupado por la realidad social como él, excusas realmente no faltaban: el país había cambiado de régimen el año anterior, casi de la noche a la mañana: el 14 de abril, con la gráfica frase del Almirante Aznar, "España se había acostado monárquica y se había levantado republicana". Y aquel cambio de sistema político, tras un breve lapso de exaltación republicana, había acarreado, más que el periodo de mayor justicia social con el que soñaban algunos, una sucesión de graves acontecimientos y de manifestaciones violentas de carácter anticlerical. En mayo de 1931 las masas incontroladas incendiaron varias iglesias y conventos de Madrid. En poco tiempo, en Barcelona -donde Manuel y Manolita iniciaban su noviazgo-, en Sevilla, en Málaga -donde trabajaba Isidoro Zorzano- y en casi todas las regiones españolas, se produjeron diversos desórdenes, saqueos e incendios contra edificios religiosos, ante la actitud pasiva de las autoridades.

Los conflictos se habían ido agravando a lo largo de 1932. La postura del gobierno ante la Iglesia se fue volviendo cada vez más sectaria. Se retiraron los crucifijos de las escuelas y se dictaron una serie de disposiciones antirreligiosas que pretendían arrancar de cuajo las raíces cristianas de España. Se secularizaron los cementerios y durante la Semana Santa, por primera vez desde hacía muchas décadas, no salieron las procesiones a la calle. En julio, los obispos habían protestado enérgicamente por la ley del divorcio y del matrimonio civil y había cundido por todas partes, en palabras de Ortega -uno de aquellos "intelectuales al servicio de la República"-, una sensación de "desazón, descontento, desánimo, en suma, tristeza".

Ese era el ambiente social del país cuando don Josemaría logró, al finalizar el año, conversar de nuevo con aquel estudiante de Medicina.

Jiménez Vargas conserva bien grabada en la memoria aquel encuentro con "el Padre", como le llamaban todos aquellos chicos, siguiendo el uso común de la época para denominar a los sacerdotes. Don Josemaría le habló de lo que sería el Opus Dei -recuerda Juan- sin la menor nota de sensacionalismo, ni mucho menos detalles personales incompatibles con su profunda humildad. (...) Resultaba evidente que el Padre era la persona que Dios había elegido para hacer la Obra, y que se había entregado de tal manera que su preocupación por hacer realidad aquella misión divina era como algo que había llegado a constituir la característica más decisiva de su propia personalidad".

Tampoco Juan retrasó demasiado su decisión de entrega a Dios. A pesar de sus dilaciones anteriores, pocos días más tarde, ya en el nuevo año -el 4 de enero de 1933-, se consideraba plenamente de la Obra. Está claro que aquella decisión no era fruto sólo de su generosidad personal: Dios concedía a aquellos primeros una gracia especial para entender, en toda su hondura y profundidad, el mensaje que les trasmitía aquel sacerdote: "Era como si uno hubiese comprendido la Obra -comenta- con un conocimiento humanamente inexplicable".

Y prosigue: "En aquella primera conversación (...) me explicó la Obra con mucha extensión, detallando muchas cosas que en aquel momento estaban muy lejos de ser realidad, y que han ido saliendo muchos años después". En esta fotografía de aquella época aparece Juan Jiménez Vargas junto al Fundador del Opus Dei.

Al igual que Isidoro, Juan Jiménez Vargas fue uno de los hombres que permaneció junto al Fundador desde los primeros años 30. Dos semanas después de su decisión de entregarse a Dios, el 21 de enero del 33, asistió, junto con otros dos estudiantes de medicina, a la primera de las reuniones de formación espiritual del Opus Dei -lo que luego se denominarían "círculos" o "clases de formación". Don Josemaría había invitado a muchos, pero sólo vinieron tres: ¡no importaba! Les habló con gran ardor apostólico, y al terminar les dio la bendición con el Santísimo. Y vio, no sólo tres, "sino tres mil, trescientos mil, tres millones".

Don Josemaría no era un soñador: "veía", (no "imaginaba", ni "soñaba", que es algo distinto) el Opus Dei proyectado en los siglos, extendido por toda la tierra, en servicio de la Iglesia. Tenía la seguridad absoluta de estar cumpliendo "un mandato imperativo de Cristo". Isidoro, Juan, y los que fueron llegando al Opus Dei, supieron vivir de fe. Confiaron en Dios y en aquel sacerdote, que les decía con fuerza: "la Obra de Dios no la ha imaginado un hombre".

A ellos, por tanto, no les correspondía inventar nada: su tarea era la de secundar la gracia del Espíritu Santo, y poner los medios necesarios para levantar aquel edificio sobrenatural: y esos medios eran, como les enseñaba el Fundador, en primer lugar, la oración; en segundo lugar, la expiación y luego, en tercer lugar -"muy en tercer lugar", como precisaría en "Camino"- la acción apostólica.

En primer lugar, la oración: don Josemaría iba pidiendo "la limosna de la oración" por todas partes. "Pedía oraciones a todo el mundo", recuerda Jiménez Vargas: "monjas de clausura, enfermos, etc.".