III. LA ORACIÓN EN LA NOCHE

Biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Seminarista en Zaragoza

Las diferencias entre la vida ciudadana de los años veinte y la de nuestros días carece de importancia si se compara con las existentes entre un Seminario de aquella época y uno de hoy. Y no sólo en España, sino también en los demás países europeos y americanos donde se forman sacerdotes, Alemania incluida. Los que comenzaban a andar entonces por el camino que les llevaría a la ordenación sacerdotal se apartaban durante varios años de la vida civil y laical de los de «fuera», con sus comodidades, libertades, preocupaciones y peligros.Cuando un joven recibe la llamada al sacerdocio sabe que, en el futuro, gracias a un especial resello divino -el Sacramento del Orden-, actuará in persona Christi. Sabe que cuando celebre la Santa Misa -centro y raíz de la vida cristiana, como enseña la fe católica- revivirá lo esencial del sacerdocio de Cristo: la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario. Ésa es la razón última por la que ese futuro sacerdote decide identificarse, mediante el celibato, con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. El seminario se preocupaba de proporcionarle un ambiente adecuado para alcanzar ese fin: una vida de piedad con frecuentes prácticas ascéticas, cierta disciplina interna y externa, oración, estudio, orden...

Josemaría vivía en el Seminario de San Francisco de Paula, que estaba en el gran edificio del Seminario Sacerdotal de San Carlos (1), y acudía diariamente, con los otros seminaristas del San Francisco, a las clases de la Universidad Pontificia, que estaba en la plaza de La Seo, en el Seminario de San Valero y San Braulio.

Los seminaristas del San Francisco vestían sotana, sobre la que llevaban una túnica negra, sin magas, y una beca roja con el escudo metálico del Seminario. Tras levantarse, hacían media hora de oración y asistían a la Santa Misa en la iglesia del Seminario de San Carlos.

Después del desayuno salían para asistir a las clases. Iban por algunas calles interiores, más o menos paralelas al Coso, hasta salir a la plaza de La Seo, por detrás de la Catedral. Al terminar las clases de la mañana, volvían al Seminario para la comida.

Por la tarde, tras un rato de recreo o de descanso, volvían a la Universidad Pontificia y, al regresar, merendaban y tenían un largo rato para el estudio, que se partía para rezar el Santo Rosario y hacer un rato de lectura espiritual. A eso de las nueve de la noche cenaban y, antes de acostarse, rezaban unas preces y hacían el examen de conciencia. Todos los meses tenían un retiro espiritual en el Seminario y anualmente hacían ejercicios espirituales (2).

Los jueves por la tarde salían de paseo, juntos, en dos filas, acompañados por el Inspector. Los domingos salían los que tenían parientes en Zaragoza. Josemaría iría tal vez a la casa de don Carlos Albás, un hermano de su madre, que era entonces canónigo arcediano de la diócesis, aunque quizá mantuviese cierta distancia con él, porque no había aceptado bien el fracaso económico de su cuñado, el padre de Josemaría. De hecho, no acudió a su entierro en Logroño, en 1924, y tampoco asistió a la primera Misa que su sobrino celebraría en 1925.

¿Cómo hemos de imaginarnos a Josemaría, joven seminarista en Zaragoza? ¿Cómo era el ambiente en el que vivía? No podemos separar los dos aspectos. Al clero diocesano llegaban, en primer lugar, jóvenes procedentes de familias numerosas y, entre éstas, sobre todo, de origen campesino. La mayoría de los seminaristas que estudiaban con Josemaría procedían de algún pueblo o pequeña ciudad; eran personas sencillas, en su mayoría hijos de alguna familia campesina aragonesa. Por una parte, eran muchachos no deformados, sanos, fuertes, piadosos y creyentes, sin más, llanamente; pero, por otra, eran personas de escasa formación, poco refinadas, ruda, con ideas sencillas respecto a su futuro y a veces descuidadas en su aspecto exterior. Josemaría se salía de lo corriente, no porque se lo propusiera, sino porque sin quererlo, poseía sus propias costumbres. Cada día se lavaba de pies a cabeza, lo que llamaba la atención y hacía que entre los seminaristas surgieran dudas sobre si llegaría a ser clérigo, porque, según parecía, «tenía cualidades» para otras profesiones (3). Además, gozaba de una buena formación, era ingenioso y de humor chispeante y dominaba el lenguaje, por lo que sorprendía a sus colegas con epigramas serios o satíricos en los que vertía sus comentarios. La buena educación que había recibido y su seguridad natural para comportarse en púbico se unía con una piedad sencilla y sincera, con unos profundos, conocimientos teológicos y jurídicos y con un gran calor humano. Todo esto le otorgaría en el futuro una gran autoridad natural, en el trato con altos representantes del Estado y de la Iglesia, con personalidades de la aristocracia, de la economía y de las finanzas; en esto los testimonios son unánimes.

Es patente que Josemaría, ya a sus veinte años, tenía esta capacidad de irradiación. Si se considera su vida, es fácil darse cuenta de que era muy difícil permanecer indiferente o neutral cuando se le trataba. Poseía en modo extraordinario el don de atraer a las personas y de conducirlas hacia Dios a través del camino de la amistad, una amistad que nunca dejaba enfriar y que nunca daba por perdida. Ese acercar a los demás a Dios podía producirse en cosa de pocas horas e incluso de minutos. Se han dado casos de decisiones instantáneas de entrega plena. Algunos permanecieron durante mucho tiempo o para siempre en posiciones más alejadas (4). Otros, y también esto es natural, se separaron de él y se marcharon, en uso legítimo de su libertad. Pero hay una actitud que no se daba nunca: permanecer a su lado con indiferencia.

«Chocas con el carácter de aquél o del otro, -se lee en "Camino"-. necesariamente ha de ser así: no eres moneda de cinco duros que a todos gusta» (5). Tampoco Josemaría lo era o, mejor dicho, no todos reconocían su valor, porque no todos saben distinguir a simple vista el oro del latón o del metal dorado. Sus calificaciones seguían siendo, como en el bachillerato, excelentes; la mayoría de los profesores le estimaban; y el que alguno se equivocara alguna vez al dar su opinión sobre él, ¿qué importancia tiene? «Si tu carácter y los carácteres de quienes contigo conviven fueran dulzones y tiernos como merengues no te santificarías» (6). Los demás seminaristas le apreciaban: veracidad, humor, deseos de ayudar... son características que citan con frecuencia en sus recuerdos. Se le quería y, en secreto, también se le admiraba, lo cual no quiere decir que no hubiera lugar para la envidia o para la repentina crispación de alguno. En cierta ocasión Josemaría tuvo una disputa con otro seminarista, que le había ofendido; llegaron a las manos; el otro «empezó». No conocemos más detalles: sólo sabemos que a Escrivá se le impuso un castigo, que lo aceptó, y que su contrincante, treinta años más tarde, siendo capellán de un hospital en Jaén, le escribió una emotiva carta pidiéndole perdón.

El hecho no produjo ninguna merma en la consideración general hacia Josemaría. Al comienzo del tercer curso en Zaragoza, en el otoño de 1922, se le confió uno de los dos cargos de Superior. Esto suponía un cambio de situación: habitación propia, un fámulo (lo que en el ejército se llamaría un «ordenanza»), más libertad personal para entrar o salir. Aunque seguía siendo un estudiante como los otros, según el reglamento era un Superior con derecho a dar indicaciones y con el deber de supervisar los trabajos de los demás, de acompañar a los seminaristas en el camino de la Universidad o en los paseos y de cuidar que se guardara la disciplina del Seminario. Evidentemente, esto acarreaba ciertas dificultades y prudencia. De repente, un joven estudiante pasa a ser un «superior»; come en una mesa especial, se le sirve, se le recoge la habitación, se le hace la cama, y tiene que conseguir que sus compañeros cumplan sus órdenes, sin dejar por eso de ser su compañero.

En Zaragoza, Josemaría aprendió no sólo Teología y Derecho, sino también el arte de dirigir a los hombres. El tiempo que pasó como Superior en el Seminario de San Francisco fue para él un tiempo en el que aprendió a usar la autoridad. Desde el principio comprendió que se basa en la honradez, en la ecuanimidad de una actitud recia, en el dominio de sí mismo y en el punto medio entre la rigidez y la elasticidad; y, sobre todo, en el propio ejemplo, la abnegación personal y callada y la humildad interior. Todas estas cualidades formaban parte de su propia naturaleza, pero sólo gracias al trato continuo con Dios, a la oración, a la penitencia, a la Eucaristía, llegaron a desarrollarse plenamente. Zaragoza se convirtió en un paso decisivo en este camino. El nuevo Superior no se dejaba «mimar, no daba importancia a lo que hacía, ni alardeaba de nada: con naturalidad, hacía lo posible para pasar inadvertido» (7). 

Muerte de un Prelado

En Zaragoza, Josemaría estableció también sus primeros contactos con una gran ciudad que era, además, uno de los puntos cruciales de la historia de España y un centro económico y cultural. La ciudad había tenido importancia tanto para los romanos como para los visigodos y los árabes, a quienes el rey Alfonso I de Aragón se la había arrebatado en el año 1118.

Se convirtió así en capital del reino, y lo fue durante unos cuatrocientos años. Sin embargo, con la unificación (primero dinástica y después también constitucional) de Castilla y Aragón, y con la erección de Madrid como residencia y capital de la Monarquía española en el siglo XVI, Zaragoza perdió parte de su importancia política, lo que compensó con su elevación económica y cultural. Poseía una importante industria de la seda y, desde 1542, albergaba una de las universidades más renombradas de España, en la que, en octubre de 1960, se concedió al Fundador y Presidente General del Opus Dei el doctorado honoris causa de la Facultad de Filosofía y Letras.

Zaragoza es diócesis desde 1118 y archidiócesis desde 1318; es también la sede metropolitana de la provincia eclesiástica del mismo nombre, que comprende las diócesis sufragáneas de Barbastro, Huesca, Tarazona y Teruel. Tiene, como dato curioso, dos iglesias episcopales con el mismo rango: la famosa Basílica mariana de Nuestra Señora del Pilar -un edificio barroco, cuya silueta, con las cuatro torres en las esquinas y sus once cúpulas, es famosa en todo el mundo- y la vieja Catedral gótica de La Seo, construida en los siglos XIV-XV, tras derribar la primitiva iglesia románica, edificada en el lugar que hasta entonces ocupara la mezquita mayor. En estas dos iglesias pasó Monseñor Escrivá muchas horas de oración, especialmente ante la imagen de la Virgen del Pilar, Patrona de la Hispanidad, muy venerada en España, a la que amaba con filial devoción. A ella se encomendó cuando, en junio de 1946, partió para Roma con el fin de obtener la aprobación pontificia del Opus Dei, y al Pilar retornó una y otra vez; por ejemplo, en 1951, cuando peligraba la existencia de la Obra: el Fundador, en una situación casi desesperada, ponía toda su confianza en la Virgen, a la que ya había acudido en Loreto y en Lourdes.

Desconocemos la fecha de las circunstancias exactas en las que el Cardenal Juan Soldevila y Romero, Arzobispo de Zaragoza, fijó su atención en Josemaría. Es de suponer que fuera en 1921 o 1922: por esas fechas el Rector del Seminario ya había advertido que el «nuevo» seminarista, procedente de Logroño, destacaba entre sus compañeros, y es de suponer que en los informes que destinaba a Su Eminencia subrayara las cualidades humanas del joven Escrivá, su profunda piedad, sus resultados en los estudios y, en general, su influjo positivo en el ambiente del Seminario de San Francisco de Paula. En diversas circunstancias, cuando el Cardenal visitaba el Seminario o se encontraba con seminaristas en la Catedral, se dirigía a Josemaría preguntándole por su trabajo y por su situación; incluso, en algunas ocasiones, le invitó a visitarle, lo cual suponía un honor desacostumbrado (8). Además, no era corriente que el nombramiento como Superior tuviera lugar -como en el caso de Josemaría- antes de recibir las órdenes menores (9). Y como sólo un clérigo podía ser Superior, el Cardenal-Arzobispo confirió personalmente la tonsura al joven seminarista (10) en la capilla del palacio arzobispal, el 28 de septiembre de 1922.

Este Prelado, que entonces contaba ya casi ochenta años de edad, es una de esas figuras señeras que tanto abundan en la Iglesia en España. En Alemania se le podría comparar con un Cardenal Faulhabér o un Cardenal von Galen. Soldevila (11) nació en 1843, se ordenó sacerdote en 1867 y, desde 1875, fue Secretario del Obispo de Valladolid. En el entierro de la Reina María Cristina, en 1878, llamó la atención de su nieto, el Rey Alfonso XII, quien, aquel mismo año le nombró Predicador de Su Majestad. En 1889 pasó a ser Obispo de Tarazona y doce años después fue nombrado Arzobispo de Zaragoza. En 1919 recibió la púrpura cardenalicia. Más de veinte años permaneció al frente de la provincia eclesiástica aragonesa; en ese tiempo se convirtió en uno de los representantes más insignes de la jerarquía en España. Uno de sus grandes amores era su patria chica adoptiva, cuya historia, arte y literatura hizo que se investigaran. Otro gran amor, unido inseparablemente al primero, era la Virgen del Pilar; con todos los medios a su alcance, difundió su devoción por toda España, consiguiendo que la basílica fuese erigida «Monumento Nacional» y se convirtiera en centro de culto para todo el país. Los disparos anarquistas que segaron en plena calle la vida del Cardenal, el 4 de junio de 1923, iban dirigidos contra un hombre que, como Obispo y como Senador, había trabajado incansablemente, durante más de veinte años, por el bien de la Iglesia, por los derechos de los obispos, por el fortalecimiento de la formación religiosa; un hombre que había luchado contra el anarquismo, el terrorismo y la debilidad del Gobierno, atrayendo hacia sí el odio de los sectores liberales y socialistas, ambos de tendencia anticlerical. Su asesinato no fue un acontecimiento aislado, sino un paso más en la larga cadena de hechos delictivos cometidos contra los contrincantes políticos o ideológicos; una cadena que se prolongaría durante un largo período de la historia de España. Aunque no sabemos las cosas concretas que pensó o dijo el joven seminarista a raíz de este asesinato, es de suponer que adoptara la misma postura que, como Fundador del Opus Dei, habría de mantener durante toda su vida. Es obvio que, ante el asesinato, su reacción debió ser de total desaprobación y repulsa, por lo que significaba de ofensa a Dios, ataque a la Iglesia y violencia, ya que siempre analizaba la esencia de los acontecimientos y de las tendencias, por ejemplo la justicia o la falta de justicia que expresaban. Por otra parte, Mons. Escrivá de Balaguer repetiría a menudo que él sólo era «un pobre sacerdote» que «no quería ni podía hablar más que de Dios». Este criterio -que fue un principio de su actuar- no significa en modo alguno indolencia respecto a los problemas y conflictos temporales, como me explicó en cierta ocasión su sucesor, Alvaro del Portillo: «Monseñor Escrivá de Balaguer era una persona que seguía siempre todo lo que pasaba en el mundo no sólo con interés, sino muy de cerca, participando en los hechos con alegría o con dolor, e incluso apasionadamente, cuando se referían a ciertos temas de relevancia para la Iglesia. Y de estas cuestiones hablaba con gran claridad. Sin embargo, nunca se expresaba en público respecto a los aspectos meramente temporales de los acontecimientos actuales, no porque no tuviera interés, sino porque hubiera deshecho el Opus Dei, cuya naturaleza es meramente espiritual» (12). Además, dando de lado los hechos opinables, y en especial la política, quería evitar cualquier sospecha de intentar influir de alguna manera sobre las opiniones personales en asuntos temporales de los miembros del Opus Dei. Su preocupación por la libertad personal le llevaba a callar (13). A este delicado respeto a la libertad en cuestiones políticas opinables sabía unir, sin embargo, un gran afán de urgir a los cristianos para que en la vida social fueran coherentes con su fe; para que, por ejemplo, defendieran la libertad (la de los demás y la suya propia) en todos los sectores (la libertad religiosa, la libertad de enseñanza y de prensa, etc.), la santidad del matrimonio y de la familia, el derecho a la vida desde su concepción y tantos otros valores de raigambre cristiana (y de ley natural) y de gran repercusión social. Al referirse a estos temas, Josemaría Escrivá de Balaguer decía con gran fuerza que hablar de ellos no era «meterse en política», sino mostrarse coherente con la ley de Dios y con el Magisterio de la Iglesia. Esa misma coherencia hacía que tuviera una gran sensibilidad para estigmatizar todo género de violencias, de lucha de clases, de siembra de odios. 

«¿Cuál es la identidad del sacerdote?»

Cuando, el 19 de junio de 1981, estuve en la capilla del Seminario de San Carlos, sentí, en un determinado momento, una extraña emoción: fue al mirar hacia el lugar donde se encuentra aquel balcón lateral en el que el joven Josemaría había rezado tantas veces y con tanta devoción. Pasó allí muchas horas de la noche rezando ante el Sagrario (14).

Cuando le concedieron el doctorado honoris causa, en la Universidad de Zaragoza evocó estos momentos de intimidad con Dios. Una vez y otra recurría al Señor, a Jesús Sacramentado, rogándole que le diera luces y pidiéndole fuerza y generosidad para cumplir lo que Él quería, una vez que se lo hubiera hecho ver. Que Dios le preparara, éste era el cantus firmus de su oración; que Dios le preparara para servirle «en lo que Él quisiera, como Él quisiera y cuando Él quisiera» (15).

Se puede rezar en todas partes y a todas horas. Esa fue la enseñanza constante del Fundador del Opus Dei: es posible mantener un diálogo continuo con Dios en la calle, en el lugar de trabajo y, en caso de guerra, incluso en las trincheras del frente de batalla... Ahora bien, la noche tiene un algo especial: en la oscuridad y en el silencio, sin distracciones externas, el alma se serena, escucha más sutilmente y ve más claramente. Todo esto ya se sabía en tiempos antiguos, cuando se adoraba en el templo por la noche, Muchos salmos hablan de esta experiencia y los románticos alemanes, Novalis sobre todo, alaban la noche como el reino del amor y del olvido de sí. Los Evangelios, por su parte, nos narran que Jesús, antes de llamar a los apóstoles, pasó la noche en el monte, en oración (Luc 6,12); que, en los últimos días, antes de la Pasión, pasaba la noche en el Monte de los Olivos (Luc 21,37), y que fue de noche cuando, en el Huerto de Getsemaní, pronunció la oración más conmovedora en la historia de la humanidad: «Abba, Padre, todo te es posible; aparta de mí este cáliz, pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). El punto 104 de «Camino» reza: «Pernoctans in oratione Dei -pasó la noche en oración. Esto nos dice San Lucas del Señor. Tú, ¿cuántas veces has perseverado así? Entonces...». Estas palabras las escribió un joven sacerdote que sabía muy bien de qué hablaba. La palabra, algo misteriosa, pero sin duda más importante de este punto es ese «entonces...». Es como una respuesta incoada, la contestación a alguien (al menos así me lo imagino) que se ha quejado de que su oración no ha sido escuchada y se da cuenta de que le faltan las fuerzas... Su confesor, Josemaría Escrivá, le da con esta breve palabra el consejo decisivo: «ponte ante Jesucristo, ponte a su lado y persevera con Él, persevera en la oración, en el recogimiento y en el fervor de la conversación nocturna con Dios; inténtalo, aunque a veces se te cierren los ojos; tampoco los apóstoles lograron evitarlo».

La noche es larga; el lugar, incómodo; el frío y el cansancio llegan como arrastrándose, y los pensamientos, muchas veces, son como un enjambre de mariposas atraídas por la luz de la lamparilla. Aunque habitualmente el joven Josemaría no solía pasar las noches en oración, lo cierto es que a una vida que nunca ha tenido esa experiencia le falta algo grande, algo maravilloso. «Dios quiere ser rogado -escribe el Papa Gregorio Magno-, quiere ser coaccionado, quiere ser vencido por una cierta importunidad» (16), por la ingenua audacia de quien se sabe muy querido. Y San Agustín: «Rogué una vez, dos, tres, diez, veinte veces, y no recibí nada. No ceses, hermano, hasta que recibas. El fin de la petición es el don recibido. Cesa cuando recibas; más aún, ni siquiera entonces ceses, sino persevera todavía. Si no recibes, pide para que recibas; cuando recibas, da gracias por haber recibido» (17). Josemaría Escrivá, además, entendió y vivió siempre la oración como diálogo con Dios. El que reza no debe mantener un monólogo, tiene que saber callar y escuchar. Pues, según nos dice el Fundador del Opus Dei, «Dios tiene derecho a decirnos: ¿Piensas en mí? ¿Tienes presencia mía? ¿Me tienes presente? ¿Me buscas como apoyo tuyo? ¿Me buscas como luz de tu vida, como fortaleza, como coraza, como todo?» (18). Y como parte de una experiencia propia, una experiencia ya de muchos años, añade: «¡Cuántas tonterías, cuántas contrariedades que desaparecen inmediatamente, si nos acercamos a Dios en la oración! Ir a hablar con Jesús, que nos pregunta: ¿Qué te pasa? Me pasa.., y enseguida, luz» (19).

Nadie conoce el «diálogo silencioso» de un alma con Dios. Pero el contenido del diálogo nocturno de Josemaría con el Señor, con Jesús Sacramentado, en aquella capilla de San Carlos no hace falta adivinarlo. ¿De qué hablará con Dios, con Jesucristo una persona que quiere ser sacerdote? De seguro que de su vocación, de lo que constituye su naturaleza y su centro, su carácter indeleble. Para que Josemaría Escrivá de Balaguer pudiera fundar el Opus Dei, antes tenía que ser sacerdote. Para que el Opus Dei pudiera nacer y crecer y tomar cuerpo y arraigar en muchos hombres de todos los tiempos, él mismo tenía que ser Opus Dei; y puesto que la Obra, por voluntad de Dios, debería contar con varones y con mujeres, en los estados cristianos de los laicos célibes por amor a Jesucristo, de los sacerdotes, de los casados, es lógico que el «modelo» de todos tuviera que darse en la persona del Fundador. Éste es el secreto de su personalidad y de su irradiación: fue sacerdote cien por cien, con mentalidad laical y con el carisma del perfecto padre de familia. No es fácil comprender esta frase; pero de que se comprenda o no puede depender el camino de ida o de retorno de muchas almas a Dios; por ello es necesario comprenderla. Y para esto se ha escrito este libro.

Sacerdote cien por cien: sabemos lo que significaba esto para el Fundador del Opus Dei por muchas palabras suyas de años posteriores; y seguro que no nos equivocamos si buscamos las raíces de esa expresión en la vida de oración de aquellos años de estudio en Zaragoza; partiendo de sus palabras podemos sacar conclusiones sobre aquellos años. «¿Cuál es la identidad del sacerdote?», se preguntaba el Presidente General del Opus Dei en una homilía del año 1973. Y respondía: «La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental» (20). 

¿Cuál es, pues, la base de su incomparable dignidad? Y Mons. Escrivá de Balaguer contesta: el sacerdote es «instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el activo silencio de la oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia» (21). Y ¿cuál es su función? O, dicho de otra manera: ¿por qué hay sacerdotes?

«No comprendo -dice Mons. Escrivá de Balaguer, y está hablando alguien que es sacerdote desde hace cuarenta y ocho años- los afanes de algunos sacerdotes por confundirse con los demás cristianos, olvidando o descuidando su específica misión en la Iglesia, aquella para la que han sido ordenados. Piensan que los cristianos desean ver, en el sacerdote, un hombre más. No es verdad. En el sacerdote, quieren admirar las virtudes propias de cualquier cristiano, y aun de cualquier hombre honrado: la comprensión, la justicia, la vida de trabajo -labor sacerdotal en este caso-, la caridad, la educación, la delicadeza en el trato. Pero, junto a eso, los fieles pretenden que se destaque claramente el carácter sacerdotal: esperan que el sacerdote rece, que no se niegue a administrar los Sacramentos, que esté dispuesto a acoger a todos sin constituirse en jefe o militante de banderías humanas, sean del tipo que sean; que ponga amor y devoción en la celebración de la Santa Misa, que se siente en el confesonario, que consuele a los enfermos y a los afligidos; que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la Palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana que no sería la ciencia que salva y lleva a la vida eterna; que tenga consejo y caridad con los necesitados. En una palabra: se pide al sacerdote que aprenda a no estorbar la presencia de Cristo en él, especialmente en aquellos momentos en los que realiza el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre y cuando, en nombre de Dios, en la Confesión sacramental auricular y secreta, perdona los pecados. La administración de estos dos Sacramentos es tan capital en la misión del sacerdote, que todo lo demás debe girar alrededor» (22).

Esta cita nos presenta la magna carta del sacerdocio católico, una magna carta que Jesucristo mismo ha promulgado y comunicado a Su Iglesia por el Espíritu Santo; la Iglesia, por su parte, en un proceso de elaboración que mantiene inalterada su esencia a lo largo de los siglos, la ha ido explicitando e interpretando auténticamente, y lo seguirá haciendo hasta el fin de los tiempos. Todo esto era algo indiscutible para el Fundador del Opus Dei, algo que acogía sin ningún tipo de reservas. Hay que insistir en este punto, ya que esta enseñanza de la Iglesia, como otras tantas verdades de la doctrina cristiana, es convertida hoy por algunos en objeto de «discusión» teológica, periodística e incluso «popular».

Si el Sacramento del Orden, como afirma la fe católica, establece una identificación personal y real con Jesucristo del sujeto que lo recibe (una identificación definitiva e irreversible, distinta esencialmente del sacerdocio común de todos los fieles y no sólo por razón de grado), es evidente que el sacerdote no debe contradecir con palabras o con hechos, al menos consciente y libremente, al modelo del Sumo y Eterno Sacerdote. No puede vivir aburguesadamente; tiene que prescindir del ejercicio de la sexualidad y de la vida matrimonial y vivir la obediencia y el espíritu de penitencia en grado mayor que un hermano en la fe que no esté consagrado. Y todo esto por el único motivo de que Jesucristo, de quien el sacerdote es un alter ego, vivió en pobreza y celibato, se entregó plenamente como holocausto de amor, no en sentido figurado, simbólico o alegórico, sino plenamente textual: fue víctima cruenta sobre el Altar de la Cruz. El que el sacerdote sea un pecador, el que por su debilidad, en mayor o menor grado, pero siempre, quede por debajo de las exigencias de su vocación, es, para él y para todos los cristianos, motivo de humildad y de oración, pero nunca puede conducir a que se «rebajen» las exigencias o se nieguen por principio: al final de este camino se produciría una atrofia del sacerdocio ministerial y de su servicio salvífico, tan importante para la Iglesia.

Monseñor Escrivá de Balaguer tuvo siempre una concepción muy alta y libre de la virtud humana y cristiana de la pureza, pero nunca quiso que se fijara excesivamente la atención en este tema: el sexto mandamiento es el sexto y no el primero, solía decir. Siempre hablaba de la pureza y de la castidad como virtudes positivas, de plenitud y de naturalidad. Esas virtudes comprenden también la continencia sexual, pero la rebasan ampliamente, pues rigen también, de forma específica y sin componendas, para los casados: «Al recordaros ahora -leemos en una homilía de 1954 que el cristiano ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo las obligaciones propias de su estado (...) Para ser castos -y no simplemente continentes u honestos-, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor» (23). Este impulso de Amor es el que lleva al sacerdote a vivir el celibato y a permanecer fiel en él; es más, a verlo como una piedra preciosa, que estima especialmente porque da brillo y fuego a su vocación. «El amor humano -decía Monseñor Escrivá en aquella homilía-, cuando es limpio, me produce un inmenso respeto, una veneración indecible. ¿Cómo no vamos a estimar esos cariños santos, nobles, de nuestros padres, a quienes debemos una gran parte de nuestra amistad con Dios? Yo bendigo ese amor con las dos manos (...) Pero a mí el Señor me ha pedido más. Y, esto lo afirma la teología católica, entregarse por amor del Reino de los cielos sólo a Jesús y, por Jesús, a todos los hombres, es algo más sublime que el amor matrimonial, aunque el matrimonio sea un sacramento y sacramentum magnum (Eph 5,32)» (24). Palabras claras que no inventó Monseñor Escrivá de Balaguer: recordaba lo que es doctrina de la Iglesia.

Todo esto lo comprende cualquier cristiano, si no padece una especie de «envidia espiritual». Nadie pierde su dignidad porque otro tenga una dignidad aún mayor. El desarrollo, la profundización y el avivamiento de cualquier virtud humana supone una lucha continua; y quizá en nuestros días esta lucha tiene que ser más resuelta y clara en el terreno de la pureza, que, al fin y al cabo, tiene que ver con nuestro cuerpo. En este punto, como en los demás, el Fundador del Opus Dei siempre fue muy realista. 

Los «pecados carnales», que en la conciencia de muchas personas de nuestro tiempo han perdido el carácter de pecado, pueden ser muy corrientes y quizá menos «abismales» que los pecados de frialdad, de soberbia, de abuso de poder, pero forman parte de las «pequeñas raposas» que asolan de forma fatal la viña; además, de ellos pueden surgir, como salen los conejos de la chistera del prestidigitador, todo tipo de aberraciones; es más, si no se evitan, a la larga no se podrán evitar aberraciones como la brutalidad, la mentira, la falta de responsabilidad y, finalmente, la apatía, el tedio y un hastío que lleva a odiarse a sí mismo y al mundo. 

Con un conocimiento claro de la naturaleza humana, Mons. Escrivá de Balaguer daba el siguiente consejo, que hoy en día algunos pueden tener por anticuado y superado, pero que siempre será cierto: ¡Hay que evitar la ocasión! «No tengas la cobardía de ser "valiente": ¡huye!», dice el punto 132 de «Camino». Y, con la misma experiencia de la vida, se lee en el punto 131: «Nunca hables, ni para lamentarte, de cosas o sucesos impuros. -Mira que es materia más pegajosa que la pez».

Es sabido que hay mujeres para las que nada es tan atractivo como los hombres que quieren vivir el celibato, que quieren ser sacerdotes o que ya lo son. No vamos a profundizar ahora en el tema. Sólo diremos que tampoco el joven Josemaría estuvo libre de tales acechanzas. Como cualquier persona joven, tuvo que superar las tentaciones. «Los santos -así escribiría más tarde en el punto 133 de "Camino"- no han sido seres deformes; casos para que los estudie un médico modernista. Fueron, son normales: de carne, como la tuya. -Y vencieron». También Josemaría venció. En este terreno no hay nada sensacional que valga la pena mencionar. Tampoco en su vida posterior. «Nuestra castidad -confirmaría el sacerdote experimentado y maduro- es una afirmación gozosa, un triunfo, que nos da una paternidad maravillosa, muy superior a la de la carne. Y no tengamos miedo de decir que tenemos defectos. Las malas inclinaciones de nuestra naturaleza se sienten lo mismo a los veinte años que a los cincuenta» (25).  

Párroco del pueblo

En junio de 1923, Josemaría terminó el cuarto curso de sus estudios teológicos, y doce meses después los cursos monográficos de doctorado correspondientes a quinto de carrera (26). Sin embargo, sus ocupaciones como Fundador del Opus Dei le impidieron realizar su doctorado en Teología hasta el año 1955, en la Universidad Lateranense de Roma. Don Miguel de los Santos Díaz Gómara, que había sido Obispo Auxiliar del Cardenal Soldevila y era Presidente del Seminario Sacerdotal de San Carlos, confirió a Josemaría el Subdiaconado el 14 de junio de 1924 y el Diaconado el 20 de diciembre de ese mismo año. 

Un testimonio asegura que «ayudando al preste en una Bendición solemne con el Santísimo Sacramento y dando la Santa Comunión a su madre fueron las primeras ocasiones en que el Siervo de Dios tocó con sus manos el Santísimo Sacramento» (27). Debió de ser un momento emocionante, pues tan sólo tres semanas antes, el 27 de noviembre, había fallecido en Logroño, de forma totalmente inesperada, don José, a causa de un paro cardiaco. El hijo, a quien se avisó telegráficamente, no alcanzó a ver con vida a su padre. Llevó el dolor de esta despedida con serenidad, a pesar del gran sufrimiento, y sin perder el ánimo, puesto que estaba convencido de que su padre ya estaba para siempre con Dios. «Tengo -decía medio siglo después a un grupo de padres en Buenos Aires- un recuerdo encantador de mi padre, que se hizo amigo mío. Y por eso yo aconsejo lo que he vivido: haceos amigos de vuestros hijos» (28). El Fundador del Opus Dei no se cansó de repetir que la serenidad interior, la fortaleza ante los reveses, la alegría cuando se está cerca de la Cruz y también el espíritu de pobreza, los había aprendido de sus padres y especialmente de don José.

Si partimos de la base de que Josemaría Escrivá de Balaguer tenía que cumplir una misión divina, nos damos cuenta de que todos los sucesos de su vida son piezas elegidas para construir el edificio del Opus Dei tal como lo quería Dios; todo lo que hacía referencia a su persona, ya fuera bueno o pareciera malo, contribuía directa o indirectamente a crear las condiciones ideales para el desarrollo y el crecimiento de la Obra. Aquella muerte repentina supuso, para su padre, el fin de una vida dura y el comienzo del merecido premio; y posibilitó, además, que doña Dolores «quedara libre» para ocuparse, del papel fundamental previsto para ella por Dios en la historia del Opus Dei. Desde entonces –tenía cuarenta y siete años- pudo ir asimilándolo paulatinamente: como su hijo, también ella tenía que irse preparando para su tarea, que consistiría en ayudar a perfilar uno de los rasgos específicos y más importantes en la fisonomía espiritual del Opus Dei: el espíritu de familia, de una familia que, en este caso, debería abarcar más de lo que suele indicar el uso normal de esta palabra. Para poder prestar este servicio de alcance histórico serían necesarios aquellos años en los que tendría un hogar junto a su hijo Josemaría, ya sacerdote, a su hija Carmen y al pequeño Santiago; un hogar del que, de alguna manera, participarían los primeros miembros del Opus Dei.

A comienzos del año 1925, doña Dolores, con sus otros hijos, se trasladó a Zaragoza, a una modesta vivienda de una casa sencilla. El 28 de marzo, sábado de témporas, Josemaría Escrivá de Balaguer recibió la ordenación sacerdotal en la capilla del Seminario de San Carlos, también de manos de don Miguel de los Santos. En aquella época estaba vigente en la Iglesia universal el Misal Romano de San Pío V, que al decurso del Concilio Vaticano II y de las reformas posconciliares fue sustituido por el de Pablo VI. Partiendo de estos datos, sabemos qué textos litúrgicos se utilizaron en la ceremonia de ordenación sacerdotal, así como en la Primera Misa solemne que el joven sacerdote celebró dos días después en la capilla de la Virgen del Pilar. Se encontraban presentes sólo una docena de personas acompañando a su madre y sus hermanos; el joven sacerdote ofreció la Santa Misa por su padre, recientemente fallecido. El Evangelio de ese día, lunes de Pasión, tomado de San Juan (7, 32-39), contiene el siguiente pasaje: «El último día, el más solemne de la fiesta, estaba allí Jesús y clamó: Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura, brotarán de su seno ríos de agua viva».

Ésta es una invitación que sacude el alma y una promesa clara y firme. Quizá ningún otro cristiano del siglo XX haya seguido esta invitación a beber el agua de las fuentes de salvación con más sed, sed de amor, que este sacerdote aragonés. Vivió realmente su fe; creyó sin reservas y su fe fue premiada con impetuosos «ríos de agua viva», ríos que nacían de su seno; cincuenta años más tarde, al celebrar en Roma sus bodas de oro sacerdotales, podía dirigir su mirada a una familia espiritual con sesenta mil miembros en todo el mundo, entre ellos casi mil hombres que había conducido al sacerdocio.

Al día siguiente de su Primera Misa marchó al pueblecito de Perdiguera, que dista unos veinticinco kilómetros de Zaragoza, en sustitución del párroco, que estaba ausente. En, nuestros días casi no podemos imaginarnos la pobreza de un pueblecito rural como Perdiguera; las fotografías que se conservan recuerdan los míseros grupos de casas que suelen verse en algunos valles de la zona montañosa de los Balcanes.

Durante las siete semanas que Josemaría permaneció allí, vivió en casa de una familia campesina: padre, madre e hijo; los tres han fallecido ya. La familia le trató con mucho cariño y puso a su disposición «la mejor habitación de la casa». Algunas veces, en años posteriores, el Fundador del Opus Dei habló de ellos: sobre todo del chico, que durante el día cuidaba las cabras; le daba pena por su falta de formación. Por eso empezó a instruirle en el Catecismo, preparándole para la Primera Comunión. Al preguntarle en cierta ocasión qué le gustaría hacer si un día fuera rico, y después de haberle explicado el significado de la palabra «riqueza», que desconocía, el muchacho respondió: «Me comería ¡cada plato de sopas con vino!». Nunca olvidó Escrivá este resumen intemporal de esos deseos de felicidad temporal, material y sensible, que incluso muchos cristianos no consiguen superar: «Todas las ambiciones son eso -éstos fueron sus pensamientos-; no vale la pena nada». Y recuerda: «Me quedé muy serio, y pensé: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo. Esto lo hizo la Sabiduría de Dios, para enseñarme que todo lo de la tierra era eso: bien poca cosa» (29). Las sopas de vino del pastorcito de cabras..., el sueño del «gordo» de la lotería, la loca fantasía de «dar la vuelta al mundo»... ¿cuál es la diferencia?

Su breve estancia en Perdiguera tuvo gran importancia para Josemaría Escrivá de Balaguer: de cerca, muy de cerca, y en la práctica, se pudo dar cuenta de cuán dura y pobre era la vida de estos humildes labriegos, y también la del párroco rural entre ellos. Ya por aquel entonces debió de tomar cuerpo en su alma la convicción de que esta población rural necesitaba urgentemente una ayuda eficaz para mejorar su nivel profesional, es decir, agrario, y también para elevar las condiciones de vida de sus familias, así como su formación moral y religiosa. 

Era necesario igualmente mejorar la atención espiritual y formativa del clero diocesano, y especialmente de los curas rurales, que tantas veces se podrían sentir abandonados. Numerosas escuelas para la formación profesional, cultural y religiosa de las familias de agricultores en España y en América Latina, a menudo en las zonas más pobres y aisladas, deben su existencia al Fundador del Opus Dei. O dicho de forma más exacta: la espiritualidad del trabajo y el ambiente familiar que él vivió y enseñó a vivir ha cristalizado en diversas iniciativas de los miembros de la Obra en este sentido. Podemos suponer que los primeros impulsos para tales labores se dieron en aquellas semanas de la primavera de 1925, en las que el joven sacerdote, a sus veintitrés años, se dedicaba a su primera tarea pastoral en la «planta baja» de la sociedad española. En Madrid tendría ocasión de conocer el «sótano».

La carrera de Derecho en Zaragoza

El 18 de mayo Josemaría regresó a Zaragoza y reanudó los estudios de Derecho que había comenzado durante el verano de 1923, con la aprobación de su padre, quien quizá viera en ellos una garantía de mayor seguridad para el futuro. El mismo pensamiento, aunque con otro motivo, lo encontramos en el hijo: antes de conocer el contenido de aquel encargo divino que barruntaba, sabía, casi con la seguridad de un sonámbulo, qué condiciones imprescindibles y qué cualidades personales habría de reunir para cumplirlo: la vida interior de unión con Dios (esto era natural), el sacerdocio (tampoco esto era difícil de comprender) y, además, la formación jurídica... Ahora bien, lo que su padre consideraba aconsejable, Josemaría intuyó que sería necesario. Algo en verdad sorprendente, pues en 1923 estaba totalmente fuera de cualquier previsión lógica que muchos años más tarde surgirían cuestiones jurídicas de capital importancia, especialmente el problema canónico de definir adecuadamente el Opus Dei, su naturaleza, su «especie», su situación dentro de la Iglesia.

Por otra parte, sabemos que Monseñor Escrivá de Balaguer nunca tuvo la intención de llegar a ser cura párroco o de «hacer carrera» en la Iglesia. «Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro» (30), rezaba día y noche; pero si no sabía lo que Dios quería de él, sí conocía claramente lo que Dios no quería. El que estudiara Derecho manifiesta, a mi juicio, una convicción que Josemaría tenía ya a los veintiún años: Dios le había elegido para una misión con profundas y amplias implicaciones jurídicas. Y este convencimiento personal se unía a una actitud de raíz profundamente católica que, a menudo, se olvida o malentiende en nuestros días: el derecho y el orden jurídico hacen referencia no sólo a las relaciones interpersonales en el Estado y la sociedad, sino también a la relación entre Dios y el hombre; son cualidades significativas de la Iglesia, de la comunidad salvífica querida por Dios; incluso el designio de salvación y la obra de redención tienen un carácter jurídico. Pues el Amor de Dios no se dirige a seres pasivos, sino a seres libres, a hombres creados de tal manera que puedan responder en libertad a los designios salvíficos de Dios.

La relación jurídica expresa, pues, un aspecto de la relación amorosa entre Dios y el hombre. Y precisamente porque la Iglesia es una «Iglesia de Amor», tiene que ser también una «Iglesia de Derecho»; el derecho canónico es, por eso, la concreción del amor a Dios y al prójimo en una de esas formas determinadas a las que no escapa nuestra pobre naturaleza.

No podemos adivinar si el joven seminarista que empezó a estudiar Derecho veía las cosas de esta manera, pero, en cualquier caso, actuaba de acuerdo con esta convicción: lo que el Señor le iba a pedir que realizara en el mundo tendría carácter jurídico. Y por eso se inscribió en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza, donde estudió -y es importante reseñarlo- no sólo Derecho Canónico, sino una carrera civil, una licenciatura en Derecho que comprendía Economía Política, Derecho Natural, Historia del Derecho, Derecho Civil y Penal, Derecho Internacional Privado, Derecho Tributario, Administrativo y Mercantil, etc.

Al regresar de Perdiguera dedicó especiales esfuerzos a las asignaturas que hemos nombrado en último lugar, haciendo durante los cursos 1925-26 y 1926-27 los exámenes previstos y consiguiendo buenas calificaciones. En enero de 1927 recibió el título de Licenciado en Derecho.

Cuando, en el verano de 1981, estuve en Zaragoza pude conversar con un jurista, Juan Antonio Cremades Royo, que había conocido al Fundador del Opus Dei en 1925. Tenía 15 años por aquel entonces y recuerda que vio por primera vez a Mons. Escrivá de Balaguer cuando celebraba la Santa Misa en la iglesia de San Pedro Nolasco, que regían los jesuitas. Más tarde, en los suburbios de Zaragoza, participó en las catequesis para niños y jóvenes con aquel sacerdote de aspecto simpático. «Causaba una gran impresión a los jóvenes -afirma Cremades- tenía una cierta tendencia a engordar, poseía un acusado sentido del humor y también capacidad de adaptación». Sobre esto último recuerda una anécdota: «En la Facultad de Derecho de Zaragoza había un Catedrático al que los alumnos aplaudían en sus clases y le animaban con gritos y aclamaciones; en vez de permanecer sentados en sus bancos, rodeaban la mesa del profesor, quien explicaba accionando vivamente con sus brazos y manos, teniendo con frecuencia extendido el dedo índice. A veces alguno le cogía el dedo, lo que no era obstáculo para que el profesor siguiera explicando con el dedo cogido, hasta que violentamente lo retiraba, escuchando vivas y aplausos. Josemaría, con humor, se adaptaba a este estilo, entre otras cosas porque si no lo hubiera hecho hubiese encontrado dificultades para aprobar la asignatura» (31).

Por entonces, don Josemaría empezó a dar clases de latín a algunos compañeros de curso, porque el Catedrático de Derecho Canónico exigía en el examen saber traducir los cánones del Codex luris Canonici. Además, ganaba dinero para el sustento de la familia -tenía que mantener a su madre y sus hermanos- gracias a su actividad como profesor en el «Instituto Amado», donde era profesor de Derecho Romano y Derecho Canónico. Este Instituto preparaba a los alumnos para muchas carreras universitarias y para los exámenes de ingreso en las Academias Militares y en otros cuerpos o dependencias del Estado. 

El fundador y director de este Instituto (un Capitán de Infantería y Licenciado en Ciencias Exactas, Santiago Amado Lóriga) gozaba de prestigio gracias a la calidad de su plantel de profesores. He tenido en mis manos el cuaderno número 3 del primer año de la revista «Alfa-Beta» (marzo de 1927), que el Instituto publicaba cada mes. En la portada se anuncian los cursos de preparación para el examen de admisión a oficial del Ejército y de la Marina; en la contraportada se publica una lista de todos los profesores (treinta y tres en total, entre ellos muchos profesores mercantiles, licenciados en Ciencias Naturales e ingenieros, y un solo sacerdote, Josemaría Escrivá), así como una lista de todos los cursos previstos, unos cincuenta en total. El buen Capitán Amado Lóriga había pensado realmente en todas las posibilidades, desde el cuerpo de Correos y el cuerpo general de la Compañía Arrendataria de Tabacos, hasta la dedicación a tiempo parcial o completo en el cuerpo de Prisiones, en los Ferrocarriles o en el Banco de España. Además, se anuncian cursos de francés, inglés e incluso alemán. Este número 3 de «Alfa-Beta» contiene también una curiosidad bibliográfica: la primera publicación de Josemaría Escrivá de Balaguer, que lleva el título de «La forma del matrimonio en la actual legislación española» (32). 

El artículo, firmado por «José María Escrivá y Albás, Presbítero y Abogado, Profesor de los cursos de Derecho Canónico y Romano en el Instituto Amado», trata el problema de la admisión, validez y aplicación del matrimonio civil en la España de aquel tiempo. Y es que los intentos de conmover los fundamentos del matrimonio como sacramento de origen divino y de hacer desaparecer esta convicción de la conciencia general, presentando el matrimonio como un mero contrato de carácter civil, no habían cesado a lo largo de todo el siglo XIX y se habían visto coronados por el éxito en casi toda Europa. 

Ni siquiera en los estados en los que la Iglesia estaba fuertemente arraigada en la sociedad, como en España, Italia o Bélgica, fue posible, a la larga, mantenerse al margen de esta evolución, aun cuando se produjera con más lentitud y se intentara detenerla en varias ocasiones. Sin querer abundar aquí en el complicado tema, se puede constatar que el artículo de Mons. Escrivá de Balaguer llama la atención por su precisión dogmática y jurídica y por sus vastos conocimientos de la legislación civil y eclesiástica. No se queda corto en su crítica a la «expansión» del matrimonio civil, o sea, a su introducción por la puerta trasera de la legislación, a través de los intrincados senderos de ciertas disposiciones legales. Subraya, además, el carácter iusnaturalista del matrimonio y su institución de carácter divino para todos los hombres, y no sólo para los cristianos. Por ello, cierra sus consideraciones con estas palabras: «Debe quedar el matrimonio civil en España reservado, si ha de producir un lazo legítimo y de legítimos efectos, para aquellos no bautizados que quieran formar una familia conforme a las divinas prescripciones» (33).

Nada más obtener la licenciatura en Derecho, presentó una solicitud al entonces Arzobispo de Zaragoza, Mons. Rigoberto Doménech, pidiendo permiso para trasladarse a Madrid, pues. el doctorado en Derecho Civil sólo podía obtenerse en la Universidad Central. Con fecha del 17 de marzo de 1927 se le comunicó que se accedía a su petición: podría residir durante dos años en Madrid para preparar la tesis doctoral y obtener el título correspondiente.

El 28 de abril de 1927, ya en Madrid, se inscribió en la Facultad de Derecho y se presentó a varios exámenes complementarios, por ejemplo Historia del Derecho Internacional y Filosofía del Derecho. Empezó a orientar sus investigaciones hacia los campos del desarrollo de la literatura jurídica en España y hacia la política social. Pero a partir de octubre de 1928 el nacimiento del Opus Dei y su desarrollo posterior absorbió por completo su vida. Mejor dicho: se fundió en una unidad absoluta con su vida. Sin embargo -y también esto le caracteriza-, mantuvo durante largos años su propósito de hacer el doctorado. El P. José López Ortiz, agustino (que luego sería Obispo de Tuy-Vigo y, más tarde, Arzobispo Titular de Grado y Vicario General Castrense), comenta que, cuando en 1939, después de la Guerra, encontró al Fundador del Opus Dei en Madrid (lo había conocido en el verano de 1924), éste le comentó, entre otras cosas, que estaba trabajando en su tesis doctoral sobre «La Abadesa de las Huelgas» (34). Es decir, perseveraba en su propósito, aunque habían pasado doce años desde que comenzó a prepararse para el doctorado y había tenido que abandonar su primer tema, relacionado con la ordenación sacerdotal de mestizos y cuarterones en los siglos XVI y XVII, porque en la guerra se habían perdido las fichas de investigación y su biblioteca privada.

En diciembre de 1939 leyó, por fin, su tesis doctoral. Todavía tendrían que transcurrir otros cinco años hasta que se pudiera publicar como libro aquel amplio trabajo teológico-jurídico (35). Pero se publicó como fruto de la perseverancia. El último capítulo de «Camino» está dedicado al tema de la «Perseverancia», esa humilde hija del amor, hermana pequeña de la fidelidad, «corredora de fondo» entre las virtudes. Sin ella, en ningún campo de la actividad humana hay frutos: ni en la agricultura, ni en el propio camino, ni en el apostolado cristiano. Sin ella, ni se puede ganar algo de valor ni se puede conservar lo ganado. Algo que tiene validez tanto para el cuidado de un césped inglés como para la salvación de las almas. Muchos motivos que habrían sido lógicos hubieran justificado que se interrumpiera el trabajo y que nunca se publicara el libro. Pero el espíritu del Opus Dei, el espíritu de ese seguimiento de Cristo que se concreta en el cumplimiento perseverante de todas las tareas humanas, exige que se termine un trabajo que se ha comenzado: «Comenzar -escribe el Fundador en "Camino"- es de todos; perseverar, de santos...» (36). Y esto vale también para los que escriben tesis doctorales u otra clase de libros.