El Opus Dei y el Concilio

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Un Concilio Ecuménico es la reunión convocada por el Papa, Pastor supremo de la Iglesia católica (45), de quienes, según el «Codex iuris canonici», ejercen en todo el mundo el gobierno jerárquico de la Iglesia: los Cardenales, los Patriarcas con sede de gobierno y residencia, los Primados, Arzobispos y Obispos; los abades y prelados nullius, los Superiores generales de las órdenes clericales exentas; y, por invitación especial, también los Obispos titulares y los Superiores generales de otras órdenes y congregaciones. A todas estas personas corresponde la denominación de «padres conciliares». Los peritos, los expertos, los teólogos, los representantes y observadores de otras confesiones cristianas e incluso no cristianas, a los que se invita, acuden con un padre conciliar o han sido nombrados por el Papa o por la Curia para alguna tarea preparatoria: participan en el Concilio, pero no son Padres conciliares; pueden tener gran influencia, pero no deciden ni tienen responsabilidad por las decisiones tomadas, excepto, en todo caso, una responsabilidad moral ante Dios, que ve y enjuicia su influencia sobre aquellos que han tomado las decisiones. El Concilio se llama «ecuménico» no porque participen representantes de todas las comunidades cristianas, sino porque participan todos los que tienen derecho por su ministerio jerárquico en la Iglesia católica.

Me he detenido en esta explicación porque suele reinar cierta confusión en este punto. Por su naturaleza, un Concilio ecuménico ejerce el poder supremo de gobierno y de magisterio en la Iglesia, pero sólo en colaboración y en unión con el Papa, nunca en solitario: sin contar con el Papa o pretendiendo dominarle. El Papa, sin embargo, puede ejercer personalmente el magisterio y el gobierno supremo de la Iglesia.

Es importante valorar estas realidades, que conciernen a una cuestión debatida durante siglos en la historia de la Iglesia, con prevalencia alternante entre las tendencias «papal» y «conciliar». Los Concilios de Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1442) y, definitivamente, el de Trento (1545-1563) tomaron la decisión que hemos comentado. El Concilio Vaticano I la completó con el dogma de la infabilidad papal; el Concilio Vaticano II confirmó este dogma, destacando, además, el principio de colegialidad, o sea, el principio del amor fraterno como base para la relación entre el Obispo de Roma -el Papa- y todos los demás Obispos.

Los tres Concilios ecuménicos de la Edad Moderna -el Tridentino, el Vaticano I y el Vaticano II- señalan tres crisis profundas de la Iglesia, verdaderos «maremotos» en los que parecía que la barca de Pedro se apartaba de su curso y estaba a punto de irse a pique. Como la Iglesia existe en el mundo y los cristianos también son hijos de su época, y están sometidos a condicionamientos sociales y personales, las crisis siempre tienen un carácter espiritual y mundano a la vez. Los Concilios, convocados en diversos estadios de la crisis (por decirlo en términos generales), tratan de dar a la Iglesia una nueva consistencia interna, tomando las medidas que parecen necesarias ante la nueva situación, con objeto de poder cumplir en ella el encargo santificador de Cristo en el mundo. El Concilio de Trento, por ejemplo, ante una escisión en la fe que ya era una realidad (y una catástrofe, me atrevo a decir, cuyas terribles consecuencias ya casi no somos capaces de percibir), respondió con un inventario detallado de la fe católica, definiendo lo que es de fe y lo que no lo es. En cuanto al Vaticano 1, tendría una visión superficial del mismo quien (como sucede a menudo) sólo viera en él el Concilio del dogma de la infalibilidad pontificia. Fue, más bien, la primera parte de la respuesta -una respuesta muy tardía- de la Iglesia al modernismo; y como esta palabra ha sido desgastada por el uso y vaciada de contenido por la demagogia, prefiero decir que el Concilio fue el comienzo del intento de adaptarse a la nueva situación de la humanidad, una situación surgida de la Ilustración y de las revoluciones democráticas de los siglos XVIII y XIX. El dogma de la infalibilidad (que afirma que el Papa, cuando formula un dogma de fe y lo proclama solemnemente como sucesor de Pedro -es decir, ejerciendo su ministerio «ex cathedra», como Pastor Supremo-, no puede equivocarse) es sólo una parte de la respuesta global a ese «mundo moderno». En efecto: en su epístola apostólica «Aeterni Patris» (46), del 29 de junio de 1868, el Papa Pío IX hablaba claramente de los motivos y fines que le habían llevado a convocar el Concilio: salir al paso de los errores ya denunciados en el «Syllabus errorum» (47) del 8 de diciembre de 1864. Esos errores son consecuencia directa de la época de la Ilustración y de las Revoluciones. Son errores que se escuchan todavía y que constituyen un continuo desafío para la Iglesia. El «Syllabus», en ochenta puntos, enumeraba cada uno de esos errores, cuyo denominador común era el subjetivismo y el relativismo, dos actitudes que en los ciento veinte años que han transcurrido desde entonces han ido conquistando el pensamiento moderno y que, poco a poco, se ha ido infiltrando en las cabezas de muchos cristianos de todas las confesiones (también, finalmente, de los católicos); un éxito mental, en definitiva.

Ésta era la situación que tenía que afrontar el Concilio Vaticano II. Mejor dicho: en esta situación se reunían los pastores de la Iglesia, con el Papa, para deliberar y para decidir cómo se podía seguir proclamando la verdad íntegra de la fe (el encargo de Cristo) en un mundo de orientación relativista y subjetivista. Un mundo que niega la existencia, o por lo menos la cognoscibilidad, de la verdad, que proclama un panrelativismo historicista en todos los sectores y en cualquier actividad del hombre y que, finalmente, rechaza cualquier dependencia o sumisión del sujeto a una norma absoluta, que, para el cristiano, es el designio salvífico de Dios que se realiza en la Iglesia. El Concilio tenía que decidir las medidas que se habían de tomar para que la barca de Pedro estuviera en condiciones de navegar por los mares procelosos de estos tiempos. Ahora bien, los Padres conciliares no eran «criaturas de laboratorio»: no llevaban máscaras como los cirujanos; que respiraban con toda normalidad: y el que respira, aspira también los gérmenes patógenos. El aula conciliar no era una sala de operaciones esterilizada. Los Padres conciliares debían buscar y encontrar remedios a enfermedades contra las que ellos, como individuos, de ningún modo estaban inmunizados. Esto significa que la segunda parte de la respuesta a ese «mundo moderno» (que sigue acogiendo los mismos errores fundamentales de siempre, porque son defectos de nacimiento), la tenían que dar personas mucho más propensas a contagiarse con las enfermedades que debían combatir que sus predecesores en los años sesenta y setenta del siglo XIX.

También fue nuevo (y muy diferente al Concilio anterior) el estilo conciliar. Se celebró -por decirlo así- «de cara al público», y estuvo rodeado de una publicidad directa o indirecta, pero constante. Las multitudes de expertos y «peritos» invitados no sólo facilitaban informaciones a «sus» padres conciliares, sino que, con su peso de especialistas y su autoridad como científicos, a veces abrumaban a algunos Obispos de gran sencillez intelectual, pero de genuina piedad. No siempre tuvieron en cuenta todos estos peritos este punto: la autoridad y la capacidad de decisión de los Padres conciliares no se basaban en los conocimientos de los especialistas en ciencias humanas, sino que estaban ancladas exclusivamente en el ministerio apostólico, en la sucesión apostólica y en el orden episcopal. No se comprende el Concilio Vaticano II si no se tiene en cuenta ese magno «embalaje» y la influencia de diverso signo de esos especialistas (con diversos grados de piedad e inteligencia) y de la multitud de periodistas y «elaboradores» de noticias que rodearon las aulas conciliares.

Es innegable que la inspiración del Espíritu Santo no le faltó al Concilio. Pero esto no quiere decir que cada uno de los Padres conciliares fuera, en cada momento de las cuatro sesiones, receptáculo y portavoz del Espíritu Santo, ni tampoco que todos los documentos estén inspirados por igual y de tal manera por el Espíritu Santo que no necesiten una interpretación. Una de las novedades del Concilio es que fue eminentemente pastoral; lo cual quiere decir que la mayor parte de los documentos emanados de él no definían verdades de fe, no eran «dogmáticos». Esta novedad encerraba graves peligros y también grandes posibilidades. Los Padres conciliares, al asumir ese riesgo, hicieron gala de una confianza genuinamente cristiana en la providencia divina y en la inspiración posconciliar del Espíritu Santo en las almas de los fieles. Pero determinados enemigos de la fe aprovecharon el nuevo estilo de los textos conciliares para su propósito manipulador. Se habían sustituido las antiguas fórmulas dogmáticas rígidas y precisas, al estilo romano, redactadas como si fuesen artículos de fe, por extensas meditaciones sobre la fe, llenas de belleza, y por reflexiones sobre el catolicismo y la vida cristiana. Este «nuevo estilo» permitió a esos «destructores» de la fe una mayor manipulación del verdadero sentido de los textos y la llevaron a cabo, como es bien conocido, con indudable éxito.

Tres años después de finalizar el Concilio Vaticano II, en 1968, el entonces Arzobispo Karol Wojtyla publicó un artículo que en castellano lleva el título de «Introducción al Vaticano II: Un intento de clarificación» (48).

Antes de la conclusión se afirma: «El Concilio ve la Iglesia en el reflejo de la Revelación y, además, la pone en su lugar, la reafirma en la experiencia de la humanidad de nuestros días. Y gracias al Concilio también la Iglesia misma se reconoce bajo el punto de vista de la humanidad en nuestros días, de sus necesidades y sus problemas. De este modo, la Iglesia se abre plenamente, al reconocer su naturaleza sobrenatural y mística. Este abrirse o, mejor dicho, este "estar abierta", que realiza la Iglesia es a la vez su nueva forma de "estar cerrada", cerrada no en sí misma, sino en el contorno en el que -como escribe Pablo VI- nos ha puesto la mano de Dios» (49).

Hoy, quince años más tarde, no se pueden leer estas frases sin cierta congoja, y es posible que el Papa Juan Pablo II las relea incluso con dolor. Congoja y dolor no porque haya muerto el optimismo cristiano con respecto a los frutos del Concilio, sino porque la acción del «diabolos» (tercera fuerza motriz de la historia junto a la providencia divina y a la libertad humana), facilitada por el «carácter abierto» de un Concilio pastoral, ha sido mayór de lo que pudo imaginarse en aquel momento. Las frases del Obispo de Cracovia que hemos citado dejan claro cuál es el dilema: por una parte, la riqueza de contenido de los documentos conciliares hace que sean un buen alimento para los católicos que, llenos de buena voluntad, ya son piadosos y fieles a la Iglesia; pero, por otra, mal interpretados, pueden servir de punto de apoyo a quienes, fuera y dentro de la Iglesia, luchan por alcanzar una Iglesia católica «distinta»...

Mientras que los Concilios Tridentino y Vaticano 1, en épocas de profundas conmociones espirituales, tras hechos históricos que se pueden considerar como catastróficos, pretendieron (y consiguieron) llegar a una consolidación interna en lo dogmático y en lo jurídico, proporcionando una sólida muralla defensiva formada por los sillares de definiciones y normas, el Vaticano II se ha apoyado en la persuación, en el «querer convencer», es decir, en el «diálogo con el mundo» para «echar raíces e,i términos bajo los que cabe imaginarse cosas muy diversas. Aquellos concilios, para consolidar los muros de la fortaleza, subrayaron la importancia de las virtudes de la obediencia en la fe y de la disciplina eclesiástica; el Vaticano II -utilizando la misma metáfora- quiso abandonar el recinto amurallado, dejar las zonas fortificadas e ir a la plaza del mercado para ofrecer la propia mercancía en régimen de libre competencia, confiando en que esa «mercancía» tiene una calidad muy superior a las demás que allí se ofrecen. Actitud que requiere el ejercicio personal de la libertad, así como el de otras «virtudes cívicas»: amabilidad, sentido común, disposición al compromiso...

Ni que decir tiene que ir al «mercado» y trabajar todo lo que se pueda con los propios «talentos» es importantísimo. Pero antes de ponerse en camino conviene asegurarse de que no se destruirá la fortaleza ni se debilitarán sus defensas, sino que se cuidarán y mantendrán en buen estado. El mercader optimista tiene que recordar de vez en cuando que el Señor del mercado (y de la fortaleza) ha prohibido que se entierren los propios talentos y ha mandado que se ganen otros con ellos, pero por medio del trabajo y de su empleo prudente, no mediante la devaluación de la moneda.

El Fundador del Opus Dei poseía una gran inteligencia, unida a una gran capacidad de análisis y comprensión de la situación del mundo, libre de ese tipo de intelectualidad engreída que no sabe aceptar ninguna limitación natural o institucional y que, si pudiera, incluso corregiría (o por lo menos asesoraría) a Dios mismo. Reconocía la autoridad y rechazaba esa moda (que también se va extendiendo en la Iglesia) que consiste en llevar ante el «tribunal» de la opinión propia cualquier frase de los pastores de la Iglesia, cualquier documento papal, promulgando después el «juicio» emitido por dicho «tribunal». Cuando el Papa Juan XXIII convocó el Concilio, el Fundador vio en ello una expresión clara de la Voluntad de Dios. No se dedicó a «cuestionarla» o a hacer conjeturas sobre la «oportunidad» o la «inoportunidad» de la convocatoria. Luego, cuando un documento conciliar -en ocasiones tras largas y difíciles luchas, deliberaciones y controversias finalmente era aprobado por la mayoría cualificada de los Padres y promulgado por el Papa, lo aceptaba sin más discusiones como un instrumento con el que se podrían conseguir cosas buenas para la Iglesia y para los hombres, aun cuando tuviera, quizá, lagunas o imprecisiones o no concordara plenamente con alguna de sus opiniones personales. Ésta fue su actitud ante todas las enseñanzas del Concilio.No cabe duda de que Monseñor Escrivá era consciente del riesgo que la Iglesia corría al abrirse al mundo de nuestros días, sobre todo si se interpretaba mal esa «apertura» y se debilitaban las defensas. Sufrió mucho con las pruebas y aflicciones que muy pronto habría de pasar la Iglesia, porque, efectivamente, sucedió lo que temía. Ahora bien, todo esto no le hizo vacilar en su profunda convicción de que, al final de ese tiempo de prueba, surgiría una Iglesia rejuvenecida en un nuevo, ardiente y eficaz amor a Cristo.Monseñor Escrivá de Balaguer no colaboró directamente en el Concilio. No ocupó cargo alguno en el inmenso aparato preparatorio, auxiliar o adjunto. En realidad, a Juan XXIII le hubiese gustado nombrar Consultores del Concilio tanto al Presidente General como al Secretario General del Opus Dei, pero esto hubiera supuesto una sobrecarga enorme de trabajo y una dedicación de tiempo por parte del Fundador, a quien ya se le exigía un esfuerzo que superaba casi lo humano. Por eso el Papa nombró tan sólo al Secretario General, Alvaro del Portillo, perito conciliar, puesto que, además, tres padres conciliares pertenecían a la Obra- (50).

Don Alvaro del Portillo participó desde el primer momento en la preparación del Concilio, especialmente en lo referente al tema «los laicos en la Iglesia»; más tarde fue nombrado Secretario de la Comisión conciliar De disciplina cleri et populi christiani y perito de algunas otras comisiones. De esta manera, el Opus Dei participó activa e intensamente en el Vaticano II. Por supuesto que Escrivá y Del Portillo hablaron, con la unión que les caracterizaba, de todos los problemas que se planteaban; no hubo un solo día, a lo largo de los cuatro años conciliares, en los que no se diera una «conversación a puerta cerrada» entre estos dos hombres, a los que casi podríamos llamar «alma» y «cuerpo» del Opus Dei. Pero el Fundador permanecía informado directamente sobre la marcha del Concilio no sólo a través de don Alvaro; durante las cuatro sesiones fueron «legión» los Obispos y peritos, teólogos y canonistas que visitaron a Monseñor Escrivá de Balaguer. No conocemos detalles sobre las conversaciones mantenidas por el Fundador con su Secretario General y con sus visitantes, sobre todo en lo referente a la marcha del Concilio, la elaboración de los documentos conciliares, las controversias y las crisis. Es natural que durante algún tiempo se guarde absoluta discreción sobre estos extremos. Algunas cosas, sin embargo, permiten hacerse una idea de la actitud fundamental de Monseñor Escrivá de Balaguer con respecto a los principales problemas conciliares. A un Obispo que abundaba en las ideas, en boga entonces, sobre la emancipación de los laicos, comentando que a los laicos corresponde reformar en sentido cristiano las estructuras temporales, le replicó: «¡Si tienen alma contemplativa, Excelencia! Porque si no, no transformarán nada; más bien serán ellos los transformados: y en vez de cristianizar el mundo, se mundanizarán los cristianos». Y en otra ocasión comentó: «Sí, pero primero han de estar ellos bien ordenados por dentro: siendo hombres y mujeres de profunda vida interior, almas de oración y de sacrificio. Si no, en vez de ordenar esas realidades familiares y sociales, llevarán ahí su propio desorden personal» (51). Hoy comprobamos, dolorosamente, cómo la crisis que sufre la Iglesia tiene su raíz en gran medida en que ese «proceso de maduración» no ha ido unido, o mejor, no se ha fundado, en una auténtica renovación de la piedad cristiana. Esa ausencia ha provocado un debilitamiento de la vida espiritual (por dentro y hacia fuera) y un rechazo de la Iglesia jerárquica, que es la única que custodia el misterium fidei. Y no faltan los casos en lo que se ha llegado a denominar «madurez», sorprendentemente, a esa crisis espiritual y a esa rebeldía eclesiástica.

La historia del Concilio a la que tenemos acceso, aunque sea todavía de modo incompleto, nos rebela la existencia de los que querían replantear la contraposición multisecular entre los Concilios y el Papa con respecto a su posición en la Iglesia y a sus derechos y competencias. El pontificado de Pablo VI estuvo caracterizado por una lucha para fortalecer la autoridad papal -constantemente atacada-, lucha que tuvo un éxito sólo relativo (52). Pues bien, Monseñor Escrivá nunca se cansó de defender esa autoridad. Desde Pío XII, los Papas saben que, en cualquier situación, pueden contar con el Opus Dei, incondicionalmente. En una carta del 14 de febrero de 1964, el Fundador amonestaba a aquellos hijos suyos teólogos o canonistas: «Que defiendan -de todo posible ataque- la autoridad del Romano Pontífice, que no puede estar condicionada más que por Dios». Y veinte meses más tarde escribía: «Estad muy cerca del Romano Pontífice...: seguid al día sus enseñanzas, meditadlas en vuestra oración, defendedlas con vuestra palabra y con vuestra pluma» (53). No eran recomendaciones abstractas. Estas palabras hay que verlas, más bien, ante un trasfondo que se iba ensombreciendo por momentos, a medida que se iba agudizando la grave crisis eclesial, una crisis de fidelidad a la fe por parte de muchos católicos (también de sacerdotes y teólogos), una crisis de las tradiciones y una crisis también de la disciplina y de la autoridad jerárquica en general.

En la «vida cotidiana» de la Obra, el Fundador se ocupó de que se pusieran en práctica -rigurosamente- las decisiones normativas del Concilio, lo que excluía también cualquier tipo de capricho y de arbitrariedad en cuestiones de doctrina o de liturgia. En este punto no está de más recordar que los excesos en la «configuración» de las «celebraciones eucarísticas», la dejadez en la práctica de la confesión, la aceptación de una moral sexual libertina y muchas cosas más son aspectos que de ningún modo están respaldados por el Concilio, sino que contradicen frontalmente sus intenciones.

Tampoco encuentra confirmación en las declaraciones del Concilio una «nueva teología» que concibe todas- las decisiones dogmáticas del pasado como productos del «espíritu de la época», es decir, como declaraciones condicionadas históricamente que, por lo tanto, deben ser reinterpretadas una y otra vez, de acuerdo con la conciencia y los conocimientos «progresivos» de cada generación de cristianos. Ahora bien, afirmar, por ejemplo, que la concepción virginal de Jesucristo o su Resurrección no tienen carácter real (real también desde el punto de vista físico), sino que son «ideas míticas» o concepciones «mágicas» de una conciencia prerracional o precientífica, no es un tipo de «investigación» teológica iniciada por el Concilio, sino una herejía que ni siquiera es original.

Tampoco se puede defender la tesis de que la filosofía tomista esté «superada». Es cierto que sus conceptos centrales, como natura, essentia, materia, forma, persona, substantia, etc., precisan de un comentario también a la luz de los conocimientos de las ciencias naturales, pero esto no altera en nada la validez de su Metafísica. En una conversación que mantuvimos, y respondiendo a una pregunta que le hice, don Alvaro del Portillo comentó que Santo Tomás, en nuestros días, hubiera escrito de otra manera, pero con el mismo contenido; lo cual es tanto como decir que Santo Tomás descubrió y formuló verdades imperecederas. El Concilio Vaticano II es el único Concilio en la historia de la Iglesia que expresamente recomienda a los teólogos y sacerdotes la doctrina de Santo Tomás de Aquino. Se sitúa con ello en una tradición de continuidad de más de seis siglos, pues desde la canonización del Aquinate por el Papa Juan XXII en 1323, la Iglesia ha recomendado siempre al «Doctor Angélico» como guía insustituible en la interpretación auténtica de verdades de fe. Con especial intensidad lo hizo el Papa Pío X en el Motu proprio «Doctoris Angelici», al que Monseñor Escrivá de Balaguer se refería en su última gran carta del 14 de febrero de 1974: «Se deben conservar -dice en ella, citando palabras de ese documento- santa e inviolablemente los principios filosóficos establecidos por Santo Tomás, a partir de los cuales se aprende la ciencia de las cosas creadas de manera congruente con la Fe, se refutan los errores de cualquier época, se puede distinguir con certeza lo que sólo a Dios pertenece y no se puede atribuir a nadie más, se ilustra con toda claridad la diversidad y la analogía existente entre Dios y sus obras... ». Y en otro lugar de esa misma carta reproduce estos otros párrafos del Motu proprio de San Pío X: «Los puntos más importantes de la filosofía de Santo Tomás no deben ser considerados como algo opinable, que se pueda discutir, sino que son como los fundamentos en los que se asienta toda la ciencia de lo natural y lo divino. Si se rechazan estos fundamentos o se los pervierte, se seguirá necesariamente que quienes estudian las ciencias sagradas ni siquiera podrán captar el significado de las palabras, con las que el Magisterio de la Iglesia expone los dogmas revelados por Dios. Por eso quisimos advertir a quienes se dedican a enseñar la filosofía y la sagrada teología, que si se apartan de las huellas de Santo Tomás, principalmente en cuestiones de metafísica, será con gran detrimento».

Todas estas afirmaciones, recordadas insistentemente por el Fundador del Opus Dei, se sitúan en la línea del Concilio; lo mismo que el ruego que hacía a los miembros de la Obra al escribir: «Pido ahora a mis hijas y a mis hijos, precisamente en este año en el que se conmemora el VII centenario de la muerte del Doctor Angélico, que sigan delicadamente esas indicaciones de la Iglesia en el estudio y en la enseñanza de la doctrina filosófica y teológica».

Mons. Escrivá de Balaguer sufría -si se me permite utilizar esta expresión- por las oscuras sombras que se cernían sobre el rostro de la «esposa de Jesucristo», de la Iglesia; pero de ninguna manera veía la época posconciliar como una noche inextricable. Muy al contrario: precisamente para el Opus Dei el Concilio supuso un imponente refrendo. Lo que, por la gracia de Dios, había redescubierto el joven y desconocido sacerdote aragonés tres decenios antes -la llamada universal a la santidad-, el Concilio lo elevaba a norma para el futuro. Las palabras de Cristo a sus oyentes cobraban así nueva actualidad en la historia de la Iglesia: «Pues no hay nada encubierto que no se descubra, ni nada escondido que no se dé a conocer. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz del día, y lo que escucháis al oído, pregonadlo desde las azoteas» (Mt 10,26-27). Desde la atalaya del Concilio se habían proclamado y confirmado lo que eran como piedras angulares en la predicación y en la práctica de Monseñor Escrivá y de sus hijos desde 1928:

- La unidad de vida, que consiste en que la vocación universal de todos los cristianos a la santidad debe estar en armonía con su vida cotidiana y se ha de realizar precisamente en ella.

- El trabajo profesional como medio de santificación en medio del mundo y base del apostolado de los laicos.

- La libertad, como consecuencia de que los cristianos que buscan la santidad en su trabajo son libres. Sin olvidar que el recto ejercicio de esa libertad debe llevarles a colaborar en la santificación de las cosas temporales según las leyes propias. Su libertad termina allí donde comienza el mandato de amor de Cristo, que la Iglesia custodia e interpreta auténticamente; en apariencia, esa libertad desaparece donde entra en conflicto con las leyes del mundo.

- La Santa Misa, como centro y raíz de toda la vida interior; toda la «vida cotidiana» se ordena hacia ella y de ella surge toda la fuerza para la vida ordinaria del cristiano.El Fundador del Opus Dei, después de muchos años de incomprensiones, tuvo la satisfacción de que destacados Padres conciliares, como los Cardenales Frings (Colonia), Kónig (Viena), Lercaro (Bolonia) y otros, le reconocieran como un verdadero precursor del Vaticano II, sobre todo respecto a aquellos puntos capitales que, para el Concilio, marcaban el camino a seguir en el futuro (54).

En todas las encíclicas y alocuciones del Papa Juan Pablo II se entrevé, como hilo conductor, la exhortación, e incluso la urgente súplica, a poner en práctica el «espíritu del Concilio». La voluntad de renovar por medio de este espíritu el cuerpo de la Iglesia es el más importante móvil de su pontificado. Pero, a la vez, esto significa que ese espíritu todavía no ha «tomado cuerpo» o, por lo menos, no lo ha hecho en modo suficiente. La encíclica «Redemptor hominis» (55), primera de su pontificado -que también puede considerarse como la «Carta magna» del mismo-, vino a ser como la respuesta del pontífice polaco -quien como arzobispo de Cracovia colaboró decisivamente en las tareas del Concilio- a la pregunta de cuál sería realmente el espíritu del Vaticano II.

Dada la riqueza de su contenido, es difícil entresacar frases claves de esa encíclica. No obstante, quiero citar algunas que considero especialmente representativas: «El Concilio Vaticano II, en diversos pasajes de sus documentos -dice-, ha expresado esta solicitud fundamental de la Iglesia, a fin de que "la vida en el mundo (sea) más conforme a la eminente dignidad del hombre" (56), en todos sus aspectos, para hacerla "cada vez más humana" (57). Ésta es la solicitud del mismo Cristo, el buen Pastor de todos los hombres. En nombre de tal solicitud, como leemos en la Constitución pastoral del Concilio -sigue diciendo el Papa-, "la Iglesia, que por razón de su ministerio y de su competencia de ninguna manera se confunde con la comunidad política y no está vinculada a ningún sistema político, es al mismo tiempo el signo y la salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana"» (58).

Un poco más adelante sigue diciendo la «Redemptor hominis»: «Tal solicitud afecta al hombre entero y está centrada sobre él de manera del todo particular. El objeto de esta premura es el hombre en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza con Dios mismo (cfr. Gen 1,27). El Concilio indica esto precisamente cuando, hablando de tal semejanza, recuerda que "el hombre es en la tierra la única creatura que Dios ha querido por sí misma" (59). El hombre tal como ha sido "querido" por Dios, tal como Él lo ha "elegido" eternamente, llamado, destinado a la gracia y a la gloria, tal es precisamente "cada" hombre, el hombre "más concreto", el "más real"; éste es el hombre, en toda la plenitud del misterio, del que se ha hecho partícipe en Jesucristo, misterio del cual se hace partícipe cada uno de los cuatro mil millones de hombres vivientes sobre nuestro planeta, desde el momento en que es concebido en el seno de la madre» (60).

Pero para que esta participación en el misterio de la Redención alcance a cada uno de los cuatro mil (y, pronto, de los cinco o seis mil) millones de personas que pueblan la tierra, cada cristiano -y la totalidad de los cristianos, desperdigados por el mundo como las semillas por el campo- tiene que intentar realmente que Cristo se haga vida en su vida, de tal modo que el que lo conozca, advierta en él el buen olor de Cristo, fruto de su lucha por la santidad. El Vaticano II ha planteado esta exigencia con un énfasis extraordinario. Y la ha planteado a la totalidad del pueblo cristiano, a la «masa» de los cristianos: porque todos están llamados a la santidad. Esta llamada universal a la santidad es la llamada fundamental del Concilio, y constituye un requerimiento constante en la predicación del Papa en los cinco continentes.

Así pues, se ve claramente que no es casualidad que el Opus Dei haya nacido en el primer tercio del siglo xx. La Obra supone un nuevo despertar en la Iglesia y de los cristianos en el mundo; es un impulso de renovación cristiana, cuya validez universal de cara al futuro quedó claro gracias al Concilio Vaticano II. Algunos han pretendido ver una contraposición entre un supuesto espíritu «conservador» de la Obra y el espíritu «progresista» del Concilio. Aparte de que la Obra no asume ningún espíritu conservador, la única contraposición que existe -a veces un verdadero abismoes la que se da entre la interpretación y aplicación ortodoxa de los textos y decisiones del Concilio (una interpretación que corresponde al Magisterio de la Iglesia y especialmente al Papa) y la que, de manera arbitraria y a menudo herética, hacen algunas personas no autorizadas para ello. Todo el pontificado de Pablo VI estuvo marcado por esa contraposición, por ese abismo; en algunos momentos, la «contestación» llegó a tomar formas amenazadoras que socavaban la vida interior de la Iglesia y producían una desoladora confusión en las almas de muchos fieles. En este sentido puede decirse que el Papa Montini fue un verdadero mártir: hasta su último aliento explicó y defendió el Concilio como un hecho situado plenamente dentro de la tradición ininterrumpida de la Iglesia, desde Pedro hasta la fecha; por eso se le escarneció y ridiculizó e insultó; tuvo que soportar una ola de desobediencia desconocida desde hace siglos y, en los últimos años, tuvo que sufrir la soledad y el desmayo de Cristo en el Huerto de los Olivos. Sólo si uno tiene clara esta situación puede entender bien las palabras que Monseñor Escrivá pronunció en 1970, ante el Consejo General de la Obra: «Sufro muchísimo, hijos míos. Estamos viviendo un momento de locura. Las almas, a millones, se sienten confundidas. Hay peligro grande de que en la práctica se vacíen de contenido los Sacramentos -todos, hasta el Bautismo-, y los mismos Mandamientos de la Ley de Dios pierdan su sentido en las conciencias» (61).