El fallecimiento de san Josemaría contado por Álvaro del Portillo

Recogemos el relato que hizo Álvaro del Portillo sobre el 26 de junio de 1975, día del fallecimiento de san Josemaría. El texto está tomado del libro “Entrevista sobre el fundador del Opus Dei”.

San Josemaría con Álvaro del Portillo y Javier Echevarría

El 26 de junio de 1975, último día de su vida en la tierra, el Padre se levantó a la hora acostumbrada. Celebró, ayudado por don Javier Echevarría, la Misa votiva de la Virgen en el oratorio de la Santísima Trinidad, a las siete y cincuenta y tres minutos. A la misma hora celebraba también yo en la sacristía mayor, porque aquella mañana nuestro Fundador deseaba ir con don Javier y conmigo a Castelgandolfo, para despedirse de sus hijas de Villa delle Rose, ya que estábamos a punto de salir de Roma. Se encontraba físicamente bien, y nada hacía prever lo que sucedería poco después.

Hacia las nueve y treinta y cinco, el Padre salió en coche hacia Castelgandolfo, acompañado de don Javier Echevarría, de Javier Cotelo, al volante, y de mí. En cuanto salimos del garaje, comenzamos a rezar los misterios gozosos del Santo Rosario. Terminamos antes de llegar a la carretera de circunvalación y nos pusimos a charlar: nos dijo, entre otras cosas, que podíamos ir por la tarde a Cavabianca, la nueva sede de nuestro Centro internacional de formación, porque deseaba ver algunos detalles del oratorio de Nuestra Señora de los Ángeles que había sugerido, para hacer la decoración más armónica y el ambiente más recogido y piadoso.

El viaje duró más de lo acostumbrado, a causa de un gran embotellamiento en la circunvalación. Hacía mucho calor. Javier Cotelo le habló de unos sobrinos suyos que habían estado en Roma poco tiempo antes. El Padre le escuchó con atención y se interesó cariñosamente por otros asuntos de su familia.

En Villa delle Rose

Hacia las diez y media llegamos por fin a Villa delle Rose. Algunas hijas suyas le esperaban en el garaje. El Padre, como siempre, les llevaba unos regalos: la figura de una pata en cristal labrado y un paquete de caramelos. El Padre solía distribuir entre los demás los regalos que recibía.

Comentó, por el pasillo, que eran sus últimas horas en Roma, antes del verano; y que oficialmente no estaba ya para nadie, pero para sus hijas sí. Se encaminó a saludar al Señor, permaneció arrodillado ante el Sagrario unos momentos, besó la cruz de palo, y se dirigió hacia la sala "de los abanicos", donde iba a tener un rato de tertulia.

Al entrar, dirigió su mirada a un cuadro de la Virgen, una pintura al óleo en la que el Niño aparece peinado con esmero, mofletudo y sonrosado, abrazado al cuello de su Madre, que le ofrece una rosa de té. Este cuadro pertenecía a la familia de los Escrivá y se encontraba en la habitación del centro de la calle Diego de León donde murió la madre de nuestro Fundador. La divina Providencia quiso que la Virgen del Niño peinadico recibiese también una de las últimas miradas de nuestro Fundador.

Sus hijas respondieron con voz alta al saludo del Padre, y le dijeron que estaban muy contentas de que hubiera ido. El Padre les comentó sonriente: ¡Qué buena voz tenéis! Después se sentó en una silla, y me cedió a mí el sillón que le habían preparado. Repitió que estaba a punto de marcharse de Roma, y añadió: Tenía muchas ganas de venir. Estamos terminando estas últimas horas de estancia en Roma para acabar unas cosas pendientes; de modo que ya para los demás no estoy: sólo para vosotras.

Última fotografía de san Josemaría. Villa delle Rose, 26 de junio de 1975

La reunión fue breve: duró menos de veinte minutos, porque nuestro Padre comenzó a sentirse cansado. Antes de terminar, renovó el acto de amor a la Iglesia y al Papa que había pronunciado en tantas ocasiones. Pocos minutos después se sintió peor. Don Javier y yo le acompañamos a la habitación del sacerdote, donde descansó un poco. Nosotros, y también las directoras del Centro, le insistíamos para que descansara otro rato. El Padre se negó, quizá para recordarnos, una vez más, que los sacerdotes del Opus Dei sólo están en los Centros de mujeres el tiempo indispensable para cumplir su ministerio sacerdotal. Enseguida, cuando parecía que se había repuesto, salimos hacia Roma en el coche, después de haber pasado al oratorio, donde nuevamente se detuvo unos instantes para despedirse del Señor. Mientras iba hacia el garaje, se interesó por las hijas suyas con las que se iba encontrando y, con su buen humor habitual, bromeó: Perdonadme, hijas, por la lata que os he dado. Después, desde el coche, saludó cariñosamente a las que nos abrieron la puerta del garaje: hijas mías, adiós. Eran alrededor de las once y veinte.

Camino de vuelta a Villa Tevere "per breviorum"

El Padre volvía de Villa delle Rose indudablemente cansado, pero sereno y contento. Atribuyó su malestar al calor. Pidió a Javier Cotelo que le llevase a Roma "per breviorem", por el camino más corto. Mientras tanto continuó charlando con nosotros, aunque fue una conversación un poco discontinua, porque estábamos impacientes por llegar cuanto antes a Villa Tevere y hacerle descansar. Javier condujo deprisa, pero con cuidado, para evitar un posible mareo. Llegamos a casa en poco más de media hora.

A las once y cincuenta y siete entramos en el garaje de Villa Tevere. En la puerta nos esperaba un miembro de la Obra. El Padre bajó rápidamente del coche, con el rostro alegre; se movía con agilidad, tanto, que se volvió para cerrar personalmente la puerta. Dio las gracias al hijo suyo que le había ayudado y entró en casa.

Saludó al Señor en el oratorio de la Santísima Trinidad y, como solía, hizo una genuflexión pausada, devota, acompañada por un acto de amor. A continuación subimos hacia mi despacho, el cuarto donde habitualmente trabajaba y, pocos segundos después de pasar la puerta, llamó: ¡Javi! Don Javier Echevarría se había quedado detrás, para cerrar la puerta del ascensor, y nuestro Fundador repitió con más fuerza: ¡Javi!; y después, en voz más débil: No me encuentro bien. Inmediatamente el Padre se desplomaba en el suelo.

Ofrecía su vida por la Iglesia y por el Papa

Pusimos todos los medios posibles, espirituales y médicos. En cuanto advertí la gravedad de la situación, le impartí la absolución y la Unción de los enfermos, como deseaba ardientemente: respiraba aún. Nos había suplicado con fuerza, infinidad de veces, que no le privásemos de aquel tesoro.

Fue una hora y media de lucha, llena de amor filial: respiración artificial, oxígeno, inyecciones, masajes cardíacos. Mientras tanto, yo renové varias veces la absolución. Bajo la dirección médica de don José Luis, nos turnamos varios miembros del Consejo General –Dan Cummings, Fernando Valenciano, Umberto Farri, Giuseppe Molteni– y el doctor Juan Manuel Verdaguer. No podíamos creer que se cumplía la hora de este grandísimo dolor.

Álvaro del Portillo reza ante los restos mortales de san Josemaría en Santa María de la Paz

Seguíamos esperando contra toda esperanza. Llamé por teléfono a la Directora central, para que se reunieran urgentemente en sus oratorios todas las que vivían en Villa Sacchetti, y rezaran con muchísima intensidad, al menos diez minutos, por una intención muy urgente. Y continuamos intentando lo imposible. Nos resistíamos a convencernos de que había fallecido. A pesar de nuestros esfuerzos, el Padre no se recuperó del paro cardíaco. Nos resignamos cuando vimos que el electrocardiograma era plano.

A la una y media salí de la habitación, e invité a los otros miembros del Centro del Consejo General, que estaban en la antigua sala de reuniones rezando y llorando contenidamente, a que entrasen a rezar ante los restos de nuestro amadísimo Fundador.

Para nosotros, ciertamente, se trataba de una muerte repentina; para nuestro Fundador, en cambio, fue algo que venía madurándose –me atrevo a decir–, más en su alma que en su cuerpo, porque cada día era mayor la frecuencia del ofrecimiento de su vida por la Iglesia y por el Papa.

Estoy convencido de que el Padre presentía su muerte. En los últimos años repetía frecuentemente que estaba de más en la tierra, y que desde el Cielo podría ayudarnos mucho mejor. Nos llenaba de dolor oírle hablar así –con aquel tono suyo fuerte, sincero, humilde–, porque mientras pensaba que era una carga, para nosotros era un tesoro insustituible.

Nunca se había preocupado por su estado de salud, aunque en los últimos años se le agudizó la insuficiencia renal y cardíaca; sabíamos bien que no tenía miedo a la muerte, y que estaba desprendido de la vida. La meditación frecuente de los Novísimos, desde su juventud, había dispuesto día a día su corazón enamorado para la contemplación de la Trinidad Beatísima.

Desde hacía muchos años ofrecía a Dios su vida y mil vidas que tuviera, por la Santa Iglesia y por el Papa. Era la intención de todas sus Misas, y lo fue también de la que celebró el 26 de junio de 1975: aquel día el Señor aceptó su ofrecimiento.

Nuestro Fundador nos había confiado algunas veces que pedía al Señor la gracia de morir sin dar la lata: por cariño a sus hijos, quería evitarles las molestias de una larga enfermedad. Dios acogió también esta petición suya y murió –según el espíritu que había predicado desde 1928–, trabajando por el Señor, ut iumentum!

A las tres había llamado por teléfono también al Cardenal Secretario de Estado, para informarle de la muerte de nuestro Fundador. El Cardenal Villot se quedó muy impresionado, me dio el pésame con gran afecto y me aseguró que se lo diría inmediatamente al Papa, que en aquel momento estaba descansando. Éste fue el primer anuncio oficial del fallecimiento de nuestro Fundador. Desde aquel instante la noticia fue pública, y empezó a circular rápidamente por Roma y por todo el mundo.

Devoción al Fundador del Opus Dei

La tarde del 26 comenzaron a llegar personas de todos los ambientes sociales que deseaban manifestar su dolor y rezar. Recogimos testimonios conmovedores que evidenciaban un profundísimo amor hacia nuestro Fundador, y declaraciones unánimes que mostraban la certeza de estar ante el cuerpo de un santo. Insignes personalidades de la Iglesia y de la vida civil, empleados, obreros, jóvenes y ancianos, madres de familia con sus hijos en brazos: todos querían "ver al Padre".

En el oratorio de Santa María de la Paz se respiraba una atmósfera de intensa oración y de dolor sereno, difícil de describir. Incluso los más pequeños, de la mano de sus padres, contemplaban, sin temor alguno, el rostro sereno del Padre.

Mientras se sucedían las Misas, una riada humana afluía hasta la capilla ardiente. Entre los primeros llegó Mons. Benelli, Sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano, que venía en representación del Papa. Permaneció mucho tiempo recogido en oración, en un reclinatorio, frente al cuerpo de nuestro Fundador. Llegaron también cardenales, obispos y sacerdotes, embajadores, personas de alto nivel social y gente modesta, y muchísimos miembros de la Obra, cooperadores y amigos. Mostraban su dolor y su cariño permaneciendo largos ratos en oración delante de los restos de nuestro Padre.

En aquellos momentos me consoló mucho recibir la cariñosa respuesta del Santo Padre Pablo VI a la información que le había enviado en mi calidad de Secretario General de la Obra. A través de Mons. Benelli, el Papa expresó su condolencia y nos dijo que también espiritualmente rezaba junto al cuerpo de "un hijo tan fiel" a la Santa Madre Iglesia y al Vicario de Cristo. Antes del funeral público, llegó a Villa Tevere un telegrama de la Sede Apostólica. El Romano Pontífice renovaba la expresión de su condolencia, manifestaba que estaba ofreciendo sufragios por el alma de nuestro Fundador, y confirmaba su persuasión de que era un alma elegida y predilecta de Dios; concluía impartiendo la Bendición apostólica para toda la Obra. Como es costumbre, el telegrama llevaba la firma del Cardenal Secretario de Estado, que se unía de todo corazón a nuestro dolor, y a los sentimientos de Pablo VI, quien deseaba hacernos llegar lo antes posible aquellas líneas.

Poco tiempo después recibimos otra prueba de afecto por parte del Santo Padre: una carta, en la que manifestaba más extensamente la intensidad del dolor del Papa y de su cariño hacia nuestro Fundador y el Opus Dei. El Cardenal Secretario de Estado explicaba que Su Santidad había celebrado la Santa Misa el 27 de junio en sufragio por el Padre y que, al cabo de los días, no había disminuido su oración ni su dolor ante la pérdida sufrida por la Iglesia con el tránsito al cielo de nuestro Fundador. Terminaba asegurando que continuaría rezando para que el Señor nos concediese ser siempre fieles al espíritu que nuestro Fundador, por Voluntad divina, nos había transmitido.

Llegaron a la Sede Central del Opus Dei miles de telegramas y cartas desde los cinco continentes: además de expresiones del más sentido dolor, reflejaban concordemente la convicción de que había muerto un santo, uno de los grandes fundadores suscitados en la Iglesia por el Espíritu Santo.

El Padre

Nuestro Fundador fue sepultado en la cripta del oratorio de Santa María de la Paz, el 27 de junio de 1975, al día siguiente de su muerte. El 4 de octubre de 1957, había dicho a Jesús Pedro Álvarez Gazapo las palabras que quería que se pusiesen sobre su propia tumba, aunque después aclaró que sólo era un deseo, y que podíamos decidir libremente. Son éstas:

IOSEPHMARIA ESCRIVA DE BALAGUER Y ALBAS

PECCATOR

ORATE PRO EO

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GENUIT FILIOS ET FILIAS

Respecto a estas últimas palabras, comentó sonriendo: Si queréis, podéis añadirlas.

Yo pensé, en la presencia de Dios, que no podíamos transcribir la primera parte, con mayor motivo habiéndonos dejado libertad. Durante muchísimos años al Padre le había gustado firmar así: Josemaría, Pecador, o el pecador Josemaría; y se definía a sí mismo como un pecador que ama a Jesucristo. Una gran lección de humildad para todos nosotros; pero me parece que no habríamos sido buenos hijos si hubiésemos grabado una inscripción así sobre la tumba.

Interpretando el deseo de todos, dispuse que sobre la tumba se escribieran, en letras de bronce dorado, solamente estas palabras: EL PADRE. En la parte de arriba se puso el sello de la Obra, una circunferencia que rodea la cruz, y abajo, a la derecha, la fechas de nacimiento y de muerte.

Comenzó entonces una peregrinación ininterrumpida a la tumba de nuestro Fundador, al que fieles de toda nacionalidad y condición confiaban sus peticiones y sus propósitos de renovación interior.

Relato que hizo Álvaro del Portillo sobre el 26 de junio de 1975, recogido en el libro “Entrevista sobre el fundador del Opus Dei”. Ediciones Rialp, 1993, 252 páginas