Dios quiere que haya mujeres en el Opus Dei

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

«Yo no quería fundar ni la Sección de varones ni la Sección femenina del Opus Dei. En la Sección femenina no había pensado nunca. Os aseguro con una seguridad física -así, física-, que sois hijas de Dios» (51). «La fundación del Opus Dei salió sin mí; la Sección de mujeres, contra mi opinión personal» (52). Con estas y parecidas palabras, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer ratificó, en el transcurso de los años, que la Obra no es una fundación humana ni una «iniciativa de la Iglesia», sino un instrumento en y para la Iglesia, un instrumento que procede directamente de Dios.

El Fundador, en aquel día de octubre de 1928, «vio» la Obra; la vio, claro está, de acuerdo con lo que entonces podía comprender. Es, en el fondo, lo que sucede al ver un objeto: se reconoce lo que es, aunque sea imposible abarcar todos sus aspectos con una sola mirada. Quedaba totalmente claro que, para ir comprendiendo paulatinamente todas las dimensiones de lo que Dios le había hecho ver, seguía necesitado de la inspiración y de las luces sobrenaturales. En todos los casos en los que, con respecto al nacimiento del Opus Dei, pensó «por su cuenta», se equivocó y anduvo a tientas. Dios se lo iba demostrando: «Nunca habrá mujeres -ni de broma- en el Opus Dei» (53), escribía a comienzos de febrero de 1930. Pero el 14 de febrero, Dios le hacía una «corrección divina», haciéndole saber que quería que hubiese mujeres en la Obra de Dios. Sucedió, según cuenta el mismo Fundador, durante la Santa Misa que ese día celebró en el pequeño oratorio de la Marquesa de Onteiro (54), en la madrileña calle de Alcalá Galiano, 1-3. Después de la Comunión, estaba ante los ojos de su alma la presencia de mujeres en el Opus Dei, tal como había estado la Obra dieciséis meses antes. Eso era lo que quería decir cuando hablaba de «seguridad física»; no se trata, pues, de que don Josemaría, por consideraciones personales, «ampliara el Opus Dei añadiendo la Sección de mujeres», sino que Dios, con quien se había unido sacramentalmente en la Comunión, se lo había mandado, se lo había puesto ante los ojos del alma... «Por voluntad de Dios -así escribía en 1965-, el Opus Dei consta de dos Secciones diferentes, completamente separadas, como dos obras distintas, una de hombres y otra de mujeres; sin interferencia alguna, ni de gobierno, ni de régimen económico, ni de apostolado, ni de hecho» (55).

Como éste es un punto que ha dado ocasión a preguntas y a veces también a incomprensiones o críticas, el Fundador lo explicó hace ya muchos años: «En la Obra las dos Secciones son como dos borriquillos, que tiran de un mismo carro, en la misma dirección» (56). No se trata, por tanto, de dos fuerzas contrarias, sino de dos fuerzas que se suman, precisamente por ser paralelas; dos fuerzas que se unen en el corazón del Padre (que es Padre de las dos Secciones) y en el Amor de Dios (57).

En una época como la nuestra, en la que reinan conceptos en parte equivocados sobre la naturaleza, la misión y la colaboración de los sexos, es necesario estudiar las convicciones fundamentales y claras de Mons. Escrivá de Balaguer a este respecto. Porque, además, en caso contrario, puede muy bien ser que, al acercarse a la Obra e intentar comprenderla, se choque con barreras que en realidad no lo son.

El Fundador del Opus Dei creció en el seno de una familia normal y cristiana. «Normalidad», en este caso, no quiere decir «término medio», porque lo que se entiende por «término medio» (en una vida cristiana «encarnada» y vivida en la realidad cotidiana, en la profesión, en la familia, en el «mundo») suele quedarse por debajo de aquella norma que instituyó Jesucristo; una norma que, en el curso de los siglos, parecía ir decreciendo o siendo rebajada (y en muchos casos realmente lo fue), hasta convertirse en un término medio minimalista que bastaría para el «cristiano corriente».

Muchos pensaban además que, por mucho que lo intentara, si ese cristiano corriente se quedaba en el mundo, no lograría superar ese término medio. La realización plena del mandato de santificación de Cristo quedaría reservada para algunos estados especiales dentro de la Iglesia, es decir, para los religiosos y los clérigos. Esta evolución amenazaba con conducir a la cristiandad a un callejón sin salida, sobre todo bajo los ataques del espíritu del «Siglo de las Luces» y del proceso de secularización de los últimos tiempos. Si hubiera seguido esa evolución, la Iglesia se hubiera conformado tal vez con aceptar la tesis de que sólo un pequeño grupo, el de los «elegidos», estaría llamado a y capacitado para la entrega total a Cristo, mientras que la gran mayoría de sus miembros, por su «vinculación al mundo», sólo podría vivir un cristianismo minimalista, es decir, de mínimos o de término medio. Algo semejante a un cuerpo en el que la sangre circula sólo por unas pocas arterias, mientras que el resto del sistema circulatorio permanece estrangulado, casi sin riego sanguíneo, mientras el cuerpo languidece y muere.

Una Iglesia que hubiese llegado a ese extremo no estaría en condiciones de actuar apostólicamente en medio de un mundo cada vez más secularizado, no podría extenderse ni penetrar en todos los ambientes y ni siquiera podría defenderse contra los ataques de los enemigos. Para contribuir a evitar que la Iglesia se deje arrinconar en ese callejón sin salida o para que vuelva a salir de él, si llegara a ese extremo, Dios fundó el Opus Dei en y a través de Monseñor Escrivá de Balaguer; y con el Opus Dei mostró a los cristianos los medios concretos que hay que utilizar para lograr que comience a cerrarse una antinomia que cada vez se ha ido acentuando más: la antinomia entre la norma de Cristo y el término medio de su cumplimiento y realización en la vida cotidiana. El «cristiano medio» no es un cristiano «a medias»; es, por Voluntad de Dios, aquel cristiano que allí donde esté, y en la situación o estado en que se encuentre, quiere identificarse con la norma que Cristo nos ha dado, con esa norma que es Cristo mismo; así pues, el «cristiano medio» no es otro que aquel que lucha por alcanzar este fin: sólo así llega a ser un «cristiano normal», un «cristiano corriente».

El joven Josemaría había visto en casa de sus padres la normalidad cristiana, o sea, la realización fiel de lo que Cristo exige del hombre y de la mujer como esposos y como padres. Este cumplimiento fiel de la Voluntad divina se basa en el reconocimiento de la distribución de tareas entre hombre y mujer, dada ya en el comienzo del género humano. Hombre y mujer son iguales en cuanto a su naturaleza humana, en cuanto al hecho de que han sido creados, queridos y redimidos por Dios; en todo lo demás, son, obviamente, distintos. Ambos colaboran de manera plena y con igual valor a la conservación y al desarrollo de la humanidad, a la edificación del mundo y a la realización de la historia de la salvación. Pero no colaboran de manera idéntica, sino con formas que, aun estando muy relacionadas entre sí, son, de acuerdo con los planes divinos, muy diferentes para cada sexo. Josemaría había visto en el ejemplo de sus padres cómo los casados han de seguir a Jesucristo en la vida cotidiana y en el ambiente social y profesional, cómo deben esforzarse por alcanzar la santidad y cómo han de tener conciencia de que el matrimonio es una vocación divina a la santidad y a la santificación de los hijos y del mundo. Es imposible impregnar la sociedad con el espíritu y con la realidad de la santificación por el trabajo y de la santificación del trabajo sin contar con esposos que, los dos juntos y cada uno por separado, vayan por este camino y muestren el camino a seguir a los que vengan más tarde.

En cierta ocasión, alguien me preguntó por qué el Fundador del Opus Dei no reconoció de inmediato que la renovación de la «normalidad cristiana», la cristianización de la vida cotidiana, no sería factible sin contar con las mujeres y con los matrimonios. Mi contestación fue la siguiente: a mi juicio, una de las razones es que Mons. Escrivá de Balaguer, con toda su grandeza, fue un hombre de su tiempo. Si su capacidad de comprensión se elevó por encima de la mentalidad de su época fue por la gracia .de Dios, como él mismo reconoció en innumerables ocasiones. Otra razón es que la plenitud de lo que iba a ser el Opus Dei sólo podía realizarse poco a poco. Dios le fue encomendando que diese, en. cada momento, un paso determinado: el paso exacto y en el tiempo preciso, tal y como era necesario para el desarrollo de la Obra. Tomemos el ejemplo de las mujeres en el Opus Dei. ¿Por qué el Fundador estuvo convencido, durante más de un año, de que no había lugar para ellas en la Obra? El 2 de octubre de 1928, Dios le había hecho ver lo que el Opus Dei significa para la santificación del mundo desde dentro; Dios le había presentado el Opus Dei como la unidad de los que andarían ese camino formando una familia espiritual reunida alrededor del Padre, es decir, de él mismo. Y, finalmente, le había mostrado el primer núcleo de esta gran familia que estaba naciendo: un numeroso grupo de hombres, laicos en su gran mayoría, que vivían conforme a su condición de ciudadanos de pleno derecho en la vida civil. Ese grupo fue el de los pioneros: los primeros en recibir la llamada divina de abrir este camino de santificación en todas las actividades humanas. Serían hombres a los que su amor a Cristo y a los demás les llevaría a prescindir generosamente del matrimonio, con una disponibilidad plena para realizar este ideal de santidad. Hoy como ayer, estas personas son absolutamente necesarias para sacar adelante el Opus Dei. Pero entonces la Obra era una planta pequeñita en la que casi no asomaban los primeros tallos verdes... No es de extrañar que en esos primeros momentos viera esos primeros «pioneros» entre aquellos jóvenes estudiantes o profesionales que estuviesen dispuestos a una entrega total y gozasen de una disponibilidad absoluta, que incluía el celibato.

Este primer núcleo de la familia del Opus Dei, a la que luego se añadirían otros (en capítulos posteriores nos referiremos a la estructura interna de la Obra en su totalidad, con sus diferenciaciones orgánicas), fue y seguirá siendo, según expresión de su Fundador, «el fundamento, la fuerza que sostiene toda nuestra familia, la fuerza que impulsa a vivir cristianamente a muchas otras personas: a esos jóvenes que procuramos acercar al Opus Dei, a nuestros parientes lejanos o cercanos, a los colegas, a los compañeros de oficio o profesión, a los amigos de cada uno» (58). El hecho de que el Fundador pensara, hasta que Dios le «corrigió», que ese fundamento se refería exclusivamente a los varones, se debe a que la concepción de cualquier entrega total en celibato, al margen de una consagración religiosa (es decir, una entrega laical, cien por cien secular), era ya, respecto a los varones, algo nuevo, revolucionario; pero respecto a las mujeres parecía un imposible.

Hay que tener en cuenta que en aquellos años muy pocas mujeres ejercían una profesión y cursaban una carrera; por lo general, permanecían ausentes de la vida pública. La mentalidad común era que las mujeres que no se casaban tenían dos posibilidades: o ingresar en una orden u otra comunidad religiosa o conformarse con ser «la tía soltera» dentro de una familia. Eso hacía que la vocación de las mujeres a la virginidad en formas laicales y seculares pareciese, en aquel entonces, una osadía casi incomprensible: desde luego mucho más incomprensible que la misma vocación para los varones.

Hace falta esforzarse un poco para imaginarse la situación de don Josemaría después del 14 de febrero de 1930: era la única persona del Opus Dei; él solo tenía que encontrar modos y maneras de conocer personas, de procurarse o aprovecharse contactos, para llegar a aquellos que podrían entender su mensaje. Y, además, tenía que aprender, partiendo desde cero, a transmitir, con palabra y con el ejemplo, el contenido de ese mensaje de manera clara e inequívoca, hablando a los hombres de forma que empezaran a pensar y que quizá se sintieran atraídos y dispuestos a seguir ese camino... «Se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua -recordaba más tarde-. Además, había la incomprensión más brutal: porque lo que hoy (en los años sesenta) ya es doctrina corriente en el mundo, entonces no lo era. Y si alguno afirma lo contrario, desconoce la verdad» (59). Sección de varones-Sección de mujeres: en la primavera de 1930 esto no era más que un encargo, una luz, un proyecto divino; en él se incluía también la idea de la unidad de la Obra, un concepto que entonces sólo conocía y entendía él: algo tan sencillo que mucha gente tiene dificultades para comprenderlo. La unidad consiste en que todos los miembros de la Obra responden por igual a una vocación, a la vocación de «atarse» a Cristo en el mundo y de conducir a los demás hacia Dios; de hacer del mundo, desde dentro, una oblación que Cristo presente ante su Padre Dios. Es parte de la vocación que cada uno luche por realizarla en unión con el Presidente General (como se denominaba hasta noviembre de 1982), que para los miembros se llama y es «el Padre»; en su persona toma cuerpo la unidad y la autenticidad del Opus Dei. Puesto que los sacerdotes de la Obra, como es natural, ejercitan su ministerio tanto con varones como con mujeres son un elemento esencial y constituyente de la unidad del Opus Dei. La vocación -la llamada de Dios en el alma y la respuesta aceptándola- es siempre algo personal; e igualmente personal es la lucha por ser fiel a la vocación, una lucha que sólo puede ser personal, nunca «colectiva», porque atañe a la vida espiritual de cada alma. Un matrimonio, por muy armónico que sea y muy lleno de amor que esté, no puede ser operado conjuntamente si uno de ellos padece apendicitis; no puede confesarse colectivamente o recibir la Comunión en una boca; y él y ella tienen que morir cada uno por su cuenta, aun en el caso de que caiga a tierra el avión en el que viajan juntos: son una comunidad, no un conglomerado. Nada podría herir o quizá incluso destruir su unidad tanto como el desprecio por su dualidad.De este modo se entiende la afirmación del Fundador del Opus Dei: «¡No me rompáis la unidad de la Obra! ¡Amadla, defendedla, fomentadla! No en vano ha querido el Señor que coincidan estas dos manifestaciones de su bondad en una misma fecha (60). Porque así mis hijos y mis hijas, viviendo siempre a cinco mil kilómetros de distancia, se sienten formando parte de un solo hogar (...). Pedid al Señor que os enseñe a amar la unidad de la Obra como Él la quiso desde el primer momento» (61).

Esos «cinco mil kilómetros» que separan a los apostolados de los varones de los de las mujeres sólo pueden sorprender a aquellos que confunden la igualdad entre los sexos con la promiscuidad. Algunos señalan que, en la sociedad industrial de nuestros días, el hombre y la mujer lo hacen todo juntos: en el trabajo, en el deporte, en la política y en la Iglesia. Y se preguntan: ¿Por qué se les separa en el Opus Dei? La respuesta es sencilla: precisamente por eso, ya que el Opus Dei es una familia espiritual con fines exclusivamente espirituales; ésa es la base de su unidad. Su camino en el mundo y a través de los tiempos es camino de salvación y de felicidad, pero no es ni fácil ni cómodo. La columna vertebral en ambos casos está formada por aquellas personas que reciben la llamada a la Obra con vocación al celibato, a prescindir del matrimonio «por el Reino de los Cielos» (Mt 19,12). En medio de un ambiente sexualizado, las personas que, como los miembros célibes de la Obra, no están protegidas, ni en grado mínimo, por los muros de un convento o por un hábito religioso, necesitan mucha gracia, fortaleza y fidelidad para mantenerse firmes en su vocación. Es una exigencia de la prudencia y del cariño facilitárselo cuanto sea posible, porque cualquier familia intenta ayudar a cada urio zde sus miembros en vez de crearles nuevas cargas a causa de unas relaciones internas equivocadas o imprudentes.

Mons. Escrivá de Balaguer acercó a la Obra hijas espirituales con el mismo espíritu de oración y de sacrificio con el que trató a sus hijos, y las fue formando y protegiendo con el mismo cariño paterno indiviso. Puso ante su mirada todos los aspectos y sectores del trabajo de la mujer en el mundo. Era una panorámica de los campos en los que podrían servir a Cristo y a los hombres, la «materia sanctitatis et sanctificationis»: la materia específica de santidad y de santificación. La separación entre las dos Secciones del Opus Dei no impide que se complementen y ayuden de la mejor manera posible a la hora de realizar su encargo apostólico en el mundo. Por otra parte, a las mujeres compete -junto a muchas otras tareas- el cuidado material de todos los centros, la creación y conservación del ambiente externo propio de una familia, es decir, la tarea de convertir cada Centro del Opus Dei en un hogar acogedor para los que viven en él. Por otra parte, cuando las mujeres de la Obra empiezan su labor en un nuevo país, encuentran el terreno ya roturado: «Hijas mías -decía el Fundador en 1964-, tenéis una suerte muy grande con la unidad de la Obra, porque cuando vosotras vais a un país, vuestros hermanos ya han levantado la Cruz del suelo; ya la han llevado sobre sus espaldas una buena temporada, y ya la han alzado sobre la tierra» (62).

En el libro «Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer», el Fundador del Opus Dei se expresaba hace unos años con claridad y fuerza acerca de la situación de la mujer en el mundo moderno y en la sociedad futura. No se dejó seducir por las caricaturas al uso sobre la mujer: no alabó a esa ingenua «mujer metidita en su casa», ni utilizaba slogans como la «autorrealización», «emancipación», «coeducación» u otros similares. Sus opiniones partían de una base más profunda. En una entrevista que concedió en 1968 a una de las revistas para la mujer más conocidas en España (63) le plantearon una pregunta que partía del hecho de que la mujer cada vez se va separando más del ámbito familiar, dada su presencia creciente en la vida social. La periodista quería saber cuáles serían, en opinión de Mons. Escrivá de Balaguer, los rasgos generales que la mujer habría de tener en cuenta para cumplir la misión que le estaba asignada. Contestó diciendo, en primer lugar, que habría que matizar más esa supuesta alternativa entre los dos ámbitos. Prevenía contra «la contraposición sistemática» que, «cambiando sólo el acento, llevaría fácilmente, desde el punto de vista social, a una equivocación mayor que la que se trata de corregir». El cuidado y el cariño al marido y a los hijos, la creación de un ambiente cristiano de familia, lleno de calor, siempre será tarea primordial de la mujer y ocupará un papel importantísimo en su vida, pero «eso no se opone a la participación en otros aspectos de la vida social y aun de la política, por ejemplo. También en esos sectores puede dar la mujer una valiosa contribución, como persona, siempre con las peculiaridades de su condición femenina»; una contribución que la sociedad necesita tanto como cada familia. La vida y el obrar de la mujer «serán realmente constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de hecho la plenitud de la personalidad femenina» (64).