4. Iluminar los caminos divinos de la tierra

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

La vida de Mons. Escrivá de Balaguer cobra una nueva y radical dimensión con la fundación del Opus Dei: conoce al fin el querer de Dios, tras el que caminaba desde muchos años atrás.

El 2 de octubre de 1928, vio con nitidez el Opus Dei, dirigido a hombres de todos los ambientes, para buscar la santidad en y a través del trabajo profesional y de las ocupaciones ordinarias de cada día, santificar los diversos quehaceres, y convertirlos en oración y en instrumento de apostolado.

Vio también con claridad que este fin suponía santificar las estructuras sociales desde dentro, es decir, fomentar el despliegue de la vida cristiana en medio del mundo, desde el lugar y condición de cada uno, y sin necesidad de crear ningún nuevo estado en la Iglesia. Los miembros de la Obra continuarían siendo lo que eran: cristianos corrientes, comprometidos con el trabajo que venían realizando.

Al evocar su llamada al Opus Dei, entre otras muchas consideraciones, Mons. Escrivá de Balaguer repetía: Madrid fue mi Damasco; porque en esa ciudad se le cayeron las escamas que le impedían ver la Voluntad de Dios para su vida. Afirmaba también que era madrileño, porque allí había nacido a la aventura cristiana que el Señor le había preparado.

Como es sabido, no deseaba ser fundador: pensó inicialmente que "eso" ya existiría en alguna institución de la Iglesia.

Pensando, efectivamente, que no era digno de fundar nada, y movido por el respeto que le merecían todas las instituciones de la Iglesia, se ocupó de buscar una en la que se cumpliesen las finalidades y se viviese el espíritu que el Señor le había hecho ver. Repito intencionadamente estas palabras, para resaltar la forma en que estaban grabadas en su alma. Si encontraba alguna, estaba decidido a ponerse a su disposición, ya que prefería ser el último de un proyecto apostólico ya existente, a ser el fundador de otro.

Se dirigió a diversas entidades de Italia, de Alemania, de Suiza, de Francia, de Hungría y de Polonia. Además de las informaciones que pedía expresamente, cayeron en sus manos noticias sobre otras, cuando era Capellán del Patronato de Enfermos y también, más tarde, en el Real Patronato de Santa Isabel. Todas y cada una -por un motivo o por otro, pero siempre por características fundamentales- se distinguían netamente de lo que el Señor le había mostrado.

Nunca desechó a priori los datos que recibía. Los examinaba con atención y con la sincera ilusión -repito- de encontrar un lugar en el que pedir el ingreso y ser el último: para servir y obedecer como instrumento fiel del Señor.

Desde luego, ejercitó su carisma de Fundador desde ese 2 de octubre de 1928, y luego su tarea de Presidente General, con la responsabilidad de quien cumple una misión confiada por el Señor. La única razón de su existencia fue servir a la Iglesia haciendo el Opus Dei. Nos aseguraba que debía gastar su vida para cumplir esta misión concreta.

Antes de abordar otros aspectos de la novedad que introduce en la Iglesia el espíritu del Opus Dei, me interesa precisar algún dato histórico del proceso fundacional. Son bien conocidas las circunstancias en que, el 14 de febrero de 1930, durante la celebración de la Santa Misa, el Señor le pidió que incluyera a las mujeres. Algo semejante sucede con la fundación, otro 14 de febrero, ya en 1943, de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Y también, respecto de la Asociación de Cooperadores, pero ésta, en cambio, sin fecha.

No conozco que haya una fecha precisa en la que viese la fundación de una Asociación de Cooperadores del Opus Dei. Pero sí que estaba en su alma, desde hacía muchísimo tiempo, antes de 1950, cuando se obtuvo la aprobación pontificia de esta agrupación.

Se trabajaba apostólicamente con hombres y mujeres de todas las clases sociales y profesiones. Como consecuencia, la labor llegaba a personas de muy diversas creencias, es decir, también a no católicos, y a quienes carecían de la fe cristiana. El Fundador concedió siempre una importancia primordial al trato con quienes estaban alejados o no pertenecían a la Iglesia, para realizar lo que calificaba como apostolado ad fidem.

A la vez, vio muy clara la necesidad de tramitar la aprobación de esta Asociación de Cooperadores, porque había alrededor del Opus Dei muchísimas personas -católicas y no católicas- que colaboraban con su oración y con su trabajo en los fines de la Obra. Cuando lo planteó en la sede competente, incluyó que pudiesen ser admitidos también, como Cooperadores, los católicos apartados de la Iglesia, los no católicos e incluso los no cristianos.

En Roma, esta iniciativa produjo la lógica sorpresa, y muchos le decían, según relató alguna vez: "ma Monsignore, Lei chiede una cosa impossibile". Nuestro Fundador estaba convencido de que el Señor se lo pedía: por esto, insistió, e hizo la petición oficial. La primera respuesta fue una negativa. Dejó pasar un tiempo prudente y volvió a la carga: soy aragonés, y los aragoneses somos muy tozudos; y en las cuestiones de Dios hay que ser santamente tozudos.

A la nueva solicitud, la Santa Sede contestó con un dilata, que -comentaba- es una fórmula muy sabia, encontrada en la Curia Romana, para contestar cuando uno tiene razón, pero no se la pueden dar. De nuevo esperó un plazo prudente, y en 1950, cuando insistió por tercera vez, concedieron la aprobación de que en la Asociación de Cooperadores pudiesen ser admitidos los católicos, los no católicos, y los no cristianos, para participar de los bienes espirituales del Opus Dei, con tal de que ellos se comprometiesen a rezar o colaborar en los apostolados que realizan los miembros de la Obra.

Volvería sobre el carisma fundacional, para considerar algunos rasgos básicos, a través de sus recuerdos personales.

Desde el primer día, Mons. Escrivá de Balaguer me enseñó a amar a Dios de veras, en cada instante, sin esperar momentos especiales. Un día de 1966, nos comentó a algunos de los que colaborábamos en su Secretaría particular: pensad que todos los papeles -el trabajo ordinario- que tenéis entre manos son un alma, ¡o muchas almas!, y así divinizáis toda la labor. Ya al final de su vida, en noviembre de 1973, reflexionaba en voz alta: para ti que, ingenuamente, sueñas con grandes proyectos personales -que quizá no son más que manifestaciones de vanidad, de soberbia-, piensa en la realidad: con la llamada que has recibido, estás ahí -donde trabajas- no por una casualidad, sino por Providencia del Señor, por una prueba de amor a las almas. ¡No le vuelvas la espalda a Dios!

He podido comprobar que hacía este tipo de consideraciones a personas muy distintas, para que se percataran de que su tarea adquiría un valor importantísimo si la realizaban con amor de Dios. En 1972, hubo de pasar por el planchero donde estaba una empleada del hogar, miembro del Opus Dei, que se ocupaba en esos momentos de los lienzos litúrgicos. Como la cosa más lógica, le rogó: haz muchos actos de amor de Dios mientras planchas la ropa de altar, y mientras haces tu tarea profesional.

La admisión en el Opus Dei no saca a las personas de su sitio. Mons. Escrivá de Balaguer señalaba que este encuentro con Dios lleva a cada uno a elevar la temperatura espiritual del ambiente en que se mueve; y pedía a sus hijos que se fijasen en los que tenían a su alrededor -parientes, colegas, compañeros y amigos-, para ir sembrando la inquietud de una vida cristiana más intensa y más generosa. Nos recordaba que el Señor nos pedirá cuenta de esas almas que ha puesto a nuestro lado. Por eso, subrayaba que no debía verificarse en nosotros lo que había sucedido con el paralítico de la piscina de Betsaida, cuando Jesús le preguntó si quería ser curado, y aquel hombre respondió: hominem non habeo; es decir, que nadie que nos hubiese tratado pudiese afirmar que no había tenido quien le diese la mano para levantarse, para convertirse a Dios, y para amarle con todas las fuerzas.

En 1973, haciendo referencia a la necesidad de responder al amor de Dios siempre y en todo, nos manifestaba: hemos de vivir contentos en el sitio donde estemos, con el convencimiento de que el Señor nos ha puesto allí para salvar las almas, y es preciso, por tanto, que vivamos muy cerquita de Dios constantemente.

Desde luego, entiendo que esa referencia al "sitio" en que se "está" no denota significación sociológica alguna; por tanto, no excluye el esfuerzo por la propia promoción ni por la justicia social. Intenta sólo centrar la lucha por la santidad y el apostolado en las realidades cotidianas, lejos de ensoñaciones o de proyectos irrealizables, pero también del aislamiento o la insolidaridad.

En 1951 nos animaba a vivir con heroicidad esa ascética de lo corriente: no hemos de desear cosas grandes, porque podríamos encontrarnos con la sorpresa de que no logramos cumplirlas; o cabe el peligro de que entre la vanidad y el orgullo, ya que quizá nos convencemos de que nosotros solos somos capaces de algo. En cambio, en lo de cada día, en lo que está mandado para todos, ahí tenemos la oportunidad de volcarnos en amor y de pasar inadvertidos. Mons. Escrivá de Balaguer no se cansó de poner este esfuerzo en lo cotidiano, procurando acabar los detalles bien, pensando exclusivamente en el Señor. Amó la grandeza de la vida ordinaria, sin refugiarse en el sueño de grandes empresas, aunque promovió muchas iniciativas apostólicas en el mundo entero. Estaba en la realidad que el Señor le presentaba en cada momento. Por eso, en horas de contradicción y de sufrimiento, aseguraba a sus hijos con naturalidad: si nos abren la cabeza, es señal de que tenemos que llevarla abierta.

Se esforzó siempre por pasar inadvertido. Su norma de conducta era ocultarse y desaparecer, para que solamente Jesús se luciese. Ponía el amor a Dios en relación con la solicitud por la Iglesia en el mundo entero: no buscamos la santidad, si -siempre y en todo momento- no queremos ser servidores de Dios, servidores de nuestros hermanos, servidores de todos los hombres. Tienes hambre de almas, me has dicho, y añadías después: no quiero la amargura de la soledad. Y yo he terminado tu pensamiento: pero quizá la fomentas, porque no te ocupas de los otros, olvidándote de ti.

En 1954, nos advertía: hijos míos, convenceos de esta realidad: en la Obra la santidad no es compatible con el aislamiento: un hombre del Opus Dei, que siente su vocación cristiana, necesita buscar amigos, necesita pegar esta locura divina del amor de Dios, a través de su trabajo, en sus conversaciones con sus colegas, con sus compañeros, con sus parientes.

Mons. Escrivá de Balaguer impulsó el nacimiento de un número amplio de actividades apostólicas casi desde el comienzo: la Academia DYA y luego la residencia universitaria del mismo nombre en Madrid, ya en los años treinta.

Debo precisar que el Fundador de la Obra consideraba esas tareas como medios, y nunca como un fin. No le interesaba organizar una red de Residencias o Centros educativos, sino que buscaba distintas maneras de formar personas para que llevasen la labor apostólica a los lugares en los que -antes, en ese momento o después- se desenvolviera cada uno. Desde el principio, se propuso, con esos instrumentos, proporcionar formación a las almas, de modo que actuaran como fermento. Soñaba con una irradiación capilar de la vida cristiana, a través de la amistad. En pocas palabras, veía en esos Centros medios para difundir la doctrina y la práctica de la fe.

A lo largo de los años irá impulsando distintas iniciativas, que tienen orígenes y finalidades diversas: mientras unas serán provisionales, otras habrán de ser permanentes para el trabajo apostólico, lo único que persigue el Opus Dei. Concretamente, las Academias o las Residencias universitarias, las instituciones de enseñanza superior, los Centros de educación media o de capacitación profesional, los clubs para muchachos o para muchachas, o los dispensarios médicos, pueden -en función de las necesidades de la sociedad- cambiar su planteamiento, o incluso dejar de existir, porque pierdan actualidad. No se trata de sujetarse a esquemas preconcebidos, sino de que los miembros de la Obra vivan en medio de sus iguales, y realicen sus actividades de acuerdo con los ambientes en que se mueven, como ciudadanos corrientes que son.

En cambio, los Centros de Estudios, los Centros para convivencias y para retiros espirituales, el Colegio Romano de la Santa Cruz y el Colegio Romano de Santa María, tienen un carácter permanente, porque responden a una necesidad intrínseca y constante del Opus Dei: la formación específica de sus miembros durante determinados períodos de su vida, la preparación de futuros sacerdotes, o la cualificación para atender tareas formativas en las distintas Regiones del mundo. En el Colegio Romano de la Santa Cruz y -de modo paralelo, aunque naturalmente excluyendo el sacerdocio- en el Colegio Romano de Santa María y en otros Centros Interregionales, se procura formar a las personas, de manera que lleven a cabo esa tarea de formación y de docencia, en las distintas circunscripciones del Opus Dei en el mundo.

A la vez, hay enfoques comunes en el planteamiento y desarrollo de esas iniciativas apostólicas, que hacen patente el ensamblaje de santidad y apostolado, de profesionalidad civil e impronta cristiana.

Mons. Escrivá de Balaguer medía la eficacia de las tareas apostólicas por la santidad que alcanzaban allí las personas. Con esto venía a recordar la necesidad de fundamentar el trabajo en una intensa oración, y en una unidad de vida que gire alrededor del Señor y del Sagrario. Solamente salen adelante las tareas -remachaba-, si hay un sólido fundamento de oración y de mortificación. He oído incesantemente ese consejo al Fundador de la Obra, a lo largo de los veinticinco años que he vivido a su lado.

Del mismo modo, procuraba transmitir ese espíritu a los que trabajaban en estas labores. Hacía notar a cada uno -por escrito o de palabra- la confianza que el Señor había depositado en ellos y su obligación de responder con santidad personal y con un trabajo profesional perfectamente acabado. Las noticias de los medios de comunicación, las conversaciones habituales, la correspondencia, eran acicates para su petición por esas tareas. ¡Cuántas veces, al contemplar la urgencia con la que algunos se dedican a difundir el mal, salía de su alma!: ¡si los que deseamos servir a Dios pusiéramos al menos este mismo empeño...!

Nos repetía también que medía la entrega y la heroicidad de sus hijos por el cariño sobrenatural y humano que ponían diariamente en las tareas apostólicas al cabo de los años. Nos concretaba que la santidad está en trabajar con la misma ilusión del primer día, cuando han pasado diez años o muchos más. Y nos advertía que el amor a Dios no admite cansancios ni monotonías, ya que todo adquiere un sabor nuevo, si se hace pensando en la Voluntad divina.

De otra parte, no renunciaba a derechos que le correspondían como ciudadano. Lo enseñó también a los miembros de la Obra y a quienes trabajaban alrededor de nuestra labor. Para servir a la Iglesia y porque es necesario defender los derechos cívicos de los católicos, señaló el deber de obtener las subvenciones que se conceden a cualquier ciudadano que promueve ese tipo de iniciativas, poniendo los medios para alcanzarlas, con el fin de llegar a muchas almas con esa tarea profesional, informándola de visión cristiana. Dispuso además que todas las labores estuviesen siempre de acuerdo con la legislación de cada país: también por esto estableció que se llevase la contabilidad exacta, para poder presentar con prontitud la información económica requerida legalmente.

Como esas iniciativas son trabajos profesionales civiles, también aquí adoptaba el criterio -que algunos no entendían- de que no fuesen incluidas entre las labores confesionales o de la Iglesia, aun sin ocultar a nadie que allí se da una honda formación católica. Por eso, y sin que mediase ninguna táctica, subrayaba que los miembros del Opus Dei actúan como ciudadanos corrientes que son, ocupándose con pleno derecho de actividades profesionales. Defendía así las libertades cívicas, y concretamente las de los católicos, que no son ciudadanos de segunda categoría en su trabajo ni en el ejercicio de sus derechos y deberes sociales.

Como es sabido, no faltaron dificultades de todo género al poner en marcha estas actividades, incluso entre eclesiásticos o católicos que no entendían su planteamiento. Surgieron obstáculos sobre todo de parte de adversarios de la Iglesia, que consideraban los ámbitos profesionales ajenos a la religión, o veían en peligro su situación de privilegio o su hegemonía laicista, al comprobar que la vida de los creyentes no se podía encerrar en los templos ni en las sacristías. Pero ninguna de estas circunstancias quitaba la fe ni la paz al Fundador del Opus Dei: seguía trabajando denodadamente y, desde el núcleo mismo de la sociedad civil, alentaba esas tareas en servicio de las almas, mientras rezaba por la solución de las dificultades y por las personas que las promovían.

Desde 1948, le oí hablar de futuros apostolados con tal claridad, que quienes le escuchábamos teníamos la seguridad de que aquello saldría; y así ha sucedido, gracias a Dios. Pero prefiero resaltar que dio paso a esas labores cuando contó con los medios idóneos, no lanzándose a saltos aventurados, imprudentes, que hubiesen acabado con el abandono de muchas tareas por falta de la oportuna preparación.

A la vez, nos recordaba la necesidad de seguir siempre al paso de Dios, sin programar al Espíritu Santo, y correspondiendo con generosidad actual y completa a las exigencias de sus llamadas. Nos advertía con frecuencia que, en cualquier momento, el Señor nos podía llamar como al siervo de la parábola, para decirnos: redde rationem villicationis tuae ["dame cuenta de tu gestión": Lucas 16,2]. Con la misma fuerza sobrenatural, nos traía a la memoria el mandato recogido en otra parábola del Señor: negotiamini dum venio! ["negociad mientras vuelvo": Lucas 19,13] En 1952, nos sugería: pásmate ante la magnitud de la labor que hemos empezado en servicio de la Iglesia. Es Voluntad de Dios, Él lo quiere. Tú y yo solos no podemos: ¡Señor!, clámale continuamente, ¿dónde están los que tienen que venir? La raíz para que los demás vayan adelante, para que se aumente el número de personas que le conozca y le trate, es que cada uno de nosotros dé el cambio definitivo de una vez.