Vida de María (XIX): Dormición y Asunción de la Virgen

Como recordaba el Papa, el cielo tiene un corazón: el de la Virgen María, que fue llevada en cuerpo y alma junto a su Hijo para siempre.

Los últimos años de María sobre la tierra —los que transcurrieron desde Pentecostés a la Asunción—, han permanecido envueltos en una neblina tan espesa que casi no es posible entreverlos con la mirada, y mucho menos penetrarlos. La Escritura calla, y la Tradición nos hace llegar solamente ecos lejanos e inciertos. Su existencia transcurrió callada y laboriosa: como fuente escondida que da aroma a las flores y frescura a los frutos. Hortus conclusus, fons signatus (Ct 4, 12), le llama la liturgia con palabras de la Sagrada Escritura: huerto cerrado, fuente sellada. Y también: manantial de aguas vivas, arroyos que bajan del Líbano (Ibid., 15). Como cuando estaba junto a Jesús, pasó inadvertida, velando por la Iglesia en sus comienzos.

Es cosa clara que vivió, sin duda alguna, junto a San Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales. Y San Juan, en los años que siguieron a Pentecostés, moró habitualmente en Jerusalén; allí lo hallamos constantemente al lado de San Pedro. En la época del viaje de San Pablo, en vísperas del Concilio de Jerusalén, hacia el año 50 (cfr. Hch , 15, 1-34), el discípulo amado figura entre las columnas de la Iglesia (Gal 2, 9). Si María estaba aún a su lado, debería rondar los 70 años, como afirman algunas tradiciones: la edad en que la Sagrada Escritura cifra la madurez de la vida humana (cfr. Sal 89, 10).

Pero el puesto de María estaba en el Cielo, donde su Hijo la esperaba. Y así, un día que permanece desconocido para nosotros, Jesús se la llevó consigo a la gloria celestial. Al declarar el dogma de la Asunción de María, en 1950, el Papa Pío XII no quiso dirimir si la Virgen murió y resucitó enseguida, o si marchó directamente al cielo sin pasar por el trance de la muerte. Hoy día, como en los primeros siglos de la Iglesia, la mayor parte de los teólogos piensan que también Ella murió, pero —al igual que Cristo— su muerte no fue un tributo al pecado —¡era la Inmaculada!—, sino para asemejarse más completamente a Jesús. Y así, desde el siglo VI, comenzó a celebrarse en Oriente la fiesta de la Dormición de la Virgen: un modo de expresar que se trató de un tránsito más parecido al sueño que a la muerte. Dejó esta tierra —como afirman algunos santos— en un transporte de amor.

Los Apóstoles —excepto Santiago el Mayor, ya mártir, y Tomás, que se hallaba en la India— se congregaron en Jerusalén para acompañarla en sus últimos momentos. Y una tarde serena y blanca cerraron sus ojos y depositaron su cuerpo en un sepulcro

Los escritos de los Padres y escritores sagrados, sobre todo a partir de los siglos IV y V, refieren detalles sobre la Dormición y la Asunción de la Virgen basados en algunos relatos que se remontan al siglo II. Según estas tradiciones, cuando María estaba a punto de abandonar este mundo, todos los Apóstoles —excepto Santiago el Mayor, que había sufrido martirio, y Tomás, que se hallaba en la India— se congregaron en Jerusalén para acompañarla en sus últimos momentos. Y una tarde serena y blanca cerraron sus ojos y depositaron su cuerpo en un sepulcro. A los pocos días, cuando Tomás, llegado con retraso, insistió en ver el cuerpo de la Virgen, encontraron la tumba vacía, mientras se escuchaban cantos celestiales.

Al margen de los elementos de verdad contenidos en estas narraciones, lo que es absolutamente cierto es que la Virgen María, por un privilegio especial de Dios Omnipotente, no experimentó la corrupción: su cuerpo, glorificado por la Santísima Trinidad, fue unido al alma, y María fue asunta al cielo, donde reina viva y gloriosa, junto a Jesús, para glorificar a Dios e interceder por nosotros. Así lo definió el Papa Pío XII como dogma de fe.

A pesar del silencio de la Escritura, un pasaje del Apocalipsis deja entrever ese final glorioso de Nuestra Señora. Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas ( Ap 12, 1). El Magisterio ve en esta escena, no sólo una descripción del triunfo final de la Iglesia, sino también una afirmación de la victoria de María (tipo y figura de la Iglesia) sobre la muerte. Parece como si el discípulo que había cuidado de la Virgen hasta su marcha al cielo, hubiera querido dejar constancia —de una manera delicada y silenciosa— de este hecho histórico y salvífico que el pueblo cristiano, inspirado por el Espíritu Santo, reconoció y veneró desde los primeros siglos.

Y nosotros, impulsados por la liturgia en la Misa de la vigilia de esta fiesta, aclamamos a Nuestra Señora con estas palabras: gloriosa dicta sunt de te, Maria, quæ hodie exaltata es super choros angelorum : bienaventurada eres, María, porque hoy fuiste elevada sobre los coros de los ángeles y, juntamente con Cristo, has alcanzado el triunfo eterno.


La voz del Magisterio

«La Sagrada Escritura nos presenta a la excelsa Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo y siempre partícipe de su suerte. De donde parece imposible imaginar separada de Cristo —si no con el alma, al menos con el cuerpo— después de esta vida, a Aquella que lo concibió, le dio a luz, lo nutrió con su leche, lo llevó en sus brazos y lo apretó contra su pecho. Desde el momento en que nuestro Redentor es Hijo de María, no podía menos de honrar —como observador perfectísimo de la divina Ley que era—, además de al Eterno Padre, también a su amadísima Madre. Pudiendo, pues, dar a su Madre tanto honor al preservarla inmune de la corrupción del sepulcro, debe creerse que lo hizo realmente.

»Pero se ha recordado especialmente que desde el siglo II la Virgen María es presentada. por los Santos Padres, como nueva Eva estrechamente unida al nuevo Adán, si bien sujeta a Él, en aquella lucha contra el enemigo infernal, que, como fue preanunciado en el Protoevangelio (cfr. Gn 3, 15), habría terminado con la plenísima victoria sobre el pecado y sobre la muerte, siempre unidos en los escritos del Apóstol de las gentes (cfr. caps. Rm 5 y 6; 1 Cor 15, 21-26.54-57). Por eso, como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y signo final de esta victoria, así también para María la común lucha debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal porque como dice el mismo Apóstol— cuando... este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad, entonces sucederá lo que fue escrito: la muerte fue absorbida en la victoria (1 Cor 15, 54).

»De tal modo, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad con un mismo decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro, y vencida la muerte —como antes fue vencida por su Hijo—, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria celestial, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos (cfr, 1 Tm 1, l7) (...).

»Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del E spíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acreditar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la inmaculada Madre de Dios siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.

»Por eso, si alguno, lo que Dios no quiera, osase negar o poner en duda voluntariamente lo que por Nos ha sido definido, sepa que ha naufragado en la fe divina y católica».

Pío XII (siglo XX).Constitución apostólica Munificentissimus Deus, 1-XI-1950, nn. 15 y 18.


«¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama de la muerte? Reflexionando en el destino de María y en su relación con su Hijo divino, parece legítimo responder afirmativamente: puesto que Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre.

»En este sentido razonaron los Padres de la Iglesia, que no tuvieron dudas al respecto. Es verdad que en la Revelación la muerte se presenta como castigo del pecado. Sin embargo, el hecho de que la Iglesia proclame a María liberada del pecado original por singular privilegio divino, no lleva a concluir que recibió también la inmortalidad corporal. La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte, dándole nuevo significado y transformándola en instrumento de salvación.

»María, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención de la humanidad.

»El Nuevo Testamento no da ninguna información sobre las circunstancias de la muerte de María. Este silencio induce a suponer que se produjo normalmente, sin ningún hecho digno de mención. Si no hubiera sido así, ¿cómo habría podido pasar inadvertida esa noticia a sus contemporáneos, sin que llegara, de alguna manera, hasta nosotros?

»Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en ese caso la muerte pudo concebirse como una “dormición"».

Juan Pablo II (siglo XX). Discurso en la audiencia general, 25-VI-1997.


La voz de los Padres de la Iglesia

«Cuando Cristo, Señor Nuestro, quiso sacar del mundo a su Madre santa e inmaculada para conducirla al reino de los cielos y otorgarle la corona eterna debida a sus virtudes y a sus espirituales fatigas, le envió de nuevo el Arcángel San Gabriel para anunciarle su gloriosa traslación, igual que tiempo atrás le había anunciado su concepción inefable.

»Llegó, pues, el Arcángel y le ofreció un ramo de palma, señal de victoria. Así como un día habían salido con ramos de palma al encuentro de su Hijo, vencedor de la muerte y destructor del infierno, así el Arcángel ofreció a la Virgen santa este ramo, signo de su victoria sobre los sufrimientos y sobre la desnudez de la muerte, y le dijo: “Tu Hijo y Señor te invita y te dice: ha llegado la hora de que mi Madre venga junto a mí. Por esto me ha enviado a portarte una vez más el anuncio, ¡oh bendita entre las mujeres! Hasta ahora, oh bendita, has colmado de alegría a los habitantes de la tierra; a partir de ahora, con tu ascensión llenarás de gozo a los ejércitos celestiales y harás brillar más aún a las almas de los santos. ¡Salve! Ya te lo dije una vez, pero ahora tomarás el nombre de «llena de gracia» como honor perpetuo. Ave, llena de gracia, el Señor es contigo ( Lc 1, 28). Tus oraciones y súplicas han subido al Cielo, junto a tu Hijo; de acuerdo con tu petición, Él te manda salir de este mundo para ascender a las moradas celestiales, para estar con Él en la vida que no tendrá fin".

»Cuando la santa Madre de Dios María oyó este anuncio, llena de gozo dio al ángel la respuesta que había dado tiempo atrás: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra. Y el ángel se alejó de Ella ( Lc 1, 38)».

San Máximo el Confesor (siglos VI-VII). Vida de María, n. 103.


«Cumplido ya el curso de la vida de María, cuando iba a ser llamada de este mundo, todos los Apóstoles, provenientes de las diversas regiones, se reunieron en su casa. Y como conociesen que iba a ser tomada del mundo, velaban junto con Ella; y he aquí que el Señor Jesús vino con sus ángeles, y, tomando su alma, se la confió al Arcángel Miguel y se alejó.

»Al amanecer, los Apóstoles tomaron su cuerpo con el lecho y lo pusieron en un sepulcro, y lo custodiaban, aguardando la venida del Señor. Y he aquí que de nuevo se acercó a ellos el Señor, y tomando el santo cuerpo, mandó que lo llevasen en una nube al paraíso, donde ahora, de nuevo asumida el alma, goza de los bienes eternos, para siempre, alegrándose con sus elegidos».

San Gregorio de Tours (siglo VI). Libro de los milagros 1, 4.


«Ya es hora, dice el Señor, de que te lleve conmigo, Madre mía. Como has colmado de alegría a la tierra y a sus habitantes, oh llena de gracia, así ahora alegra a los habitantes del Cielo.

»La muerte no se gloriará para nada en ti, porque tú has llevado en tu seno a la Vida. Has sido como un recipiente para mí; nada podrá romperlo, ninguna tiniebla podrá llevarte a la oscuridad. Ven a tu Hijo con buen ánimo, que quiero hacerte feliz como sólo puede conseguirlo un buen hijo. Quiero recompensarte por haberme hospedado en tu seno, deseo premiarte por la leche que me diste como alimento, por haberme criado; quiero testimoniar ante todos que eres mi Madre.

»Ven, feliz. Abre el paraíso que Eva, tu madre, compañera de tu raza, había cerrado. Ven a participar del gozo de tu Hijo. Deja la Jerusalén terrena y corre hacia la celestial. Extiéndete en el sepulcro de Getsemaní, que no te dejaré sola por mucho tiempo. Vendré a ti, apenas serás sepultada, no para que me concibas de nuevo, sino para que seas mi compañera. Acuesta confiadamente tu cuerpo en Getsemaní, como Yo, antes de la Pasión, postré mis rodillas en aquel mismo lugar. Del mismo modo que Yo, desde el sitio en el que me arrodillé, marché con libertad a la muerte vivificadora de la cruz, así tú, tras la deposición de tu cuerpo, serás llevada a la Vida».

San Germán de Constantinopla (siglos VII-VIII). Homilía en la fiesta de la Asunción.


«Era necesario que esta digna sede de Dios, la fuente no excavada del agua del perdón, la tierra no arada que produce el pan celestial, la viña no bañada que produce frutos de inmortalidad, el olivo siempre verde y fructífero de la misericordia del Padre, no quedase prisionera en las entrañas de la tierra. Como el cuerpo santo y puro, unido hipostáticamente —por medio de Ella— al Verbo divino, resucitó el tercer día del sepulcro, también ésta debía ser salvada de la tumba y la Madre entregada al Hijo; y del mismo modo que éste había descendido a Ella, así Ella, la predilecta, debía ser transportada hasta el tabernáculo más grande y más perfecto en el mismo Cielo ( Hb 9, 11 y 24).

»Era preciso que Aquella que había hospedado en su seno al Verbo divino fuese transportada a la morada de su Hijo; y del mismo modo que el Señor había dicho que debía encontrarse en la casa de su Padre, era preciso que también la Madre viviese en el palacio del Hijo, en la casa del Señor y en los atrios de la casa de nuestro Dios ( Sal 134, 1 y 135, 2).

»Era preciso que Aquella que en el parto había conservado la virginidad, conservase el cuerpo incorrupto también después de la muerte.

»Era preciso que Aquella que había llevado en el seno, como a un niño, al Creador, habitase en la morada divina.

»Era preciso que la esposa que el Padre había elegido, viviese en la cámara nupcial celeste.

»Era preciso que Aquella que había contemplado a su Hijo en la Cruz, recibiendo en el corazón la espada del dolor —que no había conocido en el parto—, lo contemplase ahora sentado junto al Padre.

»Era preciso que la Madre de Dios llegase a ser partícipe de los bienes del Hijo y que toda la creación la celebrase como Madre y sierva de Dios. Siempre, en efecto, la herencia pasa de padres a hijos. En este caso, por el contrario, como dice un sabio, las aguas de los ríos sagrados marchan hacia atrás. El Hijo ha sometido toda la creación a su Madre».

San Juan Damasceno (siglos VII-VIII). Homilía II sobre la Dormición de la Virgen.


La voz de los santos

«Ya María comienza a abandonar la tierra y, al acordarse de las gracias que allí ha recibido del Señor, la mira con afecto, y a la vez con compasión, al considerar que deja tras sí a sus pobres hijos, cercados de tantos peligros y envueltos en tantas miserias. Jesús la toma por el manto y su augusta Madre se remonta por los aires, traspasa las nubes, atraviesa los mundos siderales y llega por fin a las puertas del Cielo. Cuando los reyes y los emperadores van a tomar posesión de su reino, no entran por las puertas de la ciudad, sino que las allanan o pasan por encima de ellas. Por esto cuando Jesucristo entró en el reino de su gloria clamaban los ángeles diciendo: levantad, príncipes, vuestras puertas y elevaos vosotras, puertas de la eternidad, y entrará el Rey de la gloria ( Sal 23/24, 7). De igual suerte, cuando María va a tomar posesión de su reino, los ángeles que la acompañaban decían a voces a los que estaban dentro: “Levantad, príncipes vuestras puertas y elevaos vosotras, puertas de la eternidad, porque debe entrar por ellas la Reina de la gloria".

»María entra en la patria bienaventurada, y al verla tan hermosa y tan agraciada, todos los bienaventurados espíritus exclaman a una voz: “¿Quién es esta hermosa criatura tan bella que sube del desierto de la tierra, lugar de espinas y abrojos? ¿Quién es ésta que viene tan pura y tan cargada de tantas virtudes, apoyada en su amado Señor? ¿Quién es ésta que ha merecido entrar en la gloria con tanta honra y esplendor? Decidnos, ¿quién es?". Y los ángeles que acompañaban a María en su triunfo, respondían: “Es la Madre de nuestro Rey, es nuestra Reina, la bendita entre todas las mujeres, la llena de gracia, la Santa de los santos, la predilecta de Dios, la Inmaculada, la paloma, la más hermosa de las criaturas". Entonces, aquellos bienaventurados espíritus comenzaron a loarla y bendecirla, cantando, con más razón que lo hicieron los hebreos de Judit, este sublime cántico: Tú eres la gloria de Jerusalén, Tú la alegría de Israel, Tú la honra de nuestro pueblo ( Judit 15, 10)».

San Alfonso María de Ligorio (siglo XVIII). Las glorias de María, parte II, discurso 8, punto 1.


«Assumpta est María in cælum: gaudent angeli! —María ha sido llevada por Dios, en cuerpo y alma, a los cielos: ¡y los Ángeles se alegran!

»Así canta la Iglesia. —Y así, con ese clamor de regocijo, comenzamos la contemplación en esta decena del Santo Rosario:

»Se ha dormido la Madre de Dios. —Están alrededor de su lecho los doce Apóstoles. —Matías sustituyó a Judas.

»Y nosotros, por gracia que todos respetan, estamos a su lado también.

»Pero Jesús quiere tener a su Madre, en cuerpo y alma, en la Gloria. —Y la Corte celestial despliega todo su aparato, para agasajar a la Señora. —Tú y yo —niños, al fin— tomamos la cola del espléndido manto azul de la Virgen, y así podemos contemplar aquella maravilla.

»La Trinidad beatísima recibe y colma de honores a la Hija, Madre y Esposa de Dios... —Y es tanta la majestad de la Señora, que hace preguntar a los Ángeles: ¿Quién es ésta?».

San Josemaría (siglo XX). Santo Rosario, IV misterio glorioso.


La voz de los poetas

Hoy sube al cielo María, que Cristo, en honra del suelo, traslada la casa al cielo donde en la tierra vivía.

Hoy el palacio real

de solo Dios habitado,

sube a su patria inmortal,

al imperio el animado,

y el terreno al celestial;

hoy la casa en que vivía

la eterna sabiduría,

hoy la soberana aurora

la luna pisa, el sol dora,

hoy sube al cielo María.

Suben las columnas graves

de aquella siempre bendita

casa, y las celestes aves

al fénix que resucita

dicen con voces suaves:

¿Cómo sube en mortal velo,

o quién la conduce al cielo?

¿La tierra puede subir?

Pero bien puede decir

que Cristo en honra del suelo.

Vuestro privilegio pasa,

casa ilustre, de la ley

común, porque fuiste casa

del Rey, ni pagara el Rey

tal casa con mano escasa.

Levantad al cielo el vuelo,

casa hermosa, honrad al suelo;

de Dios lo fuisteis, y Dios,

por no estar en él sin vos,

traslada la casa al cielo.

Suba a que el premio le den,

que tan alta gloria encierra;

suba el breve cielo, en quien

halló Dios casa en la tierra,

adonde cupo tan bien;

suba con justa alegría,

que no es bien, pues que María

fue de Dios cielo en el suelo,

que se vuelva en tierra el cielo,

donde en la tierra vivía.

Lope de Vega (siglos XVI-XVII). Romancero espiritual. Glosas difíciles VII.

J.A. Loarte