Un nuevo sentido en la vida familiar

A los 35 años yo era un médico de niños egresado de una universidad pública, con una fe en Dios que se resistía a morir y una sensibilidad hacia lo social que amenazaba con sustituir el sentimiento religioso.

Alvaro Sierra en compañía de algunos de sus hijos.

Buscando colegio para escolarizar a mi hijo mayor tropecé con el Opus Dei y la verdad sea dicha, no fue fácil compaginar un planteamiento humano y sobrenatural exigente, como es el de tratar de vivir la vida cristiana coherentemente, con la mentalidad que regía mi vida en ese momento. 

Fue algo así como retomar lo bueno de la formación de mis padres, peligrosamente aplazada. En el Opus Dei, por primera vez conocí verdaderos amigos; los que te corrigen, te estimulan y te exigen; entendí lo que significa luchar por tratar de ser católico 24 horas al día y sobre todo, descubrí el origen mismo de la seguridad y la fuente de donde brota la paz interior: me sentí, como nunca antes, hijo de Dios.

Pero lo más llamativo, aunque no lo más importante de haber descubierto mi vocación al Opus Dei, no fue haberme reencontrado con esas verdades de siempre, practicadas y asumidas desde el inicio mismo del cristianismo. Lo realmente novedoso para mi fue descubrir un nuevo sentido a la vida familiar. Cada nuevo hijo que llegaba a nuestra familia, además de ser una adicional alegría y una motivación mayor para trabajar duro y permanecer muy unidos, era una inequívoca confirmación de que Dios confiaba en nosotros al encomendarnos a sus hijos, haciéndonos participes de su paternidad.

Poco a poco, mi esposa y yo fuimos descubriendo que los hijos eran nuestro mejor tesoro e inversión y lo único que podía ofrecernos recompensa después de que muriéramos. 

Descubrimos con ellos el valor de la sobriedad; aprendimos a distribuir con prudencia, no solo el recurso material, sino también nuestro tiempo y nuestras energías. Fueron los hijos quienes nos hicieron más generosos con los demás, fueran estos amigos, vecinos, parientes o usuarios de nuestro trabajo. A los hijos debemos el entender qué significan la solidaridad, la compasión y la tolerancia y por qué las pequeñas alegrías de la vida familiar, contrastadas con los momentos de dolor, privaciones o expectativas, hacen de nuestra existencia un cause sereno para una felicidad que nadie puede arrebatarnos.

Ver cómo los hermanos, por encima de celos, desencuentros y rivalidades, se aman sin atenuantes, se corrigen y se apoyan unos a otros, es algo muy gratificante que no surgió de la nada, y muy al contrario, es fruto de una educación aprendida de San Josemaría Escrivá que proclamaba a los cuatro vientos la necesidad de construir “Hogares luminosos y alegres”.

Hoy nuestros doce hijos son una fuente inagotable de alegrías; sin desconocer, por supuesto, las preocupaciones, angustias y sobresaltos que traen consigo; pero por encima de todo esto, está la certeza de que ellos, si lo asumimos con fe, esperanza y amor, serán en la otra vida nuestra corona de gloria, como nos lo afirma la Sagrada Escritura.    

*Supernumerario del Opus Dei

Colombia

Por Álvaro Sierra*