Laura y Eduardo, abuelos y padres

El 26 de julio del año pasado, el Papa Francisco quiso agradecer a todos los abuelos “su preciosa presencia en las familias” y brindó un saludo y un aplauso “a todos los abuelos vivos, pero también a aquellos que nos miran desde el Cielo”.

El matrimonio Ortiz de Landazuri con dos nietos.

El negocio más importante

Eduardo Ortiz de Landázuri y Laura Busca, hoy en proceso de canonización, tuvieron siete hijos y un buen puñado de nietos que recuerdan con agradecimiento su sonrisa, su generosidad, su atenta escucha y exquisito respeto a la libertad. Para ambos la familia fue “el negocio” más importante.

En la festividad de san Joaquín y Santa Ana, Francisco recordó que los abuelos “aún pueden aportar -con el influjo de sus sabias palabras y entrañables gestos- a la vida y el crecimiento de los miembros de sus propias familias, a nivel profundamente humano, espiritual y de fe”.

En 1977, José María, el quinto de los hijos, se trasladó a Madrid por trabajo y el matrimonio, por ley de vida, se quedó solo. Se cumplían 36 años desde que se dijeron aquel ‘Sí, quiero’ en el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu. Desde aquel momento para los dos el matrimonio y la familia que formaron fue lo más importante.

En esa situación de “nido vacío” Laura puso más atención, si cabe, en cuidar a su marido y a sus hijos y nietos. Y en 1985, cuando falleció Eduardo, siguió –pese al lógico dolor de la separación- pendiente de todos con la misma sonrisa y generosidad, a pesar de los dolores que la acompañaron hasta su muerte en el año 2000.

Una relación de amistad

A Fermín Ortiz de Landázuri lo que más le sorprendía de su abuela era “la capacidad que tenía para acordarse de lo que le había contado a pesar de que eran cosas muy tontas, de niño pequeño. Cuando ella murió yo tenía 15 años”, cuenta.

Rosel Cruz reconoce que abuela y nieta tenían una relación de amistad. “Yo le contaba mis cosas y ella siempre me daba su opinión, aunque nunca me la imponía”. El recuerdo de su hermano Manuel es la alegría. “Verla muy sonriente. No se quejaba nunca y siempre estaba muy dispuesta a que fuéramos y le contáramos cosas. Todo lo veía con mucho optimismo, con mucha serenidad, con mucha calma”.

Escucha, cariño, respeto por la libertad, alegría y generosidad. Actitudes que no se improvisan. Cuentan Esteban López-Escobar y Pedro Lozano Bartolozzi en Eduardo Ortiz de Landázuri: el médico amigo que “los hijos siempre encontraban a su padre disponible para contarle sus pequeñas aventuras, sus pequeños problemas, sus alegrías y contratiempos. A pesar del cúmulo de tareas que atendía, Eduardo –especialmente en los años que vivieron en Pamplona- comía siempre en casa, salvo que hubiera una razón especial para no hacerlo; y también cenaba en casa aunque su ‘orden’ de médico implicara un horario imprevisible.

Fomentar la libertad de los hijos

Guadalupe, la más pequeña, recuerda a su padre como ‘cariñoso, entusiasta, emprendedor, comprensivo, exigente, y muy alegre’. Y no olvida cómo, cuando se dormía después de cenar viendo la televisión, su padre la tomaba en brazos con ternura y la llevaba a la cama.

Laura y él promovieron la responsabilidad de los hijos fomentando su libertad. Les escuchaban como si no hubiera nada ni nadie más importante en el mundo, les aconsejaban cuando era necesario, les alentaban en todo, fomentaban el servicio y el cariño, sobre todo hacia Eduardito, que –por su enfermedad- era el más necesitado de todos”.

Hilario Mendo en La fortaleza de una mujer fiel destaca de Laura “su habilidad para adivinar el pensamiento de los pequeños al llegar o salir de casa, con solo preguntarles sobre lo que habían hecho o lo que pensaban hacer.

Su hija Laura recuerda que le contaba sus enfados o genios por algún detalle familiar y que una vez le preguntó a su madre: ‘¡Tú nunca te enfadas?, y ella le contestó: bueno, me callo (hizo gesto de tragar saliva) y doy un saltito’. Ese saltito hacia la caridad, la santidad”.

“Siempre en primer lugar mi madre, y después nosotros”

Todos recuerdan la llegada de Eduardo al hogar después de una jornada de trabajo intensa dejando en la puerta, por la parte de fuera, el bagaje de sus preocupaciones. ‘¡Ole!, ¡Ole!’, era el saludo habitual que anunciaba su llegada. A la vez, besaba la imagen de la Virgen que estaba en la entrada y después: ‘Laurita, ¿dónde estás?’. “Siempre en primer lugar mi madre, y después nosotros. Nos daba unos abrazos entusiastas; te perdías en aquella humanidad que te abrazaba con una mirada de profundo cariño. Nosotros, cuando le oíamos llegar, corríamos a la puerta para recibirle. Había un ambiente de gran cariño en mi casa. Nos queríamos muchísimo. Él era el primero en acogerte con una gran sonrisa y una mirada alegre. ¡Cómo se le notaba lo a gusto que estaba en casa!”.